Verano venenoso

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—Quieren que vayas a casa de los Marstowe ahora mismo —me indicó—. Antes de que el ruidoso rebaño vuelva a toda prisa.

—¿Han encontrado algo? —pregunté.

—Nada en absoluto —respondió Dominic—. Ese es el problema.

***

Incluso con todas las ventanas abiertas, el ambiente en la cocina de los Marstowe era sofocante y olía a madera prensada caliente. La sargento Cole había pedido que Joanne y su marido se sentaran en un lado de la mesa y nosotros nos acomodamos en el otro. Ethan dormía arriba y habían enviado a Ryan y Mathew a pasar la tarde con una tía que vivía en Leominster.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Andy Marstowe en cuanto tuvimos las piernas bajo la mesa.

Era un hombre bajito, solo un poco más alto que su mujer y con esa clase de constitución sólida que se espera de una persona que lleva toda la vida realizando tareas manuales. Tenía el mentón picudo y unos ojos pardos hundidos. Empezaba a tener unas entradas pronunciadas en su cabellera de color castaño claro y saltaba a la vista que había decidido hacer de tripas corazón y se había cortado al mínimo lo que le quedaba. Parecía el clásico psicópata enano con los que temía encontrarme cuando me tocaba el turno de noche en el Soho, aunque suus ojos no reflejaban violencia ni enfado, solo miedo.

—Primero —dijo Cole—, permitidme aseguraros que no hemos encontrado ningún indicio de que Hannah o Nicole estén heridas. —Ni Andy ni Joanne parecían sentirse particularmente más tranquilos—. Por los general, no nos habríamos tomado la molestia de avisaros sobre este asunto, pero, por desgracia, los medios se han enterado y queríamos que tuvierais todos los datos antes de que ellos den su versión distorsionada.

El grupo de periodistas había vuelto al pueblo menos de diez minutos después de haberse marchado. Muertos de calor, subieron corriendo la calle sin salida como si una marea les pisara los talones y solo llegaron al borde del seto, donde hacía guardia una agente especial llamada Sally Donnahyde, que también era profesora de primaria y estaba decidida a ignorar a la panda de periodistas. La cocina estaba en la parte trasera de la vivienda, pero aun se oía el murmullo incesante, como si fueran las olas de una playa de guijarros.

Los padres se removieron en sus asientos y se abrazaron a sí mismos.

—Hemos descubierto una mochila infantil nada más salir de la carretera B4362, a unos trescientos cincuenta metros del punto de reunión. Pero enseguida ha resultado evidente que el objeto llevaba allí tirado al menos diez años, por lo que no creemos que esté relacionado con el caso.

Andy relajó los puños y Joanne exhaló. La sargento Cole abrió la funda de su tableta y les mostró una fotografía de la mochila. Estaba colocada sobre un plástico y tenía una regla al lado para mostrar la escala. La mochila era de plástico transparente y, aunque estaba gastada por los años y el abandono, era evidente que alguien se había llevado lo que contuviera. Cole preguntó, por pura rutina según dijo, si alguno de los dos la reconocía.

Contestaron que no, pero tuve la sensación de que Joanne dudaba un poco antes de responder. A continuación, se levantó de un salto y nos preguntó si queríamos té. Cole aprovechó la oportunidad para informarles sobre el estado actual de la búsqueda. Andy se mostró inquieto durante toda la explicación y, en la primera pausa que se produjo, dijo que, si eso era todo, le gustaría regresar ya con el equipo de búsqueda, muchas gracias. Entonces, ignoró o no se percató de la mirada de enfado de su mujer, se levantó y se marchó.

Me hubiera gustado tener la oportunidad de hablar con Cole sobre el titubeo de Joanne, pero era evidente que la sargento no quería dejarla sola. Aunque me pregunté si debía presionar yo mismo a Joanne, habría sido un error adelantarse a un superior. Probablemente no era nada…, pero podía estar equivocado.

—No lo asume —dijo Joanne una vez se aseguró de que su marido se había marchado—. Así que se mantiene ocupado.

—No creo que haya una forma de «asumirlo», Jo —respondió Cole.

—Peter —dijo Joanne de repente, volviéndose hacia mí—. Dígame la verdad, ¿qué posibilidades hay de encontrarlas?

Cole me miró también. Intenté no sentirme presionado.

