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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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XXIII

Al día siguiente muy temprano, Mano de Mortero, que había salido a sus quehaceres, entró diciendo:

– Gordas y frescas.

– ¿Qué, qué hay?

Que lo de Galicia es tremendo. El Rey y la Corte están muy asustados… Toda la noche han estado los ministros en Palacio… Quieren contemporizar… les ha entrado el destemple… desconfían de la guarnición…

– ¡Desconfían de la guarnición! ¿Oyes, Salvador; oyes, hombre? – exclamé con exaltado júbilo.

– Oigo – repuso mi amigo secamente.

– ¡Y de la Guardia de la Real persona! – añadió Mano.

– ¡También desconfían de la guardia! ¿Oyes, Salvadorillo de mi alma?

– Oigo.

– Sr. de Mano, traiga usted cuatro velas; yo las pago.

– Con esa condición, aunque sean ocho – dijo Mortero, abriendo el cajón de una cómoda.

– No quepo dentro de mí – exclamé saltando del jergón. – Voy a salir a la calle, aunque me exponga a ser cogido. Me pasearé, comeré en casa de algún amigo… Sr. de Mano, ¿tiene usted algunas ropas con que disfrazarme?

– Tengo vestidos de cómicos. ¿Quiere usted ir de rey turco?

– Hombre, no.

– ¿Y de senescal de Polonia?

– ¡Qué majadero!

– ¿Y de majo? Sombrero ancho, capa encarnada, marsellés…

– Venga, venga. Me embozaré hasta las cejas.

Mano sacó unos vestidos, que yo me puse, acomodándolos lo mejor posible a mi cuerpo. Peineme a lo majo, tizneme el rostro, y quedé convertido en chispero, tan al vivo, que era muy difícil conocerme. Con tal pergenio, guiado por Mortero, que me llevó por oscuros laberintos, salí a la calle, embozado hasta las cejas. Monsalud no quiso seguirme. Pasé por Palacio, y vi que entraban y salían muchos coches; recorrí, luego la calle Mayor hasta la Puerta del Sol; pero aunque encontré en este sitio muchos conocidos, no me atreví a hablar a ninguno; tanta era mi cobardía aun bajo el disfraz de chispero. Estábamos en los primeros días de Marzo.

Ya conocí en la actitud y semblante de las personas, y en las palabras que al vuelo cogía, que era ciertísima la alarma anunciada por Mortero. Sin cesar herían mi oído las voces Coruña, Ferrol, Junta Revolucionaria, Don Pedro Agar, volviéndome loco de alegría. Recorrí la población sin descubrir mi cara, atendiendo, disimuladamente a todos los grupos, huroneando, atisbando, olfateando la revolución. ¡Ay!, la revolución palpitaba; yo la sentía. Quien había puesto tantas veces la mano sobre el pecho de la sensible villa no podía engañarse.

En estas exploraciones empleé toda la mañana y parte de la tarde. No me había descubierto a nadie. Llegó por fin una hora en que me picó el hambre con alarmante viveza; porque el júbilo y esperanza no me alimentaban; que esto corresponde a las magras y otros condimentos, y de ningún modo a las sensaciones agradables del alma. ¿Qué hacer? El Sr. Mano no podría ofrecerme sino un guisote grosero. ¿Entraría en algún café o figón? No, porque mi pusilanimidad veía alguaciles en todas partes, y se me figuraba que ni siquiera me dejarían llevar la cuchara a la boca. ¿Iría a casa de algún amigo? Ugarte estaba fuera de Madrid, y quizás perseguido también. De Villela y otros personajes no me fiaba más que del Demonio. Pensé ir en busca de D. Gil Carrascosa, hombre que me debía muchos favores, o de D. Bartolomé Canencia; pero luego discurrí que las casas de donde más rápidamente debía huir eran las de aquellos que me debían beneficios.

