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La de Bringas

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XLIV

«¡Qué cara puso!… Aunque lo disimulaba, conocí que le había sabido mal… Este viaje me ha arruinado… A las niñas se les antojaba todo lo que veían en Bayona… He gastado la renta de un año… A pesar de eso, veremos, yo lo arreglaré… lo buscaré… ¡Oh, Virgen! Venderse y no cobrar nuestro precio, es tremenda cosa… Pero no; él hará un esfuerzo por no quedar conmigo en una situación desairada y ridícula…(Exhalando tres suspiros seguidos, que formaban como un rosario de congoja.) Mañana lo veremos. Mañana a las diez recibiré la contestación definitiva de lo que puede hacer… ¡Oh!, él reventará antes que ponerse en ridículo… Si no lo tiene, que lo busque. Es su deber. ¿No valgo yo más, muchísimo más? ¿No le doy un tesoro por una miseria? ¿Qué es esto en comparación de las fortunas que han consumido otras? Vergüenza da nombrar tal cantidad delante de un caballero… Tengo en mi boca todas las hieles que una boca puede sentir…».

En dolorosa incertidumbre pasó la noche, despertando a cada instante al aguijonazo de su idea candente y aguda. El cuerpo dormía y la idea velaba. No podía la esposa mirar sin envidia la dulce paz de aquella conciencia que a su lado yacía. El dormir de D. Francisco era como el de un mozo de cuerda que ha tenido mucho trabajo durante el día y que al cerrar los ojos se quita de encima también todas las cargas del espíritu. ¡Dichoso hombre! Él no tenía necesidades y era feliz con su traje mahón. No veía más allá de su corbata cursi y barata, de aquellas que venden los tenderos al aire libre instalados en la esquina de la Casa de Correos. «Dime tus necesidades y te diré si eres honrado o no». Este refrán le salía a Rosalía del cerebro sin que ella se diera cuenta de ser maestra en filosofía popular.

«Porque los santos, ¿qué fueron?—decía—; personas a quienes no se les importaba nada salir a la calle hechos unos adefesios. Indudablemente no tengo yo esta despreocupación, que es la base de la virtud. Digan lo que quieran, el santo nace. No se adquiere este mérito con la voluntad, ni hay quien lo posea si no lo ha traído consigo del otro mundo. Mi marido nació para cursi y morirá en olor de santidad». Esto no quitaba que le envidiase, pues iba viendo los sinsabores que trae y lo caro que cuesta el no querer ser cursi. La infeliz estaba rodeada de peligros, llena de zozobras y remordimientos, mientras su esposo dormía tranquilo al lado del abismo.

Dormía como si tuviera muy lejos la vergüenza que tan próxima estaba realmente. Y por más que la vanidosa quisiera aplacar su conciencia con sofismas, la conciencia no se dejaba embaucar y se revolvía inquieta. Su aspecto, horriblemente acusador, no podía ser visto por Rosalía mientras a esta no se le quitaran de delante de los ojos, primero, el conflicto del día 9, cuya solución exigía sacrificios grandes, sin exceptuar el de la honra; segundo, ciertas telarañas de seda que le envolvían la cara, pues en la inquietud febril de aquella noche, todas sus ideas, sus remordimientos mismos, pasaban, como la luz por un tamiz, al través de un confuso imaginar de galas y perendengues de otoño.

Por la mañana, cuando llevó el chocolate a Bringas, hallole alegre y decidor, tarareando canciones. Ella, por el contrario, se acobardaba considerablemente. Más tarde, Cándida, que era la encargada de traerle de casa de Sobrino las compras, para no infundir sospechas al ratoncito Pérez, le llevó varias cosas. Tan abstraída estaba la dama, considerando los peligros de aquel día, que no tuvo espíritu más que para contemplar el organdí y la felpilla durante breves minutos, y lo guardó todo precipitadamente en una de las cómodas… A las once recibiría lo que esperaba de Pez. Sobre las diez y media iba Bringas invariablemente a su oficina. Aquel día fue menos puntual que de costumbre, y mientras almorzaba, todo aquel regocijo con que despertara se desvaneció, porque Paquito le leyó unos papeles clandestinos que corrían por Madrid, amenazando a la Reina y asegurando la proximidad de su caída. «Si me vuelves a traer aquí esas asquerosidades—dijo Thiers bufando de ira—, te quito de la Universidad y te pongo de hortera en una tienda de la calle de Toledo».

