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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla

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XIII

Con las buenas prendas de ropa, nuevas las unas, las otras apenas usadas, que le iba dando Domiciana, llegó a ponerse Lucila tan bien apañadita, que daba gloria verla. Si sus extraordinarias gracias naturales adquirían realce con la pulcritud y el decente atavío, la ropa puesta sobre tal belleza resultaba mucho más linda y elegante de lo que era realmente. Por la calle veíase seguida y acosada de mozalbetes, y por todos requerida de amores. Tenía que cuadrarse a menudo, tomando los aires de arisca manola, para sacudirse de los señores de levosa (así solían llamar a las levitas) y de los militares de chistera (mote aplicado a los tricornios). Por su parte Domiciana no se descuidaba, y cada día se iba poniendo más guapetona. Peinábase lindamente; sus trajes eran elegantes dentro de la sencillez y modestia; presumiendo de pie pequeño y bonito, calzaba con fineza, y era por fin extremada en el aseo de su persona. Lucila se maravilló de ver los variados objetos que en su alcoba y gabinete tenía para la diaria faena de sus lavatorios.

La confianza entra las dos mujeres crecía y se afianzaba de día en día, llegando hasta la fraternidad. Domiciana propuso a Lucila que se tutearan, y así quedó practicado y establecido, hablándose como compañeras o amigas de la misma edad. En tanto, la exclaustrada consagraba ya menos tiempo a la preparación de ingredientes de tocador o de medicina casera, sin llegar al abandono de su industria. La cerería teníala confiada a Ezequiel y Tomás: iba y venía, contenta y orgullosa, como el que ve sus facultades aplicadas a un fin práctico con resultado eficaz. Pero no le faltaban quiebras y desazones, y una de estas era el continuo asedio del pobre cesante, amigo y azote de la casa, que habíala tomado por buzón en que diariamente depositaba el eterno memorial de sus cuitas. D. Mariano era su sombra: le cogía las vueltas en la calle, la estrechaba en la tienda y trastienda, seguíala con frescura descortés al sagrado de sus habitaciones particulares, se colaba en el gabinete, y hasta la sorprendió una vez en papillotes, preparándose para su limpieza corporal.

– Por Dios, D. Mariano, respete…

– Señora, los cesantes no respetamos nada. Somos una plaga española; somos una enfermedad de la Nación, una especie de sarna, señora mía, y lo menos que podemos pedir es que se nos oiga, o que se nos rasque. Ningún español se puede librar de nuestro picor. Óigame usted y perdone».

Un día de Marzo, hallándose Lucila y Domiciana en la sala-droguería ribeteando, con prisas, una capa que habían comprado en corte para Tomín, se les presentó de improviso Centurión con aquellos modos serviles y aquel gracejo un tanto cínico que gastaba, y no hubo manera de quitársele de encima. «Soy yo, la sarna – dijo al entrar, enseñando en una rasgada sonrisa toda su dentadura. – Vengo a picar, señoras. Rásquense ustedes; óiganme.

– Vamos D. Marianito – le dijo Domiciana, – que no estaba usted poco devoto esta mañana en San Justo… ya, ya.

– Hay que dar ejemplo, quiero decir, tomarlo. Sigue las pisadas de los que van por el recto camino, cantó el Salmista.

– Y usted no se descuida… a un tiempo pica y reza.

– Siento que no me viera usted en la iglesita del nuevo convento de las señoras Franciscas, calle de Leganitos. Allí me pasé ayer toda la tarde, y hoy en la Encarnación, donde es Abadesa una prima segunda de mi esposa, y sobrina del Sr. Tarancón, Obispo de Córdoba, que ahora está en Madrid… Ya me inscribí en dos Cofradías. Pico todo lo que puedo… El maldito Gobierno es el que no se rasca. Y eso que en todas las sacristías me hago lenguas de la piedad de estos señores Bravo-Murillistas, que para entenderse con Roma y hacernos un Concordato, han nombrado Embajador al imponderable D. José del Castillo y Ayenza. La impiedad habría mandado a un regalista; la ortodoxia manda al más rabioso de los ultramontanos. Los que tenemos memoria recordamos que en 1846, cuando se discutió en el Congreso la persona de Castillo y Ayenza, el Sr. González Romero le llamó incapaz y dijo de él horrores. Pues este González Romero que era entonces cismontano, como lo éramos todos los de la cuerda liberal, y hoy se ve encumbrado a la poltrona de Gracia y Justicia, ha elegido al mismo incapaz sujeto para que vaya a Roma por todo, es decir, por un Concordato. Yo me felicito: todos hemos venido a ser ultras.