De pronto vi a cuatro personas que me inspiraron una idea felicísima. Eran Carlos Navarro y D. Miguel de Baraona, que iban por la calle de la Montera hacia la Puerta del Sol, acompañados de los dos zafios amigos que con el primero vinieron del Norte. Antes me metiera yo mismo en la cárcel que presentarme ante aquellos hombres fanáticos, capaces de hacer conmigo una felonía; pero teniendo la certeza de que estaban ambos fuera de casa, bien podía pedir amparo a la señora doña Jenara, que de fijo no me lo negaría ni me vendería.

– Si Jenarita está en su casa – me dije corriendo en dirección de la calle Ancha, – comeré, y comeré bien.

Poco después entraba yo en la calle de Enhoramala vayas, para pasar a la de Sal si puedes. Esta tenía poco que andar. Componíanla dos casas humildes, otra suntuosa, y una tapia de corrales o jardines. La suntuosa, como muchas personas, tenía mejor alma que cuerpo; es decir, que su aspecto vetusto y feo no correspondía a su comodidad interior. De poca fachada, extendíase mucho en el fondo de la manzana, y lo mejor de ella era la crujía de Poniente, que daba a un patio donde estaban las cocheras. Este patio tenía la salida a la calle de Aunque os pese. Aquel pequeño barrio de nombres tan extraños, era entonces más solitario aún que ahora.

Entré resueltamente. Por fortuna Jenara estaba, y estaba sola. Tan sólo su doncella tuvo noticia de mi visita.

Expuse a la generosa dama la aflictiva situación de mi estómago, rogándole encarecidamente que si me daba de comer lo hiciera pronto para evitar el peligro de un encuentro con los feroces Navarro y Baraona. Ella se rió mucho de mi extraña facha, y me dijo:

– Hace usted bien en temer a mi marido y a mi abuelo. Ellos no disculpan ni perdonan. Están furiosos contra usted y si le encontraran aquí, serían capaces de entregármele atado de pies y manos a D. Buenaventura.

– ¡Miserable sayón!

– Anoche estuvo aquí, y dijo de usted mil picardías. ¡Pero qué atrocidades ha hecho usted, Pipaón!… Conspirar así; escribir cartas; juntar dinero… qué sé yo… Es usted un Robespierre. Dice el marqués que no se consolará en toda la vida de que se le escapara usted, y que daría un ojo de la cara por atraparle.

– ¡Bandido!… Pero si usted tuviera la bondad de darme de comer… Ahora o nunca: me muero de hambre.

– Al momento – repuso riendo. – Pero van a decir que soy encubridora de revolucionarios y el marqués querrá prenderme también.

Inmediatamente dio órdenes a su doncella para que me trajese lo que tan imperiosamente pedía mi pobre cuerpo. Ella misma tendió un pequeño mantel en el velador de aquella estancia que era la suya, y me iba poniendo delante los platos, amenizando el festín con discretas observaciones y celestiales sonrisas. Yo caí sobre los manjares como el tigre sobre su presa.

– Perdone usted, si como groseramente – le dije. – Un condenado a muerte tiene derecho a prescindir de ciertas reglas.

– ¡Parece mentira! – exclamó. – ¡Usted revolucionario, usted liberal!…

– Señora, no haga usted caso de infames calumnias. Mis enemigos discurren infernales embustes para perderme. Ya disiparé yo las nubes que empañan el limpio sol de mi reputación. Deje usted que pase este chubasco…

– Triunfen o no los revolucionarios – dijo ella sentándose frente a mí y apoyando el codo en la misma mesa donde yo comía, – lo cierto es que los conspiradores lo pasarán mal. Casi todos están presos, ¿no es verdad?

– Creo que sí.

– Sin embargo, no se oye decir que ajusticien a ninguna persona conocida.

– Incomparable está esta gallina – repuse, más atento a la reparación de mis fuerzas que a la suerte de los conspiradores.

