Verano venenoso

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Tenía la taza a medio camino de los labios, pero titubeé. La bajé hasta colocarla de nuevo sobre el plato y miré a Hugh, que pareció desconcertado durante un segundo y después sonrió.

—Pues claro —dijo—. ¿Qué ha sido de mis modales? Por favor, come y bebe libremente, sin ninguna clase de obligación, etcétera, etcétera, etcétera.

—Gracias —respondí, y volví a levantar la taza.

—¿En serio hacéis esas cosas? —preguntó Mellissa a su abuelo—. Pensaba que te lo habías inventado todo. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué le preocupa que pase exactamente?

—No lo sé —respondí—. Pero tampoco tengo prisa por averiguarlo.

Di un sorbo al té. Estaba bien cargado, gracias a Dios. Me encanta el té suave, pero después de un rato en la carretera te apetece algo un poco más fuerte que un Earl Grey.

—Bueno, Peter, cuéntame —dijo Hugh—. ¿Qué trae al estornino tan lejos de las nieblas de Londres?

Me pregunté cuándo me había convertido en «el estornino» y por qué todo el mundo que era alguien dentro de la comunidad sobrenatural tenía tantos problemas para utilizar los nombres propios.

—¿Escucha usted las noticias? —pregunté.

—Ah, ya —contestó Hugh, y asintió—. Las niñas desaparecidas.

—¿Qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó Mellissa.

Suspiré; las tareas policiales serían mucho más sencillas si la gente no tuviera familiares preocupados. Para empezar, la tasa de asesinatos sería mucho más baja.

—Solo es una comprobación rutinaria —dijo.

—¿Sobre mi abuelo? —indagó Mellissa. Vi que empezaba a enfadarse—. ¿A qué se refiere?

Hugh le sonrió.

—En realidad, es bastante halagador; es evidente que me consideran lo bastante poderoso como para ser una amenaza pública.

—¿Una amenaza para los niños? —añadió Mellissa, y me miró.

Me encogí de hombros.

—De verdad que es un procedimiento completamente rutinario —afirmé. De la misma manera en que colocamos a los seres más queridos y cercanos de las víctimas en la lista de sospechosos o recelamos de los parientes que se ponen a la defensiva cuando hacemos preguntas que están justificadas. ¿Era justo? No. ¿Estaba justificado? Quién sabe. ¿Son tareas policiales? Haz alguna pregunta estúpida.

Lesley siempre decía que yo no era lo bastante desconfiado como para hacer bien mi trabajo y me disparó con una taser en la espalda para anotarse el tanto. Así que sí, recelaba de todo el mundo, incluso del carca simpático con el que tomaba el té en aquel momento.

No obstante, acepté un crumpet, porque uno puede llevar la paranoia profesional al extremo.

—¿No ha notado nada raro durante la última semana más o menos? —pregunté.

—No puedo afirmar que sí, ya no soy tan perspicaz como antes —respondió Hugh—. O mejor, debería decir que mi perspicacia no es tan digna de confianza como lo era en mis días de gloria. —Dirigió una mirada a su nieta—. ¿Y tú, querida?

—Ha hecho más calor de lo habitual, pero quizá solo sea por el calentamiento global —repuso.

Hugh sonrió con timidez.

—Eso es todo, me temo —dijo, y preguntó a Mellissa si le daba permiso para comerse otro crumpet.

—Vale —respondió esta, y le puso otro delante. Hugh extendió una mano temblorosa y, tras unos cuantos intentos fallidos, atrapó el crumpet con un jadeo triunfante. Mellissa lo observaba con preocupación mientras se lo llevaba a la boca, le daba un buen mordisco y lo masticaba con una satisfacción evidente.

Reparé en que los miraba fijamente, así que me bebí el té y me concentré en la taza.

—¡Ja! —dijo Hugh cuando terminó de masticar—. No ha sido tan difícil.

Y entonces, se quedó dormido; cerró los ojos y la barbilla le cayó sobre el pecho. Ocurrió tan deprisa que me dispuse a levantarme de la silla, pero Mellissa me indicó con la mano que volviera a sentarme.

—Lo ha agotado —dijo, y a pesar del calor, sacó una manta de tela escocesa de la parte trasera de la silla de su abuelo y lo cubrió hasta la barbilla—. Creo que es evidente, incluso para usted, que no tiene nada que ver con la desaparición de las niñas.

