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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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V

Después de arrastrar miserable vida durante todo el año 21 en un lugar del camino de Francia, D. Urbano Gil de la Cuadra pudo volver a la corte tolerado, si no perdonado por la policía. Amparole para esto un generoso desconocido a quien él creía compatriota suyo, y que, interesándose por él, le pudo conseguir lo más parecido a un indulto, o sea la negligencia del Gobierno. Favorecidos por aquella negligencia que tan caritativa era en el asunto de Gil de la Cuadra, mil y mil pillos conspiraban por el triunfo de todas las banderas conocidas.

Favoreció también a nuestro desgraciado reo un individuo a quien pronto conoceremos y que se hacía pasar por amigo de D. Víctor Sáez, confesor de Su Majestad. Llamábase Naranjo y era, como D. Patricio Sarmiento, maestro de primeras letras, existiendo entre los dos, con la igualdad de profesión o industria, una rivalidad tan fuerte y, aunque disimulada, tan rabiosa, que para hallarla semejante sería preciso revolver los antiguos odios corsos o el antagonismo clásico de griegos y troyanos en los tiempos oscuros.

Naranjo fue generoso con Gil, pues, además de trabajar en su reducida esfera, para que pudiese volver a la corte, arrancándole de los miserables pueblos del Norte de Madrid, le dio asilo en su misma casa y calle de las Veneras, a ochenta y tres escalones más arriba del local de la escuela y en un departamento estrecho pero independiente del propio domicilio del dómine. De tres o cuatro piezas tan sólo disponía Gil; mas el buen orden de su hija había hecho de ellas un recinto casi decente y casi cómodo, utilizando los pobres trastos que conservara de su antigua casa y algo que allegó con el favor de una providencia desconocida de todos los vecinos, aunque no de nosotros.

El desgraciado D. Urbano no salía de su casa a ninguna hora del día ni de la noche, y rara vez ponía los pies fuera de la pieza que escogió para su albergue, y que era triste y oscura como una mala noticia. Había adaptado su organismo a un sillón que le servía de concha, y en él la cabeza calva, el rostro pálido y extenuado, los cansados ojos, las manos flacas, los brazos negros, permanecían largo rato en inmovilidad casi absoluta, en medio de un silencio semejante al de cualquier alcoba mortuoria.

De pronto movía la cabeza, miraba hacia afuera y el patio lóbrego y sucio al cual daba su ventana, ofrecíale el grandioso paisaje de dos o tres cocinas medianeras. Allá arriba se veía, sí, un recorte irregular y azul lleno de luz y de belleza: era el cielo. Gil de la Cuadra lo miraba hasta que el dolor del torcido pescuezo obligábale a sumergir su contemplativa mirada en el fondo del patio. Allí todo era lobreguez, horror, vapores infectos, un detestable olor a almíbar. Hervía el azúcar en las cazuelas y un negro cíclope del dulce labraba yemas y azucarillos en aquella caverna húmeda y acaramelada. Las coplas obscenas que cantaba y el vaho de tal industria se unían en conjunto muy desagradable.

El anciano leía a ratos. No escribía nada. Sus libros eran las novelas de la época, entre ellas el Werther y La nueva Eloísa; también Las noches. Aquel espíritu fatigado se rebelaba contra las lecturas serias, entregándose con deleite a un pasatiempo que le producía fuertes excitaciones de la sensibilidad y de la fantasía. El aplanamiento de la vida y la rápida decadencia habían determinado en hombre tan infeliz el retroceso senil, que consiste en una especie de renovación enfermiza de la niñez. En aquella edad y circunstancias, en tal estado de cuerpo y alma, Gil de la Cuadra soñaba, mejor dicho, idealizaba.

Cuando su hija estaba en la casa, que era lo más común, solía dialogar con ella, aunque no mucho, a pesar de los esfuerzos de Sola por entablar conversaciones sobre temas lisonjeros; pero ya en los días a que alcanza nuestra descripción, que son los de Mayo de 1822, el anciano sin dejar de ser afectuoso con la graciosa joven, había perdido aquel cariño afable y atento que en él hemos conocido. Su sequedad llegaba a ser a veces aspereza y desabrimiento; mas la prudencia de Solita sabía burlar ingeniosamente los ataques, consiguiendo siempre que el viejo, después de irritarse un poco, tornase a su tranquilidad meditabunda.