Se fue trinando, y al poco rato recibió Rosalía el papel que esperaba con tanta ansia. «Abulta poco—pensó, con el alma en un hilo, metiéndose en el Camón para abrir el sobre a solas, pues andaba por allí Cándida con cada ojo como una saeta—. Abulta poco—repitió sacando del sobre un papel—; aquí no viene nada». Y en efecto, no era más que una carta, escrita con la limpia y correcta letra del director de Hacienda. La cólera que invadió el alma de la Pipaón al ver que la carta no traía consigo compañía de otros papeles, le impedía leer. En su mano temblaba el pliego, escrito por tres carillas. Leía a saltos, buscando las cláusulas terminantes y positivas. En pocos segundos recorrió la dichosa epístola… Cada frase de ella le desgarraba las entrañas como si las palabras fueran garfios… «Estaba afligidísimo, desolado, por no poder complacerla aquel día…». «Érale imposible de todo punto…». «Se había encontrado la casa en un atraso lamentable, con un cúmulo enorme de cuentas por pagar…». «Su situación era angustiosa y muy otra de lo que al exterior parecía…». «Declaraba sin rebozo, en el seno de la confianza, que todo el boato de su casa no era más que apariencia…». «A pesar de esto, él hubiera acudido presurosísimo en auxilio de su amiga, si casualmente en aquel mismo día no tuviera un vencimiento ineludible…». «Pero más adelante…».

Rosalía no pudo acabar de leer. La ira, la vergüenza la cegaron… Rompió la carta y estrujó los pedazos. ¡Si pudiera hacer lo mismo con el vil!… Sí, era un vil, pues bien le había dicho ella que se trataba de una cuestión de honra y de la paz de su casa… ¡Qué hombres! Ella había tenido la ilusión de figurarse a algunos con proporciones caballerescas… ¡Qué error y qué desilusión! ¡Y para eso se había envilecido como se envileció! Merecía que alguien le diera de bofetadas y que su marido la echara de aquel honrado hogar… Ignominia grande era venderse, pero darse de balde…! Al llegar a esto, lágrimas de ira y dolor corrieron por sus mejillas. Eran las primeras que derramaba después de casada, pues las que había vertido cuando sus hijos tenían alguna enfermedad grave eran lágrimas de otra clase.

Y lo peor de todo era que estaba perdida… Si a las tres de la tarde no entraba en casa del inquisidor, dinero en mano… El tal la esperaría hasta las tres, hasta las tres, ni un minuto más. Pensando esto, Rosalía sentía un volcán en su cabeza. ¿Y a quién, Virgen del Carmen, volvería sus ojos, a quién?… Ni para encomendarse a todos los Santos y a todas las Vírgenes tenía ya serenidad su espíritu. En él no cabía más que la desesperación… Pero cuando se entregaba a ella, sin defensa, un rayo de esperanza cruzó por la atmósfera tempestuosa de aquel cerebro… Refugio…

Sí, Torres le dijo pocos días antes que Refugio había cobrado en casa de Trujillo diez mil reales que su hermana le mandaba para poner el establecimiento.

XLV

El tiempo ahogaba; la situación no admitía espera. Sin detenerse a meditar la conveniencia de aquel paso, se aventuró a darlo. Eran las doce. «Antes que Bringas me descubra—decía poniéndose precipitadamente la mantilla—, prefiero pasar por todo, prefiero rebajarme a pedir este favor a una…».

Refugio vivía en la calle de Bordadores, frente a la plazoleta de San Ginés, en una casa de buena apariencia. Sorprendió a Rosalía el aspecto decente de la escalera. Creía encontrar una entrada inmunda y vecindad malísima, y era todo lo contrario. La vecindad no podía ser más respetable: en el bajo una tienda de objetos de bronce para el culto eclesiástico; en el entresuelo un gran almacén de paños de Béjar, con placa de cobre en la mampara; en el principal, la redacción de un periódico religioso. Esto dio a la de Bringas muchos ánimos, y bien los necesitaba la infeliz, pues iba como al matadero, considerando lo que aquel paso la degradaba. «¡Lo que puede la necesidad!—pensó al tirar de la campanilla del segundo—. Y quién me había de decir que yo bebería de esta agua. Ahora sólo falta que me eche a cajas destempladas, para que sea mayor mi vergüenza y mi castigo completo».

