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Capítulo 10

Poco después de anochecido, al subir a su casa, Cadalsito sintió pasos detrás de sí; pero no volvió la cara. Mas cuando faltaban pocos escalones para llegar al piso segundo, manos desconocidas le cogieron la cabeza y se la apretaron, no dejándole mirar hacia atrás. Tuvo miedo, creyéndose en poder de algún ladrón barbudo y feo, que iba a robar la casa y empezaba por asegurarle a él. Pero antes que tuviera tiempo de chillar, el intruso le levantó en peso y le besó. Luis pudo verle entonces la cara, y al reconocerle, su intranquilidad no disminuyó. Había visto aquella cara por última vez algún tiempo antes, sin poder apreciar cuándo, en una noche de escándalo y reyerta, en la cual todos chillaban en su casa, Abelarda caía con una pataleta, y la abuelita gritaba pidiendo el auxilio de los vecinos. La dramática escena doméstica había dejado indeleble impresión en Luis, que ignoraba por qué se habían puesto sus tías y abuela tan furiosas.

En aquel tiempo estaba el abuelito en Cuba, y no vivía la familia en la calle de Quiñones. Recordó también que las iras de las Miaus recaían sobre una persona que entonces desapareció de la casa, para no volver a ella hasta la ocasión que ahora se refiere. Aquel hombre era su padre. No se atrevió Luis a pronunciar el cariñoso nombre; de mal humor dijo: «Suéltame». Y el sujeto aquel llamó.

Cuando doña Pura, al abrir la puerta, vio al que llamaba, acompañado de su hijo, quedose un instante como quien no da crédito a sus ojos. La sorpresa y el terror se pintaban en su semblante... después contrariedad. Por fin murmuró: «¿Víctor... tú?».

Entró saludando a su suegra con cierta emoción de una manera cortés y expresiva. Villaamil, que tenía el oído muy fino, se estremeció al reconocer desde su despacho la voz aquella. «¡Víctor aquí!... Víctor otra vez en casa. Este hombre nos trae alguna calamidad». Y cuando su yerno entraba a saludarle, el rostro tigresco de D. Ramón se volvió espantoso, y le temblaba la mandíbula carnicera, indicando como un prurito de ejercitarla contra la primera res que se le pusiera delante. «¿Pero cómo estás aquí? ¿Has venido con licencia?» fue lo único que dijo.

Víctor Cadalso sentose frente a su suegro. El quinqué les separaba, y su luz, iluminando los dos rostros, hacía resaltar el vivo contraste entre una y otra persona. Era Víctor acabado tipo de hermosura varonil, un ejemplar de los que parecen destinados a conservar y transmitir la elegancia de formas en la raza humana, desfigurada por los cruzamientos, y que por los cruzamientos, reflujo incesante, viene de vez en cuando a reproducir el gallardo modelo, como para mirarse y recrearse en el espejo de sí misma, y convencerse de la permanencia de los arquetipos de hermosura, a pesar de las infinitas derivaciones de la fealdad. El claro-oscuro producido por la luz de la lámpara modelaba las facciones del guapo mozo. Tenía nariz de contorno puro, ojos negros, de ancha pupila, cuya expresión variaba desde el matiz más tierno hasta el más grave, a voluntad. La frente pálida tenía el corte y el bruñido que en escultura sirve para expresar nobleza. –Esta nobleza es el resultado del equilibrio de piezas cranianas y de la perfecta armonía de líneas–. El cuello robusto, el pelo algo desordenado y de azabache, la barba oscura también y corta, completaban la hermosa lámina de aquel busto más italiano que español. La talla era mediana, el cuerpo tan bien proporcionado y airoso como la cabeza; la edad debía de andar entre los treinta y tres o los treinta y cinco. No supo responder terminantemente a la pregunta de su suegro, y después de titubear un instante, se aplomó y dijo:

«Con licencia no... es decir... he tenido un disgusto con el jefe. Salí sin dar cuenta a nadie. Ya conoce usted mi carácter. No me gusta que nadie juegue conmigo... Ya le contaré. Ahora vamos a otra cosa. Llegué esta mañana en el tren de las ocho, y me metí en una casa de huéspedes de la calle del Fúcar. Allí pensaba quedarme. Pero estoy tan mal, que si ustedes (doña Pura se hallaba todavía presente) no se incomodan, me vendré aquí por unos días, nada más que por unos días».

