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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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XXV

¡Cobardía y debilidad!… Pero a mí no me importaba averiguar los sentimientos que dictaron aquella resolución, y salí gritando como todo el pueblo, como los discretos y los ignorantes, como los ancianos y las mujeres, como las viejas y los chiquillos de escuela: ¡Viva la Constitución!… Era una fiesta nacional, un desbordamiento impetuoso de alegría: ¡la mayor parte no sabían por qué! Se alegraban por el gozo extraño.

En todos los balcones pendían cortinas, las famosas y eternas y apolilladas guirindolas que habían festejado la primera entrada de Fernando en Abril del año 8, la entrada de Wellington después de Arapiles, la proclamación de la Constitución en Agosto del 12 y su caída en Mayo del 13, la segunda arrebatadora entrada del ídolo al volver de Valencey, la entrada de Isabel, que había pasado por el Trono como una sombra simpática y bienhechora, y la de Amalia, que, rosario en mano, sustituyó a Isabel. Las cortinas se iban ya poniendo algo viejas. ¿Qué dirían ellas de tantas y tan repetidas ventilaciones como recibían por distintos motivos? El viejo y miserable caserío de entonces, no renovado completamente todavía, cubierto de harapos rojos y blancos, tenía perfecta similitud con una risueña cara de vieja emperifollada. La gente invadía las calles. En estos días el vecindario, con irresistible impulso de bullanguería, siente un aguijón que lo expulsa de las casas. Hay necesidad absoluta de salir, de preguntar lo que ya se sabe, de comunicar las impresiones, los sustos y las alegrías. Al mismo tiempo y mientras se empavesaban los balcones, mil candilejas, puestas en los antepechos y goteando su aleve aceite sobre los transeúntes, amenazaban con una iluminación general en la próxima noche. Lozano de Torres hubiera creído que la Reina estaba de parto.

Imposible es para mí describir las manifestaciones cariñosas de que fui objeto. La gratitud, llenando mi corazón, ahogaba mi voz. Todos me felicitaban, me estrechaban la mano, dándome parabienes por mi libertad y por el fin de la horrible persecución que había sufrido. Rogábanme otros que les tuviese presentes; los liberales me ponían en las nubes, y los absolutistas, buscando el modo más decoroso de elogiar la revolución, decían: «Es preciso confesar que se ha hecho muy bien; ni una gota de sangre, ni un atropello. En verdad que no me asusta la revolución. Yo pensé que era otra cosa».

Todo era abrazarse y congratularse. ¡Qué hombres tan negros blanquearon su semblante con la sonrisilla del regodeo liberal! ¡Qué trasmutación de rostros, qué quitar y poner de caretas, conforme el caso exigía! Muchos derramaban lágrimas.

En la calle Mayor encontré a Salvador Monsalud, a quien no había visto desde la noche del 6, y al punto corrí a abrazarle. Estaba regocijado sin exaltación.

– ¿Qué te parece – le dije, – el hermoso, el ejemplar espectáculo que están dando Madrid y la Nación? Esto es un modelo de pueblos sensatos. Di ahora que no sabemos practicar la libertad.

– El primer día – repuso, – todo es concordia y festejos. No quiero decir que no sea muy satisfactorio. Estoy contento, y este espectáculo llena mi alma de alegría.

– Y disipará tus dudas ridículas.

– Eso no; las conservo – repuso. – Aquí, todo lo que pasa tiene un sello oficial que destruye la espontaneidad. Yo he visto los pueblos del campo y las pequeñas ciudades, que es ver la Nación desnuda y entregada a sí misma obrando por su propio impulso; y lo que he visto me ha infundido ideas que tus banderolas no pueden disipar.

– ¿Asegurarás que no hay aquí un verdadero amor a la Constitución?

– Aquí sí, aunque ese amor no será tampoco muy firme… Sin embargo, fuerza es aprovechar lo que existe, poco o mucho, y trabajar sobre ello.

– Pues a trabajar. Has de saber, amigo, que aún falta mucho que hacer. Todavía puede volverse la tortilla. No nos fiemos de promesas. Es indispensable que el Rey nos dé una garantía sólida. ¿Vienes conmigo? Es preciso alborotar mucho esta tarde.