La misma Refugio le abrió la puerta, y sorprendiose mucho de verla. Rosalía, turbadísima, vacilaba entre la risa y la seriedad, no sabía si aplicar a la de Sánchez el trato familiar o el trato fino. El caso era muy extraño y encerraba un problema de sociabilidad de muy difícil solución. Desde la puerta a la sala no hubo más que medias palabras, frases cortadas, monosílabos.

«Pase usted por aquí—dijo Refugio a la señora de Bringas indicándole la puerta del gabinete—. Celestina, ayúdame a desocupar estos sillones».

La que respondía al nombre de Celestina debla de ser criada. Así lo pensó nuestra amiga en los primeros momentos, mas luego hubo de rectificar este juicio. El aspecto de Celestina era tan extraño como el de Refugio, y al mismo tiempo tan semejante al de esta, que no se podría fácilmente decir cuál de las dos era la señora. «Lo probable—pensó la Bringas sentándose en el primer sillón que se desocupó—, es que ninguna de las dos lo sea».

La de Sánchez tenía su hermoso cabello en el mayor desorden. No se había peinado aún. Cubría su busto ligera chambra, tan mal cerrada, que enseñaba parte del seno ubérrimo. Arrastraba unos zapatos de presillas puestos en chancleta, y los tacones iban marcando sobre el piso de baldosín un compás de pasos harto estrepitoso.

«Iba a echarme la bata—dijo Refugio, después de revolver en un montón de ropas que estaba sobre el sofá—, pero como usted es de confianza…».

–Sí, hija, no te molestes—replicó la de Bringas afirmándose en la necesidad de ser amable—. Con este calor…

Mientras esto decía, observó la pieza en que estaba. Nunca había visto desbarajuste semejante ni tan estrafalaria mezcla de cosas buenas y malas. La sala, cuya puerta de comunicación con el gabinete estaba abierta, parecía una trastienda, y encima de todas las sillas no se veía otra cosa que sombreros armados y por armar, piezas de cinta, recortes, hilachas. Destapadas cajas de cartón mostraban manojos de flores de trapo, finísimas, todas revueltas, ajadas en lo que cabe, tratándose de flores contrahechas. Algunas, aunque parezca mentira, pedían que las rociaran con un poco de agua. También había fichús de azabache y felpilla, camisetas de hilo y algunas piezas de encaje. Esta masa caótica de objetos de moda extendíase hasta el gabinete, invadiendo algunas de las sillas y parte del sofá, confundiéndose con las ropas de uso, como si una mano revolucionaria se hubiera empeñado en evitar allí hasta las probabilidades de arreglo. Dos o tres vestidos de la Sánchez, enseñando el forro, con el cuerpo al revés y las mangas estiradas, bostezaban sobre los sillones. Una bota de piel bronceada andaba por debajo de la mesa, mientras su pareja se había subido a la consola. Un libro de cuenta de lavandera estaba abierto sobre el velador mostrando apuntes de letra de mujer:Chambras 6; enaguas 14, etc… El velador era de hierro con barniz negro y flores pintadas. Sobre la chimenea, un reloj de bronce muy elegante alternaba indignamente con dos perros de porcelana dorados, de malísimo gusto, con las orejas rotas. Las láminas de las paredes estaban torcidas, y una de las cortinas desgarrada; el piso lleno de manchas; la lámpara colgante con el tubo ahumadísimo. Por la mal entornada puerta de la alcoba se veía un lecho grande, dorado, de armadura imperial, sin deshacer y con las ropas en desorden, como si alguien hubiera acabado de levantarse.

 

Refugio creía que la señora de Bringas la visitaba, cediendo al fin a sus instancias, para ver los artículos de su industria.

«Ha venido usted un poco tarde—le dijo—. ¿Sabe usted que estoy vendiendo todo? Yo no sirvo para esto. No sé en qué estaba pensando mi hermana cuando se le ocurrió que yo podía meterme a comerciante… Para que usted se haga cargo… desde que estoy en esto, no he hecho más que perder dinero: pocos pagan, y yo no tengo genio para importunar… Así, cuanto más pronto salga de estos pingajos, mejor. Muchas señoras han venido, y se van llevando lo poco que me queda».