Cuando empecé a reponerme y a sentirme dueño de mí mismo, fijáronse mis ojos con singular deleite en la hermosísima figura que tenía delante de mí. Nunca me había parecido Jenara tan bella. En la nueva mansión su hermosura soberana se realzaba con el lujo que el generoso marido había acumulado allí, labrando de este modo el único estuche digno de alhaja tan preciosa. Fuera por una irradiación admirable de la privilegiada naturaleza de Jenara, fuera porque la casa era en realidad muy linda, todo lo que veían mis ojos tenía el más puro sello artístico. Cuadros, tapices, muebles, cornucopias, ofrecían mil formas encantadoras que extasiaban la vista. El oro y los pastosos tonos, las tintas brillantes admirablemente armonizadas, llevaban los ojos de sorpresa en sorpresa. Los excesos del lujo, que generalmente traen el mal gusto, eran allí, o al menos a mí me lo parecía, un esfuerzo sublime de la imaginación, comedida siempre en su delirio.

En su propia persona, los encantos de Jenara eran, como siempre, superiores; pero allí su grave y patética sencillez brillaba más que cuando vivía en mi casa. Siempre tuvo el raro instinto de ataviarse elegantemente, y la no aprendida ciencia, en virtud de la cual una mujer privilegiada sabe estar preciosa con el adorno más insignificante. Aquella tarde en que me dio de comer, estaba vestida con la negligencia cuidadosa que parece han de emplear las que siempre quieren estar bien, aun sabiendo que nadie las ha de ver. Sobre su cuerpo no había más que dos colores, el blanco y el negro; este en una copiosa sarta de cuentas que pendían de su cuello, adorno muy usado entonces. Su traje blanco, conjunto delicado de graciosos caprichos de aguja, de pliegues y rizos, era un plumaje maravilloso, que a causa de la estrechez de los talles de entonces cubría delicadamente sus incomparables formas sin desfigurarlas, respetando cuanto el divino cincel modeló en aquel hermoso barro humano, es decir, no aplastando ningún bulto, ni llenando ningún hueco, ni alterando con importuno arte la más acabada estatua en cuyo tibio mármol han vibrado nervios y corrido, por las azules venas, menudas venas de impetuosa sangre.

Cuando se movía de aquí para allá trayéndome lo que yo había de comer, parecía una hechicera de leyenda que cuidaba de mí, niño extraviado en la caverna de magia, entre maravillosas transformaciones; primero maltratado por ogros horribles, después mimado y agasajado por las blancas manos de las hadas. Caía la tarde, y la dulce luz crepuscular que entraba en la estancia por las ventanas abiertas al patio y a la calle de Aunque os pese, derramaba en torno mío, entre ella y yo, una dulce onda de tristeza. Cuando yo concluía de comer, sentose como he dicho, frente a mí, apoyando el codo en la mesa y la mejilla en el puño. En primer término yo veía un brazo que a ningún otro puede compararse, blanco, torneado, de una pureza y corrección admirables. Distinguíanse en la suave penumbra de lo interior de la manga las morbideces del ante-brazo que se perdía al fin entre la batista, seguido hasta lo último por mi ansiosa vista. Tenía los ojos medio cerrados. No sé por qué todo allí era tristeza. Yo exhalé un suspiro tan hondo, que Jenara se conmovió cual si oyese un grito.

 

– ¿Qué tiene usted? – me dijo.

Estaba pensando, señora mía, que el Sr. D. Carlos, mi antiguo amigo y esposo de usted, es el hombre más feliz de la tierra.

– ¿Por qué?

– Porque es dueño de tanta hermosura.

Jenara hizo un gesto de desdén.

– Pero no sabe apreciar su felicidad, señora mía – añadí, – y con sus ridiculeces y manías mortifica a este ángel de gracia y de bondad.

