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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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XIII

Al entrar en la calle de las Veneras por la plazuela de Navalón, vio a D. Patricio en la esquina. Vestía de paisano.

– Buenos días, Sra. D.ª Solita – le dijo riendo. – ¡Qué tarde vuelve la niña! Salió usted hace dos horas. Ya está de vuelta de Aranjuez el joven guardia. Traerá buenas noticias. Dígale usted que estamos preparados.

El irónico acento del procaz viejo no hizo impresión alguna en el ánimo de Soledad.

– Buenos días, D. Patricio – le respondió con indiferencia.

Atendía demasiado a lo interior de su alma perturbada para poder discutir sobre los móviles que llevaban a Sarmiento a tales sitios. Al entrar en su casa, Anatolio salió a recibirla. El rostro del joven irradiaba alegría como el de Febo luz.

– Ya estoy aquí – le dijo. – No dirás que he tardado muchos días.

Solita dijo algo sin duda; pero ella misma no supo lo que dijo. Gordón, tomándole de la mano, la llevó adentro. Gil de la Cuadra se enjugaba las lágrimas que la inesperada aparición de su radiante yerno en el cielo de la casa le había producido.

– Mira, querido Anatolio – le dijo. – Debes de estar muy cansadito. Siete leguas a caballo descoyuntan a cualquiera. ¿Por qué no te echas en mi cama?

– Gracias, tío.

– Hombre, ten confianza. Échate, Anatolio. ¿No te parece, Sola, que debe echarse?

– Sí, que se eche… ¿Conque has llegado?…

– ¿No te dijo el corazón que llegaría hoy?…

– ¡El corazón!… – preguntó Sola que creyó volverse idiota. – No… sí… sí me dijo eso. Siéntate.

– Pero hija, ¿acabarás de dar vueltas por la habitación? – dijo Cuadra riendo. – En resumen: ¿te quitas el manto o no te lo quitas?

– ¡Ah! Sí… creí que me lo había quitado ya.

– ¡Qué turbada estás!… Hoy comerá Anatolio con nosotros. Ya empieza a participar de nuestra pobreza… ¡Oh! ¡qué feliz soy, Dios mío!… Dime, ¿qué ha habido de particular en el Real Sitio?

– Cosas estupendas – repuso Gordón haciendo al fin lo que tan reiteradamente le había rogado su suegro, es decir, echándose. – Muchos vivas al Rey absoluto, otros tantos al Rey constitucional, bastantes palos y algunos sablazos. El día de San Femando un miliciano insultó al infante D. Carlos.

– Sí, ya lo supimos. ¡Qué iniquidad! ¡Y no se castigan tales desacatos!

– Su Majestad ha venido esta mañana. Dicen por allá, que día más, día menos, va a haber aquí un cataclismo. Mis compañeros están furiosos y decididos a proclamar al Rey neto. Acabáramos de una vez. Lo que ha de venir, venga pronto.

– Dices bien; pero no te metas en nada, querido hijo. Yo sé lo qué es política; sé lo que es conspirar. Mucho cuidado. Sigue a tus compañeros; pero no te distingas entre ellos por un celo excesivo en favor del Rey neto.

– Así lo haré – dijo Anatolio estirándose bien para tocar con las manos la cabecera del lecho. – Poco tiempo me queda de servicio. He pedido mi licencia absoluta… A casa, que es madre, a cuidar de mi familia y de mi conveniencia.

– ¡Admirablemente pensado y dicho! Vamos a ver: ¿tienes tus papeles corrientes para la boda?

– Todo corriente. Por mi parte… Que mi prima fije el día.

– ¿Que yo fije… que yo fije el día…? – balbució Sola, mirando a su padre.

– Es claro, mujer; que digas: tal o cual día me quiero casar.

– Pues el día… que ustedes quieran.

– Mañana – gruñó Anatolio.

– Hombre… calma, calma. Fijemos un día clásico, el domingo, o para el Carmen.

– Muy bien.

