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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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– Alguna vez, ¿por qué no?

– Yo deseaba – añadió Gil de la Cuadra, – que hubiera mar en Madrid. ¡Oh! El mar es admirable para los desesperados. Abrazaditos, como dos niños que duermen juntos, nos hubiéramos arrojado a él… Pero en Madrid no hay mar.

– ¿Y los estanques del Retiro?

– Tienen antepechos. Sin tu consentimiento hubiera sido muy difícil… Yo discurría, discurría, y al fin, hija mía, pensé en el veneno.

– ¡Jesús!

Soledad cerró los ojos y palideció.

– ¿Te aterras?… Pensé en el veneno. ¿Pero cómo adquirirlo? Tú no me dabas respiro; y empeñada en que había Providencia, empeñada en vivir contra viento y marea, escondías el dinero. Sin duda temías…

– Sí, también me ocurrió lo del veneno.

– Pero yo iba juntando cuartos. Mira, aquí en el seno tengo catorce y algunos ochavos. ¡Pobre hija mía de mi corazón! ¡Qué lejos estabas de que yo, cuando salías, registraba tus bolsillicos para robarte lo que olvidabas en ellos!

Soledad sentía el corazón oprimido y apenas podía respirar.

– ¡Qué pálida estás, hijita! – le dijo su padre, levantándose con más brío que de ordinario. – Ya todo eso pasó, y no hay que pensar en muertes ni en venenos. ¿Sabes lo que me ocurre?

– ¿Qué?

– Que nos vayamos de paseo.

Gil sacó de su seno los cuartos que había reunido.

– ¿Ves estos cuartos destinados a tan fatal proyecto? ¡Oh! ¡Dios mío cuán bueno has sido para mí y para mi adorada hija!… ¿Ves estos cuartos, Sola? Pues ahora vamos a tomar el sol a la Cuesta de la Vega, y con ellos compraremos avellanas y nos las comeremos tan alegres.

Diciendo esto, Gil de la Cuadra se encasquetó el sombrero con la presteza de un estudiante calavera.

– Vamos, vamos a paseo. Compraremos las avellanas en lugar del veneno. Pero mejor será piñones.

– Avellanas.

– Piñones, que las avellanas son pesadas.

– Dices bien. Pues piñones.

– Compraremos piñones.

– Y nos los comeremos, se entiende… ¡Ah! y trataremos de averiguar por qué puerta entrará Anatolio y a qué hora.

– ¿Pero cómo hemos de averiguar eso, padre?

– Tienes razón, hija: entre él y no nos cuidemos de la puerta… Quizás los de la Guardia Real sepan cuándo viene. Si encontramos a alguno le hemos de preguntar. Qué bien le sentará el uniforme, ¿eh?

– Admirablemente – respondió Sola poniéndose la mantilla.

Salieron. Soledad, obligada a sostener la conversación que sobre mil puntos entablaba su padre, cuya locuacidad repentina no conocía el cansancio, necesitaba de grandes esfuerzos para que no se conociera su tristeza.

– ¿Por qué suspiras? – le preguntaba él a ratos. – ¿No estás contenta como yo?

– Sí estoy contenta.

En la plazuela de los Caños encontraron a D. Patricio, que aún no había dejado su uniforme. Gil de la Cuadra le saludó con cortesía y hasta con amabilidad, diciéndole:

– No sé si le di a usted las gracias por haberme llevado aquella carta. Estaba tan conmovido…

– ¿Traía buenas noticias? ¿Qué tal van los negocios? ¿Se trabaja?

– Era de un sobrino mío, que pasa ahora a la Guardia Real… alférez de la Guardia Real, Sr. D. Patricio.

– ¡De la Guardia Real! Bien.

 
En la tal pastelería
se hacen pasteles muy buenos:
pasteles y nada más:
pasteles ni más ni menos.
 

– ¿Qué dice usted?