– ¡Mala lengua! – le dijo Domiciana más compasiva que iracunda, – con la hiel que usted derrama habría para poner una gran botica de venenos.

– ¡Oh! señora, no derramo yo hieles ni venenos, sino cerato simple y bálsamo tranquilo – replicó Centurión. – Desde que me metí a ultra, me tiene usted consagrado a desmentir todos los rumores que corren contra el Gobierno, y contra Palacio y el monjío. Voy algunos ratos a los corrillos de la Puerta del Sol, donde están las peores lenguas de la cristiandad, y allí pongo de vuelta y media a los maldicientes. Sabe usted que cada semana tenemos un notición nuevo, pedazo de carne podrida que se arroja a los pobres cuervos para que vayan viviendo. La comidilla putrefacta de hoy es esta: Su Majestad el Rey, que no puede vivir sin visitar cuatro veces al día a las señoras Franciscas de la calle de Leganitos, se incomoda de que el público le vea pasar en coche tan a menudo, y de que la guardia de Artillería del cuartel de San Gil señale su paso con toque de corneta… ¿Y qué ha discurrido para guardar el incógnito? Pues vestirse de clérigo. Así ha podido hacer de noche sus visitas, atravesando a pie las calles…

– Eso es mentira – afirmó indignada la cerera, – y el que tal crea y diga merece que le emplumen… por tonto, más que por malo.

– Ya sé que es falsedad. ¡A quién se lo cuenta! Yo estuve en acecho dos noches, y no vi nada. Pero hay quien por haberlo soñado, asegura que lo ha visto. En las tertulias de la Puerta del Sol tenemos mentirosos de buena fe que le dan a uno espanto… Yo me seco la lengua rebatiendo sus disparates. Hoy, por poco le pego a uno que me sostenía con toda formalidad que el Rey se entretiene en jugar a la gallina ciega con las novicias…

– ¡Vaya un disparate! Hace usted bien en destripar esos cuentos ridículos. Pique usted, Hermano Centurión, pique por ese lado y se le hará justicia.

– Hermana Domiciana, yo pico; pero la justicia no llega. Ya dije a usted en qué paso mis tardes: a prima noche me tiene usted en los ejercicios de Italianos o Bóveda de San Ginés, alternando, y de allí me voy a mi casa. Nadie me verá en teatros, cafés, ni alrededor de las mesas de billar. En mi casa trabajo a moco de candil. Consagro los ratos de la noche a la Poesía, con quien algún trato tuve en mi mocedad. No me faltaba lo que llamamos estro… Dirá usted que quién me mete a poeta, y yo contesto que si somos plaga, seámoslo en todos los terrenos. ¿Ha observado usted que los poetas del día no se tienen por tales si no enjaretan una o más composiciones religiosas? Los viejos, los de mediana edad, y aun los jovencitos que rompen el cascarón retórico, nos regalan cada día, bien la Oda al Santísimo Sacramento, bien la Canción a los Reyes Magos, este Octavas reales a San José bendito, el otro Quintillas a la Creación del Mundo, cuando no un Romance a los Misterios gozosos de Nuestra Señora… ¡Pues no han sido poco celebradas las composiciones de mi amigo Baralt A la Encarnación, y de Cañete a la Transfiguración del Señor! Pero a todos supera el numen del insigne poeta D. Joaquín José Cervino, que en su Oda a las Bodas de Caná, refiere el milagro con estos rotundos versos:

 
Ya linfa en hidria pura contenida,
Mira en licor de Engadi convertida.
 