Me levanté.

—¿Y usted tiene algo que ver? —pregunté.

Me dirigió una mirada envenenada y, entonces, me llegó un destello, nítido e indiscutible, el chasquido de las patas y las mandíbulas, el aleteo de las alas y el aliento cálido y comunitario del enjambre de abejas.

—¿Qué querría yo de unas niñas? —pregunté.

—¿Cómo voy a saberlo? —dije—. A lo mejor quiere sacrificarlas en la próxima luna llena.

Mellissa inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Se está haciendo el gracioso? —preguntó.

«Cualquiera puede hacer magia —pensé—, pero no todo el mundo es un ser mágico». La magia, llamémosla así en aras de este argumento, ha acariciado a algunas personas hasta el punto de que ya no lo son por completo, incluso con arreglo a la legislación de los derechos humanos. Nightingale los llama seres feéricos, pero eso es un término general, como cuando los griegos utilizaban la palabra «bárbaro» o el Daily Mail emplea el vocablo «Europa». Yo, por mi parte, había encontrado al menos tres sistemas distintos de clasificación en la biblioteca de La Locura, todos con elaboradas etiquetas en latín y, supuse, con todo el rigor científico de la frenología. Hay que ser cuidadoso a la hora de aplicar conceptos como la especiación a los seres humanos, de lo contrario terminas con esterilizaciones obligatorias,4 campos de concentración a lo Bergen-Belsen y el Pasaje del Medio5 antes de darte cuenta.

—Para nada —respondí—. He dejado de hacerme el gracioso.

—Entonces, ¿por qué no registra nuestra casa y sale de dudas? —dijo.

—Ah, pues muchas gracias, eso haré —respondí para demostrar una vez más que un poco de sarcasmo nunca viene mal.

—¿Qué? —Mellissa dio un paso atrás y me miró fijamente—. Estaba de broma.

Pero yo no. La primera regla de un policía es que nunca tomas la palabra a nadie sobre ningún tema; siempre te aseguras de comprobar las cosas por ti mismo. Muchos niños desaparecidos estaban ocultos bajo las camas o en los cobertizos de jardín de propiedades en las que sus padres habían jurado que habían buscado; «¿Por qué están perdiendo el tiempo cuando deberían estar buscando por ahí fuera? Por el amor de Dios, ¡es increíble que traten como criminales a personas decentes! Las víctimas somos nosotros y no, no hay nada ahí dentro. Solo un congelador. No tiene sentido entrar a buscar nada. ¿Por qué iban a estar en el congelador? Oiga, no tiene derecho a… ¡Madre mía! ¡Cuánto lo siento! No pretendía hacerle daño, se resbaló y ¡entré en pánico!».

—Hay que ser meticuloso —expliqué.

—Estoy bastante segura de que ahora mismo está violando nuestros derechos —dijo.

—No —repuse con la absoluta certeza del hombre que se ha tomado la molestia de comprobar las leyes correspondientes antes de salir de casa—. Su abuelo hizo un juramento y firmó un contrato que permite el acceso a individuos acreditados, como yo, cuando sea necesario.

—Pensaba que ya estaba jubilado.

—Sí, pero eso no te exime de las obligaciones del contrato —dije. En realidad la cláusula decía: «hasta que la muerte te libere de este juramento». La Locura, retornando las buenas y antiguas prácticas policiales.

—¿Por qué no me enseña la propiedad? —pregunté. Así sabré que no estás machacando partes de un cuerpo en la astilladora.

Puede que Moomin House se pareciera a La Locura si hubiera estado ubicada en un edificio victoriano, pero, de hecho, era el monstruo arquitectónico más raro que había visto nunca: un edificio moderno con estilo clásico. Su arquitecto, el célebre Raymond Erith, no había invocado el espíritu de la Ilustración, sino que, más bien, le había robado los planos. Al parecer, lo había construido en 1968 como favor para Hugh Oswald —un amigo de la familia—, y era hermoso y triste al mismo tiempo.

Empezamos por las dos pequeñas alas de la casa, una de las cuales se había ampliado para albergar un dormitorio adicional y una cocina de buen tamaño. Puede que, como arquitecto, Erith fuera un clasicista progresista, pero compartía con sus contemporáneos el error de no comprender que necesitas abrir la puerta del horno sin tener que salir de la cocina para ello. En el dormitorio extra había una cama con una práctica estructura de latón acabada con un pasamanos, los suelos estaban cubiertos con una moqueta suave y gruesa, y todas las esquinas picudas de la vieja cómoda de roble y del armario estaban recubiertas con protectores redondeados de plástico. Olía a sábanas limpias, a popurrí y a gel desinfectante.