– Que a ese joven de la Guardia Real le advierta usted que ande con pulso. Yo digo como El Zurriago:

 
Y si de nuestras voces no hacen caso,
con el martillo se saldrá del paso.
 

– Usted no olvida sus coplitas – dijo Gil de la Cuadra mostrando un humor festivo que en mucho tiempo no se le había conocido. – Pues allá va esa:

 
Dijo el sabio Salomón,
que para mandar a bueyes
no se necesitan leyes;
basta sólo un aguijón.
 

– Pues Yo digo:

 
Ay le le, que toma, que toma;
ay le le, que daca, que daca:
ya no bastan las razones,
apelemos a la estaca.
Y si esta no le gusta, allá va otra:
¡Qué martillito tan bonito!
¡Qué medicina singular!
tú harás cesar todos los males
como te sepan manejar.
 

D Patricio se separó de sus antiguos vecinos.

– Después de todo – dijo el señor de la Cuadra cuando seguían su camino, – ese hombre no es más que un gran majadero.

Prosiguieron lentamente hacia la Cuesta de la Vega. Gil de la Cuadra detenía a todos los soldados de la Guardia Real para pedirles noticia de su sobrino; pero ninguno supo decirle nada de fundamento.

VIII

A los dos días el desgraciado D. Urbano tuvo el inefable placer de abrazar a su sobrino.

– Ven a mis brazos, hijo mío de mi corazón – exclamó el anciano desvanecido por la felicidad. – Esta es tu esposa, mi hija querida.

Anatolio Gordón era un muchachote corpulento, tan rubio que el pelo y la cara casi parecían del mismo color, siendo sus cejas casi blancas y las pestañas como las de un albino. Su cara pecosa y arrebolada estaba siempre risueña, cualidad que se avenía bien con la redondez de la misma, y con sus facciones agraciadas y poco varoniles. Bigote amarillo, como madejilla de hilos de oro pálido ornaba su boca no menos encarnada que una cereza, y sin aquel ligero emblema de su condición masculina, la cara del primo Anatolio habríase confundido con la de una asturianaza guapetona o mofletuda pasiega. El musculoso cuerpo representaba hercúlea fuerza, y sus manazas parecían más propias para romper los objetos que para cogerlos. En todo él revelábase poco hábito de las formas urbanas y una franqueza campesina que por cierto no era desagradable. Finalmente, el conjunto de la persona de Anatolio Gordón predisponía en su favor, y nadie, al verle, podría negarle un puesto honroso, o quizás el primero, entre los excelentes muchachos.

Hízole sentar a su lado D. Urbano y no se saciaba de contemplarle.

– Yo creí que vendrías de uniforme – dijo estrechándole las manos. – ¡Pero qué grandón estás! ¡Cómo has crecido, hijo! De seguro que no habrá en toda España un mozo más guapo que tú. Si vieras qué alegría nos has dado con tu carta… Yo creí que nos habías olvidado.

– Tengo que pedirles a ustedes perdón – dijo Anatolio con torpeza, pues era algo corto de genio, – por haber estado tanto tiempo sin escribirles.

– Déjate de excusas ahora…

– Pero siempre tuve intenciones de volver, siempre he tenido presente lo que mi madre me dijo al morir…

Mirando a su prima Anatolio se puso como la grana.

– Yo no podía explicarme tu silencio manifestó Cuadra. – Mejor dicho, yo había perdido la esperanza de que vinieras. Mi hija, esta buena hija, que ha sido mi consuelo y mi luz, esperaba siempre, confiando en la Providencia.

– No tarda quien viene. Aquí estoy al fin – dijo Anatolio con expresión desabrida, – aquí estoy a la disposición de usted, querido tío.

Solita no chistaba, concretándose a ver y oír. La conversación de Anatolio no era por lo común, muy interesante, y aquel día redújose a fórmulas frías de felicitación y a pormenores de su viaje y de su instalación en Madrid. Anunció a su tío que una vez arreglados sus asuntos militares, le visitaría dos veces todos los días, siempre que no estuviera de servicio, siendo de tres o cuatro horas cada visita. No hablaron en aquella primera conferencia de la proyectada boda, lo cual pareció muy decoroso a Gil, y se despidió el joven hasta la tarde, dejando en el anciano impresión felicísima y en la joven una especie de estupor frío que no se podía explicar.