Poco después comieron, siendo muy de lamentar que en día de tanta solemnidad equivocase todas o la mayor parte de las cosas Solita; ¡ella, que no se equivocaba nunca! Mas el padre, única persona que podía apreciar la singularidad de tales distracciones, no fijó en ellas la atención o las atribuyó a una causa muy natural. Durante la comida, Anatolio, cuyo carácter había parecido hasta entonces poco comunicativo, empezó a desarrollar una locuacidad tan viva, que no era fácil comprender a dónde llegaría por aquel inusitado camino. ¿Era que había envasado en su cuerpo todo el vino que faltaba en la botella puesta con previsora solicitud a su lado? Tal vez sí, tal vez no. No aventuremos un juicio que podría ser desmentido más tarde por los hechos. Lo cierto es que Soledad no le quitaba los ojos, inspeccionando también la altura cada vez menor del líquido y la voracidad del alférez, que sin duda llenaba con comida y bebida todo lo que con el gasto de palabras iba quedando vacío.

Por la tarde, levantados los manteles, salieron los tres de paseo hacia San Blas, no ocurriendo nada digno de contarse sino que Anatolio (quizás sería ilusión de los extraviados sentidos de Solita) no ponía los pies en el suelo ni sostenía su cuerpo con el aplomo y gallardía propios de un militar. De vuelta en la casa, encendieron luces; Sola tomó su costura, don Urbano se puso las antiparras y sacando una baraja que en el cajón de la mesa tenía, invitó a Gordón a echar una partida de mediator. Los tres en torno a la mesilla formaban un grupo por demás interesante en apariencia, y que lo hubiera sido en realidad si los tres corazones latieran a compás, y si las tres almas se contemplaran delicadamente la una en la otra sin interposición de imágenes extrañas y sombras proyectadas desde lejos por otras almas.

Durante largo rato no se oyó más ruido que el de la aguja y las frases y términos propios del juego. A las diez de la noche el cuadro había cambiado. Las cartas estaban esparcidas sobre el tapete; D. Urbano, con los codos sobre la mesa, como un escolar que estudia la lección del día siguiente, leía en voluminoso libro; Anatolio dormía con la cabeza reclinada sobre el hombro, el morrión caído sobre la ceja izquierda, abierta casi de par en par la boca y cruzados los brazos sobre el pecho; Soledad seguía cosiendo con la vista fija en su aguja, las cejas ligeramente fruncidas. ¡Entre las manos y los ojos, qué inmensidad de ideas, de figuras, de imaginaciones! ¡Qué contraste entre la rústica beatitud del novio y la silenciosa meditación de la futura esposa!

A las doce y media oyose ruido de pasos en la parte de la casa habitada por Naranjo. Como las habitaciones eran tan pequeñas, fácilmente se comunicaba todo rumor de una parte a otra, y aun podía verse quién entraba y salía. En la alcoba de Gil bastaba levantar el percal rojo que cubría una vidriera para observar a las personas que pasaban de la escalera a la sala de Naranjo.

– Hija mía – dijo el anciano, – parece que esta noche tendremos también gran ruido. Asómate a la puerta vidriera y mira quién entra a visitar a nuestro amigo Naranjo.

Soledad se levantó, estuvo breve rato en acecho y volvió diciendo:

– Son tres: los mismos de la otra noche.

– Me lo temía – insinuó Gil de la Cuadra con disgusto. – Esta es una vecindad que no me gusta. Ha entrado también aquel señor…

– ¿El eclesiástico gordo? Sí, acaba de entrar.

– D. Víctor Sáez – dijo entre dientes el viejo, apartando el libro.

– ¿Es el confesor de Su Majestad, padre?

– Chitón… por Dios… silencio, querida Sola – murmuró Cuadra llevándose el dedo a la boca y abriendo con espanto los ojos. – Cuidado con lo que hablas. Figúrate que no tienes ni ojos ni oídos. Hazte cargo de que nadie viene a la casa del maestro Naranjo.

Soledad recobró la costura.

– Porque has de saber – añadió el viejo, – que estos señores han escogido la casa de nuestro amigo como el lugar menos sospechoso para reunirse y tratar de sus diabluras… Como vivimos solos Naranjo y nosotros, que somos la discreción en persona… Pero yo no quiero meterme en nada… porque esto no tendrá buen fin. Veo, escucho y callo. Créeme: estoy escarmentado de conspiraciones y sé a dónde conducen.

– ¡Conspiraciones!

– Chitón… Por Dios y la Virgen, mucho sigilo.

