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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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III

Con una recomendación semejante se dormía todas las noches el desdichado Tomín. Si en los primeros días de su doloroso cautiverio le atormentó el insomnio, una vez descansado y convaleciente, la naturaleza en vías de reparación abandonábase a un sopor parecido a la embriaguez, sólo turbado a ratos por la idea de que dejándose caer sin interrupción por la resbaladiza pendiente del sueño, iría sin pensarlo a parar en la muerte… Viéndole aquella noche al borde de la caída, Lucila o Cigüela le empujó en vez de contenerle; le pasó la mano por los ojos, le besó la frente, le acunó con suaves arrullos de nodriza, no sin decirle que durmiera descuidado: ella le despertaría cuando fuera tiempo. Al sentirle dormido, se acomodó a su vera, en lo más bajo del camastro, sentándose a la turca y reclinando su cabeza blandamente sobre el hombro sano del Capitán. Antes apagó la luz de la linterna, que a su lado tenía.

En esta postura y disposición, que apenas alteraba por no turbar el sueño del herido, se pasaba Lucila la noche, descansando algunos ratos, los más despierta, ante la presencia de sus vigilantes pensamientos que no querían dormir, ni apagarse en su caldeada mente. La obscuridad del mechinal no era completa, ni aun en noches turbias como aquella del 19 de Noviembre, pues se veía el rectángulo luminoso del ventanón cuadriculado por los vidrios. En noches claras, Lucila veía y gozaba la luz difusa del cielo y alguna estrella resplandeciente. Ruidos no faltaban. La noche de referencia, los dedos de la lluvia toqueteaban sin cesar por un lado y otro de aquella frágil construcción; pero ni esto, ni el mayar de gatos trovadores, ni los golpes que daba un palo roto y colgante en el secadero, molestaban a Lucila. Sus inquietudes surgían de su propia imaginación, a veces cuando sus sentidos se apagaban en el sueño… Despertaba como de un salto, creyendo que las desvencijadas escaleras por donde a su tugurio se trepaba, crujían bajo el peso de dos, tres o más personas. Las voces se aproximaban… Eran primero un susurro, después un coro como los de las comedias cantadas.

Más de una vez se levantó, aterrada, y con menos ruido que el que pudiera hacer un gato se iba derecha a la puerta, y aplicaba el oído… Tardaba un rato la infeliz mujer en convencerse de que los rumores inquietantes eran querellas en algún patio vecino, o vocerío de borrachos en la tasca de la calle de Rodas… Cuando todo callaba, el pensamiento se iba del seguro, poniéndose a decir unas cosas, y a razonarlas con lógica tan bien urdida, que no había más remedio que creerlo. ¡Dios sacramentado, lo que decía! Pues nada, que el Sr. Melchor, alias el Ramos, y su esposa señá Casta, poseedores de aquellos endiablados tenderetes, se cansaban de ser caritativos encubridores del tapujo y lo denunciaban a la fiera policía, o permitían que algún taimado servidor lo revelara… Hasta que la luz de la mañana no despejaba su cabeza, limpia de nieblas su tormentosa mente, no recobraba Lucila la confianza en sus honrados y leales protectores.

Por estos o los otros pensamientos iba siempre a parar al examen de la tristísima situación a que había llegado, sin ver por ninguna parte remedio ni salida; todo por el amor a un hombre, razón esencial del infortunio mujeril. En proporción de su desgracia estaba el origen de ella: amor tempestuoso, irregular, semejante a un soberano desorden de los elementos; si amó a Tolomín con ternura cuando le vio y conoció fugitivo y condenado a muerte, locamente le amó después, teniéndole a su lado en lastimosa invalidez y acechado por cazadores de hombres. El Tolomín herido, enfermo, en extrema pobreza, y oculto en un albergue mísero, merecía un amor que resumiera todos los amores humanos: era, pues, para Lucila, el prójimo, el amante, el hermano, el niño desvalido, a quien la cariñosa vigilancia materna defiende de la muerte en todos los instantes. El inmenso padecer de aquella situación no había entibiado el ardiente amor de Lucila: por el contrario, la abnegación, fundiéndose con él, llegaba a constituir un sentimiento formidable, y del fondo de tanto infortunio brotaban espirituales goces. Por todos los bienes de la tierra, ofrecidos y dados en montón, no cambiara Lucila su vida de sacrificio y de protección en aquellos días, y antes muriera cien veces que abandonar al desgraciado Capitán, aun sabiendo que le dejaba en manos salvadoras. Y era mayor el mérito de su paciencia enamorada cuando se daba a pensar soluciones y no encontraba ninguna. Especiales accidentes de su vida, que aún no conoce bien el historiador, dieron a la hija de Ansúrez, dos años antes, ocasiones de valimiento en dos lugares donde residía todo el poder humano; pero ni en uno ni en otro sitio podía ya solicitar socorro. En el Convento de Franciscanas de la Concepción no querían ni verla siquiera, como no fuese allá con propósito de reingresar en la vida religiosa y de abominar de sus culpas pasadas y presentes; en Palacio, las amistades que creó y mantuvo con su leal servicio habían perdido ya toda su eficacia.

