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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XXIII

La historia contada por Domiciana con acento tan firme que parecía el de la propia Clío, produjo en el cerebro de Lucila efectos muy extraños, pues si tales hechos encontraban en él como una nube de incredulidad sistemática que los empañaba y obscurecía, de los mismos hechos brotaban rayos de verosimilitud que esclarecían lentamente los espacios de aquella nube. ¿Era mentira que parecía verdad, o una de esas verdades que se adornan con las galas del arte de la mentira verosímil?

– ¿Y por qué – preguntó Lucila con viveza ruda, – por qué al saber que Tomín estaba libre, no fuiste a decírmelo?

– Porque me aterraba el tener que darte una mala noticia – dijo Domiciana parando el golpe con gran destreza. – Lo era la de aquella libertad, que tuve por una nueva esclavitud. Decirte que Tomín estaba en poder de la Socobio era como decirte: «despídete de él por mucho tiempo».

– Por algún tiempo, quieres decir.

– Claro: terminado el secuestro, Tomín volverá a ser tuyo.

– ¿Has dicho que esa Eufrasia conspira por Narváez?

– Por Narváez y Sartorius. El Gobierno la teme; mas no puede nada con ella, porque se ha hecho uña y carne de la Reina, y es su confidente y amiga. Se trata de combatir y anular esta influencia, expulsando para siempre de la Cámara Real a la Socobio; en ello trabaja la persona que más influye en el ánimo de Isabel… ya puedes figurarte de quién hablo…

– ¿Y qué importa que la Socobio sea o deje de ser amiga de la Reina?

– Esas amistades torcerán más el arbolito, que bastante torcido está ya.

– No será la Eufrasia peor que otras, peor que tú. Dijo la sartén al cazo… Palaciegas de este bando y del otro, damas santurronas, damas casquivanas, monjas aseñoradas, y señoras afrailadas, todas son unas, y todas tuercen el árbol, porque torciéndolo, se suben a él para coger fruta… ¡Valiente ganado estáis!… Pero en fin, dejando eso, que no me importa, ¿sostienes lo que has dicho?… ¿que la Socobio hizo escamoteo y se llevó a Tomín…? ¿No temes que yo hable con esa señora, y que ella me diga que la escamoteadora has sido tú?

– Si hablas con ella, no te dirá una palabra, y te mandará a paseo. Es gran diplomática. ¿Crees que una persona tan lista se franquea con el primero que llega? ¿Quieres probarlo? Nada más fácil: en Aranjuez la encontrarás. Ya sabes que allá se ha ido la Corte hace tres días. Ahora tienes ferrocarril. Por catorce reales puedes ir en segunda… Dos horas menos minutos.

– ¿Y cómo es que estando la Corte de jornada, aquí se queda Doña Victorina, y tú con ella?

– Porque Doña Victorina sigue mal de salud, y no le convienen las humedades del Real Sitio… Y hay otra razón: mi amiga y yo somos un cuerpo de ejército destinado a ocupar esta plaza y a vigilar en ella los movimientos del enemigo. Tememos… para que veas si te confío cosas delicadas… tememos que los narvaístas nos ganen el corazón de la Madre… Lucila, ya sabes que estos secretos quedan entre nosotras.

– Si el poder de la Madre es tan grande, porque con su misticismo y sus llaguitas hace creer que es enviada del Cielo, ¿qué teméis de una disoluta como la Socobio, que ni tiene llagas, ni habla con el Espíritu Santo?

– Se la teme porque es otra especie de santa, o por lo menos sacerdotisa de un santo que no está en el Almanaque, de un santo que siempre tuvo, tiene y tendrá tantos devotos como personas hay en el mundo…

– El Amor. ¡A quién se lo cuentas!

