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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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– Eso lo sé por un amigo llegado ayer.

– Mientras más hablo contigo, más me alegro de renovar nuestra antigua amistad – le dije cariñosamente y con franqueza. – Creo que entre los dos podremos hacer algo de provecho. Sigamos nuestras relaciones… escríbeme… Quiero saber día por día cómo va nuestra querida revolución… porque yo, Salvador, soy todo tuyo.

– Entusiasmado estás. Veremos si dentro de algún tiempo dices lo mismo – me contestó deteniéndose.

Habíamos llegado a la Puerta del Sol y junto al café de Levante.

– ¿Es hora ya de que nos separemos? – le pregunté.

– Sí; te ruego que no me acompañes más. Ahora necesito estar solo.

– ¿Y no puedo seguir en tu agradabilísima compañía hasta el momento en que te pongas en camino?

– No, querido Pipaón. Ahora deseo quedarme solo. Unos amigos me esperan aquí. Tengo que arreglar mi viaje. Con que…

– ¡Pues adiós, ilustre y heroico joven! – le dije abrazándole. – ¡Cuántas cosas han pasado desde que te apareciste en mi casa! ¡Qué nuevo mundo de ideas! Entre morir y resucitar no hay tanta diferencia. ¡Si me parece que he vuelto a nacer!… Soy otro, Salvador.

– Falta que seas consecuente, que comprendas bien la gravedad de tu misión ahora.

– Tomándote por modelo, mi querido amigo, no me equivocaré… ¡Venga otro abrazo… otro! Si no me canso de abrazarte. Que vuelvas pronto y nos traigas la revolución. ¡Oh!, ¡la revolución!…

– Adiós…

– Soy todo tuyo… todo tuyo y de la libertad. Adiós.

Nos separamos. Yo corrí a mi casa. El frío de la madrugada, azotándome el rostro, obligábame a marchar velozmente como un ladrón que huye o un amante que acude a la cita.

Gran asombro me causó hallar a Jenara levantada. Su palidez indicaba doloroso insomnio. Tenía en los ojos un exceso de atención y de vida, semejante a los primeros síntomas del delirio mental.

– ¿Cómo es eso?… ¿En pie a estas horas? – le dije.

– Gusto de madrugar – me respondió, señalando las ventanas, por donde entraban las primeras luces del día. – Vea usted. Ya amanece.

– ¡Ah!, señora – exclamé compungidamente. – Vengo de cumplir el más penoso de los deberes… ¡Terrible trance que ha llenado de angustia mi corazón!… pero en fin, el deber es lo primero.

– ¿De qué habla usted?

– ¡Y me lo pregunta! ¡Y se hace la ignorante!… Pues qué, ¿necesito decir que ese miserable enemigo nuestro se halla en poder de la justicia, que bien pronto, ¡oh dolorosa y tristísima idea!, le hará expiar sus nefandos delitos?

– ¿El que estaba aquí?… – preguntó, venciendo su perplejidad.

– Pero, Jenara, ¿es posible que no haya comprendido usted mi intención y el gran celo con que esta noche la he servido?

– ¿A mí?

– ¡A usted! Francamente, amiga mía, sólo por usted, sólo por el gran amor que profeso a su familia, he podido yo acometer la penosa empresa de esta noche… Le aseguro que mi corazón está destrozado.

– Nada comprendo. Sólo sé que, después de charlar en confianza, salieron ustedes juntos.

– ¿Y lo demás, es preciso decirlo letra por letra?… ¡Qué tonta es la niña!… ¿Pues no se comprende que si salí con él fue para llevarlo astutamente y con sutil engaño a un punto donde no pudiera hacer ninguna resistencia?…

– ¡Para prenderle! – exclamó con asombro.

– Pues es claro… ¡Y se asombra!… ¿Pues no era este el gran empeño de usted?… El infeliz, al escapar de la emboscada que le prepararon en su casa, creyó encontrar refugio y amparo en la mía; pero se la he pegado bien… Fingiendo conducirle a paraje seguro, le puse entre los dientes del dragón. Con que, señora mía, los vivos deseos de usted están satisfechos. ¿Me he portado bien?