—Creo que hay posibilidades de que las encontremos —contesté.

—¿Por qué lo crees? —Los ojos de Joanne se salían de las orbitas; estaba visiblemente desesperada.

—Porque se escaparon juntas —repuse—. Si alguien les hubiera hecho daño por los alrededores, a estas alturas ya tendríamos una pista. Y si hubiera sido alguien de fuera, lo habríamos visto entrar en el pueblo.

Joanne se sosegó. La verdad es que aquello no eran más que gilipolleces. Gilipolleces sin sentido, me atrevería a decir. Pero no daba la impresión de que Joanne quisiera que le ofreciese datos, simplemente buscaba una excusa para no derrumbarse.

No obstante, aquella conversación me dejó un regusto amargo en la boca.

De repente, sonó un tono de llamada pasado de moda que viene preestablecido en la mayoría de los teléfonos móviles. Sonó tres veces antes de que recordara que había cambiado el tono del mío —el tema de El Imperio contrataca, porque nadie quiere que esa cancioncita suene delante de los miembros de una familia angustiada— y tuve que darme prisa para responder antes de que saltara el contestador.

Cuando contesté, una mujer alegre me pidió que le confirmara que yo era Peter Grant. Tras hacerlo, me informó de que era la asistente personal del jefe Windrow y me pidió que fuera a su despacho, porque el inspector jefe quería hablar conmigo.

—¿Cuándo? —pregunté.

—En cuanto puedas —dijo.

4. Un caso para los Halcones

Lo primero que noté fue que alguien, contraviniendo las normas de prevención de riesgos laborales, había desbloqueado las ventanas de la comisaría de Leominster para que se abrieran del todo hacia fuera. Dado que todas las oficinas de investigación se encontraban en el primer piso, sorprendentemente entraba un montón de aire. Imaginé que eso, y cantidades ingentes de bebidas con cafeína, era lo que mantenía a la Unidad de Investigación Principal unida.

Edmondson y Windrow me esperaban de nuevo en el aula de instrucción. Me pidieron que tomara asiento y me ofrecieron un poco de agua fría, la cual acepté agradecido. Resistí la tentación de pasarme la botella por la frente.

—¿Qué te parece? —preguntó Windrow.

—¿A qué se refiere, señor? —respondí.

—A la operación —contestó—. ¿Cómo crees que está yendo?

No hay nada que ponga más nervioso a un agente novato que alguien de rango superior lo mire fijamente desde el otro lado de un escritorio y le pregunte su opinión sobre un tema. Siempre resulta tentador recurrir a la retorcida mezcla de jerga policial y administrativa, que ha demostrado ser la aliada de los agentes de policía modernos cuando quieren hablar mucho y decir poco. Aun así, por el aspecto de la mirada de Windrow, soltar de golpe que pensaba que la policía de West Mercia había adoptado «un enfoque agresivamente proactivo en línea con las mejores prácticas que establecen las normas nacionales» no era lo acertado.

—Tan bien como cabría esperar —respondí, lo cual era casi tan terrible como lo anterior.

Windrow asintió gentilmente, un gesto que he visto hacer a los agentes docenas de veces cuando interrogan a los sospechosos.

—¿Qué impresión te causaron los Marstowe? —preguntó.

—Están aguantando la situación como pueden —dije.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que organizaran ellos la desaparición? —inquirió Windrow.

«Dios«, pensé. Aunque lo cierto es que, como teoría, sin duda tenía sus atractivos.

—¿Hay alguna prueba de que pudieran haberlo hecho? —quise saber.

Windrow negó con la cabeza.

—Ah, y felicidades, por cierto —soltó Edmondson—. Has salido en los periódicos.

Me pasó un ejemplar del Sun, que había trasladado a la chica de la página tres a la once para dedicar más espacio a las niñas desaparecidas. Puesto que no sabían nada que nosotros no supiéramos —y nosotros no sabíamos nada de nada—, había muchas fotografías para suplir la falta de texto. En la esquina superior derecha de la página cinco había una imagen muy buena de Dominic y yo de pie junto al ayuntamiento. Saltaba a la vista que estábamos hablando y, por suerte, los dos teníamos un aspecto apropiadamente sombrío e intenso. La imagen decía «arrimando el hombro: Agentes de todo el país colaboran en la búsqueda de Hannah y Nicole».

