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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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XXVIII

Estaba en la calle de Eguiluz. No pasaba nadie por allí. Poco después, al extremo de la calle abriose una puerta y aparecieron en un oscuro hueco dos personas, hombre y mujer; el uno despidiéndose de la otra, a juzgar por las breves palabras cariñosas que en el silencio de la calle resonaron sin que ningún extraño las oyera. Después de confundirse los dos bultos en uno, efecto sin duda de la oscuridad de la noche, se separaron; la mujer desapareció, y el hombre echó a andar por la calle adelante, hasta que el obstáculo de un cuerpo atravesado en la acera le detuvo. En el mismo instante una vieja, llegando por el otro lado, se detenía también. Inclináronse ambos, examináronle el rostro, le palparon, le movieron, y el joven dijo:

– Es el Sr. D. Miguel de Baraona.

Trataron de reanimarle. Respiraba, pero no se movía. El joven, después de un rato de vacilación, se terció la capa, enlazó con sus brazos vigorosos el desmadejado cuerpo del anciano, y se lo echó a cuestas como un saco.

Felizmente el peso del Patriarca del Zadorra no era excesivo, ni el humanitario joven tenía que andar mucho para llegar a la calle de Sal si puedes. Los curiosos que en el camino se le unieron quedáronse a la puerta de la casa, y él subió solo. Ni porteros ni criados salieron a su encuentro en la escalera. Abrió la puerta una criada, y bien pronto sonaron en la casa gritos y lamentos de mujer, angustiosos diálogos, preguntas, órdenes rápidas.

Baraona fue puesto en el suelo. El que le había llevado permanecía en pie. Jenara miraba al uno y al otro con muda sorpresa; pero el dolor no dejaba lugar en su corazón a otro sentimiento. Las dos mujeres, azoradas, llamaron; acudió un criado; entre todos trasportaron al enfermo a su cuarto, tendiéndole de largo a largo en la cama. Abrió, al sentirse en ella los ojos, y lanzando un hondo suspiro, dijo:

– ¡Me muero!

– ¿Pero está herido? – exclamó Jenara. – Esa sangre… ¿Qué le han hecho? ¡Dios mío!… ¡Abuelo!

Interrogaba con los ojos al portador de tan gran desgracia; pero este, alzando los hombros, decía:

– No sé una palabra. Así le encontré en la calle.

Salió del cuarto, y en el laberinto de los pasillos medio oscuros preguntó que por dónde se salía.

– Por allí – le indicó Jenara, que a su lado pasó rápidamente, corriendo en busca de remedios caseros.

Dirigiose el joven a la puerta en el momento en que, abierta por fuera, daba paso a tres hombres. Carlos avanzó el primero, y tras él sus inseparables amigos. Vieron a aquel hombre, y la sorpresa les detuvo y les inmovilizó un instante, como cuando se ve lo imposible.

– ¿Qué buscas aquí? – gritó Navarro, mirando colérico a Salvador.

– ¡Has entrado aquí! – rugió destempladamente el que llamaban Zugarramurdi, asiendo al joven por el brazo.

El que llamaban Oricaín corrió a asegurar la puerta.

– ¿Qué haces en esta casa? – repitió Navarro con mirada furibunda y amenazadora.

– Nada – respondió Monsalud, dando un paso hacia la puerta, – y por eso, me marcho.

La voz de Jenara, que llegó volando más bien que corriendo, puso término a aquella escena.

– ¡Carlos, Carlos! – gritó. – El abuelo enfermo… herido… ¡Se muere!… Este… este buen hombre le ha traído de la calle… Un accidente desgraciado, un atropello… qué sé yo. Ven al instante…

Navarro miró a Monsalud, como pidiendo más explicaciones.

– Estaba en la calle de Eguiluz, arrojado sin movimiento ni sentido, sobre la acera – dijo Salvador. – No sé más.

Navarro tomó una determinación súbita.

– Yo averiguaré lo que hay en esto – afirmó. – Oricaín cierra esa puerta. Zugarramurdi, detén a este hombre.

Y corrió hacia dentro.