Pues los chicuelos que empiezan ahora, como Pepe Selgas y Antonio Arnao, también enjaretan su metrificación correspondiente sobre un tema religioso. Hasta los padres graves de la pasada era romántica, los Hartzenbusch, los García Gutiérrez, los próceres como Saavedra y Roca de Togores, y el grandullón D. Juan Nicasio, se descuelgan con su Silva al Sacrificio de Isaac, o con un lindo Panegírico de la Pentecostés en alejandrinos. ¿Qué es esto más que una señal de los tiempos? No vivirían los poetas si no se arrimaran a los pesebres del Estado, y como el Estado es hoy manos y pies invisibles del cuerpo de la Iglesia, que tiene su visible cabeza en Roma, todos los jóvenes y viejos que andan por el mundo con una lira a cuestas, o la tocan para Dios y los Santos o no comen… Vea usted por dónde yo he resucitado mis antiguas debilidades poéticas; desempolvo mi lira y poniéndole cuerdas nuevas, me lanzo a tocarla con plectro y todo, y endilgo mi Canto Épico al Centurión Cornelio… En la invocación a la Musa Cristiana para que me sople, doy a entender que de aquel romano Centurión procede mi familia, y que por ello estoy obligado a cantarle con tanta gratitud como entusiasmo y fe. En La Patria podrá usted leer mi Canto Épico. He preferido este periódico porque es el que viene pegando fuerte a Narváez, Sartorius y a toda la fracción caída, que ha tenido en tal desamparo a la religión y sus ministros. ¿Ha leído usted lo que dice del donativo que hizo la Reina a Narváez?

– No leo periódicos, D. Mariano, ni me importa lo que digan.

– Pues el regalito fue de ocho millones, para que pudiera vivir con decorosa independencia el hombre que… Hoy hablaban de esto en la Puerta del Sol, y allí hubo quien, echando fuego por los ojos y ácido prúsico por la boca, hizo la cuenta del número de cocidos que con esos ocho millones se podrían poner en un año, para los tantos y cuantos españoles que se pasan la vida ladrando de hambre…».

Cansadas del insufrible lamentar de aquel mendigo de levita, Lucila y Domiciana le miraban esperando un punto, o punto y coma, en que pudieran meter cuña para despedirle. «Hermano Centurión – dijo al fin la cerera, – acabe ya y déjenos, que tenemos que hablar las dos de nuestras cosas, y con su salmodia nos ha levantado jaqueca.

 

– Como benemérita plaga española que soy, Hermana Domiciana, no tiene usted más remedio que sufrirme… No puedo retirarme mientras no ponga en conocimiento de usted algo que debe saber, y para que lo sepa he venido hoy aquí.

– ¡Pues hubiera empezado por eso, Santa Bárbara!

– ¡San Caralampio! Yo empiezo por el fin y acabo por el principio, a causa de tener mi pobre cerebro del revés, como es uso entre cesantes… Vamos al caso: usted sabe que la Madre Patrocinio bebía los vientos por destituir al señor Patriarca de las Indias, D. Antonio Posadas Rubín de Celis… Nunca le perdonó a este señor que se burlara de las llagas, y las calificara, como las calificó, de farsa indigna de una nación católica… El odio de Su Caridad levantó gran polvareda contra el Prelado, por si era o no era de la cáscara amarga. Se decía que en 1823, gobernando la diócesis de Cartagena, renunció la mitra y se fue a la emigración por no bajar la cabeza ante el absolutismo… Esto le imputaban, y de tal modo atronaron los oídos del Rey y de la Reina, que al fin… usted lo sabe… le largaron el cese al Patriarca, y en su lugar fue nombrado D. Nicolás Luis de Lezo, confesor de la Reina Madre, el cual, se endilgó la sotana morada, antes que de Roma vinieran las Bulas… Usted sabe que lo que vino de Roma fue un soberano rapapolvo desaprobando todo lo hecho, y confirmando en su puesto al Sr. Posada y Rubín de Celis… Usted sabe que…

– Ya me está usted estomagando con si sé o no sé – dijo Domiciana. – Lo que yo sepa o ignore no es cuenta de nadie.

– Todo el mundo sabe que el Sr. Lezo, a pesar del rapapolvo, siguió con su capisayo morado, tan guapín, olvidando que ni es Obispo ni nada. Nuestra graciosa Reina, que de niña era muy salada, puedo dar fe de ello, y de mujer es la sal misma, le puso a D. Nicolás Luis un mote graciosísimo… usted lo sabe: el Obispo de Farsalia…

– Bueno, ¿y qué?