Anatolio volvió al siguiente día con su uniforme de infantería. Sin estar mal, no podía decirse que fuera un modelo acabado de apostura guerrera. Ya fuese que engordara bastante después de estrenada la casaca, ya que el sastre se quedó corto al hacerla, ello es que un grave conflicto parecía inminente por haber más cuerpo que paño; que este se reventaba y aquel quería por las costuras a toda prisa salirse.

Aquel día empezó por hablar de sus asuntos y del plan de conducta que se había trazado respecto a su carrera.

– Pienso abandonar la milicia en cuanto haya servido un par de meses en la Guardia. No me gusta esta maldita carrera, y soy partidario de que el buey suelto… ya me entienden ustedes.

– Apruebo esa determinación – repuso Gil de la Cuadra, que no podía pensar nada distinto de lo que pensara su futuro yerno.

– Felizmente no le falta a uno con qué vivir – añadió el mancebo con énfasis, – y yo creo que trabajando en lo que tengo no nos irá mal.

Al decir nos Anatolio miró a su prima, y Gil de la Cuadra, que pudo advertir palabras y mirada, sintió una sensación de gozo como si los ángeles le cogieran en brazos para llevarle al cielo.

– Dime una cosa – preguntó D. Urbano, a quien la satisfacción le salía chispeante por ojos y boca, – ¿conservas aquella haciendita tan preciosa de Cangas?

– Sí señor – repuso Anatolio poniendo una pierna sobre la otra y echando el cuerpo atrás. – La conservo, y los dos prados de al lado; aquel pequeño, que era del procurador Sotelo, y el grande, de D.ª Nicanora. Voy uniendo todos los pedazos que puedo, porque quiero hacer una hacienda grande, muy grande.

– ¿Y las dos herrerías de Mieres?

– También, también las conservo. ¿Pues qué, las había de vender? No las daría por cinco mil duros.

– ¡Caramba! – exclamó Gil mirando a su hija. – Y me dijeron que de la testamentaría de tu abuelo materno te tocó una casa en Luarca.

– Una casa, una cuadra y un taller de carretería. Los tengo arrendados, y aunque no son gran cosa, dan… sí señor, dan.

– Luego, tú eres tan bien arreglado, tan cuidadoso de tu hacienda, tan formal, tan económico… Te pareces a tu buena madre, que en gloria esté.

 

– Además tengo un crédito en la casa del Excelentísimo señor duque del Parque, mi paisano, y amigo que fue de mi señor padre.

– ¿El duque del Parque? Ya sé, general y diputado, político y orador… Es de los exaltados y martilleros.

Al oír nombrar al Duque, el corazón de Solita le saltó en el pecho, como un loco en su jaula.

– Mi padre – prosiguió Gordón, – anticipó una cantidad al señor Duque para reparación de dos molinos en el río Pigüeña, y además se quedó con las obras para la subida de aguas a las huertas de Cabruñana. No le pagaron, y ahora la administración de Su Excelencia dice que los papeles no están claros. Yo porfío que sí, y vamos a tener pleito, aunque espero que hablando yo mismo al señor Duque que está en Madrid, y recordándole lo que pasó, reconocerá la deuda y me pagará por buenas.

– Sí, te pagará… Si es cosa clara…

– Son al pie de seis mil duros.

– ¡Seis mil duros!… Querida Sola, ¿por qué no me abres la ventana? Me falta aire que respirar.

Gil de la Cuadra quería meter toda la atmósfera en sus pulmones.

Al día siguiente Anatolio se atrevió a hablar a su prima de algo parecido a amores. Hasta entonces una violenta cortedad le había impedido tocar tan delicado punto. Estaban solos.