– Y dentro de ese culto infame, gentil, la Socobio es al modo de gran teóloga o Santo Padre, al modo de profetisa, definidora y taumaturga… y también tiene sus llagas o cosa parecida para imponer veneración… Se entiende con el dios de esta baja idolatría, y trae recados de él para las criaturas…

– Domiciana – dijo Lucila gozosa de ver a su amiga en aquel terreno, – confiésame la verdad y todo te lo perdono. Confiésame que tú también eres un poco, o un mucho, sacerdotisa de ese dios de los gentiles, que tú también a la calladita adoras al ídolo… porque eres mujer…

– Yo no. Ya sabes que no siento en mí esa devoción – dijo la exclaustrada metiéndose en su concha. – Yo abomino de tales dioses gentílicos… He hablado de ello por explicarte la influencia de la Socobio sobre una mujer joven, linda, y por poderosa caprichosa, y por buena fácil a la maldad… O hemos de poder poco, o apartaremos a Eufrasia del Trono…

– Del Trono y el Altar: dilo como lo decís en los papeles públicos… Déjate de hipocresías, y ya que hablas de eso, habla con claridad. Tú y tu bando no miráis a que nuestra Reina sea buena, sino a que seáis vosotras las únicas que le suministren sus diversiones. Así la tenéis más cogida. Entre visiones celestiales por un lado y terrenales por otro, no se os puede escapar.

– Hija, no hables así de nosotras, que tiramos siempre a la virtud y la honradez… Pero equivocándote, lo que has dicho revela talento.

– Esto que llamas talento, no lo es, Domiciana. Lo que yo sé, el corazón me lo enseña… Pues te digo que me alegraré mucho de que con toda vuestra virtud seáis derrotadas por la Socobio, por esa gentil, por esa idólatra…

– ¡Ah! no creas que estamos tranquilas – dijo Domiciana, tirando siempre a ganarse la voluntad de Lucila y a desarmarla con las confidencias verdaderas o falsas. – Esa maldita manchega es de la piel del diablo. Hace meses, y cuando más descuidados estábamos, nos dio una paliza tremenda… Llamamos paliza a la derrota que sufrimos en un asunto que creímos de los de clavo pasado; tan fácil nos parecía resolverlo a gusto de la Madre. Pues verás: Vacó la Comisaría General de Cruzada, que es plaza muy lucida, enorme golosina de clérigos; el Gobierno quería meter al poeta D. Juan Nicasio; la Madre hipaba por el Padre Batanero, que a sus muchos títulos unía el de haber sido carlistón. Los moderados presentaron a D. Manuel López Santaella, arcediano de Cuenca. De nada nos valió el tocar con tiempo todas las teclas, porque esa perra se nos anticipó a mover los títeres de Roma, donde su marido tiene relaciones y gran amaño por el negocio de Preces; y nada… que nos ganó la partida, y quedaron satisfechos Narváez y Sartorius, y nosotras burladas… Para que la Madre no chillara, le dieron dedada de miel presentando al Capuchino Fray Fermín de Alcaraz, el diablo de marras, para la mitra de Cuenca… Ahí tienes un triunfo del sacerdocio gentil sobre este otro sacerdocio de ley. Eufrasia se quedó riendo, y Santaella pescó la Comisaría. ¿Tienes noticia del famoso pasquín? Por cierto que cavilando en quién podría ser autor de aquella chuscada, di en sospechar de Centurión, y tanto hice y tanto le estreché que al fin me confesó que él puso al pie de la estatua de Isabel, en la plaza del mismo nombre, el letrerito de que tanto se habló en Madrid: Ni Santo él, ni Santa ella.

A este punto, ya Domiciana estaba vestida. Pero no quería partir sin ver a su cara enemiga en completo desarme físico y moral. Sus confidencias eran el plateado que a las píldoras ponía para que no amargasen, y en las píldoras se mezclaban substancia de verdad y la mentirosa substancia fina que usan los diplomáticos en las relaciones internacionales. Verídico era mucho de lo que dijo referente a Eufrasia, y sobre el sólido fundamento de estos hechos, asentó con gran maestría el artificio del rapto del Capitán por la Socobio. Quedose Lucila meditabunda, arrastrando sus miradas por el suelo y por las rayas de la estera frente a la silla baja en que se sentaba. Interrogada por la cerera sobre la causa de tan hondo meditar, dijo la guapa moza: «Me estoy devanando los sesos para recordar qué persona conozco yo, o debo conocer, que es muy íntima de esa señora Doña Eufrasia. Fue mi padre, cuando andábamos locos en busca del empleo, quien me nombró a tal persona, y dijo: ‘no hay aldaba como esa, si se acordara de nosotros y quisiera servirnos…’»

– ¿Persona de la intimidad de…? No puede ser otra que el Marqués de Beramendi.