– La señora Madre aguantó el cachete, por venir de Roma, y esperó; el señor Patriarca, ya muy viejecito, no podía ser eterno… Al fin se lo ha llevado Dios: ya está vacante el puesto. Y ahora, Hermana Domiciana, yo le pregunto a usted por si quiere decírmelo: ¿Sabe quién será el nuevo Patriarca?

– No lo sé, ni aunque lo supiera se lo diría.

– Porque la Reina Cristina hace hincapié por su candidato, el de Farsalia; el Infante D. Francisco se interesa por el Padre Cirilo… y el Gobierno… Esta es la noticia que le traigo a usted, noticia que aparejada lleva una preguntita. El Gobierno propone al señor D. Joaquín Tarancón, Obispo de Córdoba, que, como he dicho antes, es tío de la señora Abadesa de la Encarnación. Me consta que una gran parte de lo que podríamos llamar elemento eclesiástico vería con gusto al Sr. Tarancón en el Patriarcado de Indias, y yo… no le digo a usted nada: casi, casi es mi pariente… Pues ahora viene la pregunta: ¿Sabe usted quién es el candidato de la Madre? Porque yo me pongo a discurrir y digo: ‘O hay lógica o no hay lógica. Si un Gobierno que tiene por dogma la perfecta obediencia a las soberanas voluntades que nos rigen, se lanza a proponer a Tarancón, ¿no quiere esto decir que Tarancón es grato a la Madre, y por ende a la Hija, o en otros términos, que Tarancón es el candidato del Altar y el Trono, como decimos los ultras?…’. Con que, Hermana Domiciana, dígame si esto que pienso es la verdad, o si me falla la dialéctica; dígamelo, y hará un gran favor a un padre de familia con mujer y siete criaturas. ¿Es D. Joaquín Tarancón candidato de la Madre?… Porque si lo es, Patriarcam habemus».

Nerviosa y un tanto descompuesta le contestó Domiciana que no tenía nada que contestarle ni que decirle, como no fuera que tomara la puerta y se largase con sus historias a la del Sol, o a cualquier mentidero. Lastimado en lo vivo D. Mariano, levantose afectando dignidad y dio algunos pasos hacia la salida. Mas no quiso irse sin venganza de aquel desprecio: calose el sombrero, requirió las solapas del levitón, y en actitud un tanto estatuaria, con temblor de la mandíbula y ronquera de la voz, se dejó decir: «Por no ser amable y franca, usted pierde más que yo, porque no le doy una noticia tremenda… noticia de un suceso reservado, que lo será por algún tiempo todavía… suceso… noticia de un valor que usted no puede figurarse… y que ignora todo Madrid, menos unos cuantos… y yo. En castigo, no se lo digo, no. Fastídiese, rabie.

– ¿También de monjas y Patriarcas?

– No… Es cosa militar… – dijo Centurión escurriéndose a lo largo del pasillo. – Cosa militar… gravísima… y no lo sabe… Fastidiarse…».

Domiciana corrió tras él murmurando: «Hermano, aguarde, oiga…».

Pero, él, impávido, desapareció en la obscuridad de la angosta escalera repitiendo: «No digo nada, nada… Fastídiese, rásquese… Cosa militar…».

XIV

– ¡Pero este D. Mariano…! ¿No te parece que está loco?… Y esa noticia de militares, ¿qué será?… ¿Pues sabes que me ha dejado perpleja y con ganas furiosas de saber…? Es un perro… Cuando le da por callar, molesta más que cuando nos aturde con sus ladridos… No me sorprende que sepa cosas muy reservadas… Estos cesantes rabiosos se meten en todos los rincones para olfatear lo que se guisa, y lo mismo entran en las sacristías que en las logias… Cosa de militares dijo. ¿Será alguna intentona?… ¿Tendremos en puerta un pronunciamiento…?».

Esto decía Domiciana, en frases desgranadas, que revelaban su inquietud. Con paso inseguro fue de la puerta del pasillo a la ventana; miró a la calle, y al ver que en efecto salía Centurión, volvió junto a su amiga rezongando: «Disparado sale… Va echando demonios… Esa cosa militar ¿qué será? ¿Tú qué crees, Lucila?

– ¿Yo qué he de creer?… Ya te sacará de dudas D. Mariano cuando vuelva.

