La vida de los Maestros

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XI

Al llegar al pueblo fronterizo, llovía a cántaros y estábamos empapados hasta los huesos. Se nos instaló en un confortable alojamiento que comprendía una gran habitación amueblada, extremadamente alegre y cálida, destinada a servir de salón y comedor. Uno de nosotros preguntó de dónde venía el calor. Pero nuestra inspección no nos reveló ninguna estufa o entrada de calor. Nos sorprendimos un poco, pero ya empezábamos a estar habituados a las sorpresas, y no hicimos más comentarios seguros de que obtendríamos una respuesta más tarde.

Acabamos de sentarnos a la mesa para cenar, cuando Emilio y sus cuatro amigos entraron sin que supiéramos de dónde venían. Los cinco aparecieron en un extremo de la gran habitación en donde no había ninguna abertura. Todo sucedió sin ruido, muy simplemente. Emilio nos presentó a sus cuatro amigos extranjeros y estos se sentaron a la mesa al igual que quien está en su casa. Antes que nos diéramos cuenta, la mesa se colmó de cosas buenas para comer, pero no había carne, ya que estas gentes no comen nada que haya gozado de una vida consciente.

Después de la comida, uno de nosotros preguntó acerca del calor de la habitación. Emilio dijo: «El calor que vosotros percibís, proviene de una fuerza tangible y utilizable por cada uno de nosotros. Los hombres pueden entrar en contacto con esta fuerza superior de todo poder mecánico y servirse de ella bajo la forma de luz, calor y también energía para hacer mover las máquinas. A eso le llamamos nosotros fuerza universal, un poder divino procurado por el Padre para uso de todos sus hijos. Si la utilizarais la llamaríais movimiento perpetuo. Puede mover no importa qué máquina, efectuar transportes sin el menor consumo de combustible, y dar igualmente luz y calor. Está disponible en todos lados, en cada uno, carece de tarifas y no necesita ser comprada».

Uno de nosotros preguntó si la comida les llegaba también directamente del Universal bajo la forma en que nosotros la habíamos comido, igual que el pan y las provisiones que nos habían sido provistas hasta ahora.

Emilio nos invitó a acompañarlo hasta el domicilio de sus cuatro amigos, a trescientos cincuenta kilómetros de ahí. También nos dijo que veríamos a su madre. Y comentó: «Mi madre es una de aquellas mujeres que han perfeccionado de tal modo su cuerpo que puede llevarlo a recibir las más altas enseñanzas. Vive continuamente en el invisible. Y lo hace de forma voluntaria, ya que recibiendo las más elevadas enseñanzas puede ayudarnos considerablemente. Para haceros ver esto más claro, os diré que ha avanzado hasta alcanzar el Reino celeste en donde está Jesús; el lugar que se llama a veces “séptimo cielo”. Supongo que este lugar representa para vosotros el misterio de los misterios, pero no hay tal misterio. Es el lugar de la conciencia, el estado del alma donde todos los misterios son revelados. Cuando se alcanza, es invisible a los mortales, pero uno puede volver a instruir a aquellos que son receptivos. Se regresa al propio cuerpo, ya que este se encuentra tan perfeccionado que se puede llevar a donde uno quiera. Los iniciados de esta orden pueden volver a la tierra sin reencarnación. Aquellos que han pasado por la muerte están obligados a reencarnarse para disponer de un cuerpo en la tierra. Nos han sido dados cuerpos espirituales y perfectos. Es necesario verlos y mantenerlos así para poderlos conservar. Quien ha dejado su cuerpo por las regiones del Espíritu, advierte de que es necesario retomar un cuerpo y seguir perfeccionándolo».

Antes de levantarnos de la mesa, acordamos que la expedición se dividía en cinco secciones, cada una de las cuales sería conducida por cada uno de estos grandes hombres que habían venido a cenar con nosotros. Gracias a este dispositivo, nos sería posible la exploración de vastas regiones. Facilitaría nuestro trabajo, permitiéndonos verificar fenómenos tales como los viajes en el invisible y comunicación del pensamiento a distancia. Cada sección comprendería por lo menos a dos de nosotros con uno de los cinco Maestros como guías. Estarían muy alejados unos de otros, pero el contacto se conservaría gracias a esas gentes, que nos testimoniaban tanta amistad y no dejaban pasar una ocasión para dejarnos examinar su trabajo.