Cuando estaba solo estaba en su elemento. Entonces revolvíase inquieto después de largas pausas en que parecía dormido, o mejor, muerto. Un día en que Soledad había salido, el anciano leyó por espacio de hora y media. Después dio un suspiro, puso el libro sobre el antepecho de la ventana, revelando honda agitación en sus ojos, así como en sus labios que articulaban sílabas sin sonido. En voz alta exclamó luego:

– Ahora tiene que ser. Ya no puedo más. He esperado bastante.

Levantose como pudo, dirigiose al cuarto de su hija, y de allí a la pieza que servía de cocina. Revolvió febrilmente todos los objetos que pudo tocar, fue, vino de un lado a otro, registró, puso sus manos arriba y abajo, desordenando cuanto allí había.

– Nada – dijo para sí con acento de dolor. – Esa pícara lo guarda todo bajo llave.

¿Qué buscaba? No debía de tener hambre, porque allí había comida y ni siquiera la tocó.

Volviendo al cuarto de su hija, examinó las cerraduras de todos los cofres. Ninguna estaba abierta. Con rabia golpeó las arcas y los cajones de la cómoda, gruñendo así:

– Todo, todo lo guarda esta condenada.

En seguida registró la ropa que en distintos puntos de la estancia había. Su mano activa y resbaladiza entraba en todos los bolsillos, deshacía todos los pliegues, sacudía las faldas, desdoblaba lo doblado y hacía envoltorios de lo que estaba extendido.

– Nada, nada.

Sin duda buscaba llaves. Después de mucho revolver sintió un ruido metálico. Metió la mano y sacó una pieza de dos cuartos y un ochavo.

– Esto ya es algo – pensó. – Con esto tengo] ya catorce cuartos reunidos, y si encuentro más… Iré juntando, y a falta de un medio, emplearé otro.

Pareció darse por satisfecho con tal razonamiento y con aquel hallazgo, y puso fin a sus investigaciones. Regresando a sus dominios, es decir, a su sillón, sacó del seno un envoltorio para guardar su nueva conquista. Antes de hacerlo contó repetidas veces, con la gozosa atracción del avaro, su tesoro.

– Catorce – dijo. – Catorce y un ochavo.

Después hizo cuentas con los dedos mirando al techo.

– Sí – murmuró-; pronto podré… Cualquier medio sirve. Quizás sea éste el mejor… Sí, es el mejor, el más fácil, el menos sospechoso, el más tranquilo… Puedo bajar fácilmente a la calle, cuando mi hija no esté aquí… Ya sé lo que tengo que hacer. Catorce cuartos… Todavía es poco. Pero Dios me ayudará… es preciso concluir pronto. ¡Maldita vida! ¡que aun para echarte fuera, nos has de dar trabajo! ¡Miserable harapo que te llamas cuerpo!… ¡que aun para limpiarnos de ti, han de ser precisas tanta fatiga y tanta lucha!

Sintiendo los pasos de su hija, guardó precipitadamente lo que contaba y tomó el libro. Disimulaba como un escolar travieso.

Soledad se acercó a él, le pasó la mano por la frente, le dijo algunas palabras cariñosas y después entró en su cuarto.

– ¡Virgen María! ¿quién ha estado aquí? – exclamó. – Si hubiera gatos en la casa, diría: «los gatos»; pero no los hay.

Miró desde la puerta a su padre con la severidad cariñosa que se emplea ante los niños enredadores.

– Yo fuí, Sola – dijo D. Gil mirándola también con un poquillo de turbación. – Yo fuí: buscaba unas migas de pan para echar a esos gorriones que suelen bajar a la ventana de enfrente.

– El pan estaba en la cocina: ¿no lo vio usted?

– No, hijita, no vi nada. Creí que tendrías migas en los bolsillos.

– Lo mismo pasó la semana pasada cuando salí – dijo Solita, quitándose los alfileres del manto y cogiéndolos en la boca, mientras se quitaba aquella prenda. – Este papá mío es más travieso… Otro día saldremos juntos.

– Ya te he dicho que no quiero salir.

– A tomar el sol.

– Aborrezco el sol – repuso Gil de la Cuadra con laconismo.