No podían faltar a Lucila, cuando conciliaba el sueño en las tristes noches del palomar, pesadillas angustiosas. Consistían siempre en la súbita presencia de la policía. Soñando que estaba despierta, veía la moza entrar en la estancia hombres con linternas, y uno de ellos se adelantaba con mal gesto y decía: «No moverse, no hacer resistencia, no negar lo que no puede negarse, que ya nos conocemos, señor Capitán D. Bartolomé Gracián». Por acostumbrada que estuviera la mujer a tan terrorífico ensueño, siempre despertaba de él sin aliento, el corazón disparado… ¡Bartolomé Gracián! Habría querido Lucila anular este nombre, suprimirlo, arrojarlo a los senos de la Nada, donde, a su parecer, están las cosas que no han existido nunca. De este modo, eliminado aquel nombre de todas las partes del Universo, quedaría en salvo la persona que lo llevaba. Jamás lo pronunciaba con el rigor de sus letras, y el familiar mote de Tolomé que en días felices usaba, lo fue cambiando sucesivamente en Tolomín, luego en Tomín, con tendencias a extremar la síncopa pronunciando tan sólo Min. El apellido, aquel Gracián tan sonoro y expresivo, lo declaraba caducado y sin valor acústico, como perteneciente a los dominios del silencio.

Amaneció el 20 de Noviembre con intermitencias de llovizna y despejo del cielo. Antes de que el herido despertara, Lucila se levantó diligente, y puso mano en la limpieza y arreglo de la vivienda mísera: a bien poco se reducía su trabajo; pero se daba el gusto de variar el sitio de algunas cosas y de sacudir el polvo de las prendas de vestir. Viendo a su amigo desperezarse, le dijo: «Min, voy a hacerte tu chocolatito». Las primeras palabras de Tolomé fueron estas: «Dime, Cigüela, ¿ha caído Narváez?»

– Hijo, no sé… no he oído nada.

– Entonces lo he soñado yo. Sí, sí, sueño ha sido; pero tan claro como la misma realidad. Las Reinas Hija y Madre despedían a Narváez, como en aquellos días del Relámpago; pero ahora con peor sombra para Don Ramón, porque no volvían a llamarle, y formaban un Ministerio eclesiástico… No te rías: a esto hemos de llegar, si no lo remedia quien puede remediarlo, que es el Santo Ejército. España vive siempre entre dos amos: el Ejército y la Clerecía: cuando el uno la deja, el otro la toma. ¿Duermen las espadas?, pues se despabila el fanatismo. Tan despierto anda, que me parece que estamos en puerta… ¿no lo crees así?

– Yo no entiendo de eso, hijo mío – replicó Lucila engolfada en su trajín.

– Y el propio D. Ramón, o Figueras, o Lersundi, serán los primeros que saquen los batallones a la calle. Dime que sí, Lucila: dame esa esperanza.

Afirmó Cigüela todo lo que él quiso, y le regaló el oído con la confirmación de las ideas que manifestaba. No hay España sin Libertad, y no hay Libertad sin Ejército – prosiguió Tomín, enardeciéndose más a cada frase. – Al Ejército debe España sus progresos, y el tener cierto aire de familia con los pueblos de Europa… No hablen mal de las revoluciones los que son personas y llevan camisa por haberse pronunciado. ¿La sedición, qué es? El instinto de la raza española, que por no caer en la barbarie, da un grito, pega un brinco, y en su entusiasmo viene a caer un poquito más acá de la Ordenanza. Dime que piensas como yo.