XII

Al otro día todos los detalles fueron arreglados. Mi sección comprendía dos de mis compañeros y yo. Íbamos acompañados de Emilio y Jast. A la mañana siguiente cada sección estuvo preparada para partir en una dirección diferente. Estaba convenido que observaríamos atentamente todo lo que ocurriera y que tomaríamos nota. Quedamos en encontrarnos a trescientos cincuenta kilómetros de allí. Las comunicaciones entre las diversas secciones debían estar aseguradas por nuestros amigos. En efecto, ellos se encargaron de conversar todas las noches, yendo y viniendo de sección en sección.

Cuando queríamos comunicarnos con nuestro jefe de destacamento o con un camarada, nos era suficiente confiar el mensaje a nuestros amigos. La respuesta nos venía en un intervalo de tiempo increíblemente breve. Cuando dábamos esos mensajes, los anotábamos íntegramente con fecha y hora. Anotábamos también la fecha y la hora de su llegada. Cuando nos reunimos nuevamente, comparamos nuestras notas y constatamos que estas coincidían perfectamente. Nuestros amigos viajaban de un campo al otro y conversaban con los miembros de cada sección. Anotamos cuidadosamente el lugar y la hora de sus apariciones y desapariciones, así como los temas abordados: en estos también coincidía todo perfectamente, cuando comparamos posteriormente nuestras notas.

Nuestras secciones se encontraban separadas una gran distancia. Una estaba en Persia, otra en China, la tercera en el Tíbet, la cuarta en Mongolia y la quinta en la India. Nuestros amigos recorrían pues en el invisible distancias del orden de dos mil kilómetros, para tenernos al corriente de los acontecimientos en cada uno de los campos.

El objetivo de mi sección era un pequeño pueblo situado sobre una planicie elevada, mucho antes de los contrafuertes de los Himalayas y a ciento cincuenta kilómetros de nuestro punto de partida. No habíamos llevado ninguna provisión para el viaje. Sin embargo, no nos faltó jamás nada y pudimos siempre alojarnos confortablemente por la noche. Llegamos a destino el quinto día, al comienzo de la tarde. Fuimos saludados por una delegación de gentes del pueblo y conducidos a un alojamiento convenido. Notamos que esta gente trataba a Emilio y a Jast con un profundo respeto. Emilio no había estado nunca en ese pueblo y Jast una vez solamente, después de una llamada de ayuda. En aquella ocasión se trataba de salvar a tres habitantes, que habían sido llevados por los feroces «hombres de las nieves» que habitaban una de las regiones de las más salvajes de los Himalayas.

La actual visita respondía a un pedido similar, que tenía por fin cuidar de los enfermos intransportables del pueblo. Parece ser que «los hombres de las nieves» eran los «fuera de la ley» que han habitado durante largas generaciones las heladas regiones de las montañas y acabado por formar tribus capaces de vivir en las soledades montañosas sin contacto con ninguna forma de civilización. Aunque muy pocos, son muy feroces y belicosos. En ocasiones se llevan a los hombres que han tenido la mala suerte de caer en sus manos y los torturan. Cuatro habitantes del pueblo habían sido llevados en esas condiciones, el resto no sabía qué hacer y habían enviado un mensaje a Jast, que había acudido acompañado de Emilio y de nuestro grupo.

Teníamos curiosidad por ver a esos hombres salvajes, de los cuales habíamos oído hablar mucho, aunque éramos escépticos sobre su existencia. Pensábamos que se formaría una caravana de socorro a la cual podríamos unirnos. Pero esta esperanza fue rota cuando Emilio y Jast nos informaron que irían ellos solos y que partirían de inmediato. Desaparecieron al cabo de unos instantes y no volvieron hasta la noche del segundo día, con los cuatro cautivos en libertad. Estos contaron historias fantásticas sobre sus aventuras y sus extraños secuestradores. Parece ser que esos curiosos hombres de las nieves viven completamente desnudos. Están cubiertos de pelo como los animales y soportan bien el intenso frío de las altas latitudes. Se desplazan muy rápidamente. Se dice, así mismo, que atrapan animales salvajes de la región. Llaman a los Maestros con el nombre de «Hombres del Sol» y cuando estos van a liberar prisioneros no se les resisten.