– Ese… ese mismo señor. Yo le conocí en Atienza, cuando todavía no era Marqués… A mi padre encontró un día en la calle, en Madrid, no sé cuándo, meses ha, y le preguntó por mí. Yo… si le veo, no le conozco, no me acuerdo…

– Pues si has pensado que ese señor podría servirte para entrar en amistad con Eufrasia, no sabes lo que te pescas. No es hoy íntimo de ella: lo fue… Hace tiempo le atacaron unas melancolías que parecían principio de locura. Su mujer tomó la resolución de sacarle de Madrid, y a Italia se fueron él y ella con el niño que tienen. Sé todo esto por los suegros de Beramendi, los señores de Emparán, que a menudo visitan a Doña Victorina… Pues en Italia se estuvieron todo el año pasado y largos meses de este. No hace mucho que han vuelto, y no sé que el Marquesito haya pegado otra vez la hebra con la Socobio… Dices que tu padre le encontró y habló con él… Fue sin duda antes del viaje a Italia, si no fue el mes pasado.

– No, no: debió de ser antes del viaje… Por lo que mi padre me dijo, el nombre de ese caballero se relaciona en mi cabeza con el de Doña Eufrasia, que hoy es Marquesa.

– De Villares de Tajo… Si dudas de mí, vete a ver a esa señora. Puede que se confiese contigo; yo lo dudo mucho… pero quién sabe. Esa lagarta no entrega sus secretos al primero que llega.

– Naturalmente – dijo Lucila, que en aquel instante recobró todo su candor, – si sabe que Tomín me quiere, y tiene que saberlo, porque él mismo se lo habrá dicho, me recibirá con una piedra en cada mano».

Aprovechando aquel estado de inocencia, soltó Domiciana la mentira final, la que había de ser cúspide y remate del gallardo artificio que había levantado. No creyó prudente emplear la última pieza de su grande obra hasta que llegase el oportuno momento. Este llegó. Dijo la señora: «Para concluir, Lucila, para que te convenzas de que debes dar por concluso ese negocio, sabrás que la Socobio no ha hecho lo que ha hecho por adorar al Capitán en sus propios altares, sino que lo ha llevado como en holocausto, fíjate bien, a otro altar de más altura, donde oficia el Supremo Sacerdocio de esos dioses gentílicos… ¿No lo entiendes? ¿Quieres que te lo diga más claro?»

 

– Sí lo entiendo. Mas para que yo crea eso, que parece cuento de brujas, dime dónde está Tomín, dónde le tienen guardado para esos holocaustos malditos…

– ¡Vete a saber…! – rezongó la cerera un tanto desconcertada. – Guardado lo tendrán como lo tuviste tú.

– Según eso, sigue condenado a muerte.

– Claro. Boba, el indulto vendrá después, cuando ya la devoción gentil se acabe por cansancio, o por cualquier motivo, y entonces le verás restituido a su jerarquía, Comandante, pronto Coronel… y caminito de General. Hay casos, Lucila… ¿Pero aún dudas?

– Sí, siempre dudo… pero no te negaré que lo tengo por posible. Mi padre, hombre de pueblo, sin instrucción, que piensa muy al derecho y tiene un talento natural que ya lo quisieran más de cuatro, me ha dicho muchas veces: ‘No hay cosa, por desatinada que sea, que no pueda ser verdad en este país, mayormente si es cosa contra la justicia y contra la paz de los hombres… Aquí puede pasar todo, y la palabra increíble debe ser borrada del libro ese muy grande donde están todas las palabras, porque en España nada hay que sea mismamente increíble, nada que sea mismamente…’ ¿cómo se dice?