– ¿Y para qué conspiran? – preguntó Sola bajando mucho la voz. – ¿Para trastornarlo todo, para que todo se vuelva del revés?

Al preguntar esto, el semblante de Sola se había animado y resplandecía con la extraña viveza que dan curiosidad o interés profundo. Creeríase que un destello de esperanza lo iluminaba.

– Sí, para volverlo todo al revés. Estas cosas, estos planes son admirables cuando salen bien; pero casi siempre salen mal, hijita. En verdad te digo que de buena gana viviría en otra casa… ¡Hola, hola! Más ruido de botas… Sal a ver.

– Otros dos: los mismos que vinieron hace cuatro noches – dijo Sola, después de observar un rato.

– ¿Son los dos altos y bigotudos?

– Sí.

– Los guardias. El más bajo de ellos es el conde de Moy, jefe de uno de los batallones de la Guardia. Ya la tenemos armada.

– ¿Qué?

– Pero, tonta, ¿tú no has comprendido? ¡Pues es un grano de anís! La Guardia Real quiere dar al traste con la Constitución y los liberales.

– Los guardias, es decir, Anatolio. ¿Y cree usted que podrán? – preguntó Sola con incredulidad.

– Hija, son muy valientes.

– ¿Y en caso de que no puedan, tendrán que huir todos, absolutamente todos, y marcharse de Madrid?

– Un cuerpo tan esclarecido no volverá la espalda.

– ¿Y eso será muy pronto?

Soledad mostraba el mayor interés.

– Debe de ser pronto. Es necesario apresurar el casamiento. Quisiera que Anatolio estuviese ya fuera del servicio para esos días. ¡Pobre hijo mío, si le sucede alguna desgracia!

Solita miró a su futuro esposo. Podía haberse creído que aquella mirada era una saeta, porque Gordón se movió en su beatífico sueño, cerró la boca, y llevándose ambos puños a los ojos, se amasó los párpados hasta ponérselos rojos.

– ¿Qué hablaban de mí? – preguntó torpemente.

– Vamos, que no has echado mal sueño.

– Si no dormía… Sentí, es verdad, un poco de sueño y cerré los ojos; pero no he dejado de oír lo que hablaban.

– A ver, ¿qué decíamos?

– Que yo debía haber sido eclesiástico en vez de militar.

 

Soledad rompió a reír.

– Hombre, ¡qué chuscadas tienes! – dijo Cuadra.

– Si oía perfectamente.

– Por Dios, confiesa que estabas dormido. Si me dejaste a medio juego. Por cierto que hiciste perfectamente. Ya se ve… siete leguas a caballo.

– ¡Todo sea por Dios!

– ¿Sabes que en las habitaciones del Sr. Naranjo – indicó D. Urbano acercando sus labios a la oreja del alférez, – ahí junto, un poquito más allá de aquella puerta vidriera, están tratando de vuestro levantamiento?

– ¿De nuestro levantamiento?

– Cabal. ¿Quién creerás que ha venido? El conde de Moy.

– ¡Mi jefe!

– Otro señor comandante de guardias, que debe de ser Herón; el confesor de Su Majestad D. Víctor Damián Sáez, y dos señores más que no conozco.

– ¿Conspiración?

– ¡Silencio! – dijo Cuadra tapándole la boca con la palma de la mano.

– Pues sí, dicen que nos levantaremos. La Guardia Real no puede consentir que el Rey esté sometido por esa canalla; que gobiernen las Cortes; que los gansos de la Milicia se paseen por las calles hechos un brazo de mar, y que El Zurriago y otros papeles indecentes insulten sin cesar a la genta honrada.

– ¿De modo que estáis decididos? Mira, sobrino, o mejor dicho, hijo mío, pide tu licencia absoluta.

– Ya la he pedido. Pienso verme fuera antes de que estalle el movimiento que, según dicen, será dentro de no sé cuántos meses.

– Eso es, échate fuera; tú ya has probado que eres valiente.

Soledad volvió a mirar a su primo. No revelaban ciertamente sus ojos nada parecido a la admiración.

– Mi opinión – prosiguió el anciano, – es que no te metas en nada. Haz como yo, que he vuelto la espalda a la política para siempre. Ni siquiera me gusta verte aquí mientras están esos señores tratando sus diabluras. Vistes el uniforme de la Guardia; si algún intruso te ve, pueden sospechar de ti y creer que conspiras.