Doña Pura se echó a temblar, y corrió a transmitir la fatal nueva a su hermana y a su hija. «¡Se nos mete aquí! ¡Qué horror de hombre! Nos ha caído que hacer».

–Aquí estamos muy estrechos –objetó Villaamil con cara cada vez más fiera y tenebrosa–. ¿Por qué no te vas a casa de tu hermana Quintina?.

–Ya sabe usted –replicó–, que mi cuñado Ildefonso y yo estamos así... un poco de punta. Con ustedes me arreglo mejor. Yo les prometo ser pacífico y razonable, y olvidar ciertas cosillas.

–Pero en resumidas cuentas, ¿sigues o no en tu destino de Valencia?

–Le diré a usted... (mascando las primeras palabras; pero discurriendo al fin una respuesta que disimulase su perplejidad). Aquel Jefe Económico es un trapisonda... Se empeñó en echarme de allí, y ha intentado formarme expediente. No conseguirá nada; tengo yo más conchas que él.

Villaamil dio un suspiro, tratando de descifrar por la fisonomía de su yerno el misterio de su intempestiva llegada. Pero sabía por experiencia que la cara de Víctor era impenetrable y que, histrión consumado, expresaba con ella lo que más convenía a sus fines.

–¿Y qué te parece tu hijo? –le preguntó al ver entrar a Pura con Luisín–. Está crecido, y le vamos defendiendo la salud. Delicadillo siempre, por lo cual no queremos apretarle para que estudie.

–Tiempo tiene –dijo Cadalso, abrazando y besando al niño–. Cada día se parece más a su madre, a mi pobre Luisa. ¿Verdad?

Al anciano se le humedecieron los ojos. Aquella hija malograda en la flor de la edad, fue todo su amor. El día de su temprana muerte, Villaamil envejeció de un golpe diez años. Siempre que alguien la nombraba en la casa, el pobre hombre sentía renovada su aflicción inmensa, y si quien la nombraba era Víctor, al pesar se mezclaba la repugnancia que inspira el asesino condoliéndose de su víctima después de inmolada. A doña Pura también se le abatieron los espíritus al ver y oír al que fue esposo de su querida hija. Luis se entristeció, más bien por rutina, pues había notado que cuando alguien pronunciaba en la casa el nombre de su mamá, todos suspiraban y se ponían muy serios.

Víctor, llevando a su hijo, pasó a saludar a Milagros y a Abelarda. Aquella le aborrecía de todo corazón, y respondió a su saludo con desdeñosa frialdad. La cuñadita se metió en su cuarto al sentirle; luego salió, y su color, siempre malo, era como el color de una muerta. Le temblaba la voz; quiso afectar el mismo desdén de su tía hacia Víctor; este le apretaba la mano. –¿Ya estás aquí otra vez, perdido? –balbució ella; y sin saber qué hacer, se volvió a meter en el aposento.

Entretanto Villaamil, aprensivo y sobresaltado, se desperezaba en su asiento como si quisiera crucificarse, y decía a su mujer:

–Este hombre traerá hoy la desgracia a nuestra casa como la ha traído siempre. Y si no, tú lo has de ver. Cuando le sentí la voz, creí que el infierno se nos metía por las puertas. Maldita sea la hora (exaltándose y dejando caer con ruidosa pesadumbre las palmas de las manos sobre la mesa) en que este hombre entró en mi casa por vez primera; maldita la hora en que nuestra querida hija se prendó de él, y maldito el día en que les casamos... porque ya no tenía remedio. ¡Ojalá viviera mi hija deshonrada, ojalá!... ¡Qué estúpido afán de casar a las hijas sin saber con quién! ¡Ah! Pura, mucho cuidado con ese danzante; no te fíes. Tiene el arte de adornar su perversidad con palabras que, al pronto, emboban y seducen. A mí no me la da, no; a mí me engañó una vez sola. Pero pronto le calé, y ahora me pongo en guardia, porque es el hombre más malo que Dios ha echado al mundo.

–¿Pero no ha dicho a qué viene? ¿Le han dejado cesante? De seguro ha hecho alguna pillada y viene a que tú se la tapes.

–¡Yo! (espantado y echando los ojos fuera del casco). ¡Como no se la tape el moro Muza! A buena parte viene...