—Mi abuelo se trasladó a esta habitación hace un par de años —dijo Mellissa, y me mostró el baño nuevo que habían instalado al lado, con una bañera con un asiento, grifos adaptados y pasamanos. Resopló cuando volví a entrar en el dormitorio para echar un vistazo bajo la cama, pero su sentido del humor se esfumó cuando comprendió que iba a comprobar también los armarios de la escoba y de la leña.

Una escalera de caracol con escalones de madera sin revestir ascendía al primer piso y me condujo a lo que sin duda había sido el despacho de Hugh antes de que se trasladara a la planta inferior. Me esperaba varias estanterías de roble, pero, en su lugar, la mitad de la circunferencia de la habitación estaba cubierta de baldas de madera de pino montadas sobre soportes metálicos. Reconocí muchos de los libros porque los teníamos en la biblioteca no mágica de La Locura, entre ellos un ejemplar increíblemente sobado de Histoire Insolite et Secrète des Ponts de Paris, de Barbey d’Aurevilly. Había demasiados libros como para que cupieran en las estanterías, así que estaban esparcidos en pilas sobre la mesa plegable con alas que claramente había hecho las veces de escritorio, sobre el mullido sofá de cuero desgastado y sobre cualquier espacio que quedara libre en el suelo. Muchos de ellos parecían volúmenes de historia local, ficción moderna o guías sobre apicultura. No había ninguno que fuera sobre magia. De hecho, ninguno estaba en latín salvo las ediciones de tapa dura antiguas de Virgilio, Tácito y Plinio el Viejo. El de Tácito me sonaba; era la misma edición que Nightingale me había regalado.

 

No había nada que me llevara a pensar en las niñas desaparecidos, así que le pedí a Mellissa que me llevara arriba y me enseñara su dormitorio, que ocupaba toda la planta superior. Había un tocador victoriano, una cama de la tienda Hábitat y varios armarios y cómodas hechos con madera prensada y laminada. Estaba extraordinariamente desordenado: todos los cajones estaban abiertos y de cada uno de ellos colgaban, al menos, dos prendas. Solamente las braguitas tiradas en el suelo habrían hecho que mi madre se volviera loca, aunque se habría mostrado algo comprensiva con los zapatos amontonados a los pies de la cama.

—De haber sabido que vendría la policía, la habría recogido un poco —dijo Mellissa.

Aunque todas las ventanas estaban abiertas, hacía mucho calor y gotas de sudor me recorrían la espalda y la frente. Percibí también un olor empalagoso; no era horrible ni olía a podredumbre, pero era persistente. Vi que había una escalera incorporada a una pared y una trampilla justo encima. Mellissa vio que la miraba fijamente y sonrió.

—¿Quiere echar un vistazo al desván? —preguntó.

Estaba a punto de contestar que por supuesto cuando me percaté de que el grave sonido de tamborileo que inundaba el resto de la casa —apenas audible—, se oía más alto aquí y que, parecía que provenía de arriba.

Le dije que sí, que me gustaría inspeccionarlo si no tenía inconveniente y, entonces, me tendió un sombrero de ala ancha con un velo: una careta de apicultor.

—Estará de broma… —dije, pero Mellissa negó con la cabeza, así que me lo puse y dejé que me abrochara las cintas por debajo de la barbilla. Tras rebuscar brevemente en los cajones del tocador, encontró una pesada linterna con una funda de goma vulcanizada y la probó, aunque, a plena luz del día, era difícil saber si la vieja bombilla incandescente se encendía o no.

Cuando subí por la escalera, me llegó un ola de calor pegajoso. Esperé un momento y escuché el tamborileo, que sonaba cada vez más alto. No era ningún rugido amenazador ni tampoco pitaba de forma siniestra; sonaba tan uniforme como antes. Entonces, le pregunté a Mellissa a qué se debía.

—Son los zánganos. Tienen dos tareas, básicamente: tirarse a la reina y mantener la temperatura de la colmena. Si no hace movimiento muy bruscos, todo irá bien.