– Entonces debo marcharme. Además es tarde, y mi prima parece que tiene sueño. No todos saben descabezarlo en una silla como yo.

– Sí, más vale que te vayas… Se me figura que siento pasos otra vez. Sola, ¿por qué no miras?

Solita observó por la puerta vidriera.

– ¡Entra una señora! – dijo Sola con asombro.

– ¿Una señora? Esto sí que es gordo. ¿Has dicho que una señora acaba de entrar?

– Sí, padre… Una dama, y por cierto joven y hermosa.

La curiosidad impulsó a Gil de la Cuadra a mirar también; pero la señora había pasado ya, y el viejo no vio nada.

– Yo conozco a esa señora – dijo Soledad apartándose de la vidriera. – Yo la conozco.

– ¿Tú? ¿Quién es, cómo se llama? – preguntó Gil con mucho afán.

– Eso es lo que no puedo decir. La he visto hoy mismo.

– ¿En dónde?

– En la calle, dentro de un coche.

– Pues mira – dijo Cuadra, dando paseos por su habitación y cerrando la alcoba donde estaba la puerta vidriera, – haz como si no la has visto.

– ¿Sabe usted quién es?

– No; pero no ha de ser cosa buena. Mujer que se ocupa en conspirar… ¡Ah, conozco ese perro oficio!

– ¿Será alguna princesa?

– Puede ser… – dijo Cuadra meditabundo. – La verdad es que no caigo… En fin, olvidemos esto, hijos míos, y no participemos de tales líos ni aun con el pensamiento.

Naranjo entró a la sazón en el cuarto de Gil de la Cuadra.

– Amigo mío – le dijo. – Como su sobrino de usted es nuevo en la casa, vengo a suplicarle que sea discreto.

– ¡Oh! descuide usted. Su boca será un broche.

– Es que podía inadvertidamente contar… creyendo reunión casual…

– Ni por pienso. Oígame usted, Sr. Naranjo. Ya sabe usted que no me meto en nada; ya sabe usted que ni aun me gusta tener por vecindad una conspiración. A pesar de esto, ha excitado mi curiosidad una dama que ha entrado. ¿Querrá usted decirme quién es?

El preceptor se encogió de hombros.

– ¿Que no lo sabe usted? No puede ser.

– Esta señora según parece viene comisionada por no sé qué junta que hay no sé dónde… y no digo más. Conque silencio, mucho silencio. Cuidado con lo que se habla.

– Ya sabe usted que todos somos partidarios de la buena causa. El uniforme que lleva mi sobrino es una garantía de su prudencia.

– Lo sé; pero ya saben el sobrino y el tío que no han visto nada; que aquí no ha entrado nadie.

– Absolutamente nadie. ¡Ojalá fuera verdad!

Naranjo volvió a su conciliábulo y Anatolio se despidió hasta el día siguiente.

Gil de la Cuadra, al quedarse solo con su hija, apoyó la sien en la mano derecha y tomó la actitud de quien trata de resolver un grave problema o acertijo.

– Pues por más que cavilo… – dijo después de un cuarto de hora.

Solita alzó los ojos de la costura para decir:

– Yo también medito en ello, y no puedo…

– Nada – añadió el padre, – no caigo en quién podrá ser esa mujer.

– Pues yo tampoco alcanzo quién podrá ser.

Y media hora después, padre e hija se miraron de nuevo, y el uno preguntó:

– ¿Quién será?

Y añadió la otra:

– ¿Pero quién será?

XIV

Cuando Anatolio volvía la esquina de la calle de Preciados, vio dos hombres. El uno de ellos gritó con voz cascada:

– Ya salió uno. Este es el alcahuete que lleva los recados a Palacio.

Gordón se detuvo, dudando que se dirigieran a él. Pero otra voz joven cantó esta copla:

 
Huye que viene la ronda
y se empieza el tiroteo…
serviles, a la huronera
que os van los gorros siguiendo.
 

Gordón volvió atrás. Una figura escueta, un fantasmón anguloso, cuyos brazos se movían en cruz, y en cuyo semblante arrugado y oscuro, brillaban ojos de lince, avanzó hacia el guardia.