—Vaya, lo lamento, señor. Deben de haber usado un teleobjetivo.

—No pasa nada —respondió Edmondson—. El comandante cree que es buena publicidad para el cuerpo, en términos de diversidad. —Esbozó una sonrisa forzada—. Lo de que todo el mundo está arrimando el hombro y eso.

«Ese soy yo», pensé. El chico del anuncio de la diversidad.

Windrow juntó los dedos.

—Llevas en la Unidad de Evaluaciones Especiales más de un año —dijo—. ¿Es correcto?

—Desde febrero del año pasado —contesté. Me preguntaba adónde demonios quería ir a parar con aquello.

—Entonces, ¿tienes experiencia con casos inusuales? —inquirió—. Casos relacionados con lo… —Se detuvo. Detrás de él, Edmondson cambió el peso de un pie a otro y habló.

—Sobrenatural —añadió.

—Sí, señor —aseguré, y se produjo una pausa mientras todos pensábamos en qué más decir.

Los dos hombres se miraron.

—¿Crees que hay indicios sobrenaturales en este caso?

—¿Señor? —dije. Si he aprendido una cosa, es que los superiores deben dejar clara su posición antes de arriesgarte a abrir la bocaza.

 

—¿Viniste para interrogar a…? —Windrow comprobó un pósit amarillo que tenía pegado en su agenda—. ¿Un tal Hugh Oswald, de Wylde?

—Sí, señor —dije—. Era un proceso eliminatorio habitual. —Las tareas de «Rastrear, Implicar o Eliminar» son la columna vertebral de cualquier investigación importante: cuando das con, debes convertirlo en sospechoso o eliminarlo de la ecuación.

—¿Y estás seguro de que no está implicado? —preguntó Windrow.

—Sí, señor. Tiene noventa y tres años y está prácticamente confinado a una silla de ruedas.

—¿Y no hay posibilidades de que tenga un cómplice? —quiso saber Windrow.

Estaba su hija, cuyos antecedentes ni siquiera se me había ocurrido comprobar. Pero, claro, cuando la conocí, creía que el propósito principal del viaje era animarme y quitarme de encima a Nightingale. Debería de haberle tomado declaración, al menos… Lesley me habría matado por ser tan descuidado.

—Realicé una evaluación rutinaria —repuse, y me pregunté cómo de desesperados estaban en la comisaría de West Mercia para hablar de esto conmigo.

Edmondson se cruzó de brazos y, luego, volvió a separarlos.

—Sé que no has venido a las sesiones informativas —dijo Windrow tras una pausa—. Pero debes ser consciente de que no hemos progresado. La hipótesis más plausible es que las chicas se levantaron en medio de la noche y se marcharon de casa de forma voluntaria. Después de eso, simplemente se desvanecen. —Dio un par de golpecitos con los dedos en el escritorio—. Pensamos que sería una negligencia no considerar todas las posibilidades. Y, puesto que estás aquí y estás disponible, nos gustaría que, como halcón, hicieras una evaluación del caso entero.

Joder, pues sí que estaban desesperados.

Los miré fijamente con incredulidad y, prácticamente, me quedé bloqueado. Por suerte, mis instintos altamente burocráticos, que normalmente me salvaban el culo, se activaron y conseguí balbucear que tendría que comentarlo con Nightingale primero.

Estuvieron de acuerdo e incluso me permitieron llamarlo sin estar ellos presentes.

Nightingale pensó que era una idea muy sensata, a pesar de que ninguno de los dos había llevado a cabo una evaluación sobrenatural antes (yo, porque era un novato y él, porque, en su día, conceptos como las evaluaciones y revisiones de los casos normales, no se habían inventado. O, al menos, no en La Locura.

—Ni siquiera sé qué se supone que tengo que buscar —confesé.

Nightingale respondió que acudiría de inmediato a la biblioteca para ver qué averiguaba sobre los delitos sobrenaturales en el campo.

—Y llamaré a Harold —añadió—. Esta es la clase de cosas que dan sentido a su vida.

El profesor Harold Postmartin, archivero de La Locura, historiador amateur y catedrático de Oxford a quien habían votado como la persona con menos probabilidades de aparecer en un documental de cuatro partes en el Canal Cuatro… ¡seis años seguidos!