– Absurdo. Tu padre tiene razón. Los españoles, hija… de varones hablo… son la peor gente del mundo, y no hay cristiano que los entienda ni los baraje. Se les da lo bueno, y lo tiran; les hablas con juicio, y dicen que estás loca. Progreso aquí significa andar para atrás como los cangrejos, Libertad correr tras de un trapo colorado, Orden pegar sin ton ni son, y decir Gobierno es como decir: ‘no hay quien me tosa’. Mucho ganaría esta Nación si se dejara gobernar por mujeres listas, que las hay… A esos hombrachos que no sirven para nada y reniegan de que una monja se meta en cosas de Gobierno, les diría yo: callaos, imbéciles, y no echéis roncas contra la Madrecita, pues no merecéis otra cosa».

Sumergida Cigüela en profunda abstracción, nada decía. Sentada, el codo en la rodilla, la frente sostenida en tres dedos de la mano derecha, los ojos fijos en el halda de su vestido, dejaba caer su pensamiento al sondaje de profundos abismos. Domiciana, que vio en su enemiga señales de confusión, de batalla tortuosa entre afectos, todo ello contrario a la derechura de las resoluciones violentas, acabó de recobrar su aplomo. Había vencido; con soberano talento, con pases y quiebros de extraordinaria sutileza, había logrado encadenar a la fiera… Ya podía pasarle sin ningún riesgo la mano por el lomo. «Amiga querida – le dijo levantándose, – yo no puedo detenerme más. Si quieres venir conmigo, ven; si quieres quedarte, comerás con mi padre y con Ezequiel. Te repito que estás en tu casa».

Lucila, sin mirarla, sin cambiar de su postura más que la mano, que de la frente bajó a sostener la quijada, le dijo: «Gracias, Domiciana. Yo me voy también.»

– ¿Y dudas aún que soy tu mejor amiga?

– Ya no dudo ni creo – dijo la guapa moza en pie, suspirando: – ya el dudar y el creer, como el temer y el desear, son para mí la misma cosa… En nadie ni en nada tengo fe… Estoy pensando que la vida y la muerte… todo es lo mismo… y que en este mundo y en el otro, hay la misma maldad, porque malo es todo lo que antes era nada y ahora es… lo que es… No me entiendo… Adiós, Domiciana…».

Suelta la mantilla, salió; tomando carrera al llegar al pasillo, precipitose por las escaleras abajo. La cerera vio en aquella salida fugaz, como ciertos mutis de la escena, una reproducción del arrebato con que Lucila se había presentado en la alcoba; pero como iba en retirada, no fue grande su inquietud. Con todo, rodando después de coche por calles y plazuelas, camino de sus obligaciones, apartar no podía de su pensamiento los horrendos pesares de la que fue su amiga, ni la tenacidad con que a ellos se aferraba, rebelde al consuelo. «Me equivoqué – se decía, – pensando que entre las heridas del alma y su reparación no ponía el tiempo tanto de sí… Cada día aprendemos algo… Me da lástima esta pobre, y me da miedo. Menester será curarla o amarrarla».

XXIV

Como animal derrotado y herido, a la fuga se lanzó la hija de Ansúrez, sin reparar en las frases melosas que a su paso veloz por la tienda se le dijeron, y en la calle corrió, tropezando con transeúntes y vendedores, ignorando hacia dónde caminaba, pobre bestia huida. Creyérase que alejarse quería de sí propia, o que en la rapidez de la marcha veía como una forma o procedimiento de olvidar… Sin darse cuenta de su itinerario, pasó por Puerta Cerrada, calle del Nuncio, hizo un breve descanso en el Pretil de Santisteban, bajó a la calle de Segovia; metiose luego por la calle del Toro a la Plazuela del Alamillo; tiró hacia la Morería vieja, y en las Vistillas tomó resuello… Apoyada en la jamba de una de las enormes puertas del caserón del Infantado, echó mano con furia a su propio pescuezo, diciéndose: «Me ahogaría; lo merezco por tonta, por estúpida y cobarde. Debí matarla, fue gran burrada compadecerla, y darle tiempo a que con sus despotriques me enfriara la voluntad de hacer justicia… ¡Y se ha reído de mí… se ha quedado riendo, y yo sin cuchillo…! no sé ya cómo me quitó el cuchillo… Pero si fui con la idea de matarla, con toda la justicia de Dios dentro de mí, ¿por qué no la maté?… ¡Perra traidora!… ¡Y aún está viva, y gozando de su robo!… ¡Sabe Dios a dónde habrá ido en el coche!… Merezco su desprecio, merezco todo lo que me pasa. Me caigo de boba… Entré águila y he salido abubilla… Me ha engañado con mil embustes dichos como ella sabe… Abogada como ella y ministrila como ella, no han nacido, no. Engañará al demonio, a Dios mismo engañará… Lucila, eres digna de que esa ladrona, después de robarte las guindas y de comérselas, te arroje los huesos al rostro. Aguanta y límpiate, triste pava… escóndete donde nadie te vea».