– Galán está usted – me dijo sonriendo. – No extraño que usted hable así de Carlos. Todo el mundo conoce lo mal que me trata. Ni siquiera tiene el tacto de guardar para mí sola sus impertinencias, sino que delante de los amigos me suele ofender…

– Él mismo confiesa que es un bruto; pero su alma y su corazón son excelentes. Procure usted domesticarle, y…

– No sirvo para domadora – me contestó, moviendo con insistencia su linda cabeza. – Él se cansará o se corregirá. ¿Qué puedo hacer para convencer a un hombre que se encariña con sus errores y con sus sospechas? Cuando alguien intenta quitárselas, Carlos se enoja como si le quisieran robar un tesoro.

– Sí, muy bien dicho. Es avaro de sus tenacidades y equivocaciones. ¡Cabeza de granito! Se estrellará, pero no dirá jamás: «me equivoqué».

– Esto tiene que concluir de un modo o de otro – afirmó. – Es imposible vivir así. Cada día una cuestión, cada hora una disputa. ¿Y por qué? Por nada, por fantasmas. Sepa usted que el cerrar los ojos y el abrirlos es en mí un indicio de infidelidad, según mi marido. Aprenda usted a tener perspicacia.

– ¡Detestable sistema es ese! Conozco algunos maridos que por buscar tres pies al gato, han hallado los cuatro. Mucho cuidado, Sr. Garrote, vais por mal camino… No crea usted; yo le reprendí y le dije media docena de verdades… pero no hace caso. Tiene a gloria el equivocarse. En disparatar consiste su orgullo.

– Ahora, con estas cosas de la revolución que viene, está insoportable – dijo la dama con ademán ponderativo. – No se le puede resistir… Ahora paso los días entre el temor y la tristeza, asustada cuando le espero y creo que va a llegar, triste cuando estoy sola. Con él tiemblo; sola me aburro. ¿Puede haber situación más horrible? ¡Ha de saber usted que Carlos, con sus impertinencias ha llegado a lo que nunca creí, a malquistarme con mi abuelo, que también sospecha, también! Figúrese usted si será deliciosa mi existencia. Ellos dos, es decir, toda mi familia, están contra mí. A mi lado no hay nadie más, ni hermanos, ni hijos, ni siquiera amigos… Las amistades, cualesquiera que sean, me están prohibidas… ¿No es verdad que soy digna de envidia? La cabeza hecha un volcán y el corazón vacío, enteramente vacío.

– ¡El corazón vacío!, es decir, holgazán… ¿Qué de cosas no discurrirá el muy tunante para poder entretenerse?… ¿eh?

En el mismo instante sentimos ruido de voces y pasos en el interior de la casa.

– ¡Carlos! – exclamó Jenara con el mayor sobresalto.

– ¡Jesús, María y José! – dije yo sintiendo que flaqueaban mis piernas. – ¿Dónde me escondo, dónde?

– Váyase usted. Está usted perdido si él le ve.

Jenara y yo, llenos de confusión, no sabíamos qué partido tomar.

Escóndase usted aquí – me dijo la dama, mostrándome un armario, que abrió precipitadamente. – Después saldrá usted.

Escurrime dentro. Yo no era hombre, yo era un papel. Creo que me hubiera metido entre dos platos. De tal modo me hacía flexible el miedo.

Poco después de esconderme, entró Carlos. Yo no le veía; pero le sentía. El resoplido de la fiera, llegando a mis oídos, me ponía los cabellos de punta. Acompañábale uno de sus amigos, el llamado Zugarramurdi, que era el más bruto. Estuvieron los tres en silencio durante breve rato. Sin duda Carlos estudiaba el semblante de su mujer.

– Jenara – dijo al fin, – el portero me ha dicho que entró hace poco un hombre y que no ha salido.

– ¡Un hombre!… – repuso Jenara. – No sé…

Su voz temblaba.

– ¡Es singular cosa! – dijo Carlos con marcado acento de ironía, – pero como en estos tiempos hay tantos ladrones…

– Se registrará la casa – indicó con bronca voz el amigo.

Yo me quedé yerto; yo era un cadáver.