– A tomar el aire.

– Aborrezco el aire.

– A ver Madrid.

– Madrid me repugna, me enardece la sangre, me mata.

– A ver la gente, a distraerse un rato.

– ¡La gente! ¡Bonita cosa quieres enseñarme! ¡La gente! Si los ojos no sirvieran más que para ver gente no valdría la pena de tenerlos.

– Vamos, vamos: basta de locurillas. Dios se enfada con los que dicen eso.

– Basta, regañona. Ahora me toca a mí. ¿En dónde has estado hoy tanto tiempo?

Soledad vaciló un momento antes de dar contestación; ¡tanta era su repugnancia a mentir!

– He ido a entregar una obra que había concluido… Por cierto que he venido muy aprisa para que no estuviera usted solo.

– Por eso no. Solo estoy yo perfectamente – dijo el viejo con displicencia. – No me gusta ver espantajos delante. No me gusta que cuando salgas, te lleves las llaves de todo como si yo fuera un ladrón.

– ¿Y para qué quiere usted las llaves? – preguntó Soledad con el mayor desconsuelo, dejándose caer sobre una silla y abrazando a su padre. – ¿Para qué quiere usted las llaves? Todo lo que usted pueda necesitar queda fuera. Para otro día tendré cuidado de dejarle migas de pan, por si vuelven los gorriones de hoy.

– No te burles… la verdad es que estoy incomodado contigo… Me tratas como a un chiquillo… No puedo hacer cosa alguna sin que tú lo husmees y te enteres de todo. De tal modo me vigilas, que hasta de noche, cuando dormimos, si por acaso me levanto porque tengo calor en la cama, tú vienes tras de mí para ver dónde voy.

– Si usted no hiciera locuras, si se conformara con su suerte, como Dios manda, y no hubiera ya intentado una vez cometer el mayor pecado del mundo, cual es atentar contra la propia vida…

Gil de la Cuadra no contestó nada a esta razón.

– Son aprensiones, hija – dijo al fin inclinando la cabeza. – Y si fuera verdad, vamos a ver, ¿qué tendría de particular? Es hermosísima esta vida para aficionamos a ella, ¿verdad?

 

– No nos falta nada.

– Nos falta todo. Honor…

– No se pierde por la persecución de la justicia cuando es injusta.

– Tranquilidad.

– La tenemos de sobra.

– No; porque esta es la hora en que yo no sé de qué vivo, ni cómo vivirás tú el día en que yo falte.

– Y para remediar mi orfandad y mi abandono, usted quiere matarse. ¡Linda precaución!

– A quien todo lo ha perdido, hija mía, se le puede perdonar que haga algún disparate.

– ¡Quien todo lo ha perdido!… ¿acaso no vivo yo, o no soy nada?

– Tú eres mucho, tú eres todo; eres todo para mí. Verdad es que te conservo – dijo Gil de la Cuadra, abrazando a su hija. – Pues qué… ¿crees tú que si no existieras, si no tuviera yo junto a mí este rayo de luz, que da vida a mi vida, y esta alma que da apoyo a mi alma, podría sostenerme un día más? ¿Crees que puede sostenerse quien está perdido, humillado, miserable, deshonrado, sin otro lazo con la sociedad que el desprecio que ella muestra y la limosna que me da un pobre maestro de escuela? La religión no basta a consolar a los que hemos fomentado en nuestro entendimiento ciertas ideas. Es triste decirlo; pero debe decirse porque es verdad… Mira tú lo que es el destino, Dios, la Providencia o como quieran llamarlo. En medio de mis desastres, de mi padecimiento, de mi deshonra, yo tenía una esperanza.

Soledad hizo con la cabeza una señal de asentimiento.

– Yo tenía una esperanza, y ¡cuán risueña, cuán bella, hija mía! Era cuanto un padre cariñoso puede desear. Realizada aquella esperanza, yo hubiera subido al cielo como un ángel, tranquilo, sereno, limpio, lleno de Dios. Sin ella… iré a donde mi perverso destino quiera.

– No hay que tomarlo de ese modo.