Carlos y Jenara se acercaron al lecho del enfermo, e hiciéronle mil preguntas; vendáronle su herida, le abrigaron, tratando de reanimarle por todos los medios. Baraona sufría un temblor convulsivo.

– La canalla me ha insultado – murmuró. – Pero les dije cuatro verdades… No pudo conmigo… ¡Conmigo no puede nadie!, ¡nadie!

– ¿Pero quién, pero quién?… Dígame usted quién ha sido – vociferó ciego de ira Carlos, cerrando los puños. – ¡Dígame usted quién ha sido!

– Muchos, muchísimos. Los revolucionarios – murmuró el enfermo. – Sus manos inmundas me golpeaban… Está bien: ¿no abofetearon los judíos al Señor?…

Carlos rugía como un león y sus dedos se clavaban como garras en los colchones de la cama.

– Maldito sea yo si no me vengo – gritó. – ¿Y usted no recuerda quién le trajo aquí?

– ¿Quién me ha traído? – dijo el anciano con la mayor sorpresa, abriendo mucho los ojos. – Nadie: he venido yo solo; he venido por mi pie.

– No sabe lo que se dice – indicó en voz baja Jenara.

– Pero ¿por qué gritáis tanto? – murmuró Baraona cerrando los ojos. – ¿Qué ruido, qué algazara infernal es esa?… Callad por Dios… necesito descanso, necesito dormir… ¿No habrá nunca silencio en esta casa?

Cuando esto decía, el silencio era profundo en la habitación. Jenara y su marido observaban fijamente la fisonomía del enfermo.

Mientras esto ocurría en la alcoba, el señor Zugarramurdi, que era un hombrazo corpulento, de espesa barba rubia, frente estrecha y miembros poderosos, se acercaba a Salvador Monsalud en la antesala, y dejando caer sobre el hombro de este una de sus gruesas manoplas, le decía con voz áspera y cavernosa:

– ¿Sabes quién soy?

– Sí – repuso Salvador mirándole con desprecio. – Ya sé que eres un bruto.

Oricaín, pequeño, regordete, de ojos negros, cubiertos por una sola ceja pobladísima y corrida de sien a sien, guardaba la puerta.

– Soy Zugarramurdi – dijo el de este nombre. – Estuve en la batalla de Vitoria. ¿Te acuerdas de la retirada, juradillo?

– Sí; me acuerdo. Tú estabas entre los mulos.

– ¿Te acuerdas del que hirió a nuestro amigo y jefe Carlos Garrote? – prosiguió el vizcaíno. – ¿Recuerdas que yo te guardaba y que te me escapaste, porque una señora compró a los centinelas?

– ¡Déjame! – gritó con violencia Salvador apartando bruscamente el brazo del guerrillero. – Oricaín, abre esa puerta.

– Ven a abrirla – repuso imperturbablemente el navarro. – ¿Sabes quién soy?

– Sí; ya lo sé: ladrabas en la jauría de Garrote. Abre esa puerta, o pasaré por encima de ti.

– Ya te espero… – dijo Oricaín; – como no me coges de espaldas, no hay que temerte.

– Abusáis de mí, porque veis que no llevo armas – dijo Salvador conteniendo su ira. – Estoy indefenso, porque yo no muerdo como vosotros.

Carlos se presentó en el mismo instante, fruncido el ceño, pálido el rostro, con un visible sello de dolor y de desesperación en su grave persona.

– Carlos – dijo Monsalud. – ¿He entrado en una guarida de lobos?

– Es espía de los ateos – dijo Oricaín clavado siempre en la puerta, – y viene a saber lo que hacemos para contárselo a esa canalla.

– Ha venido a provocarte y a desafiarte – dijo Zugarramurdi. – Nosotros le enseñaremos a ser comedido.

– ¡Carlos! – gritó Monsalud perdiendo toda prudencia. – ¡Mira que no tengo armas!… ¡Esto es una infamia!…

– ¿A qué has venido aquí? Lo mismo te desprecio amigo que enemigo; lo mismo te desprecio espía que servidor. Vete y di a los revolucionarios que mañana salimos para Navarra a levantar partidas.

– Yo no soy espía… ¿Pagas con tan vil sospecha el servicio que acabo de hacerte?…

– No sé si te debo un servicio o una nueva ofensa.