En su delirio, tuvo la feliz idea de esconderse en su casa. Aquella noche, Antolín de Pablo, recién llegado de su excursión por los pueblos, le confortó el ánimo con hidalgas ofertas de hospitalidad. Si no quería recibir ya los socorros de la cerera, y gustaba de mantenerse honrada, allí tenía su casa, allí no le faltaría lecho en que dormir y un panecillo con que matar el hambre. Donde comen dos comen tres, y alabado el Señor que a él y a su buena Eulogia les daba medios de mirar por el prójimo. Este generoso proceder fue gran consuelo para Cigüela, tan infeliz como hermosa. Por la noche, dormida con pesado sopor, soñó que se ocupaba en la sabrosa faena de matar a Domiciana. Sobre el cuerpo yacente de la cerera descargaba golpes y más golpes con el fiero cuchillo, clavándoselo hasta el mango; pero no conseguía dar fin de ella, ni aquella vida se dejaba rematar. La víctima recibía sonriente las puñaladas, cual si su cuerpo fuera un saco relleno de paja o serrín, y de él no salía sangre… ¿Dónde demonios estaba la sangre de aquella mujer? ¿Habíasela sacado para hacer con ella un elixir de amor, un bebedizo con que emborrachar a Gracián y filtrar en su ser el olvido y la degradación?… Lucila se cansó de acuchillar a su enemiga, y el cuerpo de esta coleaba siempre, siempre…

Al día siguiente, recobrada del furor homicida, se apoderaron de su espíritu las historias contadas por Domiciana. Cierto que el odio a esta no se extinguía; pero las historias tomaban en la mente de la guapa moza cuerpo y aires de cosa real. Nada de aquello era inverosímil. Bien podía resultar que fuese verdadero. El efecto buscado por la exclaustrada no se había hecho esperar, y su ingenioso artificio formaba un estado anímico ya indestructible. Dentro de sí llevaba Cigüela razones y aparatos lógicos, hechos bien tramados, que unas veces lucían como verdades, otras se apagaban en dudas dejando siempre algún destello. Momentos había en que reconstruidas las famosas historias con elementos de realidad, las vio Lucila como novela verosímil; horas hubo, en los días siguientes, en que fueron para ella como el Evangelio.

Si con delicada piedad Eulogia la socorría, no gustaba de que estuviera ociosa. Mañanas o tardes la tenía lavando ropa en la artesa, y luego tendiéndola en las cuerdas del corral. En costura y plancha invertían las dos no poco tiempo, y por la noche, cuando estaba en Madrid Antolín de Pablo, solían jugar a la brisca o al burro. Entre San Antonio y San Juan, tuvieron que ir Antolín y su mujer a la boda de una sobrina carnal de él, en la Villa del Prado, y llevaron consigo a la huéspeda, que se reparó de sus quebrantos en veinte días de vida campestre. Allí le salieron amadores sin cuento; de los pueblos vecinos acudían a verla los mozos y a celebrar su hermosura. Con buen fin le hablaron muchos, y otros con fines equívocos, que se habrían trocado en buenos, si ella pusiera de su parte algo de amoroso melindre; pero ninguno de aquellos requerimientos venció la frialdad y desvíos de la guapa moza, que era como linda estatua en quien faltaba el fuego de los deseos y el estímulo de la ambición. Para que ninguno de los inflamados pretendientes se quejase, Lucila rechazó también, no sin gratitud, los obsequios y finas proposiciones de un labrador muy rico de aquellas tierras, viudo y entrado en años, que de ella se prendó con amor incendiario, y en una misma frase expuso su petición de afecto y su oferta de inmediato matrimonio. Contestó Lucila negativamente, con razones que al pobre señor dejaron tan confuso como lastimado.