Fuimos informados que los Maestros habían ensayado muchas veces establecer contacto con los hombres de las nieves, pero fue en vano, a causa del temor que inspiran a estos, Cuando los Maestros iban a verlos, esos salvajes no comían ni bebían, y huían, tanto era su miedo. Habían perdido todo contacto con la civilización, y no vimos que tuvieran contacto con otras razas, entre las cuales tendrían sus ancestros. Su separación del mundo es verdaderamente completa.

Emilio y Jast no quisieron decirnos gran cosa de los hombres de las nieves. No pudimos hacer que nos llevaran a verlos. A nuestras preguntas, respondían con estos comentarios: «Son hijos de Dios como nosotros, pero han vivido tanto tiempo en el odio y el miedo de sus semejantes que han desarrollado sus facultades de odiar y temer. Se han separado así de los otros hombres hasta el punto que han olvidado que pertenecen a la familia humana y se creen las bestias salvajes que son. Llevando las cosas al extremo, han llegado a perder el instinto de las bestias salvajes, ya que estas conocen por instinto a los seres humanos que las aman, y responden a este amor. Es necesario repetir que el hombre solo hace advenir las cosas en las que piensa. Cuando se separa hasta ese punto de Dios y de los otros hombres, puede descender más bajo que los animales. No serviría de nada llevaros a ver a los hombres de las nieves, al contrario, les haría mal a ellos. Tenemos esperanzas de que alguno de ellos se vuelva un día receptivo a nuestras enseñanzas y por ese canal llegaremos a todos».

 

Fuimos informados de que éramos libres de hacer, por nuestra cuenta, una tentativa para ver a esas extrañas criaturas, que los Maestros nos protegerían de todo mal y podrían probablemente librarnos si éramos capturados. Después del programa establecido para el día siguiente, debíamos partir para visitar un templo muy antiguo situado a sesenta kilómetros del pueblo. Mis dos compañeros decidieron renunciar a esta visita para informarse mejor sobre los hombres de las nieves. Pidieron con insistencia a dos habitantes que los acompañaran, pero ellos se negaron rotundamente. Ninguno quería dejar el pueblo, mientras la presencia de los salvajes creara temor en los alrededores. Mis dos compañeros hicieron entonces la tentativa solos. Recibieron indicaciones de Emilio y de Jast sobre la pista y la dirección que debían seguir, se ciñeron sus armas y se prepararon a salir. Emilio y Jast les habían hecho prometer no matar más que en último extremo. Podían tirar al blanco o al aire para asustar a los salvajes, pero debieron dar su palabra de honor de que no tirarían con la intención de matar, a menos que fuera imposible hacer otra cosa.

Me sorprendí de que hubiera un revólver en nuestro equipaje, ya que nosotros no nos habíamos servido jamás de un arma de fuego. Yo había abandonado los míos hacía ya mucho tiempo, sin poder recordar dónde. Pero es seguro que uno de los compañeros que nos habían ayudado a hacer los equipajes había puesto dos pistolas, que nadie había quitado.

XIII

Un poco más tarde en la misma jornada, Emilio, Jast y yo partimos hacia el templo, adonde llegamos a la cinco y media de la tarde del día siguiente. Encontramos dos viejos sacerdotes, que me instalaron cómodamente para pasar la noche. El templo estaba situado sobre un pico elevado. Construido en piedra tosca, tenía una antigüedad de doce mil años. Estaba en perfecto estado de conservación. Debió ser uno de los primeros templos edificados por los Maestros del Siddha. Lo construyeron para disponer de un refugio donde gozar de un perfecto silencio. El lugar no podía haber sido mejor elegido. Es la cima más elevada en esta región, a tres mil quinientos metros de alto y a más de mil quinientos sobre el valle. Durante los últimos doce kilómetros el sendero me pareció casi vertical. Lo franqueaban puentes suspendidos por cuerdas. Estas habían sido agarradas, más altas, a gruesas piedras y echadas enseguida al vacío. Las vigas que formaban el puente servían de sendero a doscientos metros en el aire. En otra parte fuimos obligados a trepar por escalas sostenidas por cuerdas que pendían de lo alto. Los cien metros fueron absolutamente verticales. Los trepamos enteramente gracias a escalas de ese género. Al llegar tuve la impresión de encontrarme en la cima del mundo.