– Yo no me ocupo de ofenderte – dijo Monsalud con desprecio. – Has sido conmigo cruel, implacable y sañudo como una fiera. Tu corazón de piedra no se ha movido al ver los tormentos de una pobre mujer inocente; te has opuesto a que la pusieran en libertad; has redoblado el furor de los inquisidores, verdugo. Y sin embargo de esto, cuando ha concluido el martirio de mi madre; cuando ha venido la revolución, y triunfábamos, y tenía yo todos los medios para tomar venganza de ti; cuando me era fácil prenderte, molestarte, denunciarte a los vencedores, nada he hecho contra ti, Carlos, y no queriendo abusar de la gran ventaja adquirida, te he perdonado.

– ¡Dice que me ha perdonado!… ¡que me ha perdonado! – exclamó Garrote, con el rostro encendido.

– Sí, te he perdonado; he tenido lo que tú no conoces: generosidad.

Navarro permaneció un momento en extraña perplejidad.

– Vamos – dijo al fin con desdeñoso acento de ironía, – es un modo raro de pedir misericordia. Salvador, tu odio y tu generosidad, tu venganza y tu perdón, son igualmente despreciables para mí… No quiero hacerte el honor de mirarte. Zugarramurdi, Oricaín, registradle bien, y si veis que no tiene armas, dejadle salir.

– Sí, eso, eso – dijo Oricaín con pena, – para que nos denuncie a los ateos, y vengan acá y nos prendan.

– Y nos impidan salir mañana para Navarra – añadió Zugarramurdi.

– Que vaya… que lo diga… que vengan esos cobardes bullangueros a detenernos – dijo Navarro. – Ya sabía yo que algunos polizontes atisbaban estas noches mi casa.

– No hay duda de que es espía – gritó Oricaín. – Me consta.

– No se burlará de nosotros, ¡con cien mil demonios!

Zugarramurdi asió con violencia los dos brazos del joven, que se estremeció al sacudimiento de aquellas tenazas, sin poder desasirse de ellas. Oricaín acudió en auxilio del otro sayón; vino también un criado, le sujetaron, le contuvieron, le amordazaron, le liaron una larga cuerda en brazos y piernas, y llevándole a una habitación cercana donde había un pie derecho a manera de poste, resto de un tabique antiguo recién derribado, le sujetaron a él tan fuertemente, que el desgraciado joven no podía mover ni un dedo. Palpitante, sofocado, rugiente, como un volcán obstruido; amenazado de violenta congestión, Salvador veía a sus enemigos delante de sí, y no se podía defender sino mirándoles… La rabia de sus ojos era su única arma. Se contraían sus músculos: la prisionera sangre hinchaba sus venas.

 

– ¿Qué pensáis hacer? – preguntó Carlos a sus amigos, cuando concluyó la operación, sin que él se dignara tomar parte en ella.

– Cuando nos marchemos – repuso Oricaín, – le ahorcaremos.

En aquel instante Jenara pasaba.

– Es demasiado – dijo Navarro. – Le dejaremos así. Basta que no pueda hacernos daño de aquí a mañana… ¿Sabes que esa postura es buena para conspirar contra el Trono? – añadió, contemplando con hosca serenidad a la víctima. – ¿Por qué no vas ahora de Herodes a Pilatos, comprometiendo oficiales, repartiendo proclamas, engañando al país, difundiendo la rebeldía contra Dios y contra el Trono? ¡Miserables conspiradores! Ve y di a tus revolucionarios que vengan a sacarte de aquí. Llámales, invoca, la libertad, los derechos del hombre. ¡Que vengan Riego y Quiroga a desatarte!… ¡Oh!, si desde un principio hubieran puesto a la masonería y al ateísmo como estás ahora, ¿habría revoluciones? Que me den el mando un solo día, y verás qué gran soga lío alrededor del gran cuerpo. ¿Por qué no conspiras ahora? ¿Por qué no sublevas regimientos? Abre la boca y predica libertad y jacobinismo… ¡Ah!, tú creerás que eres un mártir digno de lástima. ¿No lo has de creer, si en ti y en esta canalla que acaba de triunfar no hay idea de justicia?… ¡Justicia! ¡Castigo del crimen! ¡Qué sublimes ideas! En medio de la impunidad espantosa que invade el reino todo como una plaga, aquellas grandes ideas se ven realizadas en un rincón de Madrid… en un rincón de mi casa…

Cuando esto decía, Jenara volvió a pasar.