Se puso en pie presentando la capa colgada de sus manos para que Domiciana viese el efecto del embozo. Resultaba muy bien, una prenda seria y poco llamativa, como para persona que durante algún tiempo no debía salir al público sin cierta reserva. Ya no faltaba más que acabar de coser la trencilla: la infatigable costurera se sentó de nuevo para proseguir la obra por una banda, mientras Domiciana trabajaba por otra.

– Sí que volverá, creo yo – dijo la cerera, – y si no vuelve le mandaré venir con cualquier pretexto. Hablemos de nuestras cosas.

Antes de la entrada de Centurión había Lucila dado cuenta a su amiga de las buenas condiciones de la vivienda en que se había instalado con Tomín. Se creían transportados de un infierno aéreo a un cielo terrestre. Con frase menos sintética y más vulgar expresó Lucila su pensamiento… Satisfecho estaba Tomín; sus ojos, hechos a la miseria desoladora, veían los vulgares muebles revestidos de una dorada magnificencia. Ya recobraba el apetito y el buen color; pero la inmovilidad a que todavía se le condenaba le tenía en gran desasosiego. ¿Cuándo podría salir?

Un rato tardó Domiciana en contestar a esta pregunta. Sin apartar los ojos del mete y saca de la diligente aguja, alargando los morros, dijo: «¿Qué prisa tiene? Ya saldrá. Conviene esperar un poco, hasta ver en qué para eso del Patriarca…».

La aguja de Lucila se paró, señalando el zenit. Turbación, estupor y silencio grave en el ambiente que mediaba entre las dos mujeres. ¿Qué tenía que ver la libertad de Gracián con el nombramiento del Patriarca de las Indias?

– Todas las cosas de este mundo – dijo Domiciana sin mirar a la otra, – vienen y van más enzarzadas de lo que parece. ¡Con este lío del Patriarca hay cada disgusto…! A donde quiera que una va, encuentra caras malhumoradas… y se oyen cosas que… Parece que están todos locos…

Conoció Lucila que no gustaba su amiga de aquella conversación, y puso punto en boca. Nombrando de nuevo a Tomín, Domiciana fue a parar a la promesa de solicitar para él el alta en el escalafón, y si las cartas venían bien dadas, un ascenso y pase al servicio activo. «En este caso – añadió, – ¿crees que Gracián se casará contigo?»… «¡Ay, no lo sé!» fue la única respuesta de Lucila. La cerera prosiguió así: «Nada tendría de particular que, volviendo las cosas a su nivel, Tomín se casara con una persona de su clase… Tú entonces, poniéndote en lo razonable, podrías casarte con un hombre de tu clase, y serías feliz… No te faltarían protección y ayuda en tu matrimonio». Dijo a esto Cigüela que tenía por absurdas las ideas de su amiga, y repitió su antigua cantinela de que Domiciana no entendía palotada de amor, y que continuaba tan muerta y amojamada como cuando salió del convento.

– Estás en lo cierto – replicó la exclaustrada, – y siempre que hablo de amores, o de amoríos, salen de mi boca desatinos muy garrafales; tan ignorante soy. Conozco al hombre en diferentes condiciones de vida: en la condición de avaro, de hipócrita, de cortesano, de astuto, de religioso; en la condición de enamorado no le he conocido nunca, ni sé lo que es. ¿Quieres más explicaciones? Pues allá van. Se ha dicho, y tú lo habrás oído tal vez, que yo me metí en el convento por desesperada de amor… la historia de siempre… un novio ingrato, una niña tonta que se vuelve mística… Pues no creas nada de eso, si de mí lo has oído. En mi caso no hubo despecho amoroso. Yo me arrojé al convento huyendo de mi madrastra, como me habría tirado a un pozo; llegué a la vida religiosa enteramente ayuna de amores, sin haber tenido novio, pues los que algo me dijeron no me interesaron nada, ni nunca les hice caso. Entró, pues, en el claustro mi corazón nuevecito, intacto de pasiones, y sin saber lo que era eso. Allí dentro, ya puedes suponer que no amé más que las hierbas. Naturalmente, como tú has dicho, con aquel vivir me marchité… El amar vago, que lo mismo puede fijarse en Dios que en personas de la Naturaleza, se fue secando; la voluntad se me iba tras de las cosas, no tras del hombre… Cuando salí, ya no era tiempo de pensar en melindres, ni me lo permitían los votos que hice y de que no estaré nunca desligada… Otra cosa te diré para que lo comprendas mejor. Yo, que soy bastante despierta, sé desenvolverme muy bien en una reunión de hombres, si tengo que departir con ellos de cualquier asunto; pero delante de un hombre solo, me entra tal cortedad, que no acierto ni a decir Jesús. Me ha sucedido alguna vez encontrarme sola frente a un hombre, el cual con la mayor inocencia y sin asomo de malicia venía para tratar conmigo de un negocio de cerería, o de hierbas, o de qué sé yo… ¿Pues sabes lo que me ha pasado? Que al verme sola con él me ha entrado no sé qué desazón… algo de repugnancia primero, de espanto después… y al fin no he tenido más remedio que echar a correr, dejándole con la palabra en la boca… Luego he tenido que mandarle recado, diciéndole que me dispensara, que me había puesto mala… Así soy yo. Y de veras te digo que muertecita está una mejor. ¿No crees que es una bendición ser así, y estar asegurada contra lo que, en mis circunstancias, no había de ser bueno?