Al día siguiente nos levantamos antes del sol. Saliendo a la terraza que formaba el techo, olvidé completamente la penosa ascensión de la víspera. El templo estaba construido en el borde de un pico. Mirando hacia abajo, no se veía nada en los primeros mil metros, de manera que el lugar parecía suspendido en el aire. Difícilmente lograba quitarme esta impresión. Tres montañas eran visibles en la lejanía. Me dijeron que en cada una de ellas había un templo similar a este. Pero estaban tan lejos que no pude distinguirlos, ni siquiera con los prismáticos.

Emilio dijo que el grupo de Thomas, nuestro jefe, había debido llegar al templo de la montaña más alejada, más o menos al mismo tiempo que nosotros aquí. Me dijo que si quería comunicarme con Thomas, podía hacerlo, ya que él estaba con sus compañeros. Tomé mi agenda y escribí: «Estoy en el techo del templo a tres mil quinientos metros de altitud sobre el nivel del mar. El templo me da la impresión de estar suspendido en el aire. Mi reloj marca exactamente las cuatro y cincuenta y cinco de la mañana. Hoy es sábado dos de agosto».

Emilio leyó el mensaje e hizo un momento de silencio Después llegó la respuesta. «Mi reloj marca las cinco y un minuto de la mañana. Lugar suspendido en el aire a dos mil ochocientos kilómetros sobre el nivel del mar. Fecha sábado, dos de agosto, vista magnífica, sitio verdaderamente extraordinario».

Emilio dijo entonces: «Si queréis, yo llevaré vuestra nota y os traeré la respuesta. Si no veis inconveniente quisiera ir a conversar con los del templo, abajo. Les daré la nota», y desapareció. Una hora y tres cuartos más tarde volvió con una nota de Thomas, diciendo que Emilio había llegado a las cinco y dieciséis, que su grupo pasaba por un momento delicioso imaginando nuestras próximas aventuras. La diferencia de horas de nuestro reloj era debida a nuestra diferencia de latitud.

Pasamos en ese templo tres días, durante los cuales Emilio visitó todas las secciones de nuestra expedición, llevando mensajes y trayendo otros. A la mañana del cuarto día, nos preparamos para volver al pueblo donde habíamos dejado a mis compañeros en la búsqueda de los hombres de nieves. Emilio y Jast quisieron ir todavía a un pequeño pueblo situado en el valle a unos cincuenta kilómetros más allá de la bifurcación de nuestro sendero. Aprobé su proyecto y los acompañé. Acampamos esa noche en la cabaña de un pastor. Partimos muy temprano, a fin de llegar de día a nuestro destino, ya que íbamos a pie. Al no poder ir al templo con nuestros caballos, los habíamos dejado en el pueblo con mis compañeros.

Esa mañana, hacia las diez, sobrevino un violento huracán eléctrico con una amenaza de lluvia torrencial. Pero no cayó ni una sola gota de agua. Atravesamos un país muy boscoso. El suelo estaba cubierto de una gruesa hierba, espesa y seca. Toda la comarca me pareció excepcionalmente seca. El rayo inflamó la hierba en varios lugares y antes de darnos cuenta estábamos rodeados por un incendio forestal. Al cabo de muy poco tiempo, el incendio creció con loca violencia y avanzó hacia nosotros por tres lados a la vez a una velocidad increíble. El humo se extendía formando espesas nubes, yo me quedé perplejo y acabé por ser presa del pánico, Emilio y Jast estaban calmados y serenos, lo que me tranquilizó un poco.