A poco de este memorable suceso, regresó la joven a Madrid con sus patronos, y a medio camino, en el alto que hizo la tartana a la entrada de Navalcarnero, oyó Lucila de boca de Antolín este substancioso sermón: «Pues, hija, si apuestas a boba no hay quien te gane. ¡Hacerle fu al amigo Halconero, riquísimo por su casa, y más bueno que rico!… No sabes tú lo que te pierdes. ¿Qué pero le pones, alma de cántaro? ¿Que peina canas y va para Villavieja? Pues no podías soñar proporción más al auto de tus circunstancias. Cásate, simple, con Vicente Halconero, que es hombre sano, y ya verás como no tardas en tener familia, con lo que has de distraerte y apagar todo el rescoldo que te queda de tus pesadumbres. Y aún tendrás tiempo ¡cuerpo de San Casiano! de ser una viuda joven, que tu marido, en ley natural no debe vivir mucho. Ea, tontaina, yo le diré al amigo que aunque le has dicho que no, por el punto, que se dice, luego soltarás el sí…». Reforzó Eulogia esta homilía con argumentos aún más especiosos, y ya en Madrid, volviendo a la carga, se admiraban de que Lucila estuviese tan rebelde, no teniendo más que el día y la noche. Tanto le dijeron, y memoriales tan llorones envió desde el pueblo el bendito señor, que al fin la moza, sin abrir camino a las esperanzas, propuso y suplicó que le dieran para pensarlo todos los días que restaban hasta fin del año corriente. «Pero, chica – le dijo Antolín, – considera que el hombre no es niño, y que la esperanza es un pájaro que no gusta de anidar en las cabezas canas». No hubo manera de apear a Lucila de la transacción propuesta; en ello quedaron, y notificado al buen señor el emplazamiento, se puso tan alegre, según decían, que le faltó poco para echarse a llorar del gusto.

Al volver a la Villa y Corte, encontró Lucila en ella los ardores del verano, y mayor soledad y tristeza. Las aliviadas penas se recrudecieron en el paso del sosiego campestre al bullicio urbano. Agitada fue de nuevo por furores de venganza, y por el prurito loco de revolver el mundo en busca de la verdad. Con la verdad se contentaría, ya que el hombre no pareciese. Por la Capitana, que algún día la visitaba, supo que la cerera se había ido con Doña Victorina a San Ildefonso, donde estaba la Corte. La ausencia de su enemiga fue un motivo de sosiego para Lucila. ¡Qué descanso no verla más ni saber nada de ella! Así cayendo irían sobre su memoria esas capas de polvo que traen el lento olvidar, la renovación pausada de las ideas. De este modo se llega, por gradación suave, a ver y apreciar el reverso de las cosas.