– Soledad – le dijo. – Mi madre y tu padre nos destinaron a casamos. Yo estoy contento, ¿y tú?

– Yo quiero todo lo que quiere mi padre – repuso Solita.

Estaba pálida como una muerta, y sus palabras parecían suspiros.

– Yo bien sé que no me puedes querer… – añadió el mancebo. – Pues mira tú, yo te quiero a ti, aunque no te he visto sino cinco días. Hasta ahora ninguna mujer me ha gustado más que tú. Dime, ¿tienes deseos de ir a Asturias?

– Yo estoy bien en todas partes.

– Bien contestado… pero dime, me encontrarás un poco palurdo, ¿no es verdad?

– ¡Qué cosas tienes! ¿Tú palurdo?

– Digo… en comparación contigo. Porque tú eres muy señorita, y tienes un aire divino que no está mal, no está mal. Haremos buen par. Tú me afinarás y yo te embruteceré un poco.

Diciendo esto reía con la inocencia de un niño o un salvaje.

IX

¡Qué días aquellos los de la primavera del 22! En otras épocas hemos visto anarquía; pero como aquella ninguna. Nos gobernaban una Constitución impracticable y un Rey conspirador que tenía agentes en el Norte para levantar partidas, agentes en Francia para organizar la reacción, agentes en Madrid para engañar a todos. En nombre de la primera legislaba un Congreso de hombres exaltados. En representación constitucional del segundo gobernaba un Ministerio presidido por un poeta. El Congreso era un volcán de pasiones, y allí creían que las dificultades se resolvían con gritos, escándalos y bravatas; el Rey sacaba partido de las debilidades de unos y otros; el Ministerio se veía acosado por todo el mundo, pero su honradez y sus buenas letras no le servían de nada.

El ejército estaba indisciplinado. Unos cuerpos querían ser libres, otros vitoreaban al REY NETO. Los artilleros se sublevaban en Valencia, los carabineros en Castro del Río, y la Guardia Real acuchillaba a los paisanos de Madrid. La Milicia Nacional bullía en todas partes inquieta y arisca; sublevábase la de Barcelona gritando Viva la Constitución, mientras la de Pamplona, enfurecida porque los soldados aclamaban a Riego, les hizo fuego al grito de Viva Dios. En Cartagena las mujeres se batían en las calles confundidas con los milicianos.

No había tierra ni llano donde no apareciesen partidas, fruta natural de la anarquía en nuestro suelo. En Cataluña dos célebres guerrilleros de estado eclesiástico, Mosén Antón Coll y Fray Antonio Marañón, el Trapense, arrastraban a los campesinos a la guerra santa. El segundo, con un Crucifijo en la mano izquierda y un látigo en la derecha, conquistaba pueblo tras pueblo, y al apoderarse de la Seo de Urgel, asesinaba con ferocidad salvaje a los defensores prisioneros. En Cervera los capuchinos hacían fuego a la tropa. En Navarra imperaba Quesada, y no lejos de allí Juanito y D. Santos Ladrón. Había aparecido en Castilla D. Saturnino Albuín, el célebre Manco, a quien en otro lugar conocimos[2], y en Cataluña despuntó, como brillante aurora, un nuevo héroe, joven, lleno de bríos que empezaba con grande aprovechamiento la carrera. Era Jep dels Estanys. En Murcia empezaba a descollar otro gran caudillo legendario, Jaime el Barbudo, que iba de lugar en lugar destrozando lápidas de la Constitución.

Las grandes Potencias estaban ya extremadamente amostazadas, viendo nuestro desconcierto. Francia sostenía en la frontera su célebre cordón sanitario. Roma se negaba a expedir las bulas a los obispos nombrados por las Cortes. Iba a reunirse el Congreso de Verona, con el fin que todos saben, y en él un literato no menos grande que el nuestro, echaría pronto las bases de la intervención extranjera. Las Américas ya no eran nuestras, y en Méjico Iturbide tenía medio forjada su corona.