Contestó afirmativamente Lucila, añadiendo que no se diera por asegurada tan pronto, pues no era vieja y conservaba lozanía, frescura… Recaída la conversación en Tomín y en las probabilidades de que reanudara pronto su brillante carrera, conquistando los puestos más altos, Domiciana preguntó a su amiga si era valiente el Capitán, de temple duro para la guerra.

– ¿Que si es valiente? – dijo Lucila dando a su palabra tonos de entusiasmo. – Por mucho que yo te diga sobre eso no podrás tener idea de la bravura de Tomín y de su fiereza ante cualquier peligro. Cuando se emborracha de valor, no repara en si es uno o son veinte los enemigos que tiene delante.

– ¡Vaya, vaya! Ahora que me acuerdo: me has dicho que es extremeño, de la tierra de Hernán Cortés y Pizarro. Todos los hijos de Extremadura son arrojados y valientes, menos mi padre que no es héroe más que para casarse.

– En Medellín, como ese Cortés, nació mi Bartolomé Gracián. Su padre, caballero noble, tiene allí bastante hacienda, ganados… Su madre, que todavía no es vieja, conserva una hermosura superior. De ella sacó Tomín los ojos azules; de su padre la tez trigueña. El hermano mayor no se separa de los padres, y es el que hoy lleva las labores. Dos hermanitas tiernas siguen a Tomín. A este, desde muy niño, le llamaba la milicia; no jugaba más que a soldados, y él era el que a los otros chicos mandaba, llevándolos a correrías del diablo, asaltos de peñas, porfías de unos bandos con otros… Entró en el ejército el año 45, si no estoy equivocada, y al poco tiempo estuvo en la guerra de Cataluña contra Tristany y Cabrera. Las acciones en que peleó, las heridas que pusieron su cuerpo como una criba, y las hazañas… porque hazañas fueron… que hizo él solo, escritas están en alguna parte, no sé donde… y pueden dar fe de ellas el General Concha, el General Pavía, y un sin fin de brigadieres, coroneles y capitanes. Ya desde la guerra de Cataluña venía Tolomé, según él mismo me contó, dado a la política, con la cabeza encendida en esas cosas del Patriotismo y de la Libertad, y no se mordía la lengua para despotricar contra los Absolutos, Carlinos, Moderados, y demás gente que no quiere Constitución, sino Cadenas; en Madrid se hizo amigo de otros que aborrecían las Cadenas, y todos juntos iban a unas reuniones escondidas en no sé qué calle, y hacían allí sus santiguaciones, que paraban siempre en armar algún enredo para salir con los soldados gritando Libertad, Viva esto, Abajo lo otro. Hubo en Madrid hace dos años o tres… no me acuerdo de la fecha… una trifulca muy grande en la Plaza Mayor, tropa y pueblo contra tropa. Tolomín estaba en un regimiento que también debió salir sublevado, y no salió porque se echaron encima generales y jefes, y ello quedó así… Pero a mi hombre le traían ya entre ojos; su fama de liberal y algún mal querer de envidiosos o soplones le perdieron. Formada sumaria, le mandaron con dos tenientes a las Peñas de San Pedro, que es allá en la Mancha, pueblo con fortaleza, y fortaleza sin pueblo, como dice Tolomé. Mal lo pasaban allí los pobres oficiales deportados; pero Tomín, que es poco sufrido, y uno de los tenientes llamado Castillejo, de la piel del diablo, tramaron una conjura, en la que fueron entrando algunos más, para revolverse contra la guarnición y hacerse dueños de la plaza. Me ha contado él que todo lo hicieron con más arrojo que picardía, y que fue como si dijeran: «morir matando antes que morirnos de tristeza». La noche que intentaron desarmar a la guarnición fue noche de tronada y rayos en los aires, en la tierra de furor y rabia de los hombres. Muertos y heridos muchos… sangre corriendo… compasión ninguna. Pudo más la guarnición, y Tomín y Castillejo, viendo perdida la batalla, escaparon favorecidos del diluvio que empezó a caer cuando unos y otros, como demonios, se estaban matando… Huyeron armados; con algún dinero que llevaban se procuraron disfraz, caballerías, y por atajos, como Dios quiso, se vinieron a Madrid. Aquí se ocultaron, y escondidos supieron que estaban condenados a muerte por Consejo de Guerra… Pues Señor: vino a parar Tomín a casa de un tratante en leñas, José Perdiguero, amigo de su familia, calle Segovia, y para más disimulo de su escondite, le pusieron su vivienda en el mismo almacén de las leñas, que da a un patio grande, y en aquel patio vivía yo con mi padre y mi hermano chico…