—Ahora que lo pienso —dijo Nightingale—, quizá merezca la pena contactar con algunos de nuestros amigos del submundo. Solo por si acaso.

Así pues, informé con aire taciturno a Edmondson y Windrow de que no solo los halcones de la Unidad de Evaluaciones Especiales estaríamos encantados de hacer una valoración del casso, sino que también asignaríamos la tarea a nuestro analista civil más experimentado y tiraríamos de nuestras fuentes humanas encubiertas (aunque alguna de ellas no fuera completamente humana).

Quedaron tan contentos que me asignaron el despacho de Edmondson, que estaba al final del pasillo y que, además de tener su propia conexión a holmes ii, estaba fuera de la vista del despacho de la investigación principal. Se produjo un pequeño retraso mientras Windrow me conseguía los permisos necesarios y un portátil con acceso a holmes que pudiera utilizar. Después, cerraron la puerta y me dejaron ponerme manos a la obra.

Pero, ¿por dónde debía empezar?

Parte del problema de hacer una evaluación sobrenatural es que es complicado aplicar las mejores prácticas profesionales a una rama del cumplimiento de la ley que la mayoría de los agentes no tocarían, ni con una porra extensible de un metro de longitud. Por no mencionar que lo más cerca que había estado La Locura de realizar una evaluación oficial había sido al comunicar a un superior que la presencia de un grafiti oculto en un escenario de un crimen no lo convertía en un caso de los Halcones. Sobre todo si han copiado los símbolos de los libros de Aleister Crowley, El señor de los anillos u Hora de aventuras. El único caso parecido con el que tuvimos dudas fue cuando se encontraron unos caracteres kanji en la parte delantera de un colegio privado en Highgate, pero, según uno de los amigos de Postmartin de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, pertenecían a un manga titulado Sakura Wars (muy popular en la década de 1990).

El problema era que, cuando el gobierno aplicó sus grandes recortes sobre el cuerpo policial, a muchos agentes se les ocurrió la idea de que podían endilgarnos cualquier cosa que fuera ligeramente extraña.

—Aunque es evidente —había señalado Nightingale entonces— que esto nunca ocurre si el agente en cuestión ha trabajado antes con nosotros.

«No todos vuestros casos son cosa nuestra», pensé.

Así que hice lo que siempre hacía en estas situaciones: preguntarme qué haría Lesley (además de dispararme con una taser por la espalda, traicionarme y unirse al Hombre Sin-rostro, claro está). Y lo que haría es exclamar: «¡Empieza con la lista de tareas, idiota!»

Hoy en día, una investigación importante se tramita a través de holmes ii, una gran picadora de datos informatizada en la que los agentes introducen información y giran la manivela con la esperanza de que algo comestible, o al menos admisible ante un tribunal, salga por el otro lado. Para mantener alimentada la máquina, los superiores asignan «tareas» a sus agentes. Entrevistar a los profesores de Hannah y Nicole sería una de ellas, como lo es comprobar el registro telefónico de las familias para asegurarse de que no aparecen los números de acosadores sexuales conocidos. La policía nunca ve un nombre que no quiera convertir en acción, de manera que las tareas en seguida se convirtieron en «llevar a cabo», como por ejemplo: me asignas que lleve a cabo una evaluación de los Halcones, yo llevo a cabo una evaluación de los Halcones, se lleva a cabo una evaluación de los Halcones y todos llevamos a cabo algo en un submarino amarillo, un submarino amarillo, un submarino amarillo.

Por consiguiente, para evaluar una investigación importante hay que revisar la lista de tareas y sus consecuencias, con la esperanza de descubrir algo que otros treinta y tantos agentes altamente cualificados y experimentados hayan pasado por alto. Me senté, hice una anotación en mi cuaderno —«Iniciar la evaluación de los Halcones con la revisión de la lista de tareas»— y la feché.

Era la hora del almuerzo del tercer día de la investigación; Hannah y Nicole llevaban desaparecidas más de cincuenta horas.

***

Día 1 – 09.22 – primera y única llamada a emergencias – la persona que llamó se identificó como Derek Lacey.