Poseíamos una prensa insolente y desvergonzada, cual no se ha visto nunca. Todos los excesos de hoy son donaires y galanuras comparados con las bestialidades groseras de El Zurriago de Madrid y El Gorro de Cádiz. Los insultos del primero encanallaban a la plebe. Nadie se vio libre de la inmundicia con que rociaba a los Ministros, a los diputados moderados, a las autoridades todas. El Gobierno, no teniendo ley para sofocar aquella algarabía indecente, la sufría con paciencia; pero los polizontes, que no entendían de leyes, imaginaron hacer callar a El Zurriago de una manera muy peregrina. Se apoderaron de Megía, su redactor, y después de esconderlo durante dos días, le metieron en una alcantarilla. Era, según ellos, el paraje donde debía estar. Pero Megía salió, y después de limpiarse, enarbolaba de nuevo su asquerosa bandera con el lema:

 
No entendemos de razones,
moderación ni embelecos:
a todo el que se deslice
zurriagazo y tente perro.
 

En este desconcierto dos hombres de acción y energía, pugnaban por afirmar el principio de autoridad. Eran el jefe político Martínez de San Martín, llamado por el populacho Tintín de Navarra, y el general Morillo que ganó en América la corona condal de Cartagena de Indias, militar denodado y buen caballero.

Tal era el cuadro que ofrecía esta Nación privilegiada en Junio de 1822.

Fijábase entonces la atención del país entero en la Guardia Real, porque casi todos los individuos de ella eran partidarios del Rey neto, profesando esta opinión con tanto franqueza y desparpajo, que a cada momento la manifestaban a sablazos. En formación o sin ella, los guardias eran propagandistas muy celosos del absolutismo, y ya podía encomendarse a Dios quien delante de ellos osase pronunciar el viva Riego. Aborrecían El Zurriago, que diariamente les ponía cual no digan dueñas y despreciaban a los milicianos nacionales. El Rey no sólo les protegía sino que les azuzaba, haciéndoles instrumento de las oscuras tramas palaciegas; los Ministros les tenían más miedo que si fueran el ejército de Atila, y Morillo aspiraba a amansarles, reconciliándoles, ¡oh inocencia! con la Milicia Nacional.

En su soberbia, creían los arrogantes pretorianos que podían hacerlo todo, dar un puntapié a aquel desvencijado armatoste del constitucionalismo, y devolver al Rey sus facultades netas, poniendo las cosas en estado semejante al que tuvieron en el venturoso 10 de mayo de 1814. Pero a pesar de la anarquía que pudría el cuerpo social, esto era más fácil de decir que de hacer.

¿De qué manera trataba el Congreso de sojuzgar al espantable monstruo de la Guardia, que amenazaba tragarse a Cortes y libertad? ¡Ay! Los padres de la patria oían sonar los primeros truenos de la tempestad, y decían: – Que se organizase mejor y con más desarrollo la Milicia Nacional. – Que los jefes políticos despertasen el entusiasmo liberal por medio de himnos patrióticos, músicas, convites y representaciones teatrales de dramas heroicos para enaltecer a los héroes de la libertad. – Que los obispos escribiesen y publicasen pastorales, poniendo por esas nubes la sagrada Constitución. En cuanto a la Guardia, como molestaba tanto, decidieron que lo mejor era suprimirla por un decreto.

En esta situación política, la Milicia Nacional voluntaria (el Gobierno quería con razón hacerla forzosa) era la institución más feliz del mundo y los milicianos los hombres más bienaventurados de Madrid. Ellos no trabajaban, concurrían diariamente a festejos cívicos en que se empezaba comiendo y se concluía bebiendo; eran estimados por el vecindario, por nadie temidos, y únicamente por los serviles guardias despreciados. Se daban buena vida, vestían lujosos uniformes, formaban gallardamente en las procesiones, tiraban al blanco, y se tenían por el más firme sostén del Trono y del Sistema.