Dijeron: «Hay dos modos de escapar. El primero consiste en intentar llegar a un arroyo próximo, que cae al fondo de un barranco. Hay que caminar ocho kilómetros. Si llegamos es posible que podamos ponernos a cubierto hasta que el incendio se extinga por falta de medios. El segundo modo consiste en atravesar el incendio, pero es necesario que tengas fe en nuestra intención de hacerte franquear la zona de fuego».

Me di cuenta que esos hombres se habían mostrado siempre a la altura de todas las circunstancias y dejé de inmediato de tener miedo. Me puse en cuerpo y alma bajo su protección y me coloqué entre los dos. Nos pusimos en camino en dirección hacia donde el incendio llameaba al máximo de intensidad. Me pareció rápidamente que una gran bóveda se abría delante de nosotros. Pasamos recto a través del incendio, sin ser mínimamente incomodados por el humo, el calor, o los tizones que encontramos en el camino. Hicimos de este modo al menos diez kilómetros. Me pareció que seguíamos nuestro camino tan apaciblemente como si el incendio no hubiera hecho estragos alrededor nuestro. Esto duró hasta la travesía de un río, después del cual nos encontramos fuera de la zona de llamas. En el viaje de retorno, tuve tiempo de observar el camino seguido.

Mientras franqueábamos la zona de fuego, Emilio dijo: «¿No ves qué fácil es, en caso de necesidad absoluta, apelar a las leyes superiores de Dios y sustituir a las leyes inferiores? Hemos elevado las vibraciones de nuestro cuerpo a un ritmo superior a las del fuego y este no puede hacernos mal. Si el común de los mortales hubiera podido observarnos, hubiera creído que habíamos desaparecido, cuando en realidad nuestra identidad no varió. En efecto, no vemos ninguna diferencia. Es el concepto de los sentidos materiales que ha perdido contacto con nosotros. Un hombre ordinario creería en nuestra ascensión y eso es lo que ha sucedido. Hemos subido a un nivel de conciencia en que los mortales pierden contacto con nosotros. Todos pueden imitarnos. Empleamos una luz que el Padre nos ha dado para que la usemos. Podemos servirnos de ella para transportar nuestro cuerpo a cualquier distancia. Es la ley que usamos para aparecer y desaparecer ante vuestros ojos, para aniquilar el espacio como vosotros decís. Superamos simplemente nuestras dificultades elevando nuestra conciencia sobre ellas. Esto nos permite vencer todas las limitaciones que el hombre se ha impuesto a sí mismo en su conciencia mortal».

Me parecía que no pisábamos el suelo cuando hubimos salido del incendio y nos encontramos sanos y salvos del otro lado del río. La primera impresión que tuve fue como si despertara de un profundo sueño y que se trataba de un sueño. Pero la comprensión de los acontecimientos se agrandaba progresivamente en mí, y la claridad de su verdadera significación comenzó a iluminar lentamente mi conciencia. Encontramos un lugar sombreado a orillas del río, merendamos, descansamos una hora y continuamos hacia el pueblo.

XIV

Ese pueblo se nos reveló muy interesante, ya que contenía documentos históricos muy bien conservados. Una vez traducidos, nos pareció que aportaban la prueba indiscutible de que Juan Bautista había estado allí cinco años. Más tarde tuvimos la ocasión de ver y traducir otros documentos que mostraban que se había quedado en la región una docena de años. Más tarde todavía, nos mostraron documentos que parecían probar que había viajado con las gentes de aquí, durante veinte años, a través de Tíbet, China, Persia e India. Tuvimos la impresión de poder seguir sus huellas jalonadas por esos documentos. Estas nos interesaron de tal modo que volvimos a diferentes pueblos para profundizar nuestra investigación. Recopilando los datos obtenidos, pudimos establecer un mapa mostrando exactamente el itinerario de los desplazamientos de Juan. Nos relataron algunos acontecimientos de forma tan vívida, que nos imaginábamos caminar por el mismo camino que Juan Bautista y seguir los mismos senderos que él siguió en un lejano pasado.