– Pues entonces no voy. Alborota tú.

– ¡Vaya un revolucionario!

– Cada uno lo es a su modo. Si la mudanza deseada está ya hecha, ¿a qué más ruido?

– Amiguito, es que todavía falta lo mejor – contesté con mucho apuro. – Estamos en el momento crítico. Se ha de nombrar una junta, ayuntamiento, autoridades, cualesquiera que ellas sean. Si no acudimos en el primer momento de la marejada, y metemos ruido y nos ponemos en primer lugar, es fácil que nos quedemos fuera. ¿Vienes?

– No quiero ser autoridad.

– ¿Pero qué hay en ti? ¿Qué calma es esa? ¿A dónde vas?… Ya… perplejidades de hombre enamorado, que no piensa más que en su dama. Salvador, ten juicio, sé al fin un verdadero y grave hombre político, un hombre de orden, un padre de la patria, un sostén del Estado…

– Adiós – me dijo riendo.

– Pero ¿a dónde vas?

– A prepararme. Saldré mañana de Madrid.

– ¡Ahora! – exclamé en la mayor confusión. – ¡Salir de Madrid, es decir de Jauja!…

– Voy a Logroño a reunirme con mi madre, que debe de estar libre. Después iremos a la Puebla. Volveré a Madrid.

– Volverás. No creas que me olvidaré de ti. Al contrario… Yo te aconsejo que optes por Paja y Utensilios. Ahí empecé yo… Puedes ir descuidado. Yo velaré por ti, Salvador. Dale expresiones a Doña Fermina… ¡apreciable señora!… ¿Sabes – añadí riendo, – que los Baraonas y Garrotes habrán tragado a estas horas mucha hiel? Infames servilones… ¡Qué bien merecido les está!… Dime, ¿piensas sentarle la mano a Carlos, como dijiste?

– Tal vez no – repuso Monsalud con tristeza. – Están caídos y les perdono.

– ¡Generosidad ridícula!… ¿Sabes lo que me han dicho esos guapos chicos de la policía? Que ayer y anoche han entrado misteriosamente en casa de Garrote algunos pájaros gordos, Eguía, el marqués de M***, Alagón. Me parece que traman algo. ¡Qué buena ocasión para darles un susto! Yo estoy muy ocupado; encárgate tú. Me alegraría de que les pusieras las peras a cuarto. Yo te proporcionaré media docena de ciudadanos que te acompañen con buenos garrotes… Anda, hombre, anímate.

– En caso de ir, iría solo… Pero hemos vencido; basta ya de violencia. El derrotado bastante amargura tiene en su derrota. Seamos generosos.

– Pues adiós. Voy a ver lo que se hace esta tarde. Que escribas… Pídeme lo que quieras. Aunque nunca me has dicho nada… en fin, por algo se empieza. Haré por ti lo que pueda… habrá tantas solicitudes, tantas pretensiones, serán tantos los que abran la boca… pero no te olvidaré, no.

– Adiós – me dijo estrechándome la mano cordialmente y sin hacer caso de mis últimas palabras.

XXVI

El Rey había prometido jurar; pero no juraba, ni se nombraba nuevo Gobierno, ni siquiera nuevo Ayuntamiento. Estábamos a merced de un golpe de mano, y si el ejército había dado al país la libertad, el ejército podía quitársela de la noche a la mañana. Las reuniones secretas, que ya eran públicas, trabajaron toda la tarde y parte de la noche, mientras seguían las demostraciones populares, juego inocente que nos daba risa.