Me adentré en la cálida oscuridad. De vez en cuando, alguna abeja pasaba por delante del halo de luz de mi linterna, pero eso era todo. Alumbré el extremo más alejado del desván y distinguí la colmena por primera vez. Era inmensa; una masa de columnas acanaladas y crestas esculpidas que ocupaban la mitad del espacio. Era una maravilla de la naturaleza… y daba un miedo que te cagas, de manera que me quedé el tiempo suficiente para asegurarme de que no había ningún colono —o niño— emparedado y salí pitando de allí.

Mellissa se arrastró detrás de mí por la escalera de caracol con una mirada de petulancia y me siguió al exterior, más por asegurarse de que me marchaba que por educación. Cuando llegué al coche, advertí que la nube de abejas se había contraído y se había convertido en una masa sólida bajo una de las ramas principales. Para mi sorpresa, era una forma ovoide que parecía colgar del árbol a través de un hilo fino, como las colmenas de los dibujos animados que a menudo caen sobre la cabeza a sus personajes.

Le pregunté a Mellissa si se mantendría en el árbol

—Es la reina —dijo con un resoplido—. Se está pavoneando. Pero si sabe lo que le conviene, volverá.

—¿Sabe algo sobre las niñas desaparecidas? —pregunté.

Me pareció escuchar un ruido rítmico detrás de Mellissa, proveniente de la casa; un sonido grave, como el de unos golpes, que se intensificó y, después, se desvaneció en la distancia.

—No, a no ser que vinieran a comprar miel —comentó.

—¿No la cultivan para consumo propio? —pregunté.

La luz del sol vespertino se posó sobre el aterciopelado vello rubio de sus brazos y hombros.

—No diga tonterías —dijo—. ¿Qué haríamos con tanta miel?

***

No me marché de inmediato. Me recosté sobre el maletero del Asbo, donde daba algo de sombra, y tomé notas en mi cuaderno. Siempre es buena idea hacerlo nada más acabar un interrogatorio porque tus recuerdos están frescos y porque se sabe que los sospechosos asustados dan por hecho, pasado un rato, que la policía se ha ido y salen por la puerta principal con toda clase de pruebas incriminatorias. Entre ellas, partes de un cuerpo, como sucedió en un caso famoso. Antes de ponerme a ello, sin embargo, levanté la vista hacia los canales de West Mercia y encendí mi Airwave para escuchar las comunicaciones sobre la operación mientras terminaba.

Dado que muchos periodistas tienen acceso a una Airwave o conocen a alguien que lo tenga, en los casos verdaderamente importantes la jerga policial puede volverse algo densa. Nadie quiere ver sus bromas «poco apropiadas» en la primera página de un periódico los días que no hay noticias relevantes; ese tipo de cosas suelen acabar con tu carrera. La operación se volvía cada vez más crítica a medida que terminaba de tomar notas. La Asociación de Jefes de Policía no suele utilizar la Airwave, pero estaba claro que las solicitudes de asistencia ahora se realizaban a través del Centro de Coordinación de la Información de la Policía Nacional (PNICC), conocido comúnmente como «Pánico» (sobre todo si has llegado al punto de tener que acudir a él).

No era mi caso y, si seguía alejándome de mi jurisdicción, la gente empezaría a hablar en otra lengua, probablemente galés. Además, si la policía de West Mercia quería mi asistencia, habría que coordinarlo a través del PNICC, y ni siquiera tenía claro qué clase de ayuda les prestaría.

Pero no puedes desentenderte de algo así. Sobre todo si hay niños involucrados.

Llamé a Nightingale y le expliqué lo que quería hacer. Le pareció una «idea magistral» y se ofreció a hacer los arreglos necesarios.

A continuación, me monté en el coche, que estaba a punto de ebullición, y busqué en el navegador la comisaría de Leominster.

Durante un instante me pareció escuchar un grito de enfado que sobrevolaba las colinas hasta donde me encontraba, pero debía de ser algún animal del campo, alguna clase de pájaro.

«Sí, probablemente será un pájaro», me dije a mí mismo.