– Sigue tu camino, so bruto – chilló como una furia grotesca, – si no quieres que te midamos las costillas.

D. Patricio, pues no era otro, mostró su brazo derecho. Donde éste acababa, tenía principio la desmesurada longitud de un garrote con nudos.

El joven que acompañaba a D. Patricio, y que vestía uniforme de miliciano, se interpuso diciendo:

– Padre, no nos metamos en danza con esta canalla. Estamos desarmados.

Y al mismo tiempo avanzó su mano hacia el pecho de Gordón, que resueltamente atacaba a Sarmiento padre. El alférez no dijo una sola palabra, blandió la pesada mano como una maza de hierro, a quien el hercúleo brazo dio enorme fuerza y velocidad. El círculo fue breve y rápido. La cara de Lucas Sarmiento estalló con horrible chasquido y su cuerpo desplomose en tierra como un saco. Bofetada más tremenda no se había dado ni recibido en lo que iba de siglo.

– ¡Traición, traición! – gritó D. Patricio agitando el palo y dando saltos, sin avanzar un paso hacia adelante ni hacia atrás.

Lucas revolvía su cara en sangre, no en la sangre trágica de las contiendas caballerescas, sino en la sangre de la nariz que le quedó medio deshecha. Gordón iba derecho hacia don Patricio para quitarte el palo y rompérselo encima, cuando aparecieron por la plazuela de Navalón arriba dos individuos igualmente armados de formidables porras. Uno de ellos iba vestido de miliciano.

– ¡Amigos, a mí! – gritó el maestro. – ¡Aquí estoy! ¡Ataquémosle juntos!… ánimo, amigos míos. ¡Que me mata!

En un instante se halló Gordón comprometido por el número de los contrarios. Tres enormes garrotazos cayeron sobre sus hombros y espalda. Furioso, pesado, rugiente como el jabalí herido avanzó hacia los apaleadores. Había sacado la espada y se disponía a atravesar al primero que se le pusiera delante. Pero los tres, al ver el acero, volvieron la heroica espalda apretando a correr con tanta ligereza, que el ruido de los pies sobre el suelo alborotó momentáneamente la angosta calle de las Conchas. Por un milagro fisiológico de la Providencia, D. Patricio era el que más corría, gritando:

– ¡Traición, traición!

Anatolio no era un ciervo para la carrera merced a la pesadez de su cuerpo, y se detuvo sofocado y sin aliento en la esquina de la costanilla de los Ángeles. Miró en todas direcciones y no vio a nadie. Pero como sintiera ruido de pasos y voces por todas partes, creyó prudente dar por terminada la aventura y envainando su virgen espada se alejó, dirigiéndose otra vez a la calle de las Veneras y por allí a la de Preciados.

Aquel incidente de poca importancia al parecer preparaba con otros de igual naturaleza, un gran acontecimiento histórico. Las tempestades empiezan así, cayendo ahora una gota, después otra. En los últimos días de Junio las colisiones entre guardias y milicianos eran tan frecuentes, que el vecindario estaba seguro de la proximidad del aguacero. Al día siguiente de la reyerta que hemos descrito, el 30 de Junio, Su Majestad asistió a la clausura del Congreso. Formaron en la carrera tropa y milicianos, y Fernando pasó medroso, pálido, lleno de recelo, revolviendo los negros ojazos en todas direcciones, para escudriñar los semblantes y sorprender las señales de cariño o desamor que su presencia ocasionara.

Mudos y recelosos recibiéronle los diputados de la minoría, fríos los sostenedores del Gobierno. Con habla turbada leyó su discurso el tirano, acentuando las frases de sumisión al sistema constitucional, y no era preciso ser muy lince para reconocer en él un convencimiento seguro de que aquella farsa debía concluir; pero al través de su disimulo no se veía la esperanza de un éxito feliz.