– ¿Pues de cuál? ¿La realidad puede tomarse de otro modo que como tal realidad? ¿Caben en ella fantasmagorías? No; no te hagas ilusiones. Tu primo no viene ya; nos desprecia como nos desprecian todos los nacidos, porque somos pobres, porque estamos deshonrados, porque somos una vil escoria.

– Mi primo no ha dicho que no vendrá.

– No lo ha dicho; pero ello es que no viene. Quiere romper su compromiso de una manera evasiva. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última carta?

– No lo recuerdo bien – dijo Sola, demostrando que no dedicaba sus ocios a llevar la cuenta de las cartas que escribía el desnaturalizado primo.

– Pues yo sí lo recuerdo. Hace cinco meses y tres días… ¿Qué quiere decir este silencio?

– Que no tiene ganas de escribir, o que está preparando su viaje.

– No te hagas ilusiones; repito que no te hagas ilusiones. En la realidad no puede haber, no hay fantasmagorías. La cuestión es la siguiente…

– Sí, ya lo sé – dijo Soledad riendo.

– Mi pobre hermana, que murió hace cinco años, me dijo en los últimos días de su vida: «deseo ardientemente que mi hijo se case con tu hija…».

– Y usted le contestó: «Yo también deseo que mi niña se case con tu niño…». Sí, ya sé; no es la primera vez que oigo ese cuento.

– Mi hermana y yo tratamos del asunto largamente. Hallábamos las cualidades más apreciables en uno y otro. Ella te creía un ángel del Cielo. Yo veía en su hijo un enviado de Dios. ¡Admirable plan, que ha dado alientos por mucho tiempo a mi cansada vida! He soñado con ese matrimonio, como sueña el mozalbete con la mujer que adora. Después de muerta su madre, Anatolio confirmó con una promesa solemne aquel sagrado testamento moral de la difunta Paula. Yo tuve que marchar a Francia, después fui a La Bañeza, después vine aquí, y en todas partes recibía cartas de mi sobrino, sin que en ninguna de ellas faltase la palabreja o el parrafillo dedicados a ti y al dulce proyecto. Incitábale yo a que viniese, pero él me contestaba que el servicio militar le retenía en Asturias y que se holgaba de ello para poder estar al cuidado de su hacienda en estos tiempos tan revueltos.

– Pero no por eso dejaba de escribirnos y de hablar de la boda… ya, ya sé.

– Después de la época tristísima de mi desgracia, de mi prisión, de nuestra deshonra y pobreza, querida hija mía, he sabido que Anatolio, sirviendo lealmente en el ejército, pasó a la Coruña, después a Santander y Santoña; pero se ha olvidado de nosotros, de su promesa, del deseo de aquella santa mujer su honrada madre. ¿Y sabes tú lo que es esto?

– Esto no es nada, padre – dijo Soledad tratando de calmar la agitación nerviosa del desgraciado D. Urbano, – esto no es más sino que el servicio no le deja tiempo para tomar la pluma.

– No, no, no – exclamó el anciano con ardor. – Te repito que no te forjes ilusiones. En la realidad no hay fantasmagorías.

– En la realidad hay mil cosas que no se comprenden.

– Lo cierto es que hace cerca de un año que no nos escribe. Desde que regresamos a Madrid no hemos visto su letra. Lo que te he dicho… Nuestra pobreza, nuestro decaimiento son la causa de su desvío. ¡Perro mundo y perra humanidad! No existe, no, una sola alma generosa.

– Sí existe, padre.

– Te digo que no existe. Tú no conoces la espantosa realidad de este mundo; tú no conoces este lodazal en que yacemos. ¡Ay! Cuando se escribió el libro de Job se trazó la pintura del mundo. Anatolio ha visto nuestro muladar y nos desprecia. Quizás si nos viera, me echaría en cara culpas que no he cometido, o que si han sido cometidas deben ser perdonadas.

– Pues si se avergüenza de nosotros, no debemos pensar más en él… y se acabó.

– Tonta, ilusa, ¿qué estás diciendo? ¿Tú has pensado lo que va a ser de ti luego que yo me muera?… ¿Tú sabes que el abuelo de Anatolio ha fallecido hace cuatro meses?

– Sí, y que mi primo ha heredado una hacienda regular.

– ¿Una hacienda regular? Una hacienda con la cual hubieras vivido como una reina – exclamó Cuadra oprimiéndose el cráneo con ambas manos. – Porque esa hacienda debía ser para ti, porque Anatolio debía casarse contigo como lo mandó su madre.