2. Asistencia mutua

Las grandes ciudades se expanden desde sus límites hacia dentro. Los chalés independientes dan paso a los adosados, que después forman hileras y, más tarde, aumentan un par de pisos antes de que llegues al casco histórico o, lo que es más habitual, a lo que ha quedado de él tras los bombardeos aéreos y la planificación de la posguerra. En el campo, las poblaciones empiezan tan de repente que un segundo estás en plena naturaleza y, al siguiente, contemplas un conjunto de casas adosadas renovadas con un estilo modernista. Y entonces, antes de que tengas la oportunidad de descubrir si aquel edificio que has visto era realmente de la época Tudor con entramado de madera o una extravagancia tardovictoriana, estás saliendo por el otro extremo con un horrible supermercado de ladrillo rojo en tu espejo retrovisor.

Leominster, pronunciado «Lemster» en caso de que os lo hayáis preguntado, era un poco más interesante que eso. Y habría dedicado un rato a visitar su plaza principal si el navegador no me hubiera conducido directamente a la circunvalación cuyo trazado era igual al que aparecía en el cacharro. El pueblo quedó a mi espalda en cuanto crucé el puente sobre el ferrocarril y me desvié en una glorieta hacia el parque industrial de aspecto aletargado en el que se situaba la comisaría local.

Las comisarías a las afueras de los pueblos se construyen en los terrenos no urbanizados por la misma razón que los supermercados: por el espacio y el aparcamiento. La primera a la que me asignaron estaba en Charing Cross, en pleno centro de una de las unidades de mando operativo más ocupadas de Scotland Yard. En el garaje, como apenas cabían todos los vehículos policiales, furgonetas, camionetas y demás coches variados para compartir, cualquiera que estuviera por debajo del superintendente no tenía plaza de aparcamiento.

Pero la comisaría de Leominster contaba con dos aparcamientos, uno público y otro para la policía. Y, tal como me enteré después, también disponía de su propio helipuerto. El edificio en sí era una construcción de tres plantas y ladrillo rojo, con una curva exuberante en un extremo parecida a una proa, de manera que, desde un lado, la comisaría tenía el aspecto de un esquife de un cuento que había encallado a kilómetros de distancia del mar. El aparcamiento de las visitas estaba repleto de coches de gama media, furgonetas con antenas parabólicas y una multitud de personas caucásicas que paseaban sin rumbo fijo. Caí en la cuenta de que aquel era el famoso grupo de la prensa. Les eché una mirada y, después, me dirigí a la entrada del aparcamiento para agentes, al otro lado del edificio. En mi opinión, tenía una valla demasiado baja y cualquier maleante con la intención de cometer alguna travesura con unidades que eran propiedad de la policía podría haberla escalado con facilidad. Tanto si tenían helipuerto como si no, el lugar no me impresionaba.

Giré hacia la puerta automática, me incliné a través de la ventanilla y pulsé el botón del intercomunicador que había sobre un poste. Le dije a la voz aguda que contestó al otro extremo quién era y le mostré la placa al pequeño y brillante ojo de la cámara. Se oyó un graznido de confirmación y la puerta se abrió con un traqueteo. Para ser un aparcamiento policial, había muy pocos vehículos oficiales; solo se veían un par de Vauxhall sin distintivo y un Rover 800 que parecía algo maltratado. Todo el mundo debía de estar trabajando en la búsqueda.

Aparqué en una plaza alejada de la entrada, donde me pareció que ningún coche o furgoneta de apresados podría arrollarme cuando regresaran. Nunca subestiméis la habilidad de un policía al volante para calcular erróneamente la posición de una columna cuando vuelve a la comisaría tras un turno de doce horas.

Un joven blanco me esperaba junto a la puerta trasera. Era rubio y tenía un rostro amplio y ojos azules. Me fijé en que su traje parecía hecho a mano, pero no lo sabía con seguridad, porque, evidentemente, lo había llevado durante las últimas veinticuatro horas. Bebía de una botella de agua que apartó de los labios cuando me vio, extendió la mano de forma amigable y se presentó como el agente Dominic Croft.

—Te están esperando —dijo, pero no especificó para qué.

Era la comisaría más limpia en la que había estado nunca. Ni siquiera desprendía ese olor inconfundible que uno esperaría de decenas de individuos que hacen turnos largos enfundados en ropa protectora. «Eau de chaleco antipuñaladas», lo llamaba Lesley. Las paredes estaban pintadas exactamente de la misma tonalidad que las de Belgravia y otra media docena de comisarías de Londres en las que había estado. Quienquiera que vendiera ese particular tono de azul claro, debía de estar forrándose.

—Normalmente, la comisaría está bastante vacía —comentó—. Solemos estar solo el grupo de agentes del vecindario.