Verdad es que con tantas ocupaciones fuera de casa, más de un hogar estaba abandonado, muchas herramientas rodaban mohosas por el suelo, los chicos no iban a la escuela, y el presupuesto y arreglo domésticos se resentían notoriamente. En las regiones más altas advertíase que muchos libros habían sufrido la infamante pena de horca; en diversas oficinas bostezaban cubiertos de polvo los expedientes, y en no pocas casas de comercio los géneros y las cuentas se resentían de falta de uso. En cambio bastantes jóvenes de elevadas familias habían moralizado sus costumbres, trocando las calaveradas dispendiosas por la holgazanería disciplinada de las formaciones y de las guardias, lo cual ciertamente era una ventaja. Se habrá comprendido por estas observaciones, que la Milicia Nacional de entonces no era, como alguien puede creer, un organismo militar formado con carne plebeya y artesana, sino que todas las clases sociales habían puesto en ella su magra y su tocino. Jóvenes de la clase media y de las familias más distinguidas se honraban con el uniforme de la M. y la N.

No puede darse heterogeneidad más abrumadora que la de aquella sociedad política. El Rey era absolutista, el Gobierno moderado, el Congreso democrático; había nobles anarquistas y plebeyos serviles. El ejército era en algunos cuerpos liberal, en otros realista, y la Milicia abrazaba en su vasta muchedumbre todas las clases sociales. Sólo la Milicia era lo que debía ser. Ya se verá también que era lo que más valía.

X

Hacían la guardia los milicianos en diferentes puntos. Visitémosles en uno de ellos, en la Casa-Panadería. Aquel edificio tenía entonces el mismo aspecto de hoy, es decir, que parecía estar roído por los ratones y manchado por las moscas. Su frontis, lleno de figuras al temple, no había palidecido tanto, es verdad, y conservaba algo del rojo subido, especie de reflejo de las llamaradas de los autos de fe; pero el cuerpo bajo y la galería de sillares estaban ya comidos de miseria, como se suele decir; tal era su deplorable vista a causa del tiempo y el abandono. En la gran sala baja estaba el cuerpo de guardia, el cual era dormitorio, comedor, garito, locutorio, cátedra, café, con mucho de club y no poco de casino, y hasta de logia, apurando mucho.

Era una noche de fines de Junio clara y tibia.

Los milicianos, sentados en banquetas o en sillas, tenían su tertulia bajo los arcos. Había jóvenes y viejos de distintas clases sociales, divididos en grupos que formara la edad, la simpatía o tal vez la posición, porque en medio de tanta fraternidad, el principio ecualitario no tenía una aplicación perfecta, como es de suponer, ni se olvidaban los nombres y las fortunas. Más que la jerarquía social era puesta en olvido la militar, porque soldados rasos y oficiales se trataban de tú, bebían en un mismo vaso y cambiaban, partiéndola entre uno y[3] otro, una misma peseta.

– Allí viene el gran D. Patricio – dijo en el principal grupo un mozo bien parecido, con insignias de sargento de granaderos. – ¿A que no saben ustedes qué es lo que le trae tan alterado y furioso?

– Que casi todos los chicos de la escuela se le van marchando. Eso ya lo presumíamos.

– Si no enseña más que tonterías… Se ha empeñado en que la Historia romana ha de ser antes que la escritura. Si quieren ustedes pasar un buen rato, lléguense un día por la escuela. Ni en el teatro se ríe uno más.

– Era el mejor maestro de Madrid antes de meterse a patriota – dijo un jovenzuelo, con charretera de teniente. – Mama ha quitado de su escuela a mis dos hermanitos, Manolo y Braulito, porque iban a casa cantando los versos de El Zurriago y no sabían palotada.

– ¡Pobre D. Patricio! – exclamó un capitán que ya era hombre mayor. – Pues yo no he quitado a mi chico por… por pereza, porque estas cosas de la Milicia le traen a uno tan ocupado… pero mañana mismo le saco de Roma y Cartago.