 

– Y allí os conocisteis… Vamos, ya llegó ese momento de la historia, que yo esperaba. Sigue, que ahora entra lo más bonito.

– Bien feo era aquel patio, y más el almacén; pero a mí me pareció lo más bonito del mundo… te lo digo como lo siento: hablo con el alma, Domiciana. Bonito fue todo, cuando vi a Tomín tendido sobre un montón de leña, y más cuando él me preguntó cómo me llamo… El amo, que tenía que salir al campo, me mandó que hiciera cena para aquel hombre… «para este caballero», fue como me dijo. Hice la cena, y el caballero se negó a comerla si no cenaba yo con él. Yo dije que bueno. Me sentí, puedes creérmelo, arrebatada de una compasión que me encendía toda el alma, y apenas empezamos a cenar, aquel señor me dijo: «Soy muy desgraciado». Obsequioso y fino estuvo conmigo, sin decirme cosa ninguna que pudiera ofenderme… Yo le miraba, y cuando él me miraba a mí, tenía yo que bajar los ojos…

– De veras va siendo muy interesante la historia. Sigue, y no suprimas nada.

– Dos días pasaron así. Mi padre y mi hermanillo salían de sol a sol. El caballero y yo hablábamos, él a la otra parte del rimero de leña, yo a la parte de acá. Charla que charla, las tardes se me hacían horas, las horas minutos… Yo estaba como en la gloria.

– ¡Y que no te diría cosas poco tiernas y…!

– Me decía… qué sé yo… vamos, lo contaré todo. Me decía que soy muy guapa… Esto lo había oído mil veces; pero nunca hice caso. Me decía que soy bella, bellísima… y más, más me decía.

– No lo calles, mujer.

– Que soy hechicera… y otra cosa más bonita…

– Dímela.

– Que tengo un alma más bella que mis ojos… Por mis ojos me veía él el alma… Yo también le veía la suya… Por fin me dijo que le quisiera, que le haría un gran bien queriéndole… que estaba dejado de la mano de Dios… Contome toda su historia: yo temblaba oyéndole. Luego me dijo que era para él grave caso de conciencia pedirme mi amor, y que antes de responder yo a su petición de amor, debía saber una cosa terrible: estaba condenado a muerte. ¿Sería yo capaz de amar a un condenado a muerte?

– Al pronto, y poniendo por delante un poco de puntillo, responderías que no.

– ¡Ay, Domiciana! Si me hubiera dicho «soy rico, feliz, poderoso», le hubiera contestado con puntillo diciendo que no, que veríamos y qué sé yo… Pero diciéndome «soy condenado a muerte» le contesté que sí, con el alma, y me fui hacia él… ¡Ay, Domiciana, qué paso!… Llorando me abrazó Tomín, y yo le dije: «Que nos fusilen juntos».