Amaneció el día 9, el gran día. El pueblo, aguijoneado por quien sabía hacerlo, se reunió en los alrededores de Palacio, puso su planta en la puerta y dijo que quería entrar. La guardia callaba y dejaba hacer. El pueblo entró en el patio grande y se paseó de un extremo a otro, dando gritos y entonando las canciones de aquellos días. Por los vidrios de la galería alta asomaban las caras pálidas de medrosas damas y tímidos palaciegos que preveían un desastre. Cansado de esperar en el patio, el importuno visitante bramaba de impaciencia. Era aquella una visita que no se hace todos los días, y como cosa nueva carecía de reglas de etiqueta. El pueblo, pues, anhelaba subir antes de que se lo mandasen, o antes que lo echaran a la calle. El amo de la casa, sintiendo desde su gabinete el resoplido del animal que tan descortésmente quería penetrar hasta él, se sentaba y se levantaba, reía y bufaba, y a ratos pálido, a ratos rojo, dirigía preguntas a todos. Hubiera deseado que su mirada fuese un rayo que desde arriba, traspasando las paredes, cayese sobre la bestia y la aniquilara.

Al mismo tiempo el amo de la casa forjaba proyectos de venganza y estudiaba un papel, papel difícil que rara vez se desempeña bien ante el peligro. No es lo mismo recibir al cuerpo diplomático entre sonrisas de oficio y estudiadas fórmulas, que recibir al pueblo entre rugidos.

Fernando no se atrevía a formular el terrible que pase adelante. Pero el pueblo parecía dispuesto a colarse sin que se lo mandaran. Inquietos pero decididos los de abajo, inquieto y vacilante el de arriba, no era fácil prever en qué iba a parar aquello. ¡Si hubiera habido un batallón de la guardia dispuesto a desafiar las navajas!… pero los emperejilados guardias se mantenían tiesos y hermosos, empuñando sus armas como empuñaban sus palitos blancos las figuras del tío Mano de Mortero.

Por último, todos tomaron una resolución, los de abajo y el de arriba. La visita quería posesionarse del estrado; el señor había dispuesto enviar un mensaje a los del patio, rogándoles y prometiendo. Estos habían nombrado una comisión. La comisión y los mensajeros del Rey se encontraron en la escalera. Allí hubo expresiones benévolas, un cambio feliz de sentimientos conciliadores, y el asunto empezó a tomar aspecto risueño. Subieron al fin los comisionados que eran seis, y al poco rato bajaron con la noticia de que Su Majestad había mandado al marqués de Miraflores que estableciese el Ayuntamiento del año 14.

El Palacio quedó poco a poco libre y el movimiento del pueblo era en dirección a la Casa de la Villa. Los que deseaban mangonear en los primeros momentos y coger para sí los primeros peces del revuelto río, no tenían tiempo que perder. Yo fui de los más veloces en invadir las Casas Consistoriales, en ocupar las oficinas, en apoderarme de una resma de papel de oficio, en expedir órdenes menudas a los subalternos. Así es que cuando Miraflores llegó, ya estaba yo allí dictando leyes, como un déspota, expidiendo órdenes y preparándolo todo para el gran acto que se iba a realizar.

 

De buena gana me hubiera nombrado alcalde a mí mismo; pero yo no era del 14. Con aquella presteza febril y verdaderamente maravillosa que yo tenía para las improvisaciones oficinescas, me impuse desde el primer momento, y a los diez minutos de intrusión, ya no podía hacerse nada sin mí. Yo solo sabía dónde estaban los pliegos, yo solo sabía en qué términos debían hacerse los oficios, cómo se había de ordenar lo que entonces se llamaba la Tabla del Excelentísimo Ayuntamiento.

También salí al balcón con otros, teniendo la suerte de enjaretar unos parrafillos tan bien dichos, tan conmovedores y del caso, que me aplaudieron frenéticamente. Yo fui quien inauguró los abrazos que tanto entusiasmaron a la generosa muchedumbre. Sin más ni más abracé al que tenía a mi lado, un liberalote furioso de toda su vida; este abrazó al vecino, y entre lágrimas y patrióticos pucheros nos abrazamos todos repetidas veces. Yo gritaba: «¡Se acabaron las discordias, se acabaron los odios! ¡Ya no hay más que españoles leales y amantes de la Constitución! Todos son hermanos. ¡Viva España, que es la Nación más sabia y más gloriosa del mundo! ¡Viva la Constitución! ¡Viva el Rey!».

¿Quién puede olvidar aquellos sublimes instantes? ¡Inefable día!