Llegada la hora de comer, Víctor, sentándose a la mesa con la mayor frescura, hubo de permitirse ciertos alardes de conversación jocosa. Todos le miraban con hostilidad, esquivando los temas joviales que quería sacar a relucir. A ratos se ponía ceñudo y receloso; pero a la manera de un actor que recobra su papel momentáneamente olvidado, tomaba la estudiada actitud bonachona y festiva. Luego reapareció la dificultad grave. ¿Dónde le ponían? Y doña Pura, sofocada ante la imposibilidad de alojar al intruso, se plantó diciéndole:

–No, no puede ser, Víctor; ya ves que no hay medio de tenerte en casa.

–No se apure usted, mamá –replicó él, acentuando con cariño el tratamiento–. Me quedaré aquí, en el sofá del comedor. Déme usted una manta, y dormiré como un canónigo.

Nada pudieron oponer a esta conformidad, doña Pura y las otras Miaus. Cuando empezaron a llegar las personas que iban a la tertulia, Víctor dijo a su suegra: –Mire usted, mamá, yo no me presento. No tengo malditas ganas de ver gente, al menos en algunos días. Me parece que he oído la voz de Pantoja. No le diga usted que estoy aquí.

–Pues no sé a qué vienen esos incógnitos –replicole amoscada su suegra–. ¿Te vas a estar de plantón en el comedor? Pues sabrás que voy a poner en esta mesa los vasos de agua, para que salgan a beber todos los que tengan sed. Y te advierto que Pantoja es hombre que me bebe media cuba todas las noches.

–Pues me meteré en el cuarto de Luis, si no pone usted el abrevadero en otra parte.

–¿Pero dónde?

–Nada, nada, mamá; por mi parte no altere usted sus costumbres. Váyase usted a la sala, donde ya tiene toda la crème reunida. No olvide ponerme aquí la manta. Mañana temprano traeré mi equipaje.

 

Cuando doña Pura transmitió a su marido el recelo de ser visto que en Cadalso notara, el buen señor se intranquilizó más, y echó nuevas pestes contra el intruso. Puesta sobre la mesa del comedor la bandeja con los vasos de agua, único refrigerio que los Villaamil podían ofrecer a sus amigos, Cadalso se quedó un rato solo con su hijo, el cual mostraba aquella noche aplicación desusada. –¿Estudias mucho? –preguntó su padre acariciándole. Y él contestó que sí con la cabeza, cohibido y vergonzoso, como si el estudiar fuese delito. Su padre era para él como un extraño, y al intentar hablarle, la timidez le ataba la lengua. El sentimiento que al pobre niño inspiraba aquel hombre era mezcla singularísima de respeto y temor. Le respetaba por el concepto de padre, que en su alma tierna tenía ya el natural valor; le temía, porque en su casa había oído mil veces hablar de él en términos harto desfavorables. Era Cadalso el papá malo, como Villaamil era el papá bueno.

Al sentir los pasos de algún tertulio sediento que venía al abrevadero, Víctor se colaba en el cuarto de Milagros. Conoció por la voz a Ponce, que amén de crítico era novio de Abelarda; reconoció también a Pantoja, empleado en Contribuciones, amigo de Villaamil y aun del propio Cadalso, quien le tenía por la máquina humana más inútil y roñosa que en oficinas existiera. No pudo dejar de notar que una de las personas que más sed tuvieron aquella noche fue Abelarda. Salió dos o tres veces a beber, y además quiso sustituir a su tía Milagros en la obligación de acostar al pequeño. Estando en ello, se metió Víctor en la alcoba, huyendo de otro tertulio sofocado que iba a refrescarse.

–Papá está muy inquieto con esta aparición tuya –le dijo Abelarda sin mirarle–. Has entrado en casa como Mefistófeles, por escotillón, y todos nos alteramos al verte.

–¿Me como yo la gente? –respondió Víctor sentándose en la misma cama de Luis–. Por lo demás, en mi venida no hay misterio; hay algo sí, que no comprenderán tu padre y tu madre; pero tú lo comprenderás cuando te lo explique, porque tú eres buena para mí, Abelarda, tú no me aborreces como los demás, sabes mis desgracias, conoces mis faltas y me tienes compasión.

Insinuó esto con mucha dulzura, contemplando a su hijo, ya medio desnudo. Abelarda evitaba el mirarle. No así Luisito, que había clavado los ojos en su padre, como queriendo descifrar el sentido de sus palabras.