Al volver a Palacio, los milicianos aclaman la Constitución y a Riego, y una voz atrevida grita en favor del Rey neto. Los chicos cantan el trágala; surge en todo el tránsito infernal algarabía y por entre la multitud dividida en bandos de netos y zurriaguistas atraviesa la ultrajada Majestad con el corazón oprimido, compartiendo su espíritu entre el miedo y la rabia. El recuerdo del infeliz Capeto viene a su memoria; pero no siente perder el amor popular, que tan poco le interesa, sino el poder o quizás la vida. Desde que él logra pisar el umbral de Palacio, los tambores de la Guardia abofetean a algunos paisanos, se cruzan palos, puñetazos, coces, y varios jóvenes distinguidos vierten en las calles su sangre preciosa. Se crean multitud de cardenales, aparecen rozaduras, magulladuras, protuberancias, y centenares de narices sangran enrojeciendo el suelo. Alguna que otra costilla cruje, rompiéndose, y no pocas encías se ven libres de tal cual muela cariada. Surgen chichones en varias cabezas y algún omóplato se hunde. Esto no es más que un juego de muchachos; pero así suelen empezar los capítulos más importantes de la historia en todas las edades.

Poco faltaba ya para que el sainete se convirtiese en tragedia. Más furiosa cada vez la tropa, cuando Su Majestad entró en Palacio, posesionose de los altos de la plaza de Oriente, arrojó de allí a un retén de la Milicia voluntaria, y estableciendo una línea desde los Consejos al Arco de la Armería, declarose en abierta y descarada sublevación. Disparáronse varios tiros, y cayeron al suelo siete paisanos y un individuo de la Milicia. Un joven entusiasta, hijo de Flores Calderón, tuvo la malaventurada idea de arengar a los guardias que formaban junto a la casa de Ministerios y fue apaleado cruelmente y acuchillado.

Los tambores tocaban a ataque y los granaderos furiosos injuriaban a la multitud amenazando pasarla a cuchillo si no se retiraba. Caían con síncopes y desazones las mujeres, votaban algunos hombres, rugían otros, y entre tanto veíase en una ventana de Palacio, cual si fuera palco de plaza de toros, apiñada multitud de palaciegos y damas vehementes, que agitaban sus pañuelos para incitar a la soldadesca. Las pobrecitas no podían resignarse a vivir bajo el nefando imperio de la Constitución. Confundido entre los agraciados rostros como la serpiente entre las flores, Fernando atisbaba con ávidos ojos la osadía de los jenízaros.

Entre estos hubo un oficial que se atrevió a volver por los fueros de la ultrajada disciplina. Llamábase D. Mamerto Landáburu, exaltado liberal, buen patriota, fontanista, militar de club (cualidad que no constituye ciertamente la mejor casta de militares); pero al mismo tiempo persona estimable y simpática. Este desgraciado oficial habló con energía a los soldados; pero fue insultado. Ciego de furor tiró del sable a punto que otro teniente, Goiffieu, gritaba con voz frenética: ¡Viva el Rey absoluto! Azuzados los granaderos por esta voz cayeron sobre Landáburu; pero aún pudieron intervenir y salvarle el comandante Herón y otro oficial cuyo nombre no se recuerda. Le separaron, le condujeron a Palacio; pero allí le siguió la turba de asesinos y dentro del portal de Oriente recibió tres tiros por la espalda y cayó para siempre gritando: ¡Viva la libertad!

Cuando la turba vio sangre se enfureció más; pero arriba, en las excelsitudes de Palacio, un estupor medroso sucedió al levantisco entusiasmo teatral de damas y cortesanos. Cerráronse los balcones; volvieron los pañuelos a los bolsillos, y todo calló de improviso. Los tiros que mataron a Landáburu hicieron en Palacio el efecto de un par de palmadas en un charco de ranas.

 

¿Y la Milicia qué hacía entonces? La Milicia, como la tropa de línea, ocupaba las calles cercanas, desde la Mayor hasta la plazuela de Santo Domingo, con objeto de estrechar en Palacio a los sublevados. Grande era el ardimiento de las fuerzas populares en la tarde y noche del 30; pero no quiso Dios que tuvieran ocasión de batirse. Ordenó el capitán general D. Pablo Morillo que se retirasen tropa y Milicia; pero esta se negó a soltar las armas mientras el agravio de aquel día no quedase vengado. Un ardid ingenioso, al cual la murmuración de aquellos tiempos dio el nefando nombre de pastel, resolvió la cuestión. Diose orden a la Milicia de que marchase a la puerta de Recoletos para municionarse, y este movimiento, a que los buenos patriotas no opusieron resistencia, permitió a la guardia sublevada retirarse tranquilamente a sus cuarteles, dejando un batallón en Palacio. Cuando esto ocurrió despuntaba en el horizonte el sol del 1.º de Julio, mes fecundo en revoluciones.