– De modo, que fingiéndose amigo…

– Eso es, fingiendo que le protegía, le entregué a los sayones de don Buenaventura, que darán cuenta de él.

– ¡Qué felonía! – exclamó con arranque tan espontáneo que me desconcerté.

Después, tratando de reponerse, me dijo:

– Pero más vale así, para que no se pierda mi trabajo.

– ¡Ah!, lo que es esta vez subirá al cadalso, estoy seguro de ello… Pero noto en el semblante de usted síntomas de lástima, Jenara.

Y era verdad que los notaba.

– Justicia y generosidad no se excluyen – me respondió. – Ya he dicho que detesto al delincuente, pero que compadezco al encausado.

– Estoy notando que en el espíritu de usted se encadenan de una manera misteriosa el odio y la compasión – le dije. – De tal manera las pasiones humanas, originándose las unas a las otras, llevan el alma a extremos lamentables.

– ¿Dice usted que ahora no escapará?

– Pero, ¿no sabe usted que el marqués de M*** está en el ministerio? Con esto se ha dicho todo. Lo ahorcarán sin remedio, y pronto, muy pronto. Ya se acabó la impunidad de los agitadores y jacobinos. Por cierto, Jenarita, que usted y yo nos hemos lucido. ¡Qué gran servicio hemos prestado a la patria! Lástima grande que no siguiera usted descubriendo criminales y yo echándoles el guante.

Dirigiome una mirada rencorosa. Arrojándose en un sillón, apoyaba su frente en la palma de la mano.

– Cuando se pasa la noche sin dormir – dijo, – la cabeza es de plomo.

– ¡Noche de emociones! – indiqué. – Yo sí que las he tenido buenas. Figúrese usted… ¡Tener que vender a un hombre de quien uno ha sido amigo!… ¡Entregarle a la justicia!… ¡Engañarle!… ¡es horrible!… Y todo lo he hecho por usted, Jenara, por complacerla, por dejar satisfechas esas violentas pasiones de la mujer más caprichosa de la tierra.

– Mi abuelo dice que ya no ahorcan a nadie – indicó, fijando en mí sus ojos que pedían no sé qué desconocida misericordia.

– ¿Se inclina usted a la generosidad? ¿Venimos ahora con blanduras? Las mujeres… nunca se sabe lo que quieren.

– No… dejémonos de generosidades humillantes.

– Eso es… palo en él… duro. Sea usted como yo, inexorable.

– Sí – dijo Jenara, levantándose y mostrándome su rostro teñido súbitamente de apasionados fulgores. – Sí, la palabra de estos tiempos, el lema de mi familia debe ser: ¡castigo!

– ¡Castigo! Sí. ¡Qué bien he interpretado el deseo de usted!

– Mi deseo es… ¡que muera!

Descargó la trágica mano en el aire, y su hermoso semblante lleno de luz, de majestad, de inexplicable imán de amores, se entenebreció con el ceño propio de una divinidad ofendida y vengadora.

Al mismo tiempo sonaron voces en la puerta de la casa.

– ¡Mi marido! – gritó la dama.

Después de breve pausa de confusión y estupor, Jenara corrió al encuentro de Carlos Navarro, que acababa de llegar en compañía de dos amigos, dos guerrilleros barbudos, dos salvajes de voz dura y miradas terribles y cuerpos y voluntades de acero.

Un instante después de su llegada, yo me colgaba al cuello de Carlos Garrote y estrechándole ardorosamente hasta sofocarle, le decía con voz conmovida:

– Bien venido sea, bien venido sea el insigne guerrero… ¡Gracias a Dios!… No podía usted venir más a tiempo. ¡Parece que le envía el cielo, ahora que levanta por todas partes su cabeza la hidra revolucionaria; ahora que bullen las infames sociedades secretas y está Madrid plagado de miserables conspiradores y masones, los cuales con horrible alevosía tratan de hacer una revolución… ¡oportunidad admirable!