No escuché el archivo de audio, pero incluso en la transcripción se notaba que le costaba mantener el control. Era evidente que se había tomado un momento para organizar sus pensamientos por miedo a que la policía no lo fuera a tomar en serio, porque dio las edades de Nicole y Hannah, comentó que se habían marchado de sus dormitorios en algún momento de la noche y aseguró que ninguno de sus amigos ni parientes las había visto. Y claramente había impresionado al inspector de guardia del centro de control de Worcester, porque este envió a todos los agentes del turno D disponibles a Rushpool, con el sargento Robert Collington a la cabeza.

La Unidad D llegó al lugar a las 09.37, hora a la que Edmondson, el comandante de la zona, ya había sido informado y había decidido hacerse cargo de la operación.

Estadísticamente, en los casos relacionados con niños desaparecidos el secuestro a manos de un desconocido está al final de una larga lista que empieza con que los críos simplemente se han escapado y continúa con que se han quedado en casa de un amigo sin habérselo dicho a los padres o que, a menudo, se han escondido en alguna parte del domicilio. De hecho, es mucho más probable que un niño muera asesinado por sus padres que lo secuestre un desconocido. De manera que las primeras tareas que se llevaron a cabo nada más llegar fue registrar las casas de los padres y reunir los nombres y direcciones de amigos y familiares.

Pero Dominic tenía razón. El hecho de que dos chicas hubieran desaparecido de dos casas distintas la misma noche tendría que haber captado la atención de alguien. Porque alrededor de las diez y cuarto, menos de un hora tras la llamada inicial a emergencias, se había declarado que se trataba de una desaparición de alto riesgo y se había contactado con el asesor policial de guardia. Se convocó a los agentes de la Unidad de Apoyo de servicio en Hereford, Worcester, Kidderminster y Shrewsbury. Hacia la hora del almuerzo, un buen número de los efectivos disponibles de la policía de West Mercia había sido destinado a los alrededores de Rushpool.

Para entonces, los ordenadores de las chicas iban camino del laboratorio tecnológico para que comprobaran si había algún indicio de que fuesen víctimas de ciberacoso sexual y se habían activado las aplicaciones necesarias para rastrear sus teléfonos móviles en tiempo real. De habernos encontrado en Londres, un montón de unidades habrían revisado cuidadosamente horas y horas de vídeo de las cámaras de seguridad. Pero, en el campo, la vigilancia era inexplicablemente escasa.

Cuando movilizas agentes por un caso de niños desaparecidos, deben desplegarse rápido y en grupos numerosos. Aunque haya probabilidades de que los críos se planten en la puerta de su casa al final del día y el sentido común te diga que así será. Si hubieran sido mayores, si tuviese catorce años o más, quizá West Mercia habría esperado otras veinticuatro horas antes de, literalmente, sacar a los perros. Aun así, hasta las seis de la tarde, Edmondson probablemente pensó que las niñas volverían por su propio pie.

Entonces, encontraron los teléfonos. Los dos se identificaron de inmediato como los móviles de Nicole y Hannah y los dos estaban sin batería. Puesto que es más probable que una chiquilla de once años renuncie a un riñón que a su móvil, la hipótesis pasó de una posible fuga a un secuestro, y ahí es cuando empezó realmente la diversión.

Se contactó de inmediato con el Departamento de Investigación Criminal de Hereford y una Unidad de Investigación de Delitos Graves se unió a lo que ahora se llamaba operación mantícora. Justo cuando la mayoría de los detectives se marchaba a casa; debió de encantarles. Durante una corta excursión a la cafetería descubrí que, a pesar de sus salas de detención y de interrogatorios bien equipadas, los despachos con acceso a holmes, la propia cafetería, el helipuerto y no nos olvidemos de las famosos sillones de masaje, la comisaría de Leominster normalmente solo albergaba a la unidad municipal. No estaba preparada para posibles futuras necesidades como, por ejemplo, un aumento de las incursiones transfronterizas por parte de los galeses. El jefe Windrow, Dominic y sus compañeros habían llegado desde Hereford y habían levantado campamento allí, lo que explicaba por qué el sitio estaba tan limpio.