–¡Lástima yo de ti! –repuso al fin la insignificante con voz trémula–. ¿De dónde sacas eso?... ¿Si pensarás que creo algo de lo que dices? ¡A otras engañarás, pero a la hija de mi madre...!

Y como Víctor empezase a replicarle con cierta vehemencia, Abelarda le mandó callar con un gesto expresivo. Temía que alguien viniese o que Luis se enterase, y aquel gesto señaló una nueva etapa en el diálogo.

–No quiero saber nada –dijo, determinándose al fin a mirarle cara a cara.

–¿Pues a quién he de confiarme yo si no me confío a ti... la única persona que me comprende?

–Vete a la iglesia, arrodíllate ante el confesonario...

–La antorcha de la fe se me apagó hace tiempo. Estoy a oscuras –declaró Víctor mirando al chiquillo, ya con las manos cruzadas para empezar sus oraciones.

Y cuando el niño hubo terminado, Abelarda se volvió hacia el padre, diciéndole con emoción: «Eres muy malo, muy malo. Conviértete a Dios, encomiéndate a él, y...».

–No creo en Dios –replicó Víctor con sequedad–; a Dios se le ve soñando, y yo hace tiempo que desperté.

Luisito escondió su faz entre las almohadas, sintiendo un frío terrible, malestar grande y todos los síntomas precursores de aquel estado en que se le presentaba su misterioso amigo.

Capítulo 11

A las doce, cuando los tertulios desfilaron, Cadalso se acomodó en el sofá del comedor, cubriéndose con la manta que Abelarda le diera. Ignoraba él que su cuñada se acostaría vestida aquella noche por carecer de abrigo. Retiráronse todos, menos Villaamil, que no quiso recogerse sin tener una explicación con su yerno. La lámpara del comedor había quedado encendida, y el abuelo, al entrar, vio a Víctor incorporado en su duro lecho, con la manta liada de medio cuerpo abajo. Comprendió al punto el yerno que su padre político quería palique, y se preparó, cosa fácil para él, pues era hombre de imaginación pronta, de afluente palabra, de salidas ágiles y oportunas, a fuer de meridional de pura sangre, nacido en aquella costa granadina que tiene detrás la Alpujarra y enfrente a Marruecos. «Ese tío –pensó–, me quiere embestir. A buena parte viene... Empiece la brega. Le trastearemos con gracia».

–Ahora que estamos solos –dijo Villaamil con aquella gravedad que imponía miedo–, decídete a ser franco conmigo. Tú has hecho algún disparate, Víctor. Te lo conozco en la cara, aunque tu cara pocas veces dice lo que piensas. Confiésame la verdad, y no trates de marearme con tus pases de palabras ni con esas ideas raras de que sacas tanto partido.

–Yo no tengo ideas raras, querido D. Ramón; las ideas raras son las de mi señor suegro. Debemos juzgar las ideas de las personas por el pelo que estas echan. ¿Le han colocado a usted ya? Se me figura que no. Y usted sigue tan fresco, esperando su remedio de la justicia, que es lo mismo que esperarlo de la luna. Mil veces le he dicho a usted que el mismo Estado es quien nos enseña el derecho a la vida. Si el Estado no muere nunca, el funcionario no debe perecer tampoco administrativamente. Y ahora le voy a decir otra cosa: mientras no cambie usted de papeles, no le colocarán; se pasará los meses y los años viviendo de ilusiones, fiándose de palabras zalameras y de la sonrisa traidora de los que se dan importancia con los tontos, haciendo que les protegen.

–Pero tú, necio –dijo Villaamil enojadísimo–, ¿has llegado a figurarte que yo tengo esperanzas? ¿De dónde sacas, majadero, que yo me forje ni la milésima parte de una condenada ilusión? ¡Colocarme a mí! No se me pasa por la imaginación semejante cosa, no espero nada, nada, y digo más: hasta me ofende el que me supone pendiente de formulillas y de palabras cucas.

–Como siempre le he conocido a usted así, tan confiado, tan optimista...

–¡Optimista yo! (muy contrariado). Vamos, Víctor, no te burles de estas canas. Y sobre todo, no desvíes la cuestión. Ahora no se trata de mí, sino de ti. Vuelvo a mi pregunta: ¿Qué has hecho? ¿Por qué estás aquí, y por qué te escondes de la gente?