– ¡Bonita imagen de la revolución tenemos delante! – prosiguió Carlos con amarga ironía. – ¡Qué emblema tan hermoso del sistema curativo de una Nación revolucionaria! En esa postura se olvida el modo de andar y se pierden los deseos de agitarse mucho; se puede meditar tranquilamente en Dios y reconocer las ofensas que se le han hecho… La voz se olvida de que ha dicho herejías e infamias. Se aprende a obedecer y a callar, y el que manda, manda… Yo querría que toda España fuera pasando por esa puerta y viera a su revolucionario… el pobrecito no mueve brazo ni pierna; no habla ni gruñe. Está convertido, y ya no hace daño ni con su lengua ni con su brazo… ¡Qué lección, Sr. Monsalud!… ¡Si esos locos o imbéciles que chillan por las calles vieran esto!… Si estoy por abrir entrada pública y exponerte como una cosa rara, anunciando «el gran fenómeno de la justicia», o sea «la revolución en la soga…». Esto abriría los ojos a muchos… Tal idea debe cundir y propagarse; es admirable. Todos los que han atentado contra su Rey deberían atravesar ese pasillo y mirar adentro… Se te pondrán luces…

Jenara pasó de nuevo.

– Mi opinión – añadió Garrote, – es que no se te quite la vida, a no ser que resulte que has maltratado a mi abuelo, como sospecho. Si eres inocente, no te haremos daño. La enemistad privada que tenemos tú y yo, me obliga a ser generoso. Ni aun consentiría la violencia que sufres si yo y mis amigos no estuviéramos en peligro de ser denunciados por ti; pero es preciso asegurarse, señor masón… ¡Cuánto me alegraría de tenerte así el día del triunfo de mis ideas para soltarte y decirte: «Ahora, los dos a solas, arreglaremos una cuenta antigua!…». Pero yo estoy caído, y tus amigos son poderosos… es preciso tener algún rigor con los vencedores, mientras se puede; que tiempo tienen ellos después para abusar de su victoria. Cuando esto pase, cuando yo y mis amigos no corramos riesgo de ser denunciados a un partido vengativo, nos veremos, ¿eh?… No haya miedo que se te aten entonces las manos. Al contrario, te las multiplicaría si en mi poder estuviese… ¿Me buscarás tú? ¿Será preciso que yo te busque? ¿Entrarás entonces furtivamente en mi casa para espiarme? ¿Golpearás en la calle a mi infeliz abuelo, con el fin de encontrar después, socolor de ampararle, un pretexto para meterte en el domicilio de un hombre de bien? Esto se averiguará… Me parece que penetro tu intención… eres astuto… Sabías que aquí se conspiraba… sabías que aquí nos reunimos en estos días algunos hombres del partido del Rey. Sin duda les viste entrar. Bien, Sr. Salvador; todas esas cuentas se arreglarán después… Hasta la vista.

Cuando Carlos salió, Jenara pasaba otra vez.

Cerraron la puerta y Monsalud se quedó solo. Los rumores de la casa sonaban a lo lejos. En su desesperación sentía transcurrir el tiempo sin darse cuenta de él, y pasaron minutos que le parecieron horas. Cualquiera que fuese el delirio de su mente y la exagerada proporción que daba a todo, ello es que pasó mucho tiempo, y un reloj cercano le iba marcando los plazos solemnes de su agonía. Imposibilitado de moverse, luchaba con extraordinaria fuerza del espíritu y del cuerpo; pero no le era posible vencer. Su sangre era una corriente de fuego: sentíala en el palpitar de las sienes, semejante al golpe de un hacha. Al fin perdió el sentido claro de las cosas.