El marqués de Miraflores iba pronunciando los nombres de los individuos del Ayuntamiento. El pueblo aplaudía o denegaba, gritando: bien, bien, o ése no, ése no que es servil. Concluido esto, dirigiose a Palacio el Ayuntamiento recién establecido, para recibir el juramento de Su Majestad, y por el tránsito todo fue bullicio, loca alegría, vivas roncos, embriaguez indescriptible. Poco después, Madrid entero sabía que Fernando VII había jurado la Constitución.

¡Viva el Rey! Ya todo estaba hecho. Ya podían venir las iluminaciones, los festejos, las alegrías, las ceremonias llenas de exaltación política mezclada de religioso entusiasmo. Una nueva era se presentaba, una nueva era, sí, vasto campo a la actividad de los hombres listos. Yo no salí aquel día del Ayuntamiento y trabajé con ardor en diversos asuntos.

El 10 apareció el Manifiesto en que están las célebres palabras: Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional. El 14 dio D. Carlos su programa al ejército, congratulándose del juramento de la Constitución. El mismo día 9 nombró Su Majestad la Junta provisional consultiva que debía suplir al Ministerio mientras este se formaba, y tuve tan buena mano y tacto, que me congracié soberanamente con todos y cada uno de los esclarecidos individuos de ella, en tales términos, que no sabían cómo recompensar mis servicios. Estos eran importantísimos. Yo estaba siempre en primer término; yo salía siempre al encuentro de todo; yo era la previsión, el cálculo, la prudencia. Híceme de tal modo necesario, que mi nombre sonaba aquí y allí donde quiera que ocurrían dificultades. Debía esto a mi tino para todo, a mi destreza y experiencia suma de los hombres y las cosas. Por eso supe encaramarme dentro de la revolución a puestos tan altos como los que ocupé dentro del absolutismo, y en uno de los primeros consejos de ministros que se celebraron se acordó darme la plaza de consejero, en premio de los servicios que había prestado al liberalismo, y como compensación de las horribles persecuciones de que había sido objeto.

¡Ventura incomparable! ¡Qué bien sentaba a mi gallardo cuerpo la nueva casaca! ¡Cómo me reía yo de D. Buenaventura y de todos aquellos vanidosos prohombres que me habían postergado en 1819! Ellos purgaban sus culpas con la ignominia que les resultaba de humillarse ante la revolución, después de haberle combatido hasta el último momento. Verdad es que pronto le declararon nueva guerra; pero fue porque la revolución, despreciándoles, no quiso nada de ellos ni con ellos.

Largo tiempo estuve en gracia con la revolución, la cual no era tan fiera como nos la pintábamos los absolutistas cuando la combatíamos. ¡Matrona más condescendiente no la vieron mis ojos! ¡Qué excelente señora! En muchas, en muchísimas cosas del Gobierno apenas se conocía su existencia. Verdad es que sus noveles servidores hacíamos lo posible por ponerle una venda en los ojos para que nada viese y renunciase a la fatal manía de innovar, que era su flaco. Con mi nuevo y flamante destino renació la dicha en mi alma y la holgura en mi casa, que ya se iba desmejorando con el largo vagar; me vi de nuevo favorecido y adulado por grandes y chicos, y Su Majestad me mandó asistir a sus tertulias. El pobrecito no podía pasarse sin mí.

No puedo seguir, no puedo hablar más, porque la alegría embarga mi espíritu y ahoga mi voz. Aunque algo sé digno de contarse, lo entrego a otro narrador para que con más aliento que yo lo continúe; y postrado y sin fuerzas doy fin aquí a mis curiosas Memorias, encargando al copista de ellas que me sustituya en las últimas páginas de este libro.

XXVII

Concluidas las Memorias que por dichosa casualidad vinieron a nuestras manos, seguimos contando por cuenta propia.