– Como no sea… – dijo Jenara. – Sí… hace poco estuvo aquí un señor, preguntando…

– ¿Preguntando qué? – vociferó Garrote. – Sosiégate, mujer… te doy tiempo para que medites lo que quieras decirme… no se ocurren siempre buenas ideas para ocultar la verdad. Los más listos se turban… Con que entró uno preguntando…

Sentí el chasquido de los maderos de la silla en que la bestia se sentó.

– Un hombre, no sé quién… – continuó Jenara en tono más tranquilo y algo altanero. – Si no lo quieres creer, no lo creas. Me parece que era el que anoche fue contigo en busca de Pipaón.

Hubo una pausa. ¿Le convencería?

– ¡Pipaón! – dijo el amigo. – Juraría que le encontramos hoy en la calle.

– ¿Y por qué no me lo dijiste? – repuso Carlos con violencia. – Crees que me importa pescar en medio de la calle a un sapo, liarle una cuerda a los brazos y llevarle a la superintendencia de policía.

Yo daba diente con diente.

– Pues sí – dijo Jenara con voz serena, – ese creo que era…

Y deseando variar de conversación, repuso:

– ¿En dónde has dejado al abuelo?

– Fue solo al Príncipe, a comprarte billetes para esta noche.

– ¿Qué función es?

– Una ópera nueva, una sandez, qué sé yo – dijo Zugarramurdi.

– Se llama La inútil presunción o El barbero de Sevilla, por un tal Rufini o Rossini – gruñó Carlos con malísimo humor.

– Anoche se estrenó: es un sainete ridículo, según me han dicho – añadió el amigo. – Un tutor estúpido, un barbero sin vergüenza, una pupila descocada, un amante que se finge soldado borracho para meterse en la casa, después se hace maestro de música, y luego entra por el balcón.

– Por el balcón – repetí yo, apropiándome con calenturiento afán aquella idea.

De repente Carlos, que sin duda no estaba para pensar en óperas, dijo levantándose:

– ¿Cerré yo la puerta interior al marcharme?

– Creo que sí – dijo el amigo. – Lo mejor sería registrar la casa. Hay ahora tantos ladrones…

Carlos y su camarada salieron.

Jenara, al verse sola, abrió precipitadamente el armario, y me dijo:

– Esta farsa no puede seguir… ¡qué compromiso!… Es preciso que yo diga la verdad a mi marido… Ya no es fácil que usted pueda marcharse…

– ¡Señora!… ¡por compasión!

– La verdad, más vale decir la verdad… ¿a qué vienen estos enredos?… Bastantes tengo con los que él inventa…

– ¡Señora!… ¡por piedad! – exclamé de rodillas.

Y me dirigí al balcón que daba al patio.

– Por aquí – dije, asomándome para medir la distancia.

– Se va usted a estrellar.

Felizmente el descenso era muy fácil. Había bajo el balcón una alta ventana con reja de hierro, que casi era una escalera. No lo pensé más.

– Se puede, sí, se puede – dijo Jenara. – ¡Pronto abajo! Por fortuna no hay nadie en el patio ni en las cuadras… La puerta que da a la calle de Aunque os pese está siempre abierta.

Lieme la capa en la cintura, y con presteza sin igual me deslicé, sin más contratiempo que algunas rozaduras en las manos. Embozándome hasta los ojos, salí sin obstáculo a la calle; pero no había dado dos pasos, cuando vi al Sr. de Baraona que atentamente me observaba. No quise detenerme y apreté a correr, diciendo para mí lo de marras:

– Ahí me las den todas.

XXIV

– Salvadorillo, albricias – dije a mi amigo, entrando en la cueva del Sr. Mano, – todo va bien, la revolución marcha. Madrid ofrece un aspecto imponente… ¡Si vieras qué cosas me han pasado!… ¡qué aventuras!… ¡qué peligros!… soy un héroe. Pero en fin, he comido como un príncipe. ¿A que no sabes dónde? Pues en casa de tus amigos los Baraonas. Jenara, con sus propias manos divinas, me sirvió de comer.

– ¿En dónde viven ahora? – me preguntó Salvador con indiferencia.