A hora bastante avanzada creyó sentir mayor intensidad en los ruidos de la casa, el ir y venir y el precipitarse, que indican la gravedad de un enfermo y la consternación de una familia. Constantemente subía y bajaba gente por la escalera principal, que cercana de su prisión estaba. Sintió al fin gran rumor de pasos, como si subiera mucha gente a la vez, y acompañaba a este rumor el triste son de una campanilla y rezos en latín. El Viático entraba en la casa. Monsalud distinguió lejano resplandor de faroles; después de un gran silencio, sólo interrumpido por algunas voces que en lo más hondo de la casa sonaban, semejantes a los tristes ecos del coro de un convento. Luego se oyó el estrépito de los pasos, la misma campanilla, los mismos rezos. Dios salía.

No supo apreciar bien el tiempo que trascurrió después. Su pensamiento estaba fijo en la idea terrible de que después de entrar Dios en la casa, continuase la iniquidad que en su persona se cometía… La fiebre empezó a trazar sus vertiginosos y atormentadores círculos dentro del cerebro del infeliz; pero al fin, trascurrido un plazo de difícil apreciación, distinguió una claridad que parecía la de la aurora; vio claramente que la puerta se abría, que alguien entraba sin hacer ruido, más semejante a una sombra que a una persona, y por último, que unas manos blandas y frías tocaban su cuerpo.

XXIX

El Sr. de Baraona pasó muy mal la noche. El médico dijo que no saldría de la madrugada. A esta hora la claridad de sus facultades mentales le permitió hacer sus disposiciones y recibir a Dios, lo cual verificó con piedad suma y unción evangélica, que fue causa de gran emoción entre los circunstantes. Su aplanamiento fue después muy grande, y todo hacía presumir rápido desenlace. Sin embargo, hablaba el enérgico anciano todavía, y dando explicaciones del triste accidente, aseguró no conocer a ninguno de los que le maltrataron. No hacía memoria de que un extraño le había traído a su casa, y con toda firmeza aseguraba haber venido por su pie. Carlos y Jenara no se apartaban de su lado. Zugarramurdi y Oricaín, que salieron en compañía del Viático, tardaron bastante en volver.

Principiaba a lucir el día, cuando Baraona dijo:

– Tengo que hablarte, amado Carlos; tengo que decirte dos palabras. Sentiría llevármelas conmigo y no poder soltarlas… ¡pesan tanto!

Carlos y Jenara se inclinaron hacia él, a un lado y otro del lecho.

– Lo que tengo que decir – indicó el patriarca mirando a Jenara, – tú no debes oírlo. Querida nieta, sal de aquí por un momento. Carlos y yo debemos estar solos.

Jenara salió: el moribundo y Carlos quedaron solos.

– Hijo mío – dijo Baraona expresándose con dificultad, – en esta hora suprema me veo obligado a hacerte una revelación penosa. Mucho me cuesta, pero la verdad es lo primero… Hace tiempo que me has manifestado dudas y sospechas acerca de la fidelidad de tu esposa, mi querida nieta.

– Sí – repuso sombríamente Navarro.

Reinó por breve rato un silencio tal, que los dos parecían muertos.

– Sabes que yo la he defendido – añadió Baraona, – aunque al fin la fuerza de tus argumentos y la evidencia de ciertos síntomas, me han hecho dudar también, hasta que al fin…

Carlos miró al moribundo con terrible ansiedad.

– Hasta que al fin… – repitió el anciano haciendo un esfuerzo. – No puedo acusar terminantemente a mi adorada nieta; pero sí te diré que al anochecer del sábado vi a un hombre que se descolgaba al patio por el balcón del cuarto de tu mujer.

– ¡Un hombre!

– Sólo los ladrones y los amantes salen de este modo de las casas. He estado dudando si te lo revelaría o no… creo ya que en conciencia debo decírtelo… ¡Averigua… indaga! Quién sabe… quizás sea inocente…

– ¡Un hombre! – repitió Carlos ahogando un bramido.