–Sin embargo—dijo Rosalía, sacando de una caja varios marabouts y aigrettes y de otra lazos y cordones—, aún hay aquí cosas muy bonitas.

–¿Le gustan a usted esas aigrettes?…—manifestó Refugio, gozosa de poder ser rumbosa con ella—. Puede llevárselas… se las regalo.

–¡Oh!, no… no faltaba más…

–Sí, sí, que tengo mucho gusto en ello.

Para que alguna me lo compre y no lo pague, vale más… Mire usted—añadió pasando a la sala—, también le doy este sombrero: está sin arreglar, pero puede usted llevarse la cinta que quiera.

Rosalía, asombrada de esta generosidad, y un tanto dispuesta a mirar a Refugio con ojos más benévolos, insistía en rechazar los obsequios.

«¿Me desaira usted porque soy pobre?»—le dijo con acerada reconvención.

Si Rosalía no hubiera ido a verla con el objeto que sabemos; si su afán de proporcionarse dinero no fuera tal que la obligaba a pasar por todo, seguramente habría rechazado las finezas con que aquella mujer, tan inferior a ella por todos conceptos, quería subir hasta su elevada esfera; pero no quiso mostrarle esquivez en el momento de pedir un favor… ¡Y qué favor tan denigrante! Cuando le venía al pensamiento la idea de formular su petición, se empapaba todo su ser en repugnancia, como si por los poros le entrara un licor asqueroso y amargo y corriese por sus venas y le subiera al paladar. Varias veces quiso hacer su demanda y faltáronle fuerzas para ello. Hasta pensó no decir nada y huir de aquella casa. Pero la lógica inflexible de su necesidad la amarraba allí, y no viendo a su compromiso otro remedio, érale forzoso apechugar con aquel caliz. «Ya que he hecho el sacrificio de venir—pensaba—, no me voy sin probar fortuna». El tiempo apremiaba; ya había dado la una… Dos o tres veces trajo las palabras de la mente a la boca, y allí se le quedaron revueltas con una saliva que era hiel pura. «¡Qué tonta soy!—pensaba—. ¡Tener reparo delante de esta chiquilla…!». Por fin, tanto luchó, que las palabras salieron tropezando. La infeliz se abanicaba, fingiendo poco interés en el asunto, y hacía esfuerzos para aparecer serena y ahuyentar de sus mejillas el borbotón de sangre.

«Bueno… pues ahora, Refugio, vamos a hablar de otra cosa. Yo he venido a pedirte un favor».

–¿Un favor?—dijo la otra con vivísima curiosidad.

–Un favor, sí—añadió la Bringas, a quien aquella curiosidad desconcertó un poco—. Es decir, si puedes, que si no, no hay que hablar.

–Usted dirá…

–Pues… es decir, si puedes—prosiguió la dama, tragándose la hiel que tanto le estorbaba—. Yo necesito una cantidad. Me consta que tú tienes… Sé que has cobrado en casa de Trujillo no sé cuanto… Pues bien, si quieres prestarme por unos días cinco mil reales, te lo agradeceré mucho… Se entiende, si puedes, si no, no.

XLVI

¡Qué descansada se quedó cuando lo dijo! Parecía que el gran peso que en su pecho tenía se aligeraba. Refugio la oyó con calma, no pareciendo sorprendida. Después hizo con la boca unos mimos muy particulares. Su contestación no tardó mucho.

«Le diré a usted… dinero tengo, pero no sé si podré disponer de él. Me traerán mañana unas cuentas muy gordas…».

Mirábala a los ojos con impertinente fijeza. Rosalía hubiera deseado que no la mirase tanto y que le diese pronto el dinero. Después de una pausa en que Refugio parecía hacer estudios de cálculo en el entrecejo de la Bringas, tornó a decir:

«Lo que es el dinero… lo tengo, vea usted».

Revolvió un cajoncillo que parecía costurero, y del fondo de él sacó un puñado de cosas. Eran trapos, hilos desmadejados y billetes de Banco, formando todo una masa.

«Vea usted… no me falta. Pero…».

A Rosalía se le encendieron los espíritus cuando vio los billetes. Pero se le llenaron de tinieblas cuando la condenada chica de Sánchez volvió a meter el dinero en lo profundo, y moviendo la cabeza, le dijo:

«¡Ay!, no puedo, señora, no puedo…».