¿Y si le ha gustado más otra?

– ¡Horror! ¡Qué despropósito dices! ¡Conque ese miserable será capaz de entregar a otra su mano, su corazón, su casa, su hacienda… que debían ser para ti, sí, para ti, lo repito mil veces!

– Eso sí que es vivir de ilusiones, eso sí que es vivir de fantasmagorías. ¿A eso llama usted realidad?

– No… yo he soñado, he soñado como un insensato, como un niño, como un rapaz enamorado – dijo D. Urbano secando las lágrimas que corrían por sus flacas mejillas. – Yo he soñado durante algún tiempo que tú ibas a ser señora de una hermosa casa, que ibas a tener criados, magníficas praderas, vacas, mieses, bosques. Pero ese joven nos ha hecho traición… porque es una traición, una alevosía.

– Si ese joven se ha creído dueño de su propio destino, padre, ¿qué le vamos a hacer? ¿Hemos de irritamos por eso? ¿Por qué hemos de dudar de Dios? Yo le juro a usted que renuncio de buena gana a los prados, a la hermosa casa y a las vacas de leche. Todo lo doy con gusto en cambio de la tranquilidad de nuestro espíritu que es la hacienda mejor de todas.

– ¡Desgraciada! Tú no sabes lo que es la orfandad, la soledad; tú has olvidado que muerto yo, no tendrás amparo alguno en el mundo.

– Pues yo estoy segura de que lo tengo; y de que lo tendré.

– ¿Tú?… estás loca. No conoces el mundo.

– Lo conozco.

– ¿En qué esperas?

– En Dios.

– Las calles están llenas de mendigos, de niños abandonados, de infelices muchachas que se han prostituido. ¿Dónde está Dios que no les ampara?

– ¿Qué sabe usted si les ampara o no?

– Sé lo que es el mundo… ¡Dios de los cielos! ¿Qué faltas he cometido yo para tan inmenso castigo? ¡Tener horror a la vida por mi miseria, por mi desgracia, por mi infamia… y al mismo tiempo tener horror a la muerte porque muriendo, dejo a mi pobre hija en la miseria, sola y sin arrimo! ¡No poder vivir… ni morir!

El anciano rompió a llorar. Solita no dijo nada, porque lo que podía decir no hubiera convencido al taciturno, y lo que le habría convencido no podía ser dicho. Abrazó a su padre y se confundieron las lágrimas de uno y otro.

Un ruido extemporáneo en lo interior de la casa les sacó de la sombría contemplación de su desgracia.

VI

Oíase la voz de Naranjo que era áspera y chillona. Oíase otra voz bronca y hueca que tenía las sonoras y retumbantes inflexiones de la elocuencia.

– Como lo cortés no quita a lo valiente – decía Naranjo, – bien venido a mi casa sea el Sr. D. Patricio. Dígame en qué puedo servirle.

– Todo Madrid, Sr. Naranjo, todo Madrid – decía Sarmiento, – sabe que no somos amigos. Cada cual tiene sus ideas, y como en las ideas no se transige… Pero una cosa es la política y otra la cortesía.

– Siéntese el buen Sarmiento.

– Gracias, Sr. de Naranjo.

En la habitación que a este servía de sala de recibo estaba Sarmiento vestido con uniforme de miliciano nacional, gran casaca azul de botón de plata, con las iniciales M. N. en el cuello; descomunal morrión en forma muy semejante a la boca de una pieza de artillería y adornado de flamantes cordones; correaje blanco cruzado en el pecho, sable y cartuchera. Con tales arreos la enhiesta figura del maestro de escuela parecía agrandarse, extenderse, crecer, tocar las nubes, y en el profundo abismo hundir la planta.

¡Tanta era su arrogancia y tiesura, y el marcial continente severo con que los llevaba!

– No sabía – dijo Naranjo con sorna, – que el señor D. Patricio había ingresado en la Milicia Nacional. Ya tenemos a Periquito hecho fraile.

– Los pillos crecen, el absolutismo trabaja, el Sistema peligra; malos vientos soplan… Es preciso luchar… Con su permiso, Sr. Naranjo.