– ¿Revolución? Lo veremos – dijo con acrimonia Carlos, correspondiendo afectuosamente a mis demostraciones.

XIX

Carlos Navarro, al día siguiente de su llegada, me notificó que su familia abandonaba mi casa. Además de que no parecía de su agrado aquella residencia, las habitaciones no eran suficientes para cinco personas, pues Navarro no quería separarse de sus dos amigos. Alquiló, pues, una hermosa casa amueblada con lujo en la solitaria calle de Sal si puedes, hermosa vivienda, perteneciente a un grande que viajaba por el extranjero. Carlos era hombre rico y nada tacaño en el gasto y brillo de su persona: así es que, extinguido el imperio del avariento Baraona, púsose la familia en un pie de opulencia que eclipsó mi decorosa medianía. Tenían casa hermosa, aunque pequeña, varios criados y cuadras y cocheras, anejas al edificio. No sé si he dicho que Garrote era coronel de ejército, merced al reconocimiento de grados que se hizo a los guerrilleros; y si él hubiera sido pedigüeño como otros, habría obtenido la faja.

Como vivíamos tan cerca, casi todos los días me tenían allá. Baraona, que cada vez se inclinaba más a la tierra, no podía pasar sin mis noticias ni sin mi atención, cuando soltaba la sin hueso en pro del régimen absoluto. Carlos se preocupaba mucho también de política.

Jenara me parecía más taciturna después de la llegada de su esposo; y si he de decir verdad, yo no advertía entre uno y otro aquellas señales de mutuo afecto, de amable cortesía que indican perfecta paz y concordia en un matrimonio. Jenara y Carlos se hablaban poco y con frialdad. Nunca reñían; pero manteníanse a cierta distancia el uno del otro, más bien como conocidos indiferentes que como esposos. Noté en él no sé qué desconfianza vigilante, y en ella cierta reserva ocultadora. Por algunas palabras y acciones de Carlos comprendí que acechaba. Por el silencio y la conducta de Jenara comprendí que temía…

Yo no sabía a qué atribuir tales fenómenos, que habían empezado a notarse desde que se verificó el matrimonio, aunque no tomaron carácter alarmante hasta la época a que me refiero. ¿Provenían de una profunda disconformidad entre sus caracteres? Bien podía ser, porque Carlos, hombre de corazón recto, era muy rudo y al mismo tiempo sencillo, sin delicadezas, enemigo acérrimo de novedades dentro y fuera de la casa, muy reservado, ardiente, profundo, áspero y de una constancia y perdurabilidad enorme en sus sentimientos y afecciones. Jenara, a quien yo no conocía bien aún, pareciome que estaba fundida en moldes muy distintos.

Un día fui, como de costumbre, a charlar con Carlos de política. No necesito decir que yo disimulaba perfectamente mi complicidad revolucionaria, pues si aquella gente tan fanática hubiera conocido mis veleidades, no lo pasara bien este desgraciado. Los Baraonas y los Garrotes, procedentes de lo más duro de las formidables canteras vascongadas, eran gentes con las cuales no se podía jugar en materia de ideas políticas. Después que hablamos un poco los cuatro, salieron a paseo Jenara y su abuelo, y cuando Carlos y yo nos quedamos solos, aquel mostró deseo de hablarme de un asunto extraño a las conspiraciones.

 

– Pipaón – me dijo. – Va usted a tener conmigo tanta franqueza como si fuéramos hermanos. Se me figura que usted sabe algo que me interesa y que no me quiere confiar, algo que, según su entender de usted, no debe decirme.

– No, Sr. D. Carlos mío; nada sé yo referente a usted que al punto no pueda decir.

– Usted habrá notado que mi mujer no me hace feliz – dijo, expresándose con cierta dificultad, como quien no encuentra la palabra propia, – quiero decir… pues… quiero decir que no soy completamente feliz con mi esposa.