– Sí, hijo, todo está muy bien pensado – y llegándose a él calzada con los borceguíes rojos y puntiagudos de las brujas de Macbeth, añadió: – Min, tú serás General».

Aquel día, iniciada ya la reparación de su organismo, Bartolomé estuvo muy animado, y algunos ratos locuaz. Se desayunó con apetito, y cuando llegó la hora de la cura y abluciones de la mañana, sometiose sin remusgar a los requerimientos de su cariñosa enfermera. Quiso esta que hiciese nuevo ensayo de andar un poquito, probando el renaciente vigor de la pierna herida, y él aceptó gozoso la idea. Poco tardó Lucila en vestirle, a medias, echándole una manta por los hombros, pues no había de salir del cuarto, y puesto en pie con algún dolorcillo en los remos inferiores, comenzó el paseo. Daremos diez o doce vueltas en la Plaza de Oriente – le decía Cigüela llevándole bien agarradito a lo largo del tabuco, – y luego pasearemos a lo ancho, o sea desde el Teatro Real a la Puerta del Príncipe. No dirás que no estás fuerte, Min. De anteayer a hoy ¡qué mejoría tan grande!

– Di: ¡qué progreso! Esto es progresar, Lucila… En los primeros pasos me ha dolido un poco la pierna. Ya no siento nada. En todo progreso pasa lo mismo. Duelen los primeros pasos… Oye una cosa: no te olvides hoy de traerme El Clamor… Me traerás también La Nación y La Víbora.

– La Víbora me parece que no sale ya.

– Habrá disgustado a la Camarilla… Pues me traerás otro papel cualquiera: El Mosaico, El Duende Homeopático. La cuestión es leer…

A la vuelta de su paseo, que le probó muy bien, recobró su actitud perezosa en el camastro bien mullido. Cigüela se puso a coser, preparándose para salir en busca de recursos con que prolongar un día más la existencia de ambos, problema inmenso, cuyas angustiosas dificultades ella sola conocía. Taciturna estaba la moza, el Capitán, despejado y comunicativo. Su locuacidad le llevó pronto al optimismo y al mental derroche de proyectos, contando con un risueño porvenir. Véase la muestra: «Tú me has dicho que seré General; me lo has dicho por consolarme. Tu profecía puede ser un halago, y puede ser una gran verdad… Porque… fíjate bien, Cigüela… lo que no ha pasado todavía, pasará mañana, o la semana que viene. Narváez cae lanzado de un puntapié: triunfan las monjitas y sus valientes capellanes. ¡Viva la Inquisición!… Pero no cuentan con la vuelta; que estas partidas siempre la tienen; y el perro que han echado de casa es de mala boca, mordelón rabioso cuando lo azuzan. Corren los días, dos semanas no más, y el de Loja, con tres o cuatro Generales, saca las tropas de sus cuarteles y tira con ellas por la calle de en medio. La revolución viene a poner las cosas en su lugar. El Ejército gobierna, y la Clerecía escupe… Vuelve todo a ser como Dios manda, o como manda la Libertad… Primer efecto: indulto general a los que por la Libertad y la Constitución del 12 o del 37 faltaron a la Ordenanza… Pues aquí me tienes pasando de condenado a recompensado. En estos casos, la costumbre es celebrar el triunfo concediendo a toda la oficialidad un ascenso, o dos ascensos… casos hubo de tres. Me verías pronto restituido a lo que fuí, saltando de Capitán a Teniente coronel… De ahí para arriba… figúrate. Cualquier servicio en persecución de los rebeldes, que rebeldes habrá con este o el otro nombre, me dará los tres galones. Luego… tú fijate en lo que tardó Riego en subir de comandante a General…».