 

– La gran pena de este pobre hombre es que todos sus alumnos se los arrebata un tal Naranjo, a quien no puede ver ni en pintura, porque es servil, porque enseña por Torío, y sobre todo, porque le quita la clientela.

– Naranjo, Naranjo – dijo el preopinante, haciendo memoria. – Yo he oído ese nombre. ¿A ver si lo tengo aquí?

Sacó una cartera, y a la luz del farol que había en la pared, miró.

– Sí, aquí lo tengo. Buen pájaro… amigo de D. Víctor Sáez, el confesor de Su Majestad y del conde de Moy, coronel de guardias. Hay sospechas de que conspira.

En tanto D. Patricio, que venía de uniforme por estar de guardia aquella noche, habíase unido a un grupo de milicianos de su calidad y estofa, y dejaba oír su grave voz en toda la arcada. Los jóvenes no se volvieron a ocupar de él.

– Más quiero tirar de un carro que ser hurón de conspiraciones – dijo el de la cartera.

Sentándose con muestras de fastidio, encendió un cigarro. Aquel capitán era una figura demasiado grande y luminosa en el cuadro de los sucesos de 1822 para que le dejemos pasar con una simple mención. Fue su cuna la calle de Toledo, y un comercio de hierro muy acreditado que heredó de su honradísimo padre, y que beneficiado por él, pudo transmitir a sus honradísimos hijos y a sus honradísimos nietos, que fueron años adelante tan milicianos nacionales como él. Más que un hombre, don Primitivo Cordero era una especie. Su morrión, como las flores que se reproducen de año en año, ha brotado, digámoslo así, en períodos diversos siempre con igual lozanía.

El primer rasgo de su carácter es la hombría de bien y su comercio de hierro un modelo de buena fe y crédito y orden. En las relaciones sociales jamás engañó a sus semejantes, ni calumnió, ni estafó, ni maltrató a nadie. Si no odiara con toda su alma a los serviles, se le tendría por paloma torcaz antes que por hombre. Con sus amigos es leal y cariñoso, y su opinión de buen muchacho está tan arraigada, que ha llegado a ser dogma de fe desde los portales de Bringas hasta el portillo de Gilimón. En su casa es modelo de padres y esposos. Para que nada le falte hasta es buen católico, y cumple con la Iglesia sin dar que decir al sacristán de su barrio, ni menos al cura, que sabe lo que pesan la cera y las limosnas y las misas del Sr. D. Primitivo Cordero.

El segundo rasgo de su carácter es menos simpático: consiste en la ignorancia. D. Primitivo no ha hecho estudios mayores, por no ser esto costumbre en el género de ferretería y en doscientas varas a la redonda de Puerta Cerrada. No se ha roto Cordero los codos en Alcalá ni en Salamanca, ni en ningún colegio ni seminario; de modo que sus letras son simplemente las del alfabeto. En cambio escribe por Iturzaeta con envidiable perfección; sus trazos son tan elegantes que casi invaden los regios dominios del arte, y su rúbrica, pieza de grandísimo mérito, le envanece, no sin motivo, hasta el extremo de que no pierde ocasión de lucirla.

Fuera de esto, D. Primitivo ignora todo lo ignorable, según la frase de un contemporáneo suyo, y así como el pájaro no sabe lo que canta, él jamás ha sabido ninguna cosa referente a sistemas políticos. Tiene ideas confusas, bebidas en una copla de El Zurriago, en un discurso de Argüelles y hasta en una frase inspirada de Pujitos; tiene, más que ideas, un sentimiento muy vivo de la bondad de las Constituciones liberales y una fe ciega y valerosa como la fe de los mártires, que desafía las polémicas, que desprecia los argumentos y se dispone a gritar y morir, jamás quebrantada ni disuadida. D. Primitivo Cordero no acierta a comprender que puedan existir opiniones distintas en política: no puede comprender que haya más que una opinión, la suya. De ahí resulta su convencimiento de que los serviles, moderados y clerigones piensan como piensan por interés, siendo todos ellos farsantes hipócritas y egoístas. Para Cordero el mayor beneficio que puede hacerse a la humanidad es obligarla por la fuerza a tener la única opinión posible, su opinión de él, que es la más razonable, la más lógica, la más conveniente. No pensar como él piensa es simplemente obra de la astucia o del interés bastardo, de lo cual deduce que todos los que no aman el Sistema son unos pillos.