Ambos se sentaron.

Cuando Sarmiento se desplomó sobre la silla, emitió la siguiente copla, que siempre traía pronta para soltarla en todos los actos de la vida:

 
Digamos Ave María
para que tiemble el infierno:
digamos para que tiemblen
los pícaros: ¡Viva Riego!
 

– Amén – contestó Naranjo sonriendo. – ¿Me dirá usted por fin a qué debo el gusto…?

– Poco a poco – repuso Sarmiento. – ¡Cuánto se habrá sorprendido usted al verme entrar en su casa! ¡Ya se ve!… ¡Enemigos encarnizados, enemigos a muerte!… ¡usted absolutista, yo liberal; usted servil, yo gorro!

– En efecto, me sorprende mucho.

– Y no sólo somos enemigos políticamente hablando, sino escolásticamente – dijo Sarmiento, recalcando bien los adverbios. – Usted enseña por un sistema, yo por otro. Usted se inspira en el misticismo, yo en los grandes cuadros históricos; usted hace leer a sus alumnos el Antiguo Testamento, yo les lleno la cabeza de Historia romana; usted enseña la escritura por Torío, yo por Iturzaeta… ¡Enemigos a muerte!… y ahora ha de saber usted que hoy estreno mi uniforme y que me lo he puesto expresamente para venir a esta casa.

– Gracias, Sr. Sarmiento; es grande honor para mí.

– Al mismo tiempo – dijo D. Patricio, – debo tranquilizarle a usted respecto al fin de mi visita. Soy enemigo, pero enemigo leal.

– Lo supongo.

– Por consiguiente, no vengo acá como autoridad.

– Es de creer, porque no es usted juez, ni jefe político, ni capitán general.

– Quiero decir que no vengo con la espada en la mano… y razón había para ello, porque usted, Sr. Naranjo, conspira más que el Rey, y su casa es una madriguera de conspiradores, chilindrón, chilindraina.

– Sr. Sarmiento – dijo Naranjo con indignación mal reprimida, – cuando sea usted autoridad le daré cuenta de lo que en mi casa hago o dejo de hacer. Pero no lo es usted todavía: absténgase, pues, de formar juicios temerarios, y no se meta en lo que no le importa.

– ¡Ah! Ya sabía yo que saldríamos por ahí – afirmó Sarmiento con vanidad. – Esté tranquilo, que las conspiraciones serán descubiertas y los locos realistas castigados. Seremos inexorables, y no le tendré a usted lástima, no, porque ejerzamos una misma honrosísima y nobilísima profesión, no… la justicia siempre por delante.

 
Siempre se dijo,
y ello es probado:
a burro lerdo
purísimo palo.
 

Purísimo palo: es sensible, pero es preciso. Conque mucho cuidado, que mis consejos no son moco de pavo.

D. Patricio se levantó como para marcharse.

– De modo que sólo ha venido usted a llamarme burro lerdo y a ofrecerme purísimo palo.

– ¡Qué demonche! ¡Chilindrón, chilindrón! Se me olvidaba…

– ¡Cabeza de patriota! ¡Bendito sea Dios que todo lo cría, hasta las calabazas sin costuras!

– Sí: con la conversación y los avisos que he dado a usted para que ande con pausa en eso de las conjuraciones, se me olvidaba que venía…

 

En aquel instante Solita, impulsada por la curiosidad, abrió cautelosamente la puerta asomando su semblante.

– Pase usted, mi Sra. D.ª Solita – dijo Sarmiento haciendo una reverencia. – Acabo de decirle al Sr. Naranjo que ponga cuidado en lo que se trama en su casa, no sea que tenga que llamar al diablo con dos tejas. Todos sabemos que aquí no se viene a oír misa. Pues digo… viviendo en la casa Gil de la Cuadra, el lugarteniente de D. Matías Vinuesa…

Naranjo miró a un rincón de la sala, en el cual había una estaca.

– Pero si pienso ser inexorable el día en que toquen a descubrir artimañas – continuó don Patricio, – en todas las demás ocasiones seré deferente y cortés con los que han sido mis vecinos. Sra. D.ª Solita, diga usted a su padre que he venido a traerle una carta que llevaron a casa.

– ¡Una carta! – repitió Gil de la Cuadra, que también se había acercado a la puerta.