El 8 de Marzo, uno de los tres días de bulliciosa huelga que sirvieron de introito a la revolución, un anciano avanzaba al caer de la tarde por la plazuela de Santo Domingo, en dirección a la calle Ancha de San Bernardo. Su paso era vacilante; su actitud la de un descaecimiento lamentable. Fijaba la vista en el suelo y movía la cabeza, cual si no tuviera en su cuello fuerza suficiente para mantenerla derecha. A ratos hacía con los brazos y las manos súbito movimiento, como el de quien se ocupa en cazar moscas. Hablaba consigo mismo y daba bastonazos en el suelo tan fuertemente como los ciegos que reconocen el terreno. Su cuerpo encorvado tropezaba a menudo con los transeúntes, sin que el choque le distrajera de su penosa marcha meditabunda.

Al llegar a la entrada de la calle Ancha, un obstáculo que no podía vencer le detuvo. Tropezó con una muralla. Había allí tanta gente reunida que no se podía seguir.

– ¡Otra pared de carne!… – gruñó el viejo con impaciencia. – ¡Y no hay quien la derribe a cañonazos!

Trató de abrirse paso, pero no pudo. Se abría ante él un boquete; pero al punto se volvía a cerrar, dejándole tapiado dentro de una ardiente mampostería de brazos, muslos y espaldas. El viejo movía sus codos y avanzaba la mano y el palo como una cuña. En una de estas, dos piedras enormes se juntaron, cogiéndole en medio y exprimiéndole sin piedad.

– ¡Mil demonios! – chilló el viejo con voz angustiosa. – Que me aplastan ustedes… Atrás, animales… Dejen pasar a un hombre de bien, que no se mete en estas danzas y aborrece la bullanguería… ¡Eh!, so bruto que me destroza usted con su anca.

– ¡Maldito viejo! – gritó uno de los más cercanos. – ¿Para qué se meterán entre el gentío estos escarabajos? ¡Hermano, váyase al hospital!

– Si todo el mundo estuviera en su casa – dijo el anciano, – si el Gobierno no permitiera estas atrocidades ridículas, no se obstruirían las calles.

– ¿Quién es ese cernícalo que grazna?

– Señor abate, señor capellán, señor sepulturero o lo que sea – dijo un individuo en tono compasivo, – sálgase usted de este laberinto, porque le van a hacer tortilla.

– ¡Paso, paso! – gritaba el viejo con un arranque de cólera y de energía que contrastaba extraordinariamente con su miserable cuerpo. – ¿No hay quien meta en cintura a esta canalla?

En torno al anciano se elevó un murmullo siniestro, entre burlón y hostil, que hubiera asustado a otro, pero que a él no le alteró; tan grande era su ánimo.

– Sí, lo repito – añadió echando fuego por los ojos, – estas borricadas existen, porque no hay un Rey que tenga calzones.

Diciendo esto, el sombrero del anciano voló por los aires, y unas manos vigorosas, cogiéndole ambas orejas, le hicieron dar grotescas cabezadas. Risas generales celebraron el hecho. El pobre viejo rugía como un noble animal prisionero e insultado. Todo cuanto la lengua contiene de festivo, de grosero, de ignominioso y de mordaz resonó en las insolentes bocas. El anciano fue empujado, estrujado, arrastrado y su endeble cuerpo, escurriéndose dolorosamente por una grieta, erizada de agudos codos y de crueles manos, fue a chocar contra una pared de la calle de la Inquisición. Pegado a ella, con las manos cruzadas, la boca espumante; llenos de luz y de ponzoña los ojos vengativos, parecía una pantera vieja, que en su agonía estaba resuelta a hacer estragos.

– ¡Miserables!, ¿pensáis que os temo? – exclamó más bien rugiendo que hablando. – Yo no temo a nadie, yo no temo a indignas sabandijas que huyen del peligro y se ensañan picando a los débiles; yo temo a hombres valientes; no a una vil chusma gritona.

– Es un demente – repitieron varias voces.

– Es un hombre de bien – gritó él, – es un buen patricio, es un cristiano, es un español. Cáfila de rateros y farsantes, respetad a los que nunca han robado, ni conspirado, ni maldecido a Dios, ni hecho revoluciones; respetadle o no faltará quien os enseñe a hacerlo.

Una mano cogió el cuello del frenético viejo, y otra mano le golpeó.