El tercer rasgo de su carácter es una sumisión incondicional a otras personas de más seseras dentro del partido, en tales términos, que él no hace sino lo que ellos hacen y dice todo lo que ellos dicen. D. Primitivo, en los tiempos de 1822, o sea en su primera encarnación, tenía por oráculo al jefe político Tintín de Navarra. Le ayudaba, le servía, le formaba en unión de otros buenos comerciantes de la calle de Toledo, una pequeña corte, o más bien una de esas comparsillas que rodean a los personajes de segunda y tercera magnitud.

El cuarto rasgo de su carácter en todas las encarnaciones de D. Primitivo Cordero es cierta templanza de hombre establecido y bien acomodado. Detesta las exageraciones y el derramamiento de sangre. Ha oído hablar de una cosa nefanda, la revolución francesa, y le parece execrable; ha oído hablar de hombre espantoso, Marat, y le parece un monstruo, que mandaba matar gente por gusto. Él no quiere que en su país pasen estas cosas, y opina que para convencer a los reacios, deben emplearse, cuando más, algunos palos bien dados.

El quinto rasgo (porque son cinco) de su carácter es una gran predilección por la forma, dándole más importancia que al fondo. En la Milicia, por ejemplo, lo principal es el uniforme, en el Gobierno las palabras, en la política general los himnos. Un viva dado a tiempo, un pendón bien tremolado, parécenle de más poder que todas las teorías. Él cuenta siempre con un agente de gran valía para resolver todos los conflictos políticos, el entusiasmo; así es que casi siempre está entusiasmado. He aquí una cosa en que no se equivocaba el bueno de D. Primitivo Cordero. ¡Desgraciada sociedad la que desconoce el entusiasmo! Esto es evidente; pero al mismo tiempo debe advertirse que ni aun este noble estado del ánimo que dispone a las grandes acciones, está libre de extravíos, y que entusiasmarse fuera de tiempo y por cosas que no lo merecen, no es de hombres sesudos ni de graves políticos.

La persona de este excelente hombre era en los días de su primera encarnación bastante agradable. Gallarda figura, en la cual encajaba el uniforme a maravilla; mirada perspicua, mas no como de quien ve sino de quien cree ver lo oculto de las cosas; semblante varonil, algo petulante, con bigotes largos (pues los de moco no los llevó hasta su segunda encarnación); andar precipitado, arrastrando con horrísono repiqueteo marcial el sable, como quien va siempre de prisa a comunicar algo importante; voz sonora y cierto sentimentalismo en su conversación, como quien está dispuesto a llorar dando un viva, o a hacer pucheros cantando un himno; cierta disposición a la fraternidad, cierta generosidad aun con los enemigos; buena fe y lealtad, además de otras cualidades, completaban su persona en lo físico y en lo moral.

Era, además, hombre que gustaba de hablar en las esquinas y en los cafés misteriosamente, cuando topaba con sus amigos, de dar noticias a medias para confundir a las gentes, de no reconocerse nunca ignorante de ningún suceso, de dar a entender siempre que iba a pasar algo funesto, sólo sabido por él y por Tintín; gustaba también de afectar el conocimiento de todas las tramas de los pillos, y siempre estaba de prisa, siempre comía a escape, siempre le apretaban las ocupaciones, siempre le estaban aguardando, siempre iba a casa del jefe político o al Ayuntamiento o a otra cualquier parte donde debía de ser imprescindible su presencia. Ni más ni menos era D. Primitivo Cordero.