– Un hombre vestido con el traje de la gente del pueblo… capa de grana, sombrero redondo… calzón negro… De su cara nada te puedo decir. Ya sabes que la puerta del patiecillo estaba siempre abierta; desde entonces la cerré y guardé la llave. Bajó del balcón, apoyándose en la reja. Mi primera intención fue gritar y echarle mano; pero no quise dar escándalo ni comprometer la honra de Jenara hasta no hacer averiguaciones. Bien podía ser algún enredo de la criada… Carlos, con un pie en el sepulcro, te pido que no condenes a mi pobre nieta sin oírla. Ten prudencia, calma y tino, y no seas arrebatado ni ligero. Si Jenara es inocente, pídele en nombre mío perdón de esta sospecha. Si es culpable… ¡que Dios tenga misericordia de ella!… Ahora puedes llamarla. Me parece que ya me apago… ¡Dios sea conmigo! Quiero despedirme de todos. ¿Dónde están tus buenos amigos? Jenara, Carlos, venid todos.

Carlos salió de la habitación. Bajo el fruncido ceño, sus negros ojos, despidiendo rayos, exploraban en la penumbra de la casa con feroz curiosidad. Pasó por el cuarto oscuro y miró hacia adentro. Monsalud no estaba allí. En el suelo se veían los pedazos de la cuerda y el cuchillo con que acababan de ser cortados.

Garrote dio un rugido y saltó afuera.

Deslizose por el corredor hacia el cuarto de su mujer. Entró. El balcón estaba abierto, y Jenara, asomada en él, se inclinaba hacia fuera, diciendo: «¡pronto, pronto, que puede venir!».

El rencor de Carlos era mudo porque era inmenso. Abalanzose hacia el balcón y hacia Jenara, que sintió el bronco resuello de su marido, semejante a una llamarada de volcán que le quemaba el rostro. Volviose y su grito de espanto aumentó el furor de Carlos. Este pudo ver claramente a un hombre en el momento en que se desasía de la reja del piso bajo, y envolviéndose rápidamente en su capa de grana, echaba a correr hacia la puerta.

¡Instante más breve que la palabra, acción más breve que el pensamiento!… Jenara y Carlos se miraron. En el semblante de ella brilló de súbito una serenidad profunda. El hombre que huía se detuvo un instante en la puerta del patiecillo, porque al entrar en la cerradura la llave, esta y aquella no obedecían.

– ¡Dos vueltas a la llave y tirar hacia adentro! – gritó Jenara con verdadero acento de inspiración.

La ira del esposo estalló como un trueno.

– ¡Traidora! – gritó agarrando a Jenara por un brazo y apartándola del balcón.

Su mano de hierro, tirando fuertemente del brazo y del cuerpo de la mujer, hízola dar rápida vuelta en torno suyo. Las flotantes faldas describieron, arremolinadas, un disco blanco, en cuyo centro el busto admirable de Jenara, al caer de rodillas, se alzaba con el semblante vuelto hacia el esposo, los cabellos en desorden, la mirada ardiente. De su pecho contraído y sofocado por la veloz caída, salió una voz que dijo:

– ¡Salvaje, haz de mí lo que quieras!… ¡Ya sabes que te aborrezco!

Carlos alzó con movimiento brusco a la infeliz mujer, y de nuevo la dejó caer o la impulsó contra el suelo. Una imprecación horrible sonó en la sala, y en el mismo instante sonaron también las palabras angustiosas de una criada, que súbitamente entró diciendo:

– El señor se muere.

Navarro llevó, mejor dicho, arrastró a su esposa hasta la habitación del enfermo.

Baraona respiraba con dificultad. Sus ojos, medio apagados ya, se fijaban en un Santo Cristo que frontero de la cama había. Jenara, puesta de rodillas junto al lecho y apoyada el rostro en él, ocultaba sus lágrimas. Los dos amigos de Carlos entraron en aquel instante, y con la cabeza descubierta se acercaron al moribundo. Carlos, lívido y terrible, estaba en pie, la vista fija en el suelo.

Baraona recobró de repente la energía. Una llamarada, último esfuerzo del vivir que se despedía, inflamó con fugaz esplendor su naturaleza. De los hundidos ojos brotó un rayo, y la lengua articuló palabras claras.

– Hijos míos, amigos míos – dijo dirigiéndose a todos. – Adiós; ahí os queda el mundo. Tal como hoy está, no es gran regalo… Muero en Dios, muero proclamando la justicia y la ley. Sed buenos. Hija mía querida, ama y obedece a tu esposo… Amado hijo mío, respeta y dirige a tu mujer.