– Sr. D. Carlos, me parecía haber notado eso.

– Sin duda mi carácter es muy opuesto al suyo. Sin duda ella tiene la cabeza llena de proyectos estupendos y su alma toda entregada a ilusiones locas. Yo vivo en la tierra, soy rutinario, pacífico, me gusta la vida ordinaria que se va deslizando tranquila por la suave pendiente de los fáciles deberes fácilmente cumplidos; ella es un alma de dificultades… no sé si me expreso bien… quiero decir que Jenara no puede vivir sino donde hay tumulto y algún monstruo con quien luchar.

– Ahora lo entiendo menos,

– Quiero decir que Jenara tiene en su alma un laberinto.

– ¿Un laberinto?

– Una batalla constante con sombras, con fantasmas, con cosas grandes y enormes que atropelladamente se levantan dentro de ella y la llaman y le arrojan piedras como montañas…

– ¡Ah! Sr. D. Carlos, juro a usted que no entiendo una palabra.

– Pues yo sí lo entiendo – repuso con tristeza. – Esto que hablo, ella misma me lo ha dicho. Me lo dijo a poco que nos casamos. ¡Ah! Sr. de Pipaón, yo no debí casarme con Jenara. Ella pudo ser franca también y no casarse conmigo; debió buscar su igual, y su igual no soy yo.

– Aprensiones, mi Sr. D. Carlos.

– Realidades, mi Sr. D. Juan. El resumen de todo es que yo amo extraordinariamente a mi mujer, porque soy más pequeño que ella, y que mi mujer no me quiere a mí, porque es más grande que yo. Lo grande desprecia siempre a lo pequeño; es ley eterna. ¡Oh! Dios mío, ¡cuán difícil es resolver la cuestión de tamaño en las almas!

– Creo que usted se deja llevar de presunciones falsas, de cavilaciones…

– No, todo es realidad, realidad – dijo Carlos con el aplomo que da una convicción profunda. – Mi mujer no me ama. Si en esto no hubiese más que un simple asunto de amores, me callaría; sí, padeciendo, me callaría; dejaría correr la enorme rueda de molino que da vueltas sobre mi corazón y lo tritura… pero esto es también una cuestión de honor.

– De honor…

– ¡Sí, porque Jenara no es mi querida, es mi esposa! – exclamó sombríamente, clavando en mí el rayo de sus negros ojos. – Es mi esposa, y si mi esposa (entienda usted bien que es mi esposa, unida a mí por lazo indisoluble), olvidase sus deberes y me fuese infiel…

Al decir esto, Carlos me había agarrado el brazo, y con su fuerza hercúlea me lo estrujaba sin piedad, y se ponía pálido y echaba el globo de los ojos fuera del casco, y tenía una expresión de ferocidad que me dejó helado. Acabó la frase, dijo:

– Si me fuera infiel… ¿Ha visto usted matar a un pájaro? ¡Pues lo mismo la mataría!

– Perdone usted, Sr. D. Carlos – dije con mucha congoja; – pero mi brazo… este brazo que usted quiere convertir en polvo, no ha sido infiel a nadie, y…

Garrote me soltó.

– Lo que quiero, Sr. de Pipaón – añadió, – es que usted me diga todo lo que sabe.

– Yo no sé nada.

– Durante mi ausencia, Jenara ha vivido en su casa de usted.

Como las miradas de Carlos despedían saña y rencor, pensé si tendría celos de mí; absurda idea que a nadie podía ocurrírsele. Yo me distinguía por mi fealdad, y carecía de cualidades propias para agradar a mujeres como Jenara. Era imposible que Carlos tuviese tal sospecha.

– Mientras usted ha estado fuera, la conducta de Jenara ha sido ejemplarísima – le dije.

– ¡Mentira!, ¡mentira! – exclamó, sacudiendo la cabeza, que en aquel instante me parecía una hermosa cabeza de león. – Si usted me oculta la verdad, sospecharé…

– ¿De mí?