– Está bien – dijo con voz ahogada cuando quedó libre. – De este modo abofetearon a Cristo. Escúpeme también, sayón.

Le golpearon de nuevo, y el anciano añadió:

– Está bien. Burro, acepto tus coces.

– Dejarle; es un pobre viejo inofensivo – indicó una voz. – ¿No veis que está demente?

– Desprecio tu misericordia – gritó el inexorable hombre caído. – Si no insultarais, si no escupierais, si no deshonrarais, si no rebuznarais, no seríais lo que sois: masones, revolucionarios, ateos, jacobinos.

– Vamos, padrito; levántese usted y se le dará un vaso de agua.

– Aparta tus manos de mí – repuso con desprecio, – y ve a coger las tijeras, sastre. No abras tu boca para hablarme, y ve a mascar la suela, zapatero. No me toques y ve a espumar los pucheros, pinche. Soy un caballero. Señores sastres, zapateros, pinches y albéitares, que hacéis revoluciones y quitáis al Rey sus derechos y enmendáis la obra de Dios, buscad para vuestra miserable obra un Reino que no sea este Reino de España, esta tierra de caballeros, de santos, de soldados…

¡Cómo se reían al oírle!

– Haced revoluciones – prosiguió, – degradad más el suelo que pisamos; manchadlo todo, imbéciles. Haced un estercolero con las banderas gloriosas, con los laureles, con las coronas de santos y reyes, y el Demonio estará contento… Poned la historia toda bajo vuestras patas y bailad encima, acompañados del Cabrón. El Infierno triunfa.

Dicho esto lanzó una carcajada siniestra.

– Es un servil – dijeron algunos.

– No hacerle daño – añadió un compasivo.

– Colgarle de una reja de la Inquisición – añadió un cruel.

En aquel instante todas las miradas se fijaron en un edificio, a cuya puerta el gentío se apretaba, cual si todos quisieran entrar a un tiempo. Era la Inquisición de Corte, cuyo frontispicio, marcado hoy con el número 4 de la calle de Isabel la Católica, nada tenía de particular. Componíase de algunas ventanas y una puerta grotesca en el piso bajo, de una serie de balcones en el piso principal y de varios huequecillos enrejados en el sótano. Los balcones estaban llenos de paisanos. En la calle y arriba el general bramido de triunfo e impaciencia formaba una algarabía infernal. Un hombre echó el cuerpo fuera en el balcón principal, y sacudiendo las manos arrojó una gran masa de papeles que cayeron a la calle. Multitud de hojas quedaban suspendidas y flotando de aquí para allí, llevadas por el viento. Iban y venían como pájaros que han recobrado la libertad. Eran las causas de la Inquisición. El pueblo soberano estaba inventariando a su modo el archivo.

Casi todos querían entrar para ver los terribles calabozos. Penetraron muchos; pero salían descorazonados, diciendo que todo había sido ocultado a tiempo y que no restaba nada. Quién sacó una tarima de brasero, quién un fuelle roto; este una sartén vieja, aquel un cazo. No se encontraron otros instrumentos de tortura. De repente un individuo apareció en la puerta principal. Venía cargado de extrañas cosas. Arrojolo todo en el suelo, diciendo así:

– Ahí están las picardías.

Una lluvia de soldaditos a pie y a caballo, de muñecos articulados, de peones, de animalillos de cartón, de reyes magos, de pastores de Belén, de panderetas y rabeles, cayó sobre las cabezas y los hombros del gentío. Carcajadas generales acogieron el regalo.

Después de esto despejose un tanto el terreno, y una turba de chiquillos cayó, cual manada de lobos, sobre tan rica presa.

 

Poco después oyose un rumor de júbilo. Por el portal grande apareció un grupo de gente gritona, que sobre sus hombros, a manera de trofeo glorioso, sacaba tres personajes, nada flacos ni extenuados. Eran los únicos presos que se encontraron en el piso alto del edificio; uno de ellos, D. Luis Ducós, rector de Hospitalarios.

Tras la procesión siguió toda la muchedumbre, dando vivas a la libertad, y la calle de la Inquisición empezó a despejarse, mientras se llenaba la de Torija, junto al edificio de la Suprema.