 

Hizo Lucila un gracioso mohín, como indicando que no sabía la Historia suficiente para dar su opinión de aquellos asuntos, y él continuó impávido: «Pasa tu vista por todos los Generales que tenemos, y veme señalando los que en tal o cual punto de su carrera no fueron condenados a muerte, o no merecían serlo por sediciosos, por faltar a esa preciosa Disciplina. Imagina tú el cumplimiento estricto de la Ordenanza en lo que va de siglo, y dime lo que con ese cumplimiento estricto sería la Historia de España. Tendrías que decirme una cosa que ya sé, y es que con la Ordenanza virginal no habría Historia de España, o sería tan sólo una página muy aburrida y muy negra de la Historia Eclesiástica».

Recomendole Cigüela que no se ocupara de política ni pensara en revoluciones. Si estas venían, muy santo y muy bueno; pero si no querían venir, ¿a qué repudrirse la sangre por traerlas fuera de tiempo?… No podía extenderse a más largo palique sobre estas materias, porque ya era hora de lanzarse a la calle en busca de medios de vida. Mucho sentía dejarle solo; creía que no llevaba consigo más que la mitad del alma, alentada por los afanes, dejándose allí la otra mitad con los pensamientos de vigilancia y temor. ¿Pasaría algo en su ausencia? Al volver, ¿le encontraría como le dejaba?… Una y otra vez le recomendó que no se moviera de su lecho, que no cayese en la mala tentación de levantarse y salir al ventanal, que no hiciese ruido y permaneciera quietecito, leyendo las entregas descabaladas, que ella había traído, de La Italia Roja, Historia de las Revoluciones, por el Vizconde de Arlincourt, obra que, aun leída en sueltos retazos, debía de ser de mucho entretenimiento… Mutuas ternezas: «Adiós, adiós»… «Que vengas prontito»… «Volaré».

IV

Una sola persona (sin contar el viejo Ansúrez y los dueños de la casa, calle de Rodas) poseía, por confianza de Lucila, el delicado secreto de aquel escondite en altos desvanes: era una monja exclaustrada con quien la linda moza tenía amistad, contraída superficialmente en el Monasterio de Jesús, reanudada con honda cordialidad fuera de la vida religiosa. En esta se llamó Sor María de los Remedios; su nombre de pila era Domiciana, y había vuelto al mundo de una manera un tanto irregular, por enferma de locura, que se estimaba incurable. El delirio que padeció consistía en la idea fija de ahorcarse, en otras manías inocentes, pero incompatibles con la vida de contemplación, en el furor de gritar y de ofender cruelmente a personas eclesiásticas muy respetables, todo lo cual determinó el designio de devolverla sin violencia ni escándalo a su padre y hermanos para que la cuidasen, y corrigieran sus desvaríos por el método doméstico, con paciencia, cariño y honestas distracciones.

Volvió, pues, Domiciana a su casa y al amparo de su familia, que era de origen extremeño, establecida en Madrid, calle de Toledo, desde tiempo inmemorial, con el negocio de cerería; y no bien tomó tierra en el hogar paterno, acomodose lindamente al vivir secular, echando, como si dijéramos, un nuevo carácter. Ansiaba morar con los suyos, ver gente, ocuparse en menesteres gratos, lucidos, y de eficacia inmediata para la vida. Pasado algún tiempo, no se mordía la lengua para decir que su temprana inclinación religiosa no había sido más que una testarudez infantil, nacida del odio a su madrastra, y fomentada por un sacerdote de cortas luces, amigo de la casa. Cayó la venda de sus ojos algo tarde, cuando ya su irreflexiva determinación no tenía remedio, y del despecho, más aún de las ganas recónditas de libertad, le sobrevino aquel destemple nervioso con ráfagas cerebrales, que se manifestaba en la necesidad irresistible de correr por los claustros, en imitar con destemplada voz los pregones callejeros, y a veces en liarse al pescuezo una cuerda con lazo corredizo. Esto ponía la consternación y el espanto en sus tímidas compañeras, pues aunque nunca tiraba del lazo lo bastante para estrangularse, hacíalo hasta ponerse roja como un pimiento y echar fuera un buen pedazo de lengua.