– Oiga usted – dijo con misterio, frunciendo el torvo ceño. – A fuerza de dinero, yo he hecho confesar a una Doña Fe que sirvió en la otra casa. Me ha dicho que mi mujer salía algunas veces a altas horas de la noche; me ha dicho que se estaba días enteros fuera; que andaba a la pista de un hombre; que hacía averiguaciones para saber su paradero, gastando mucho dinero; que algunas veces salía, no volviendo hasta el día siguiente, siempre en compañía de Paquita, esa criada infame a quien separé de su lado cuando llegué.

Al oír esto, no pude contener la risa. Carlos, al verme reír, se enfureció más.

– Calma, mucha calma, amigo mío – le dije. – Si no tiene usted otros motivos de disgusto… Afortunadamente estoy enterado de eso, y disiparé tales sospechas.

– Ya… me dirá usted que mi mujer salía de casa para ocuparse en cosas de caridad, para repartir limosnas. Aunque torpe, ya conozco el estribillo.

– Nada de eso. Jenara andaba a la pista de un hombre, de un criminal, Sr. D. Carlos, de un conspirador. ¿Apostamos a que no lo cree?… ¿apostamos a que lo toma usted a risa?…

– Sr. de Pipaón, mi mujer no es alguacil.

– Sr. D. Carlos, su mujer de usted lo es.

En breves palabras le conté lo ocurrido, empezando por el encuentro de Jenara con Salvador Monsalud en la Iglesia del Rosario. Después referí el empeño febril que había mostrado porque le cogiese la policía, y por último sus afanosas pesquisas, tanto más enérgicas cuanto más impropias de una mujer. Carlos me oyó atentamente. Parecía muy asombrado de mi relato; pero no estaba tranquilo.

– ¿Le parece a usted inverosímil lo que ha hecho Jenara? – le dije.

– No me parece inverosímil – repuso. – Eso puede caber en su carácter. Una extravagancia, que en otra sería increíble, es en ella natural.

– Entonces, ya se han disipado las dudas.

– No señor; al contrario.

– ¿No cree usted lo que he dicho?

– Lo creo: a quien no creo es a ella; es decir, tengo la convicción de que mi mujer le engañó a usted haciéndole creer toda esa comedia de Salvador Monsalud y la conspiración y los alguaciles. El infame jurado no ha intervenido para nada en este asunto. ¡Farsa, pura farsa!

– Yo tengo pruebas de que Jenara no me engaña.

– ¡Farsa, pura farsa!

Traté de convencerle, refiriéndole la frustrada captura de su enemigo y dándole datos y razones de gran peso; pero no era posible vencer la tenacidad de aquel pensamiento, al cual se adaptaban las ideas con invencible cohesión. Era vascongado.

– El ingenio de Jenara – dijo sombríamente, – es inagotable. Dios le ha dado la filosofía suprema del engaño, la luz divina del disimulo. Penetrar su pensamiento es obra superior a la perspicacia de los hombres. Tiene las insondables argucias del Demonio debajo de la sonrisa de los ángeles. Sólo Dios puede saber lo que hay bajo el azul de sus ojos. El azul de los cielos, ¿no es una mentira?, pues el mirar de ella es una inmensidad de embustes.

Una idea acudió veloz a mi mente, y aunque atrevida, no vacilé en manifestarla, diciendo:

– Oiga usted lo que se me ocurre, amigo mío. Quizás sea esto un absurdo; pero ya que los dos tratamos de encontrar la verdad…

– Venga.

– Si Jenara, según la idea de usted, nos engaña a los dos; si es evidente que Jenara ama a algún hombre que no es su esposo (lo cual, sea dicho entre paréntesis, yo no creo); en fin, si tiene usted razón a atribuir a desvío la conducta de su esposa, es preciso creer que el hombre por quien olvida sus deberes es el mismo Salvador Monsalud, a quien aparentaba perseguir. La lógica es lógica, amigo.