–Es que las tertulias de esta casa me cargan. Ya sabe usted que soy muy extremado en mis antipatías. Yo no me escondo; es que no quiero ver la cara de Ponce con sus ojos pitañosos, ni que me hable Pantoja, el cual tiene un aliento que da el quién vive.

–No se trata del aliento de Pantoja, sino de que tú no has dejado tu destino con la frente alta.

–Tan alta que si mi jefe dice algo contra mí, tengo medios de mandarle a presidio (acalorándose). Sepa usted que he prestado servicios tales, que si el Estado fuera agradecido, ya sería yo jefe de Administración. Pero el Estado es esencialmente ingrato, bien lo sabe usted, y no sabe premiar. Si el funcionario inteligente no se recompensa a sí propio, está perdido. Para que usted se entere: cuando fui a Valencia a encargarme de Propiedades e Impuestos, el Negociado estaba por los suelos. Mi antecesor era un cómico sin voz, que recibió el empleo como jubilación de la escena. El infeliz no sabía por dónde andaba. Llegué yo, y ¡arsa! a trabajar. ¡Qué lío! Las cédulas personales no se cobraban ni a tiros. En Consumos había descubiertos horribles. Llamé a los alcaldes, les apremié, les metí el resuello en el cuerpo. Total, que saqué una millonada para el Tesoro, millonada que se habría perdido sin mí... Entonces reflexioné y dije: «¿Cuál es la consecuencia natural del inmenso servicio que he prestado a la Nación? Pues la consecuencia natural, lógica, ineludible de defender al Estado contra el contribuyente es la ingratitud del Estado. Abramos, pues, el paraguas para resguardamos de la ingratitud, que nos ha de traer la miseria».

–No se puede decir más claro que tus manos no están muy limpias.

–No hay tal, no señor (incorporándose y accionando con mucha energía); porque mediador entre el contribuyente y el Estado, debo impedir que ambos se devoren, y no quedarían más que los robos si yo no los pusiera en paz. Yo formaba parte de la entidad contribuyente, que es la Nación; yo formo parte del Estado, como funcionario. Con esta doble naturaleza, yo, mediador, tengo que asegurar mi vida para seguir impidiendo el choque mortal entre el contribuyente y el Estado...

–Ni te entiendo, ni te entenderá nadie (con gesto de ira y desprecio). El mismo de siempre. Con esas chuscadas de tu ingenio quieres ocultar tus trapisondas. ¿Pues sabes lo que te digo?, que en mi casa no puedes estar.

–No se acalore mi querido suegro. Entre paréntesis, no he pretendido que me tengan aquí por mi linda cara. Pagaré mi pupilaje... Será por pocos días, porque en cuanto me asciendan...

–¡Ascenderte!, ¿qué dices? (como si le hubiera picado un escorpión).

–¡Ay!, ¿pues usted qué se creía? ¡Qué inocente! Siempre el mismo D. Ramón, la virginal doncella. Que le traigan tila. Ya... ¿qué creía usted?, ¿que yo no soy de Dios y no debo ascender? ¿Sabe que llevo dos años de oficial primero y me corresponde el ascenso a Jefe de Negociado de tercera, por la ley de Cánovas? ¡Y usted, que tan optimista es en lo propio y tan pesimista en lo ajeno, creerá que me voy a pasar la vida escribiendo cartas, espiando la sonrisa de un Director general o quitándole motas a Cucúrbitas! No, señor mío, yo no voy al trapo rojo, sino al bulto.

–Sí, sí, lo que es a descarado no te gana nadie; y digo más... por lo mismo que no tienes vergüenza (lívido de ira y tragándose su propia amargura), consigues todo lo que quieres... El mundo es tuyo... Vengan ascensos, y ole morena.

–En cambio usted (con cruel sarcasmo), siga meciéndose en esos dulces éxtasis, siga creyendo que las mariposillas le traen la credencial, y despiértese todos los días diciendo:

«hoy, hoy será», y lea La Correspondencia por las noches con la esperanza de ver su nombre en ella.

–Te repito de una vez para siempre (deseando tener a mano una botella, tintero o palmatoria que tirarle a la cabeza), que yo no espero nada, ni pienso que me colocarán jamás. En cambio estoy convencido de que tú, tú, que acabas de defraudar al Tesoro, tendrás el premio de tu gracia, porque así es el mundo, y así está la cochina Administración... ¡Dios mío!, ¡que viva yo para ver estas cosas! (levantándose y llevándose las manos a la cabeza).