Era ya completamente de noche, y el infeliz viejo a quien dejamos rugiendo de cólera entre un grupo de ciudadanos, continuaba en el mismo sitio, arrojado en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared. No hablaba ya ni se movía. Un hilo de sangre corría por su rostro, desapareciendo por el cuello entre la ropa. En derredor suyo había nuevo corro de ciudadanos, pero de ciudadanos prudentes y compasivos, que en silencio le miraban, guardando religiosa compostura en torno suyo, sin atreverse a tocarle, llenos de curiosidad y aun de respeto. Eran Currito el de la carbonera, de ocho años; Joselito González, el del covachuelista, de siete; Paco el de D. Robustiano, de diez; Isidorillo, el de la tía Rampiosa, de seis y medio, y otros que la historia y la tradición no recuerdan bien. Entre todos eran una docena. Cada cual llevaba en su mano un objeto de los que estaban desparramados en la calle ante la puerta de la Inquisición.

Acercábase uno a mirar de cerca el rostro del anciano, y con ademán pavoroso decía: «Está muerto». Reían todos, mirándose unos a otros, y ya se disponían a retirarse juntos, cuando Isidorillo el de la tía Rampiosa, que por ser el más chico era el más travieso de todos, tuvo una feliz idea, que al instante puso en ejecución. Llevaba en la mano una varita delgada y larga, y con la punta de ella exploró por dentro la nariz del desgraciado anciano. Este hizo una mueca, se movió, y un coro de risas infantiles acompañó a su movimiento.

Abrió el anciano los ojos, miró a todos lados, pasose la mano por la frente, dio un suspiro… – ¡Qué buena turca ha cogido usted, hermano! – dijo Currito el de la carbonera.

El anciano revolvió sus ojos a todos lados, amedrentando con la fiereza de ellos al regocijado concurso, y en voz ronca, habló así:

– ¡A esto llamáis una revolución! Menguados, si queréis hacer una verdadera revolución, hacedla; alzad la guillotina; cortadnos la cabeza a todos los que tenemos en ella la idea de Dios, la idea del deber, la idea de la justicia, la idea del honor y de la hidalguía… ¿Queréis acabar con los buenos?, pues a ello. Combatidnos y se os vencerá. Matadnos y resucitaremos en otra forma. Pero no, no llaméis revolución a este conjunto de graznidos y patadas… Sois miserables y grotescos bufones que deshonráis el suelo de la patria. Apartaos de mí, despreciables bailarines. ¿Creéis que una Nación es el tabladillo de un teatro?… Inmundos tiples, no chilléis más en mi oído… Mi voz atruena.

Una algazara de risas siguió a estas palabras. Los pajarillos piando con alegría en torno al buitre moribundo, no se hubieran expresado de otro modo. El anciano hizo esfuerzos por levantarse; sus huesos crujían; pero al fin lo consiguió y se puso derecho, apoyándose en la pared. Los ciudadanitos, agrupándose en torno de él, no le dejaban dar los primeros pasos.

– Fuera de aquí, hombres pequeños – dijo el viejo empujándoles a un lado y otro. – Queréis hacer revoluciones y ninguno de vosotros alza una vara del suelo.

Cuando los muchachos se oyeron llamar hombres pequeños, redoblaron las risas. Siempre con las manos en la pared, siguió andando el viejo. Los chicos le seguían, tirándole de la ropa e impidiéndole el paso. Él observaba las fachadas de las casas, como para orientarse; doblaba todas las esquinas que encontraba al paso. De este modo recorrió lentamente varias calles, y después de muchas idas y venidas, entró en la de Amaniel. Los chicos habían ido desertando poco a poco. Al fin Joselito González, que era el más pesado, le dejó solo. El anciano se detuvo, reconoció la calle, y con voz débil murmuró: «no es por aquí». Volvió atrás, dobló varias esquinas, siguió a lo largo de la pared apoyándose en ella… pero sus pies vacilaban, temblaban sus piernas; su cuerpo abatiose rozando el muro y cayó al suelo sin sentido.