Lograda al fin la libertad en la forma que se ha dicho, en todo tuvo suerte Domiciana, pues como por ensalmo se le curaron aquellas neuróticas desazones, y entró en su casa en circunstancias felicísimas. La madrastra que motivó su reclusión religiosa se había muerto, y casado en cuartas nupcias el honrado cerero D. Gabino Paredes, había enviudado por cuarta vez. No había, pues, mujer en la casa, y Domiciana podía campar con todo el imperio que apetecía, así en la familia como en el establecimiento. Antes de seguir, conviene dar noticia del patriarcalismo matrimonial de aquel D. Gabino, varón inapreciable para rehacer una comarca despoblada por la emigración. De su primer matrimonio, que sólo duró tres años, tuvo dos hijas, que el 50 vivían: la una era monja en Guadalajara, la otra casó con un cerero de la misma ciudad. De la segunda mujer nacieron siete hijos, de los cuales vivían sólo Domiciana y dos hermanos que se habían ido a América. El tercer matrimonio dio de sí ocho vástagos, en seis partos, y el cuarto cinco. De estas trece criaturas sólo vivían en 1850 tres varones, dos de los cuales habían seguido la carrera eclesiástica y desempeñaba cada cual un curato en pueblo de la Mancha: el Benjamín, llamado Ezequiel, trabajaba en la cerería al lado de su padre, y era un bendito, todo mansedumbre y docilidad. Había llevado al censo el buen Don Gabino cuatro mujeres y veintidós hijos legítimos… El censo de los naturales lo formaban las malas lenguas del barrio.

Si afortunada fue Domiciana al encontrarse, en su regreso al mundo, sin madrastra y con la menor cantidad posible de hermanos, no fue menos dichoso el cerero al recobrar a una hija que pronto reveló su extraordinaria utilidad. Pasados los primeros días, Domiciana se reconoció continuadora de su historia personal anterior a la vida del convento. Había sido esta como un paréntesis, como un sueño, del cual despertaba con cierto quebranto del alma, pero sintiéndose poseedora de cualidades que no eran menos positivas por haber dormido tanto tiempo. No tardó en revelar su carácter mandón y autoritario: lo estrenó desbaratando un nuevo plan casamentero de su padre, que aún se sentía, con senil ilusión, llamado a enriquecer el censo. Andando días desplegó en el gobierno de aquella industria dotes de administradora, y puso puntales a la ruina. Con tantas nupcias, partos y viudeces, con tantísimos bautizos y crianza de criaturas, y principalmente con el desbarajuste de Don Gabino en los últimos años, la cerería no se hallaba en estado muy floreciente. La concurrencia de establecimientos similares, la falta de tacto y agudeza para retener a la feligresía tradicional, y el desmayo creciente de la fe religiosa, obra del tiempo y de la política, habían traído desorden, atrasos, dispersión de parroquianos, deudas. A todo esto quiso Domiciana poner remedio con firme voluntad, practicando el axioma de «principio quieren las cosas».

En esta empresa de reparación, la ex-monja no habría encontrado el éxito si no empleara como instrumento de autoridad un genio áspero, y fórmulas verbales de maestro de escuela. Su padre, que al principio protestaba y gruñía, se fue sometiendo con un espíritu de transacción parecido al miedo; Ezequiel y el dependiente Tomás obedecían silenciosos, y al fin, entrando grandes y chicos por el aro, todos comprendían lo saludable de aquel método de gobierno. Subía de punto el mérito de Domiciana haciendo estas cosas con apariencias de no hacer nada. Diez o doce meses habían transcurrido desde su evasión, y vivía confinada en el entresuelo, sin bajar a la tienda y taller. Los parroquianos y los amigos de casa, clérigos en su mayor parte, que solían armar su tertulia las más de las tardes a la vera del mostrador o en la trastienda, rara vez la veían, y ella no se cuidaba de que formaran idea ventajosa de su regeneración mental; antes bien le convenía que la opinión dijera y repitiera por todo el barrio: «Sigue tocada la pobre… aunque tranquila y sin molestar a nadie». Obra lenta del tiempo fue la corrección de este juicio; al año y medio ya era público y notorio que Domiciana gozaba de excelente salud.