– En la calle de Sal si puedes… bonito nombre… aquí cerca.

– Te lo pregunto porque quizás me dé una vuelta por allá.

– Me alegraré de que busques camorra a esa canalla. Pero aguarda a que triunfe la revolución. Entonces les meteremos en un puño. Cuando la policía sea nuestra, es preciso tomar venganza. Enviaremos a Garrote a presidio y a Baraona a una casa de locos.

Monsalud se estaba arreglando y vistiendo. Habíale proporcionado Mortero un vestido de majo, como el mío, pero mucho más elegante: marsellés nuevo, calzas y pantalones negros, capa de grana y sombrero redondo. Su figura no podía ser más hermosa.

– ¿Vas a salir esta noche? Te acompañaré. Me aburre este agujero. En Madrid se respira, amigo mío, el aliento sulfúreo de la revolución. La conmoción viene, el trueno retumba ya muy cerca.

Salimos juntos. Habíase disipado en gran parte mi miedo, y la compañía de Monsalud infundíame valor. Desde los primeros encuentros con varias personas conocidas, comprendimos que no corría ya gran peligro nuestra libertad. Las noticias eran tremendas para el absolutismo, y según dijeron, se preparaba para el día siguiente un decreto haciendo concesiones y prometiendo reunir Cortes. Tanta cobardía inflamaba más a los revolucionarios.

Visitamos aquella noche con el mayor descaro algunas tertulias, que no eran otra cosa que las mismas reuniones perseguidas por D. Buenaventura; pero con la súbita esperanza de triunfo, la revolución había arrojado la máscara y se burlaba del Gobierno. En este no había un solo ministro propio para la gravedad del caso. Hombres todos de miserable espíritu, no servían más que para la adulación. Todo Madrid se reía de ellos. Los conspiradores que no estaban presos afectaban en las calles y en sitios públicos un desprecio a la autoridad que rayaba en desvergüenza.

Al día siguiente, tranquilos ya con el aspecto que tomaban las cosas, abandonamos Salvador y yo el escondrijo del Sr. Mano de Mortero, y tuvimos hospitalidad en casa de un amigo.

Era el 6 de Marzo, cuando llegó la noticia de la sublevación de las tropas que estaban en Ocaña. El júbilo y osadía de los revolucionarios eran tan grandes, que por momentos se temía en Madrid un alzamiento popular. La atención de todos se fijaba en la guarnición de Madrid, formada de algunos regimientos de la Guardia y de otros de línea. En Palacio, según me dijo el Sr. Villela, a quien encontré en un estado de indecisión extraordinaria, todo era tumulto y azoramiento. La Reina Amalia lloraba, el Rey bufaba de ira y los palaciegos iban y venían consternados, sin saber si pondrían la vela al santo o al demonio, o a entrambos a la vez, que era lo más seguro. Escondíanse el duque de Alagón y los demás favoritos, y diversos personajes, oscurecidos u olvidados por la corte, se presentaban llamados por el Rey o espoleados por su propia ambición.

Desde que amaneció el día 7, Madrid ofrecía el aspecto propio de los días en que va a pasar algo extraordinario. Inútil es decir que desde muy temprano recorrí yo las principales calles, en unión de algunos individuos que iban sembrando la semilla del tumulto de barrio en barrio. Recordaba yo las escenas famosas del 1.º de Mayo de 1814, y me parecía que nada había cambiado. Las caras eran las mismas, los gritos parecidos. Ciertamente que la idea era distinta; pero como la idea no se ve, de aquí la ilusión.

No hay cosa más parecida a un motín absolutista que un motín revolucionario. Se asemejan como una calabaza a otra. No trabajar, cerrar las tiendas, salir chillando, derribar lápidas y letreros, injuriar a los caídos, proclamar nombres nuevos, levantar ídolos, mezclar tal o cual arranque generoso a salvajes actos, esto fue lo que vi en 1814, y lo que se repitió ante mis ojos en 1820. En una y otra época, por rara coincidencia, fui agente eficaz en el movimiento, y las dos veces mi astuto aguijón pinchó a la bestia feroz para que gruñese. Antes había gruñido en las Cortes; ahora debía gruñir en Palacio.