Un momento después, D. Urbano desdoblaba con febril impaciencia el papel, diciendo:

– ¡Es de Anatolio!… ¡de tu primo!

Recorrió con la vista la carta. Su rostro pálido encendiose de pronto y una viva exclamación de alegría brotó de sus trémulos labios.

– ¡Viene!… Dios mío, ¿es cierto lo que leo? ¡Viene!… Lee tú, hija mía, viene resuelto a cumplir su promesa…

El infeliz anciano se desmayó. Sostúvole Naranjo, y cuando le llevaron a su cama y le tendieron y le rociaron el rostro y recobró el conocimiento, exclamó:

– ¡Hay Dios, hija de mi corazón, hay Dios! Abrázame… más fuerte. Soy el hombre más feliz de la tierra.

– VII-

– Vuélveme a leer esa carta que me ha dado la vida – decía el padre a la hija media hora después, hallándose ya completamente solos. – Repíteme una a una sus consoladoras palabras.

Soledad volvió a leer.

– Se excusa de no habernos escrito – manifestó Gil. – ¡Pobrecillo! Ha estado enfermo, ha tenido que hacer un viaje largo, penoso. ¿Cuántos días estuvo en la cama?

– Cuarenta y dos. ¡Pobre primo!

– ¿Y cuánto tardó desde Santander a Logroño?

– Catorce días, caminando entre ventisqueros, hielos y tempestades.

– ¡Desgraciado! ¡Y dice que viene resuelto a cumplir su promesa! Lee eso otra vez. Y que llegará… ¿cuándo?

– El 11 o el 12.

– Es decir, mañana o pasado. Hija de mi alma, abrázame otra vez. Ya tienes amparo, ya tienes apoyo en tu orfandad; ya puedo morirme, ya puedo entregar a la tierra este miserable despojo de mi cuerpo y decirle: «ahí tienes, tierra, lo que pides. Ya no te lo disputaré ni un día más».

– Llegará mañana o pasado – repitió Soledad pensativa.

– ¡Y yo dudaba de Dios! ¡Dudaba de su misericordia infinita! ¡Qué hermosa lección me has dado, chiquilla!… Pero observo que no estás tan alegre como yo.

– Sí, padre, estoy contentísima.

– ¿Y no dices más?

– Dice también que ha pedido pasar a la Guardia Real, donde servirá algún tiempo.

– ¡A la Guardia Real! Muy bien. Bravo yerno tendré. ¡Qué bien le sentará el uniforme! ¿No es verdad que le sentará bien?

– ¡Oh! Admirablemente.

– ¿Saldremos a recibirle? ¿No dice por qué puerta entrará, ni a qué hora?

– No señor.

– Lo averiguaremos. Mira, hija, quiero salir a paseo; quiero dar una vuelta por las calles.

– Me alegro infinito – dijo Sola, demostrando verdadero gozo. – Hoy hace buen tiempo. Saldremos esta tarde y daremos un buen paseo.

– Y nos sentaremos bajo un árbol en la Cuesta de la Vega. Parece que recobro las fuerzas.

– ¡Dios mío, si yo viera a mi padre sano, tranquilo y feliz!… – exclamó Soledad cruzando las manos.

Gil de la Cuadra se sentó en el sillón, tomó la cabeza de su hija para estrecharla ardorosamente contra su pecho y derramando lágrimas de ternura, habló de este modo:

– Ya puedo morirme tranquilo; ya no quedas sola en el mundo… ¡Pobrecilla, cuánto he padecido por ti! Por ti y nada más que por ti. Si tú no existieras, ¿qué me importaría la miseria, qué la deshonra?… Me despedazaba el corazón la idea de morir y dejarte sola, sin un pariente, sin un amigo…

– Hubiera encontrado alguno, – dijo entre sollozos Soledad.

– No hubieras encontrado más que desvíos: yo conozco el mundo. ¿Quién se acordaría de ti?