Y aquel sol trajo un día de estupor, de tristeza, de cruel ansiedad y duda. Los milicianos estaban en sus casas; pero disponían las armas. Los guardias no salían de sus cuarteles; pero sin cesar aclamaban al Rey neto. Hubo esperanza de conciliación y esas tentativas de acomodamiento que no faltan nunca en casos de esta naturaleza. Generales y políticos calentaron el famoso horno de que tanto hablaba El Zurriago; pero aquella vez el pastelón, tan trabajosamente amasado, no pudo llegar a la sazón de su definitiva cochura por la indomable arrogancia de los guardias. Llegada la noche, los sublevados salieron de sus cuarteles, dejaron dos batallones en Palacio, y los cuatro restantes se retiraron a El Pardo por la Puerta de Hierro, rompiendo así todo lazo con las autoridades establecidas. El absolutismo había lanzado su reto a la Constitución.

El nuevo día, 2 de Julio, trajo, pues, a Madrid alarma no menos grande que la del 2 de Mayo de 1808. La villa era un campamento. Por todas partes tropa de línea y voluntarios, generales encintados que iban y venían sin cesar, escoltas, destacamentos, guardias, toques, llamadas, arengas, banderas, gritos, y el tambor resonando sin cesar como el ronquido del gigante furioso que impaciente aguarda la pelea. Juntose todo lo que era juntable, y constituyose todo lo constituible, comisiones, corporaciones, consejos; se dio principio a una deliberación inacabable, eterna, a la deliberación del peligro, y el Ayuntamiento, el Consejo de Estado, la Diputación permanente de Cortes, la de provincia, abrieron sus embrolladas sesiones permanentes.

¡Inmensa confusión y movimiento inmenso! El parque de San Gil hervía como una fragua. Todo era sacar cañones y llevarlos a un punto para después situarlos en otro, arrastrar y repartir cajas de municiones. Las órdenes se sucedían a las órdenes. Acudían de los cuatro ángulos de Madrid generales y brigadieres que iban a ofrecer sus servicios, y miles de espadas se presentaban desnudas y obedientes al pie de aquella Constitución tan odiada de las damas y de los palaciegos. Los alistamientos sucedían a los alistamientos; no bastaba la tropa de línea, no bastaba la Milicia y era preciso improvisar batallones de paisanos. Con estos y oficiales de reemplazo se formó en el Parque de Artillería el batallón Sagrado, cuyo mando se dio a San Miguel. Muchos individuos de prestigio organizaron compañías a sus expensas, renovando así el sublime fanatismo militar de la gran guerra, y al modo que entonces se formaban partidas de guerrilleros, se hacían ahora compañías de patriotas.

Entre los guardias sublevados había muchos oficiales liberales. Estos abandonaron a sus compañeros al salir de Madrid, presentándose en el Parque a recibir órdenes del Capitán general. Para distinguirse de sus hermanos, que pronto iban a ser sus enemigos, adoptaron el patriótico distintivo[12] de una cinta verde con el lema Constitución o muerte y un pañuelo blanco en el sombrero. ¡Oh! no es descriptible el entusiasmo de los milicianos, cuando vieron desfilar ante las puertas del Parque aquellos jóvenes oficiales, casi todos de familia muy distinguida, que abandonaban voluntariamente, con noble instinto político, las filas del absolutismo para defender la Constitución que habían jurado, la hermosa libertad que amaban, la idea moderna, que veían resplandecer débilmente sobre el cielo de la patria como una estrella cuyo fulgor crecía, prometiendo iluminar algún día todas sus oscuridades. La multitud prorrumpió en vivas, y ardientes palabras se cruzaron de una parte a otra.

– ¡Nobles y dignos jóvenes! – exclamó con lágrimas en los ojos el entusiasta patriota y honrado comerciante que respondía al nombre de D. Benigno Cordero.

– ¡Benditas sean las madres que los han parido! – gritó Sarmiento, que a su lado estaba. – ¿Conoce usted, Sr. D. Benigno, a aquel joven que ahora parece arengar a sus compañeros y en este momento da un viva a la Constitución?

– Le conozco, sí. Es Ramón Narváez.