Comprendiendo la gravedad del asunto y la conveniencia de que el trabajo de seis años no se malograse, desplegué aquella mañana facultades verdaderamente maravillosas que llenaron de asombro a los revolucionarios viejos. Ya se comprenderá que los nuevos éramos atroces. No perdonábamos.

Debo advertir que en Marzo de 1820 yo notaba en la población un movimiento mucho más espontáneo y general que en Mayo de 1814. Todos los tenderos, todo el comercio alto y bajo de los barrios del Sur y del Centro se asociaba al impulso con una franca y natural alegría que me llenó de admiración. En los empleados, en todo el personal de la clase media, había un sentimiento de simpatía que más tarde llegó a manifestarse en hechos. Había, pues, en aquel día dos corrientes, la corriente natural de la gente de buena fe que se alegraba del cambio previsto, y la corriente del tumulto, que tenía encargo de vociferar y hacer demostraciones locas. Ambas se mezclaban y juntas invadían las calles, llenando los aires con sordo mugido, sin que se pudiese determinar dónde acababa el oro y empezaba el plomo. En la generalidad de la población resplandecía la más franca hombría de bien, una especie de candor revolucionario, si así puede decirse, un júbilo patriarcal que era del mejor augurio.

 

Por la tarde la muchedumbre formaba una apretada masa en los alrededores de Palacio. Escenas bulliciosas de animación, de risas, de plácemes, de gritos, de palabrillas un poco jacobinas alegraban las calles del Arenal y Mayor.

Que el Rey juraba.

Que el Rey no deseaba otra cosa que jurar.

Que los ministros y palaciegos eran unos tunantes, pero que Fernando el hombre mejor del mundo.

Que, a Dios gracias, nos íbamos a ver libres de pillos.

Que en aquellos momentos se estaba formando un nuevo Gobierno.

Que por la noche la guarnición de Madrid, incluso la guardia real, debía apoderarse del Retiro, para desde allí enviar una diputación al Rey pidiéndole el juramento consabido.

Que la Reina decía entre lágrimas y suspiros que la habían engañado, y que se quería volver a Sajonia.

Que Ballesteros, recién llegado por mandato del Rey, había dicho que nada se podía hacer ya.

Que los hombres de la corte opinaban que no era cosa de trastornar al Reino y de pasar sustos por un juramento de más o de menos».

Esto y otras cosas que omitimos decía la gente. Yo no quise hacer demostraciones en público; pero me daba a conocer a todos mis amigos, no recatándome de nadie, porque ya no había para qué. Con los liberales me hacía el exaltado y con los templados el indiferente.

Cerca de Palacio, la multitud prorrumpía en desaforados gritos: allí estaba nuestra gente pidiendo a voces la Constitución y el juramento con tanto ardor, que parecía no poderse pasar ni un momento más sin ello. Pero los balcones de Palacio permanecían cerrados; no se veía ni aun la nariz del Infante D. Carlos, generalísimo de los ejércitos.

Iba cayendo la tarde, y no había novedad. Algunos jinetes de la guardia decían al pueblo que se retirase. Su actitud no era hostil, sino tan conciliadora, que despertaba general simpatía. La guardia, que tanto dio que hacer después, estaba aquel día como un guante. Verdad es que aquel día era un fenómeno por la generalización súbita de los sentimientos liberales. Había contagio sin duda. Los exaltados contagiaban a los tibios; los tibios a los indiferentes; los hombres contagiaban a las mujeres, las mujeres a los niños, y los niños a los pájaros, que de rama en rama piaban Constitución.