Nos quedamos en ese pueblo unos tres días, durante los cuales una amplia visión del pasado se desarrolló ante mí. Pude remontarme en la noche de los tiempos y encontrar el rastro del origen de esas doctrinas hasta sus verdaderos comienzos, en la época en que todo emanaba de la única Fuente o Sustancia, es decir de Dios. Pude entender las divisiones doctrinales formuladas por los hombres, a las cuales cada uno agregaba su idea personal, creyendo que le había sido revelada por Dios para pertenecerle e imaginando enseguida que solo él poseía el verdadero mensaje y que solo él estaba cualificado para dar el mensaje al mundo. Es así como las concepciones humanas se mezclaron con las revelaciones puras. A partir de ese momento, los conceptos materiales se introdujeron y de ello resultó la diversidad y la discordia.

Pude ver a los Maestros sólidamente plantados en la roca de la verdadera espiritualidad, percibiendo que el hombre es verdaderamente inmortal, no sometido ni al pecado ni a la muerte, inmutable, eterno, creado a la imagen de Dios. Si uno emprendiera investigaciones más profundas, obtendría la certidumbre de que esos hombres han transmitido su doctrina en estado puro a lo largo de los milenios. Ellos no pretenden saberlo todo. No piden que uno acepte los hechos si no puede probarlos por sí mismo, cumpliendo las mismas obras que ellos. No pretenden tener otra autoridad que por sus obras.

Después de tres días, estuvimos preparados para retornar al poblado donde había dejado a mis compañeros. La misión de Emilio y Jast consistía en curar a los enfermos. Podrían indudablemente haber hecho este viaje y aquel del templo en mucho menos tiempo, pero como yo no podía desplazarme a su manera, habían decidido hacerlo a la mía.

Mis compañeros nos esperaban en el pueblo. Habían fracasado totalmente en la búsqueda de los hombres de las nieves. Al cabo de cinco días habían abandonado la búsqueda. En el camino de regreso su atención había sido atraída por la silueta de un hombre recortándose en el cielo sobre una arista distante quinientos a dos mil metros. Antes de que pudieran, enfocarlo con sus prismáticos, el hombre había desaparecido. No lo vieron más que un lapso de tiempo muy corto. Tuvieron la impresión de ver una forma simiesca cubierta de pelos. Se dirigieron al lugar de la aparición, pero no encontraron rastro alguno. Pasaron el resto de la jornada explorando los alrededores sin resultado, después decidieron abandonar la búsqueda.

 

Escuchando mi relato, mis compañeros quisieron ir a ese templo, pero Emilio les informó que visitaríamos próximamente uno similar, por lo cual renunciaron a su plan.

Un gran número de gentes de los alrededores se habían reunido en el pueblo para obtener curaciones, ya que algunos mensajeros habían propagado por todos lados la noticia del salvamento de los cuatro cautivos de los hombres de las nieves. Al día siguiente, asistimos a una reunión donde fuimos testigos de curaciones notables. Una joven de una veintena de años que se le habían helado los pies el invierno pasado, los vio restablecerse. Vimos cómo su carne iba reformándose hasta que sus pies se volvieron normales y fue capaz de caminar normalmente. Dos ciegos recobraron la vista. Uno de ellos era, según parece, ciego de nacimiento. Muchos males benignos fueron curados. Todos los enfermos parecían profundamente impresionados por las palabras de los Maestros.

Después de la reunión, preguntamos a Emilio si se producían muchas conversiones. Él respondió: «Muchas gentes son realmente ayudadas, lo cual aumenta su interés. Algunos se dedican al trabajo espiritual por un tiempo. Pero la mayor parte no tardan en recaer en sus viejos hábitos. Ven el esfuerzo que hay que hacer y les parece demasiado grande. Casi todos viven una vida fácil y sin preocupaciones. Entre aquellos que pretenden tener fe, un uno por ciento toma el trabajo en serio. El resto cuenta con los demás para hacerse ayudar en caso de dificultad. Esta es la causa esencial de sus problemas. Afirman poder ayudar a quien desee ayuda, pero son incapaces de hacer el trabajo a quien quiera que sea. Pueden hablar de la abundancia que había en reserva para sus enfermedades, pero, para bañarse realmente en esta abundancia es necesario aceptarla y demostrarla por sí mismo cumpliendo realmente las obras de una vida santa.