 

Los sollozos de Jenara le hicieron callar un momento.

– A todos perdono – continuó poniendo la flaca mano sobre la cabeza de Jenara. – Si alguno hay con mancha de pecado, que mi perdón sea la señal de su arrepentimiento… Y vosotros, valientes amigos, y tú, noble hijo mío y de aquella tierra de Álava que no ven mis ojos en este triste momento, recibid mi bendición, recibidla todos. Valientes jóvenes, muero aborreciendo la revolución, muero abofeteado, escupido, azotado, inmolado por ella, como Jesús por los judíos. ¿Qué mayor gloria?… ¡Gracias, gracias, Dios mío!

Entusiasmo y gozo vibraban en su voz.

– Valientes jóvenes, mirad la imagen del Dios-Hombre, que está frente a mí; mirad ese cuerpo bendito puesto en la cruz. Juradme ante él que derramaréis hasta la última gota de vuestra sangre en defensa de los buenos principios, de la justicia, de la ley de Dios. Jurádmelo, si queréis que muera contento, y que mi alma angustiada se arroje libre de toda zozobra y desconsuelo en los inmensos, en los infinitos brazos de Dios.

Los tres jóvenes miraron la sagrada imagen. Estaban juntos en imponente grupo. Los tres extendieron el brazo derecho hacia la efigie, alzaron orgullosamente la cabeza, y con voz entera y solemne dijeron a un tiempo:

– ¡Lo juramos!

Los tres brazos continuaron alzados breve rato, y en el trágico grupo reinó el silencio de las grandes emociones.

Carlos dijo:

– ¡Que mi alma arda en el Infierno eternamente si no lo cumplo!

– ¡Muerte a los infames! – bramó Zugarramurdi.

– ¡Muerte! – repitió Oricaín.

Los sollozos de Jenara se confundían con los terribles juramentos.

La energía de Baraona se extinguió de improviso. Empezó a apagarse, a pestañear, a oscilar tenuemente, como brillo del ascua que va a ser tragada por las lóbregas fauces de la oscuridad.

– Júramelo otra vez – murmuró en voz queda y con los ojos cerrados, hablando desde el fondo de su agonía.

Los tres repitieron, alzando el brazo:

– ¡Lo juramos!

Al bronco sonido del juramento, los enormes cuerpos crecían. Todo tomaba proporciones enormes. Las manos del Crucifijo parecían tocar a Oriente y Occidente.

En aquel momento se oyó un rumor lejano, el resuello profundo del pueblo, que volvía a invadir el recinto de la Inquisición, gritando: «¡Viva la Libertad!».

Baraona abrió los ojos, y señalando con el dedo al punto por donde parecía venir el discorde ruido, murmuró:

– La ola de estupidez se acerca.

Después se estremeció, y cruzando las manos, exhaló un hondo suspiro. En su pecho cavernoso retumbaron estas huecas palabras como un ronquido:

– ¡Hasta la última gota de vuestra sangre!

– ¡Hasta la última! – repitió Navarro sordamente.

El mugido de Baraona se repitió más lento, más apagado, más lejano.

Parecía una voz que se alejaba de caverna en caverna, y decía:

– ¡Acabar con todos ellos!

– ¡Con todos ellos! – dijo Oricaín.

– ¡Hasta el último! – dijo Navarro.

Baraona, después de ligera convulsión, había abierto desmesuradamente los párpados, y sus pupilas, semejantes a insensibles globos de vidrio, continuaban fijas en el Santo Crucifijo con aterradora insistencia. Su alma navegaba ya por la inmensidad de las olas eternas.

El rumor de la calle se acercaba, y el solemne reposo de la estancia era turbado por este grito:

– ¡Viva el pueblo! ¡Viva la libertad!

Carlos dirigió a la calle una mirada terrible. Mientras Jenara cerraba los ojos de su abuelo, los tres jóvenes juntaron espontánea e instintivamente sus manos, y alzando con insolente soberbia la cabeza, gritaron:

– ¡Viva el Rey! ¡Viva la religión!

FIN