–Lo que tiene usted que hacer (con cierta fatuidad) es aprender de mí.

–¡Bonito modelo! No quiero oírte, no quiero verte ni en pintura... Adiós (marchándose y volviendo desde la puerta). Y ten entendido que yo no espero ni esto; que estoy conforme, que llevo con paciencia mi desgracia, y que no se me ocurre que me puedan colocar ahora, ni mañana, ni el siglo que viene... aunque buena falta nos hace. Pero...

–¿Pero qué?... (echándose a reír malignamente). Vamos, ¿a que le coloco yo a usted si me atufo?

–¡Tú... tú! ¡Deberte yo a ti...!

Y fue tal su indignación, que no quiso hablar más, temeroso de hacer un disparate, y pegando un portazo que estremeció la casa, huyó a su alcoba y arrojose en la inquieta superficie de su camastro, como un desesperado al mar.

Víctor se arrebujó en la manta, tratando de dormir; pero hallábase excitadísimo, más que por el altercado con su suegro, por la memoria de sucesos recientes, y no podía conciliar el sueño, no siendo tampoco extraña a este fenómeno la dureza del banco en que reposaba. La luz menguó de tal manera después de media noche, que apenas alumbraba con incierto resplandor la estancia; y en el cerebro insomne y febril de Víctor, esta penumbra y el olor a comida fiambre que flotaba en la atmósfera, se confundían en una sola impresión desagradable. Examinó punto por punto el comedor, las paredes vestidas de papel, a trozos desgarrado, a trozos sucio. En algunos sitios, particularmente junto a las puertas, la crasitud marcaba el roce de las personas; en otros se veían impresas las manos de Luisito y aun los trazos de su artístico lápiz. El techo, ahumado en la proyección de la lámpara, tenía dos o tres grietas, dibujando una inmensa M y quizás otras letras menos claras. En la pared, agujeros de clavos, de los cuales colgaron en otro tiempo láminas. Víctor, recordaba haber visto allí un reloj, que nunca había dicho esta campana es mía, y señalaba siempre una hora inverosímil; también hubo antaño bodegones al cromo con sandías y melones despanzurrados. Láminas y reloj habían desaparecido, como carga que se arroja al mar para que el barco no zozobre. El aparador subsistía; pero ¡qué viejo y qué aburrido estaba, con sus vivos negros despintados, un cristal roto, caído el copete! Dentro de él se veían algunas copas boca abajo, vinagreras con frascos desiguales, un limón muy arrugado, un molinillo de café, latas mugrientas y algunas piezas de loza. La puerta que conducía al pasillo de la cocina estaba cubierta por un pesado portier de abacá, mugriento por el borde en que lo sobaban las manos, y con una claraboya en medio, que bien pudiera servir de torno.

 

Cansado de mudar posturas, Víctor se incorporó en su lecho, que parecía un potro, y su desasosiego paró en desvarío mental. Le entraron ganas de explicarse consigo mismo, de deshacer con recriminaciones el nublado de su alma, y en voz no muy alta, pero perceptible, se expresó de este modo: «Esto es mío, estúpidos. Ratas de oficina, idos a roer expedientes. Yo valgo más que vosotros; en un día sé despabilar yo todo el trabajo del Negociado, correspondiente a un mes».

Después se echó, asustado de su propio acento. Y al poco rato, los ojos cerrados, el ceño fruncido, reprodujo en su cerebro, como ciertos sonámbulos, el caso cuya reminiscencia no podía echar de sí.