Dominic me condujo escaleras arriba, hacia las oficinas principales, donde el aire acondicionado no llegaba al enorme grupo de policías que había en el lugar. Un par de policías que levantaron la vista cuando entrábamos en el centro de coordinación saludaron con la cabeza a Dominic y me miraron de arriba abajo con recelo antes de retomar su trabajo. Eran todos blancos y, entre ellos y el grupo de la prensa que había en la entrada principal, sospechaba que mi formación en materia de diversidad sería inútil para este caso.

No se suelen oír muchas risas en los centros de coordinación durante una investigación importante, pero la atmósfera que se respiraba ese día era desalentadora, y los rostros de los detectives estaban cubiertos de sudor y reflejaban determinación. Los casos de niños desaparecidos son duros. A ver, los asesinatos también lo son, pero al menos ya ha ocurrido lo peor: las víctimas no van a morir más de lo que ya están. Los niños desaparecidos vienen literalmente con una fecha de caducidad y lo peor es que no sabemos cuál es hasta que es demasiado tarde.

 

Dominic llamó a una puerta con una placa metálica rectangular en la que se leía aula de instrucción, la abrió sin esperar respuesta y entró. Lo seguí y accedimos a la clase de sala larga y estrecha que existe, principalmente, porque el arquitecto tenía un par de metros libres después de dividir los espacios y no sabía qué más hacer con ellos. Había una ventana pequeña, abierta lo máximo en términos de seguridad y escasamente en términos de salubridad, y un ventilador de mesa desplazaba el aire cálido de un lado para otro. Un escritorio recorría una de las paredes y un hombre blanco y atlético con uniforme de inspector se apoyaba sobre él con los brazos cruzados sobre el pecho. Dominic me lo presentó: era el inspector Charles («bajo ningún concepto me llames Charlie») Edmondson, comisario del norte de Herefordshire, lo que significaba que este era su territorio y que no parecía precisamente encantando de que estuviera allí. Ocupando gran parte de los dos asientos disponibles se encontraba un hombre blanco, bajito y de espalda ancha, con un rostro incongruentemente alargado y una barbilla puntiaguda; parecía haber robado los rasgos a una persona más alta y delgada y haberse negado a devolvérselos. Era David Windrow, inspector jefe de la Operación Mantícora (nombre en clave de la búsqueda de Hannah Marstowe y Nicole Lacey). Me indicó con la mano que me tomara asiento en la otra silla y, cuando lo hice, adopté la expresión debidamente seria pero algo perdida que se espera de los agentes de bajo rango en tales circunstancias.

—Parece que estás aquí por asuntos oficiales —comentó Windrow.

—Sigo el curso de una investigación, señor.

—Sí —coincidió—. He hablado con tu inspector. Dice que solo era una comprobación rutinaria.

—Así es, señor.

—Y que te ofreces voluntario para ayudar en el caso.

—Sí, señor.

—Pero estás seguro de esto no tiene nada que ver con… —Windrow dudó—. De que no es un caso de los Halcones.

La policía tiene la costumbre de adueñarse de un nombre distintivo y utilizarlo indiscriminadamente como nombre, verbo e incluso en ocasiones especiales, como una retahíla de blasfemias. «Troyano» se refiere a las armas de fuego, «Guardabosques» a la protección diplomática y «Halcones» es el término que varios inspectores jefe del cuerpo de detectives que conozco utilizan para referirse a«putas rarezas». Este distintivo lleva en uso desde los setenta, pero, desde hace uno o dos años, cada vez lo emplean más y más, lo que es un presagio, dependiendo de la cafetería en la que te sientes, del amanecer de la Era de Acuario, del Fin de los Tiempos o, posiblemente, de que La Locura ahora tiene, al menos, un efectivo que sabe utilizar una Airwave como es debido.

El inspector Edmondson descruzó los brazos y suspiró.

—Entonces, ¿no tienes intención de seguir con tu investigación de los Halcones? —preguntó.

—No, señor —respondí—. Solo quiero ayudar en lo que pueda.

—Además de lo evidente —añadió Windrow—, ¿tienes experiencia en algo más?

—Vigilancia policial en general, unidad de apoyo al orden público, algo de interrogatorios y estoy capacitado para utilizar un taser.

—¿Y qué hay de la mediación familiar?

—He visto cómo se hace —contesté.

—¿Crees que podrías dar apoyo a un agente experto en mediación?