El agente de enlace con la prensa contactó con los medios locales solo para averiguar si se habían anticipado a nosotros o no. Alguien había hablado ya con el Leominster News y el Hereford Times y les había proporcionado detalles de las dos chicas: sus nombres y una conmovedora fotografía de las dos ataviadas con unas pamelas. Reconocí el fondo; no cabía duda de que era el jardín trasero de los Marstowe. Distinguí un columpio rojo que había visto desde la ventana de la cocina. Alguien más lo había identificado, porque el informe daba por sentado que había sido Joanne Marstowe quien había contactado directamente con la prensa. Era demasiado tarde para que cualquiera de los periódicos cambiara los titulares, pero la radio local y los noticiarios regionales de la BBC enviaron reporteros y se mostraron de acuerdo en hacer un llamamiento en busca de información. Seguramente, los directores de los noticiarios locales habían echado un vistazo a esa fotografía de dos chicas blancas, guapas y sonrientes de once años, con pamelas a juego, y habían roto a llorar de felicidad. La historia se difundió a nivel nacional en lo poco que tardaron los editores de los periódicos de Londres en abrir el archivo jpeg de sus correos. Para cuando el inspector Edmondson informaba a los nuevos a las diez en punto, los periodistas ya se amontonaban en el vestíbulo.

 

Intenté recordar qué había hecho yo esa noche, pero no me vino nada a la mente.

La búsqueda comenzó a primera hora y la recién instalada Unidad de Investigación de Delitos Graves asignó multitud de tareas, entre las que se incluían descartar a más de doscientas personas incluidas en el registro de delincuentes sexuales. Lo más impresionante era que esta unidad de investigación ya había hecho más de cien de estas comprobaciones solo en Herefordshire y habían asignado un puñado más a las fuerzas policiales adyacentes. Para cuando comprobé la lista, solo quedaban por investigar tres delincuentes sexuales registrados a doscientos kilómetros a la redonda de Rushpool y existía la fuerte sospecha de que dos de ellos habían fallecido.

En holmes se pueden hacer búsquedas de las palabras clave, cuya utilidad depende de los términos que emplees. Lo intenté, solo por pura potra, con «magia», «mago», «bruja», «invisible», tres sinónimos de «hada» y me pasé quince minutos descartando un número sorprendentemente amplio de referencias a libros, televisión y a una elegante fiesta a la que habían ido muchos de los niños la semana previa a la desaparición. La declaración de una amiga del colegio de Nicole y Hannah me llamó la atención:

r175 – prioridad alta – declaración de gabriella darrell, misc.

agente tasker: O sea que Nicole tiene un amigo invisible.

gabriella: Sí.

agente tasker: ¿Como un amigo imaginario?

gabriella: No exactamente.

señora darrell: Nicole ha tenido siempre mucha imaginación. No como mi Gaby, que es muy sensata, ¿verdad, Gaby? Nada de amigos imaginarios.

***

Añadí una petición a mi lista de solicitud de tareas con el pretexto de que, si no sabes adónde vas, tienes que contemplar todas las posibilidades.

Alrededor de las cinco, ya había completado un barrido rápido de la lista de tareas y me tomé un descanso. Alguien me indicó dónde estaba el ultramarinos más cercano, pero me perdí y en su lugar terminé en un enorme supermercado Morrisons. Aproveché la oportunidad para aprovisionarme de la clase de artículos de primera necesidad en los que Molly no pensaba: botellas de agua, snacks, fruta y un set de afeitado propio de este milenio. Dentro de la tienda, el aire acondicionado estaba conectado a tope, de manera que me senté en la cafetería que había dentro y llamé a Nightingale para hablar de mis próximos movimientos. Así, además, alejaba los asuntos de La Locura de los oídos entrometidos de otros agentes, lo cual era una ventaja.

—Entonces, ¿no te ha llamado nada la atención? —preguntó Nightingale.

—De la lista de tareas no —respondí—. Trabajan con la hipótesis de que decidieron escaparse de sus casas y quedar en algún sitio. Y que o bien se escaparon, lo cual parece poco probable, o les ha pasado algo.

Nightingale me preguntó por qué era improbable que hubiese huido.

—No se llevaron nada salvo los móviles —repuse—. Los chiquillos que se escapan casi siempre se llevan algo.

Yo lo había hecho, y en dos ocasiones, aunque la primera me limité a llevarme un sándwich de crema de cacahuete y mermelada y un ejemplar de 2000 AD, una revista de cómic.

—De momento, deberíamos dejar la mayor parte del trabajo sucio normal y corriente a nuestros primos del campo —dijo Nightingale—. Lo primero que tienes que hacer es averiguar si las chicas pudieron entrar en contacto con algo extraño.