Carlos Navarro me miró… no sabré decir cómo… con mirada más llena de desprecio que de rencor, con una especie de lástima iracunda. Alargó su mano hacia mí, como si me quisiera abofetear: después hizo un gesto de señor que despide a un vil esclavo. Más que hablarme parecía escupirme, cuando me dijo estas palabras:

– ¿Qué está usted hablando?… ¡Asquerosa idea! Mi mujer, señor de Pipaón, podrá ser criminal, pero no degradada. En el corazón de Jenara cabrá la perversidad, pero no la bajeza. El sujeto a quien usted acaba de nombrar no puede nunca ser mirado por ella sino como un despreciable ser, más digno de compasión que de odio. Hay cosas que están fuera del orden natural. Por Dios, buscando la verdad, no caigamos en ridículos absurdos. No soltemos lo verosímil que ya tenemos, para agarrar en las tinieblas lo imposible.

– Pues entonces, Sr. D. Carlos – dije campechanamente, – fuera sospechas; fuera dudas ridículas.

– Si algo hay claro en los sentimiento de mi mujer – añadió Navarro en tono misterioso; – si hay algo que salga a la superficie y aparezca con luz y forma precisa en medio de las oscuridades espantosas de su carácter, es el odio y la antipatía profunda que le inspira el hombre envilecido con quien tuve la desgracia de batirme hace bastantes años. Dios quiso que su diabólica mano me hiriera… Dios lo quiso, sin duda para abatir mi orgullo… Era en tiempo de la guerra; yo era entonces muy orgulloso. Debí despreciar a Salvador Monsalud… Por no despreciarle me castigó Dios. ¿Usted no le conoce? Traición, perjurio, cobardía, desvergüenza, jacobinismo; haga usted un amasijo de todo eso y tendrá a nuestro paisano. Usted no ha logrado penetrar mis ideas; usted no comprende los grandes temores y recelos que me atormentan. Jenara, a quien adoro, amará, ama sin duda a un hombre superior, muy superior a mí, a un hombre que sepa responder con la grandeza de su entendimiento a la grandeza de las pasiones de ella; Jenara no se mide con los insectos que andan escarbando la tierra. El día en que ella quiera perderse, no se arrojara a un charco inmundo, sino al mar inmenso… ¿Cree usted que no lo conozco? Sí, y el conocerlo y conocer mi pequeñez es lo que me contrista, porque ha de saber usted que yo soy un bruto.

Dijo soy un bruto con tanta sencillez y aflicción como decía Otelo soy negro. Una pena profunda se pintaba en su semblante, enterneciendo la ruda voz del bravo guerrillero.

– Soy un bruto – añadió, – soy cualquier cosa, un hombre adocenado, un ignorante, un palurdo, un soldadote, y me he casado con una princesa, con una maga, con una sibila. Usted no ha visto de cerca a Jenara como la he visto yo; usted no la conoce. En el fondo de la intimidad es donde se ven estas cosas y donde se compara bien. Yo vivo en la vida ordinaria, quiero traer a mi esposa a mi lado, y cuando alzo los ojos la veo alargando la mano para coger las estrellas. Yo no puedo ofrecerle sino un puñado de este barro grosero y ramplón con que los vulgares amasamos la existencia; ella huye de mí sin dignarse mirarme.

– Preocupación.

– ¡Realidad, realidad! – continuó, cruzando los brazos y hundiendo la cabeza. – Estoy convencido, convencidísimo.

– ¿De qué?

– De que Jenara tiene para mí un sentimiento peor que el odio, la indiferencia. El corazón y los pensamientos de mi mujer pertenecen a otro.

– Pero ¿a quién?