La Pipaón pensó así: «Lo que quiere esta bribona, es que yo me humille más, que yo le ruegue y le suplique y haga algún puchero delante de ella… quiere que me arrastre a sus pies para pisotearme… ¡Ah!, cochinísima, si yo no estuviera como estoy, ¿sabes lo que haría? Pues levantarte la falda y coger el palo de una escoba y llenarte de cardenales ese promontorio de carne que tienes… Grandísima loca, ¿qué más honra quieres que prestar tú dinero a una persona como yo?».

Como es natural, nada de esto que pensaba la dama fue dicho. Al contrario, hubo de recurrir a expresiones melosas y apropiadas a lo crítico del caso.

«Piénsalo bien, hija. Quizás puedas… Lo que tienes que pagar tal vez pueda aplazarse por unos días, mientras que lo mío…».

–Qué más quisiera yo—dijo la otra con afectada conmiseración—. Bastante siento que se vaya usted con las manos vacías…

El sentido altamente protector de esta frase humilló a Rosalía más de lo que estaba. La hubiera cogido por aquellos pelos tan abundantes, para restregarle el hocico contra el suelo.

«¿No podrías hacer un esfuerzo…?»—indicó, sacando valor de lo intimo de su pecho.

–¡Qué más quisiera yo!… Me da tristeza de no poder socorrer a usted. Crea que lo siento muy de veras. Yo haría cualquier cosa en obsequio de usted y de D. Francisco…

–No—dijo Rosalía con viveza, lastimada de oír el nombre de su marido—. Esto es cosa mía exclusivamente. Ni hay para qué enterar a Bringas de nada… ¡Oh!, es cosa mía, mía…

–¡Ah!… ya—murmuró Refugio, mirándola otra vez fijamente en el entrecejo.

Rosalía advirtió que después de observarla, la maldita revolvía de nuevo en el costurero… ¿Se ablandaba al fin y sacaba los billetes? No… Hizo un gesto como de persona que se esfuerza en tener carácter para vencer su debilidad, y repitió:

«No puedo, no puedo… Y lo que usted no consiga de mí, ¿quién lo conseguiría? Por usted o por D. Francisco haría los imposibles, y me quitaría el pan de la boca. Crea usted que tengo miedo a mi falta de carácter; yo soy muy tonta, y si usted me llora mucho, puede que me ablande y caiga en la tontería de prestarle el dinero; la tontería, sí, porque me hace muchísima falta».

«Nada—pensó Rosalía hecha un basilisco—. Esta sin vergüenza quiere que me le ponga de rodillas delante… No lo verá ella».

En alta voz, afectando una calma que estaba muy lejos de tener, le dijo:—«Si tanta extorsión te cansa, no hay nada de lo dicho».

–No puedo, no puedo. Es un compromiso tan grande el que tengo…—manifestó la Sánchez en el tono de quien corta una cuestión.

–Bueno, no te apures…

–Con que… ¿y cómo no han ido ustedes a baños?

Este cambio completo en la conversación, puso a Rosalía sobre ascuas. Se doblaba la hoja. No había que pensar en el préstamo. A la estúpida pregunta del veraneo contestó la señora con la primer sandez que se le vino a la boca. En aquel momento sentía tanto calor que se habría echado en remojo para impedir la combustión completa de su cuerpo todo.

«Hija, hace aquí un bochorno horrible».

–Espere usted, entornaré las maderas para que entre menos luz.

Durante un rato, la Pipaón, con el alma en un hilo, miró las estampas de toreros que adornaban la pared. Veíalas confundidas con la desazón angustiosa de su alma. Aquel afán sojuzgaba su dignidad de tal modo, que no vaciló en humillarse un poco más. Dando con su abanico un golpecito en la rodilla de Refugio, pronunció estas palabras, a las cuales hubo de dar, no sin esfuerzo, un tonillo ligeramente cariñoso:

«Vaya, mujer; préstame ese dinero».

–¿Qué?—preguntó Refugio sorprendida. ¡Ah!, el dinero. Crea usted que no me acordaba ya de semejante cosa… ¿Pero qué, tanta falta le hace? ¿Es tan fuerte el sofoco? Francamente, yo creí que usted daba a rédito, no que tomaba.