Le dije que creía que sí y Windrow y Edmondson intercambiaron una mirada. Edmondson no parecía conforme, pero asintió y los dos volvieron a fijar la vista en mí.

—Muy bien, Peter —dijo Windrow—. Si quieres ayudar, nos gustaría que te convirtieras en el segundo agente de apoyo a una de las familias, la de los Marstowe. De esa forma, podemos reasignar a Richard, el agente que se está encargando de ello ahora, a la búsqueda.

—Es un asesor policial —añadió Edmondson a modo de explicación. Un experto en búsquedas.

—Si sirve de ayuda… —comenté.

—Por aquí solemos ser expertos en varias cosas —respondió Windrow—. Intentamos abarcar demasiado.

Menos mal que las ovejas respetan las leyes, pensé, pero no lo dije en alto, así mi formación en materia de diversidad no se echaría a perder del todo.

—Probablemente no hace falta que te lo digamos, pero mantente alejado de los periodistas —me advirtió Edmondson—. Toda la información debe llegarles a través del portavoz de prensa.

—Si cualquiera de esos cabrones te pregunta algo —dijo Windrow—, los rediriges a él, ¿entendido?

Asentí con entusiasmo para demostrar que no solo no había perdido mi habilidad de ser pelota, sino que estaba al día. Atamos un par de cabos burocráticos y, después, me dejaron al cuidado del agente Dominic Croft, al que habían encargado la tarea de llevarme a Rushpool.

***

Dominic, que era un ser humano y no un GPS, me guio a través del pueblo propiamente dicho. El centro tenía uno de esos sistemas de calles unidireccionales, completamente innecesarios, que cierta generación de urbanistas tenía en tan alta estima y la mayoría de las construcciones eran casas adosadas victorianas o del estilo de la Regencia, que se amontonaban en las aceras estrechas y entre las que se encontraba alguna mole del siglo xvii con entramado de madera que parecía haber caído del cielo.

Dominic se las ingenió para no hacerme la pregunta típica hasta que hubimos llegado a la seguridad del campo.

—Entonces, ¿la magia y los fantasmas existen?

Me habían hecho esa pregunta tantas veces que ya tenía una respuesta preparada.

—Hay ciertas cosas que se salen de los parámetros normales y corrientes de la vigilancia policial —respondí.

He descubierto que hay dos clases de agentes: los que no quieren saber cuáles son esas cosas y los que sí. Por desgracia, tratar con cosas de las que no quieres oír hablar es prácticamente la definición de ser policía.

—Vamos, que sí —resumió Dominic.

—Existen mierdas muy raras y nosotros nos encargamos de ellas —repuse—. Aunque por lo general, suele haber una explicación perfectamente racional. —Que a menudo suele ser que ha sido obra de un mago.

—¿Y qué hay de los extraterrestres? —preguntó Dominic.

Menos mal que los alienígenas llevan desviando la atención desde 1947, pensé. En una ocasión, yo mismo pregunté a Nightingale si existían y me respondió que todavía no. Por lo tanto, imagino que, si les diera por aparecer de repente, formarían parte de nuestra jurisdicción. Pero esperaba que ese suceso no tuviera lugar en un futuro cercano porque no nos faltaba precisamente el trabajo.

—Que yo sepa, no existen —respondí.

—¿No lo descartas, entonces?

Los dos llevábamos las ventanillas bajadas lo máximo que se podía para intentar que nos llegara cualquier brisa que soplara.

—¿Tú crees en los alienígenas? —pregunté.

—¿Por qué no? ¿Acaso tú no?

—Es un universo muy grande —repuse—. No creo que esté completamente vacío, ¿no?

—Vamos que sí que crees en ellos.

—Sí, pero no creo que vayan a visitarnos.

—¿Por qué no?

—¿Por qué querrían hacer un viaje tan largo?

Pasamos por delante de un pueblo alargado que Dominic identificó como Luston. Más adelante, la carretera se estrechaba y los densos setos verdes bloqueaban la visión a ambos lados.

—¿Crees que alguien se las llevó? —inquirí antes de que Dominic me hiciera otra de sus extrañas preguntas.

—¿De dos casas distintas? —preguntó—. Me parece poco probable, pero quizá alguien las incitara a salir.

—¿Crees que eran víctimas de ciberacoso sexual?

—No había nada en sus ordenadores. O al menos, no estoy al tanto.