En el curso de aquel verano, el estado de melancolía en que se fueron resolviendo las amarguras de Cigüela, llevaba su espíritu a las expansiones religiosas. No había consuelo más eficaz, ni mejor arrullo para dulcificar y adormecer los dolores del alma. Oía misa en la Orden Tercera o en San Andrés, y algunas mañanas corríase hasta San Justo, donde entraba con la confianza de no ver a la cerera. Confesó y comulgó más de una vez en San Pedro y en San Isidro. Su padre, el veterano Ansúrez, acompañarla solía en estas devociones elementales, de dulce encanto para las almas doloridas. Más de una vez se tropezó Lucila con Rosenda, que diferentes iglesias frecuentaba, y de su mal humor coligió que no había sido muy dichosa en sus cacerías, sin duda por el sacrilegio de intentarlas en lugar sagrado. En San Justo, ya muy avanzado Agosto, se encontró una tarde a Ezequiel, vestido de monago: palideció el muchacho al verla, y después, en el blanco cera de su rostro aparecieron rosas… «¡Qué guapa estás, Luci! – le dijo. – Nos contaron que te casabas con un señor muy rico, de ese pueblo de donde vienen las buenas uvas. ¿Es cierto?». Negó Lucila, y el cererillo le dio noticias que no la interesaban: que D. Gabino había tenido un ataque a la vista, quedándose medio ciego; que Domiciana seguía en La Granja, y que D. Mariano estaba colocado en la Comisaría de Cruzada, con ocho mil reales. Luego se acercó a ella D. Martín Merino, y la saludó secamente, recordando haberla visto con la cerera. «¿Es esta señora la amiga de Doña Domiciana Paredes?… Por muchos años… yo bueno… ¿y en casa?… ¡Qué calor!…». Esto dijo, retirándose con la fórmula vulgar: «Vaya: conservarse». Díjole después Ezequiel que D. Martín era un buen sacerdote que cumplía muy bien su obligación. Domiciana le prefería con mucho a los demás confesores que en San Justo había: últimamente, con D. Martín se confesaba, y él también, por recomendación expresa de su hermana. Trabajillo le costó acostumbrarse, porque el Sr. Merino era muy rígido, no ayudaba, no hacía preguntas, y el penitente tenía que ir desembuchando pecado tras pecado por orden de mandamientos, pasando muchas vergüenzas, hasta que no quedara nada en el buche, pues de otro modo no había absolución. Y ya es uno un poco hombre, Lucila – decía con inocente orgullo, – y cuesta, cuesta el rebañar bien la conciencia, sacando a pulso todo, todo, hasta los malos pensamientos, hasta las tentaciones que son y no son… Bueno. Pues hablando de otra cosa, te diré que mi padre, que ya no ve el pobre, pregunta por ti, y cuando le decimos que no sabemos nada, se le cae una lágrima… Vete a verle, mujer, que aunque él padezca un poquito por no poder verte el rostro, se consolará con oírte la voz…».

 

¡Fecunda creadora es la madre Fatalidad! La idea de que Domiciana tuvo por confesor a D. Martín arrastró hacia el austero sacerdote toda la atención de Lucila. Pensaba mucho en él; fue a San Justo movida del afán de observar su fisonomía; y viendo, no sin cierto terror, al depositario de aquella negra conciencia, al que había sido como espejo en que el alma de la traidora se mirara, dio en cavilar si no habría medio de hacer salir de nuevo a la superficie del cristal las imágenes que en él se habían reproducido. Pero esto era imposible. No hay confesor que revele los pecados que se le confían. «Este lo sabe todo – se decía la moza, oyéndole la misa. – Este conoce la historia infame, y cuando se vuelve para decirnos Dominus vobiscum, paréceme que veo a Domiciana en sus ojos negros de pájaro de rapiña, penetrantes». Un día que D. Martín, bajando del presbiterio, la miró de lejos con fijeza casi desvergonzada, Lucila, estremeciéndose, dijo esto dentro de su pensamiento: «Sí, D. Martín: yo soy, yo soy la víctima de aquel crimen, soy la pobre mujer engañada, robada. Esa ladrona, esa farisea, esa Judas, me quitó lo que yo amaba más que mi propia vida, mi único bien, mi único amor, y quitándomelo me ha dejado tan sola como si toda la humanidad se hubiera concluido… ¿Verdad que fue gran felonía, y una maldad de esas que no tienen perdón? ¿Verdad que era justicia matarla?… ¿Verdad que no debí flaquear cuando llegué a ella con el cuchillo, y que fuí muy necia en salir dejándola viva?». Y en su delirio, creyó Cigüela que el clérigo, al retirar de ella su mirada, le decía: «Sí, mujer: Domiciana merecía la muerte. ¿Y tú, zanguanga, por qué no la aseguraste bien?».