La noche enfrió el entusiasmo de muchos; pero exacerbó más el furor de otros. Aquellos que a toda costa deseaban una escena y la pedían y la estaban buscando, no querían irse a sus casas sin saber la determinación de Su Majestad. Diversas comisiones entraron en Palacio, pero el pueblo ignoraba todo. Por eso cuando corrieron voces de que era inútil esperar nada positivo hasta la mañana siguiente, un bramido de despecho circuló de un cabo a otro. Gracias a que nuestro pueblo es dócil, poco exigente, humilde, y conserva sentimientos de profundo respeto al Trono en medio de sus más soeces expansiones, que si no fuera así, algo grave habría ocurrido aquella noche.

Mientras los vecinos se iban a sus casas o a las tertulias o a los cafés, los que mangoneábamos en la maquinaria oculta del alboroto popular, azuzábamos a los beneméritos patriotas para que manifestasen sus altas dotes, ora rompiendo algunos vidrios absolutistas, ora entonando canciones que a toda prisa improvisaron ramplonas musas. Todo lo hicieron a pedir de boca; pero aquello donde más lució su destreza fue la algazara que armaron en la Plaza Mayor al poner una lapidilla provisional, que más tarde fue sustituida por otra de mármol. Diversas turbas, roncas a fuerza de gritos y aguardiente, daban vivas a la Constitución, y había grupos carnavalescos, semejantes a los que forman los gallegos la víspera de los Santos Reyes.

Aquella vez, entre lucientes antorchas no llevaban escaleras, sino el libro de la Constitución, abierto e izado en un palo. La gracia de esta apoteosis consistía en hacer que todo transeúnte besase el libro, previa inclinación del palo hacia el suelo. Se obligaba a los transeúntes a ponerse de rodillas, siendo de notar que la mayor parte lo hacían de muy buen grado. Fuera de este inocente desahoguillo, no hubo ningún exceso aquella noche, ni se vertió sangre, ni nadie fue arrastrado, ni se realizó ninguno de aquellos siniestros augurios que en tiempo de la conspiración se hacían. Todo era una especie de juego de chiquillos.

Así pasó la noche. Ya no tuve recelo de entrar en mi casa, en la cual encontré aún dos o tres polizontes, que me recibieron sombrero en mano, con exagerados cumplidos y servilismo. Yo les mire de un modo altanero, y entonces cada uno de ellos me rogó que le proporcionase un ascenso, puesto que ya de vencido me trocaba en vencedor e iba a estar pronto en candelero. Prometiles a tan guapos chicos mi favor, y se despidieron diciendo que si el nuevo Gobierno les mandaba prender a D. Buenaventura, lo harían de mil amores. Por último, les recomendé que al día siguiente muy de mañana saliesen por las calles dando vivas a la Constitución y a la libertad, que vigilasen la casa de Baraona por ver si entraban en ella gentes sospechosas, y que se pusiesen en todos los sucesos del día al lado de los buenos y ardientes patriotas.

El 8 fue día de júbilo, de triunfo, de algazara, de expansión incomparable. El pueblo, más niño en las buenas que en las malas, parecía haber recibido un juguete por mucho tiempo deseado. Viendo tanto entusiasmo, ¡quién creería que bien pronto el muñeco había de ser hecho pedazos por las mismas manos que entonces le recibían! Todo estaba consumado; la revolución estaba hecha; lo de arriba había pasado abajo y lo de abajo arriba; la cabeza era pie y el pie cabeza; la soberanía del pueblo, representada en un papel escrito, había subido al majestuoso zenit del Estado, echando de allí a la soberanía real para ponerla debajo. La gran jugarreta que hacen los siglos a los siglos estaba consumada, y el hoy había triunfado sobre el ayer. El Monarca de derecho divino, el escogido de Dios, se había prosternado moralmente ante los gallegos, que, cual comparsa de noche de Reyes, recorrían las calles con escobas encendidas, y había besado de rodillas el libro puesto en un palo. Ya era público el famoso decreto del 7 de Marzo, y desde muy temprano no había ciudadano de la improvisada nación constitucional que no repitiese el me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias de 1812. Tendreislo entendido… etc…