– Alguien…

– Nadie. Ahora tu porvenir está seguro. Dios nos ha favorecido después de tantas penas. ¡Bendita sea su misericordia infinita, de la cual he dudado en estos días de angustia y desaliento! He sido malo, muy malo, porque he dudado de Dios. Mientras tú con tu fe angelical afrontabas serena las contrariedades confiando en el porvenir, yo me entregaba a una febril desesperación. Mientras tú, fiada en tus ilusiones asegurabas que había una Providencia para nosotros, yo, atento a la realidad, no veía más que tinieblas en derredor nuestro. ¿Y sabes hasta dónde llegó mi maldad y la flaqueza de mi razón?

Soledad no contestó, aunque creía poder contestar.

– Pues llegó hasta idear la más ruin, la más perversa de las soluciones al conflicto en que nos encontrábamos.

– ¡Morir! – dijo Sola con voz débil.

– Morir por mi propia mano; morir los dos, tú y yo; marchamos juntos de este mundo que no quería sostenernos y que nos arrojaba de sí.

Solita se estremeció de terror en los brazos de su padre.

– Esto es espantoso; pero yo estaba decidido a hacerlo, decidido, hija mía, y lo hubiera hecho. Se había clavado esta idea en mi entendimiento y de ningún modo podía librarme de ella. Pensaba en mi crimen a todas horas, de día y de noche, en sueños y despierto. Si al principio me causaba espanto, al fin pensar en él era una delicia para mi enfermo espíritu… ¡Ah, qué dulce es ahora para mí confesarte mi falta! Me parece que se la estoy contando a Dios en persona, y al hacerlo, mi alma se libra de un peso enorme… ¡Pobrecilla! Tú habías comprendido mi demencia, porque tenías buen cuidado de guardar los cuchillos y todo instrumento que pudiera servir para arrancar la vida; guardabas hasta las tijeras. Yo buscaba como un loco, y ni alfileres podía encontrar en toda la casa.

Soledad sonreía.

– Me desesperaba tu capricho de esconder los cuchillos. Me parecía una manía absurda, ridícula; mientras la mía se me antojaba muy natural. Yo discurría todos los medios; yo soñaba con pistolas que levantaran la tapa de los sesos, con puñales que traspasaran el corazón, con tenedores que abrieran las venas, con cuerdas que ahorcaran, con braserillos, cuyo humo, produciendo dulce letargo, adormeciera por toda la eternidad. Si hubiera tratado de matarme yo solo, la cuestión habría sido harto sencilla; mas era preciso que muriésemos los dos; pues de otro modo no tenía gracia, ¿no es verdad que no tenía gracia? Mi idea era que abandonáramos la vida juntos, abrazados, estrechamente unidos. Más de una vez traté de confiarte mi pensamiento, a ver si tú lo aprobabas, si querías, como yo, dejar este valle de lágrimas, conformándote con el suicidio; pero ¡ay! te veía tan serena, tan resignada a la vida; observaba en ti tanta fe y una convicción tan profunda de que había Providencia para nosotros, que no me atreví a decirte una palabra.

– Sí, padre; yo creía y creo que teníamos Providencia.

– ¿Antes de recibir esta carta?

– Antes.

– ¿Cuál? – preguntó Cuadra concierta incredulidad.

– Una Providencia.

– Pero eso es muy vago.

– Un amigo…

– ¡Un amigo! No conozco ninguno.

– Cobrábamos nuestra pensión.

– Pero después de muerto tu padre, ¿quién te hubiera dado la pensión?

– ¡Qué sé yo!… pero…

– ¿Quién te hubiera dado nombre, posición, bienestar?

– Alguien; uno, ¡quién sabe!… – repuso Soledad queriendo decir una cosa y no sabiendo cómo decirla.

– Vamos, no hables majaderías. Tú no puedes discurrir como discurro yo, con conocimiento de causa. Una muchacha siempre es una muchacha, y puede tener sensibilidad, fe, piedad, instinto, delicadeza; pero nunca un criterio claro para apreciar, como los hombres, las cosas del mundo.

– Será por eso.

– Yo no podía contar con tu consentimiento. Dirás que era una crueldad mía el quitarte la vida; pero si bien se mira, librarte de la miseria era quererte bien. Hay distintos modos de amar a los hijos. Yo prefiero verte muerta a que vivas deshonrada y miserable. No, no, morir conmigo no era tan lastimoso como vivir sola y sin amparo. Yo tengo de la muerte una idea algo romana. Hay momentos en que es la mejor de las soluciones. ¿No crees tú lo mismo?