—¿Cómo qué?

—Un mago solitario —propuso Nightingale—. Un brujo o una bruja del Cerco que no conozcamos, o un ser feérico o semifeérico, o alguna clase de resucitado. ¿Alguna de las dos tuvo un cambio de comportamiento extraño?

—La unidad de abusos infantiles se encargará de investigarlo —respondí.

—Entonces, te sugiero que hables con ellos —dijo Nightingale—. Y quizá también deberías hablar con los profesores y los líderes de las Niñas Exploradoras, o como se llame la asociación esa hoy en día. Eso sí damos por hecho que eran exploradoras. ¿Tienen un párroco local?

—Puedo averiguarlo.

Reparé en que un par de chicos blancos de una mesa cercana me miraban de reojo.

—A menudo, un buen párroco conoce los aspectos más esotéricos de la historia local —me explicó Nightingale—. O al menos, así eran las cosas antes.

Ambos tenían el pelo oscuro y el rostro pálido, a pesar de ser pleno verano. El más bajito tenía ojos azules y el más alto tenía unas gafas de sol en un espacio interior, lo que ya de por sí te dice todo cuanto necesitas saber. Llevaban las camisas de cuadros grises y verdes remangadas, lo que dejaba al descubierto los brazos fornidos de unas personas que realmente trabajaban para ganarse la vida. En Londres, habría dado por hecho que se dedicaban a la construcción, pero aquí, en el quinto pino, por lo que sabía, podían tratarse de leñadores o esquiladores.

—Tal vez deberías visitar de nuevo a Hugh Oswald —comentó Nightingale—. Por si ha notado algo raro.

«Aparte de la rarita de su nieta», pensé. Aunque quizá también mereciera la pena hablar con ella.

—Es una lástima que no podamos olfatear a la gente como hacen los ríos —dije.

—Pues yo me alegro de que esa habilidad en particular parezca ser solo suya —comentó Nightingale—. Creo que nuestro trabajo ya es bastante complicado tal y como es. Aun así…

Los chicos blancos sabían que habían llamado mi atención, pero dudaban. Ese es el problema de ser un racista en el corazón de la campiña, que no tienes mucha experiencia práctica. Les dirigí una mirada extraña solo para darles un poco por culo.

Ellos fueron los primeros en romper el contacto visual. El alto de las gafas de sol se volvió hacia su amigo y le dijo algo, después los dos me miraron y se rieron disimuladamente.

«¿Qué tenemos? ¿Doce años?», pensé. Así que yo también me reí. No fue una risa natural, pero no tenían forma de saberlo. Me miraron fijamente y, después, se volvieron cuando se dieron cuenta de que yo no apartaba la vista. Quería provocarlos, darles una paliza que no olvidasen jamás.

—¿Peter? —preguntó Nightingale, y me di cuenta de que no lo estaba escuchando.

Quería al menos enseñarles la placa y jugar con sus prejuicios, pero esas cosas no se pueden hacer, porque siempre cabe la posibilidad de que termine en una pelea. Y entonces, tendría que detenerlos, lo cual, independientemente de las cuestiones éticas relacionadas con el abuso de poder, tiene como consecuencia un montón de papeleo. Por no mencionar que me encontraba muy lejos de mi jurisdicción y cabrearía a la policía de West Mercia, que tenía cosas más importantes con las que perder el tiempo ahora mismo, muchas gracias. Así que respiré hondo y aparté la mirada.

Ese soy yo: Peter Grant, un motivo de orgullo para su departamento.

—Perdona. Estaba distraído.

—Te preguntaba qué tal estás —repitió Nightingale.

—Estoy bien, señor.

—Me alegro.

Me tensé al oír el chirrido de las sillas cuando los chicos se levantaron, pero pasaron por el otro lado de la mesa y se dirigieron a la entrada principal.

—Será mejor que vuelva al trabajo —dije—. Tengo que completar algunas tareas.

En el exterior, el sol fundía el aparcamiento y mis dos amigos de la cafetería intentaban apoyarse despreocupadamente sobre el lateral de un Nissan Micra azul sin quemarse al hacerlo. Me pregunté si me estarían esperando o si simplemente no tenían ningún otro sitio adonde ir; también cabe la posibilidad de que ni ellos lo supieran.

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