– No lo sé; pero pertenecen a otro. Mi mujer ama a alguien. Lo veo, lo sé, lo conozco en su silencio, en su frialdad, en su inquietud cuando está inquieta, en su tranquilidad cuando está tranquila; lo conozco hasta en su manera de abrir los ojos cuando despierta. Hay otro hombre, otro hombre – añadió con ferocidad; – le siento, le respiro en el aire. Los ojos de mi mujer tienen la terrible luz de la infidelidad; están hablando siempre con alguien. Si miran algún objeto, aquel objeto parece que me mira a mí y me dice: ¡Carlos, alerta!… ¡Jenara está enamorada!

– Pero ¿de quién?

– ¡De quién!… ¡De quién! – exclamó, remedándome con grotesca ira. – ¿Faltan en la tierra hombres? Descuide usted… el que mi mujer ame no será un cualquiera; será lo que es ella, un portento; pero… tan mortal es el cuerpo de un sabio como el de un imbécil… Yo le veo, le siento… por ahí ha de andar – añadió con febril exaltación. – Tendrá todo lo que yo no tengo; cualidades eminentes, nobleza de ideas, aparato de sabiduría y de hermosura; pero no, no, ¡no tendrá un corazón como el mío!

– ¡Calma, Sr. D. Carlos! – dije yo. – Es un capricho, un delirio pensar en semejante cosa!

 

– ¡Realidad, realidad! – contestó apartando bruscamente mi mano que alargué para tocar su hombro. – Me confirman esas salidas nocturnas de mi mujer, esa supuesta persecución de un criminal, de quien ella no puede en realidad ocuparse más que para despreciarle, porque es indigno de que ella le persiga… ¡Ah!, la conozco bien; Jenara será criminal, pero nunca tendrá mal gusto. Ella no hace papeles indignos, ella no es capaz de emplearse en un vil espionaje… ¿y por quién?, ¿y contra quién?, contra quien deshonraría la mano del último esbirro. No, Pipaón, eso no puede ser. Pretexto y nada más que pretexto; un artificio con el cual ha logrado engañarle a usted; pero no a mí… no a mí, que lo veo todo. Los ojos de los celosos son muy singulares. Así como los del gato ven en la oscuridad, así los del celoso ven en el disimulo. En el fondo de la intimidad, amigo mío, es donde todo se entiende y se descubre. Los breves diálogos que apenas se oyen, las preguntas no contestadas, los ojos que se cierran para ver mejor lo que tienen dentro, las respuestas que no vienen al caso, la frialdad de estudiadas caricias, este es el gran libro, lo demás es error. El ofendido es quien sabe leer en él; usted, que tiene tanto talento, hará mil argumentaciones sabias para quitarme esto de la cabeza; pero yo, que soy un bruto, sé más que usted ahora, y de mi cerebro no se desclavará jamás este letrero. Al contrario, yo me lo clavo más cada día con mis propias manos, y si estas letras de fuego dejaran de quemarme un solo momento, lo tendría por una deshonra… y nada más, sino que es lo mismo que yo digo, ¿entiende usted?… y si me contradijeran mucho, sospecharía que no se me trata con lealtad, ¿entiende usted?… y ya que se me quiere ocultar la verdad, como se oculta la desgracia a las almas cobardes, no me vengan con sutilezas y palabras bonitas y razones absurdas, ¿entiende usted?

– Entiendo, sí señor – repuse, sin saber cómo suavizaría la violencia creciente de mi enojado amigo. – Pero insisto en lo dicho. Mientras no tengamos un hecho concreto, todo es presunción.

– ¡Realidad, realidad! – repitió el guerrillero.

Sus palabras eran tan enérgicas, que cuando movía la mano acentuándolas, parecía que iba a escupirlas. Yo deseaba variar de conversación. Decía alguna palabra de política; pero Garrote volvía a su tema. Por último, libráronme de tal tormento Baraona y Jenara, regresando de su paseo. Carlos, al ver a su mujer pareció más excitado, más inquieto, más violento.

– Tengo que hablarte – dijo a Jenara.

Baraona se había retirado a descansar. Despedime yo, y al ver la palidez y alteración de las facciones de Jenara, no pude menos de decirme al salir:

– Ahí me las den todas.