«Los consumos... ¡ah!, los consumos. Son la más ingeniosa de las invenciones. ¡Pícaros pueblos! Por no pagar, son ellos capaces de venderse al diablo... ¡Y cómo les sabe a cuerno quemado la cuenta corriente que se les lleva! Y que a mí no me joroban. Al que me cerdee, le abraso vivo. ¡Ah!, en la expedición de los apremios está el quid. Y como nunca falta un roto para un descosido, nada más fácil que ponerse de acuerdo con el interventor para formar la relación de apremios. ¡Feliz el pueblo que se escabulle de la relación, aunque tenga dos semestres en descubierto...! Señor Alcalde, entendámonos. ¿Ustedes quieren respirar? Pues yo también necesito oxígeno. Todos somos hijos de Dios... Y tú, Hacienda, ¿por qué te amontonas? ¿No te salvé yo más de seis millones que mi antecesor dio por perdidos? Pues entonces, ¿a qué ese lloriqueo de mujer arrastrada? Quien presta tan grandes servicios, ¿no merece premio? ¿No hemos de ponernos a cubierto de la ingratitud del Estado, agradeciéndonos nosotros mismos nuestros leales servicios? La recompensa es el principio de la moralidad, es la aplicación de la justicia, del derecho, del Jus, a la Administración. Un Estado ingrato, indiferente al mérito, es un Estado salvaje... Lo que yo digo: donde quiera que hay el haber de un servicio, hay el debe de una comisión. Partida por partida, esto es elemental. Yo doy al Estado con una mano seis millones que andaban trasconejados, y alargo la otra para que me suelte mi comisión... ¡Ah!, perro Estado, ladrón, indecente ¿qué querías tú? ¿Mamarte los millones y después dejarme asperges? ¡Ah!, infame, eso habrías hecho si yo me descuido. Pues te juro que por listo que tú seas, más lo soy yo. Vamos de pillo a pillo. Y tú, contribuyente, ¿por qué me pones hocico? ¿No ves que te defiendo? Pero para que tú respires es preciso que respire yo también. Si yo me ahogo, vendrá otro que te sacará el redaño.

»¡Y ese estúpido Jefe, ese animal, ese bandido que en Pontevedra se merendó la suscrición para los náufragos y en Cáceres dejó en cueros a las viudas de los mineros muertos; ese que sería capaz de tragarse la Necrópolis con todos sus difuntos, quiere formarme expediente! Pero la comprobación es muy difícil, tunante, y si me pinchas, te denunciaré, te sacaré los trapitos a la calle, con datos, con fechas, con números. Yo tengo buenos amigos, y manos blancas que me defiendan... Eso es lo que tú no me perdonas... Te come la envidia. Y por eso te revuelves contra mí ahora, tomador, que no sirviendo para afanar relojes, te metiste a empleado».

Y al cabo de un cuarto de hora, cuando parecía que había encontrado el sueño, soltó de improviso la risa, diciendo: «No me pueden probar nada. Pero aunque me lo probaran...». Por fin se durmió, y tuvo una pesadilla, semejante a otras que en los casos de agitación moral turbaban su descanso. Soñó que iba por una galería muy larga, inacabable, con paredes de espejos, que hasta lo infinito repetían su gallarda persona. Iba por aquel inmenso callejón persiguiendo a una mujer, a una dama elegante, la cual corría agitando con el rápido mover de sus pies la falda de crujiente seda. Cadalso le veía los tacones de las botas, que eran... ¡cascarones de huevo! Quién podía ser la dama, lo ignoraba; era la misma con quien soñara otra noche, y al seguirla, se decía que todo aquello era sueño, asombrándose de correr tras un fantasma, pero corriendo siempre. Por fin ponía la mano en ella, la dama se paraba y se volvía, diciéndole con voz muy ronca: «¿Por qué te empeñas en quitarme esta cómoda que llevo aquí?». En efecto, la dama llevaba en la mano una cómoda ¡de tamaño natural! y la llevaba tan desahogadamente como si fuera un portamonedas. Entonces Víctor despertaba sintiendo sobre sí un peso tal que no podía moverse, y un terror supersticioso que no sabía relacionar ni con la cómoda, ni con la dama, ni con los espejos. Todo ello era estúpido y sin ningún sentido.

Despierto, tenían más miga los sueños de Cadalso, porque toda la vida se la llevaba pensando en riquezas que no tenía, en honores y poder que deseaba, en mujeres hermosas, cuyas seducciones no le eran desconocidas, en damas elegantes y de alta alcurnia que con ardentísima curiosidad anhelaba tratar y poseer, y esta aspiración a los supremos goces de la vida, le traía siempre intranquilo, vigilante y en acecho. Devorado por el ansia de introducirse en las clases superiores de la sociedad, creía tener ya en las manos un cabo y el primer nudo de la cuerda por donde otros menos audaces habían logrado subir. ¿Cuál era este nudo? Ved aquí un secreto que por nada del mundo revelaría Cadalso a sus vulgarísimos y apocados parientes los de Villaamil.

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