Observándola en la intimidad, fácilmente se descubría en la hija del cerero la mujer de iniciativa, de personalidad propia en su organismo intelectual y ético. Lejos de poner toda su atención en la industria cerera, se lanzaba con ardor a nueva granjería, partiendo de aficiones y conocimientos experimentales adquiridos en el claustro. Procedía en esto por imperiosa moción de su voluntad, y además por cálculo egoísta. Más de una vez había pensado que a la muerte de D. Gabino (la cual, por ley de Naturaleza no podía estar lejana), la parte de cerería que a cada uno de los hijos tocase no habría de sacarles de pobres. Y como ella anhelaba libertad y no quería vivir a expensas de sus hermanos, procuraba labrarse con afanes de hormiga un peculio propio, que le asegurase vejez holgada, independiente. Ved aquí por qué, sin desatender el negocio de su padre, cultivaba en reservado laboratorio sus artes y preparaciones propias. Trasladó la sala al despacho de D. Gabino, este a un rincón de la tienda, tras una mampara de cristales, y en la sala instaló lo que podríamos llamar herboristería o droguería, con unos trozos de anaquel que compró en el Rastro, dos hornillas, mesa alta para el filtro y pesos, y otra pequeña, por el estilo de las de los zapateros, destinada a las manipulaciones que exigían largas horas de atención y paciencia. Enorme cantidad de hierbas tintóreas, cosméticas u oficinales difundían variados aromas en la estancia, ya colgadas del techo en ramos, ya guardadas en cajoncillos. No digamos que Domiciana cultivaba la Botánica y la Química, sino que era una profesora empírica de arte herbolario y de alquimia doméstica.

Pocas personas veían a la monja en su retiro de alquimista, y la única que en él a todas horas tenía entrada era Cigüela. Amistad y confianza recíproca las unían, a pesar de la diferencia de edades. Se conocieron en Jesús durante tres penosos días, que fueron los últimos de Domiciana y los primeros de Lucila en el convento, y cuando salió esta, buscó amparo junto a la exclaustrada, que a su servicio la tuvo dos meses largos. En la triste situación a que había venido la hija de Ansúrez, la que fue su ama y era siempre su amiga le daba consuelos y socorro; pero no lo hacía sin echar por delante expresiones agrias, creyendo que la guapa moza necesitaba corrección moral tanto como auxilios de boca, y que los buenos consejos y las lecciones dolientes para uso de la conducta no serían menos eficaces que el chocolate o el pan. Entró Lucila en el laboratorio, y fatigada se sentó después de un breve y cordial saludo.

– ¿Ya estás aquí otra vez? – le dijo Domiciana, que aunque se alegrara de verla, no dejaba de emplear esta fórmula displicente. – Pues hija, ya podías comprender que no puedo socorrerte tan a menudo… Lo que entra por cera no da más que para el gasto de casa. Muy deslucidas han sido las Ánimas este año, y nadie diría que estamos en Noviembre… Pues el Adviento también se nos presenta muy mediano. ¿Qué tenemos ahora? La novena de San Nicolás de Bari, que da poco de sí. La de la Purísima será otra cosa. Ten paciencia, espérate y…

 

Incapaz de formular un exordio apropiado a la pretensión que llevaba, Lucila no hacía más que suspirar hondo, metiéndose en la boca las puntas del pañuelo. Y Domiciana, que jugar solía con la ansiedad de las personas que más amaba, enseñándoles el bien que pedían y guardándolo después, dio estos puntazos, con dedo muy duro, en el dolorido corazón de su amiga: «No se te puede favorecer todos los días. Vaya, vaya: tenemos aquí una historia que no se acaba nunca… ¿Pero cuándo se muere ese hombre, o cuándo lo prenden y se lo llevan a Filipinas, para que descanses tú y descansemos todos?».

Estas expresiones, dichas con fría crueldad, desbordaron la pena de Lucila, que se deshizo en llanto, arrimando su cabeza a la estantería cercana. Y la otra, cambiando el juego mortificante por el juego compasivo, le dijo, sin abandonar su tarea: «Para, para, hija, que con tanta llorera le metes a una el corazón en un puño. Ya sabes que no te dejaré marchar con las manos vacías. Domiciana tiene siempre para ti las dos, las tres onzas de chocolate, media hogaza y un par de reales de añadidura. No lloréis más, ojuelos; sosiégate, corazón…»