A esta maliciosa observación, habría contestado Rosalía tirándole de aquellas greñas despeinadas. ¿Pero qué había de hacer? Tragar acíbar y someterse a todo.

«Sí, hija, el compromiso es fuertecillo. Si quieres, se te dará interés… como te convenga».

–¡Jesús!, no me ofenda usted. Si yo le prestara a usted lo que desea, y siento mucho no estar en situación, lo haría sin interés. Entre personas de la familia no debe ser de otra manera.

Cuando oyó la de Pipaón que aquella buena pieza se contaba entre los de la familia, estuvo a punto de perder los estribos… Era demasiado suplicio aquel para resistirlo sin estallar. Rosalía apretaba los dientes, haciendo cuantas muecas fueron necesarias para imitar sonrisas. «Debo estar echando espuma por la boca—pensaba—. Si no me voy pronto de aquí, creo que me da algo».

Refugio volvió a meter su mano en el costurero y sacó el envoltorio de los billetes. ¡Jesús divino! ¡Si al fin se resolvería…! La de Bringas la vio, con disimulada ansia, sobar y repasar los billetes como si los contara. Después, moviendo la cabeza en señal de desconsuelo, dijo la muy…: «Si no me queda ya nada… ¡Ay!, señora, no es posible, no es posible».

Pero no guardó el envoltorio en donde estaba, sino que lo puso sobre la chimenea. Este detalle avivó las muertas esperanzas de Rosalía.

«Porque mire usted—agregó la otra estirándose en el sillón, como si fuera una cama, y tocando casi con sus pies las rodillas de la dama—; aquí donde me ve, estoy arruinada. Me metí en un negocio que no entiendo, y como no tengo carácter, todos se han aprovechado de mi pavisosería para explotarme. Al principio, muy bien; la mar salada y sus arenas… Yo recibía el género, venían las señoras y se lo llevaban como la espuma. Como que era todo de lo mejor, y nada caro por cierto. Pero cuando tocaban a pagar… aquí te quiero ver. «Que me espere a la semana que entra…» «Que pasaré por allí…» «Que vuelva…» «Que no tengo…» «Que torna, que vira», y a fin de fiesta, miseria y trampas. Ay, qué Madrid este, todo apariencia. Dice un caballero que yo conozco, que esto es un Carnaval de todos los días, en que los pobres se visten de ricos. Y aquí, salvo media docena, todos son pobres. Facha, señora, y nada más que facha. Esta gente no entiende de comodidades dentro de casa. Viven en la calle, y por vestirse bien y poder ir al teatro, hay familia que se mantiene todo el año con tortillas de patatas… Conozco señoras de empleados que están cesantes la mitad del año, y da gusto verlas tan guapetonas. Parecen duquesas, y los niños principitos. ¿Cómo es eso? Yo no lo sé. Dice un caballero que yo conozco, que de esos misterios está lleno Madrid. Muchas no comen para poder vestirse; pero algunas se las arreglan de otro modo… Yo sé historias, ¡ah!, yo he visto mundo… las tales se buscan la vida, se negocian el trapo como pueden, y luego hablan de otras, ¡como si ellas no fueran peores!… Total, que de lo que vendí no he cobrado más que la mitad: la otra mitad anda suelta por ahí, y no hay cristiano que la cobre. ¡Sopla-ollas, fantasmonas! Y luego venían aquí dándose un pisto… «Grandísimas…—les digo para mí—, yo no engaño a nadie; yo vivo de mi trabajo. Pero vosotras engañáis a medio mundo, y queréis hacer vestidos de seda con el pan del pobre» Y óigalas usted echar humo por aquellas bocas, criticando y despreciando a otras pobres. Alguna ha habido que después de mirarme por encima del hombro, y de hacer mil enredos para no pagarme, ha venido aquí a pedirme dinero… ¿Y para qué sería?… tal vez para dárselo a su querido».

 

Al soltar esta retahíla con un énfasis y un calor que declaraban hallarse muy poseída de su asunto, echaba sobre la infeliz postulante miradas ardientes. Esta, hinchando enormemente las ventanillas de la nariz, los ojos bajos, el resuello fatigoso, oía y se amordazaba y contenía sus ganas furibundas de hacer o decir cualquier disparate.