El contrato didáctico

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En el mismo artículo recordábamos otra situación, en la cual, después de haber dado un problema del tipo “edad del pastor”, revelábamos a los niños que tal problema no podía resolverse, se suscitaba así la reacción de uno de ellos: «Ah, pero así no vale. Cuando el problema no se puede resolver, la docente nos lo dice. Nos lo debías decir también tú».

Parece lícito hacer varios comentarios.

Por un lado, he aquí otro ejemplo de cláusula no explícita sino creada por la usanza, por el hábito, por la costumbre. «Cuando les doy un problema que no se puede resolver, les advierto, así ponen particular atención», parece haber sugerido (quizás explícitamente) el docente a los niños de este grupo. Eso elimina cualquier factor educativo vinculado a proponer problemas imposibles. Si el docente hubiera incluso solo dicho: «Les advierto que este problema no se puede resolver; a ustedes les pregunto el por qué», habría sido ya otra situación, más educativa.

Otro comentario podría hacerse acerca del sentido que tiene la actividad didáctica de dar en clase problemas de este tipo. Si el objetivo es el de mejorar la calidad de la atención crítica y de la lectura consciente, asegurándose de que: (a) no se instaure el dogmático y restrictivo modelo general de problema evidenciado en el trabajo de Zan (1991-1992); y (b) no se instauren cláusulas no deseadas del contrato didáctico, que podrían ser nocivas;

entonces, advertir a los estudiantes en cada ocasión falsea el objetivo y anula el resultado. Lo ideal es una advertencia general preliminar, si acaso explícita, pero no específica de vez en vez: es decir el estudiante debe saber que le pueden proponer problemas imposibles para resolver y por lo tanto debe saber que será mejor tener los ojos abiertos en cada ocasión.

Resulta espontáneo introducir aquí una nota didáctico-cu­rricular: en programas ministeriales italianos del año 1985 para la escuela primaria italiana se podía leer una invitación explícita a los docentes para que plantearan a los estudiantes problemas en los que faltaran datos, que ­tuvieran datos de más o que tuvieran datos contradictorios. No se trataba de una maldad fraguada por un burócrata obtuso o insensible, sino de una solicitud para eliminar precisamente estas cláusulas nocivas del contrato didáctico y aquellas ideas malsanas acerca de los problemas escolares: como se sabe, los niños por lo general ni siquiera leen el texto de un problema, sino que se limitan a recorrerlo rápidamente, concentrándose en los datos numéricos y buscando intuir el tipo de operación necesario (sobre este punto existe una amplia bibliografía, por ejemplo la reportada en D’Amore, 1993a). Pero si los estudiantes se comportan así, algo o alguien debe haberlos inducido a este comportamiento… Existen ­cláusulas nocivas del contrato didáctico que escaparon al control crítico adulto y que, es más, parecen a veces explícitas.

Hay dos interesantes observaciones por hacer:

1 Los mismos niños, en un contexto diferente al de la clase, a la misma propuesta de problema, no dan ya necesariamente la misma respuesta, sino que ponen en evidencia la incongruencia entre los datos y el ­requerimiento.

2 Los estudiantes de un grupo diferente, en los cuales el docente ha propuesto varias veces a los estudiantes problemas de este tipo, están acostumbrados a estar vigilantes; saben que cuando el docente da un problema para resolver, se necesita analizar bien el texto. En el caso de “el problema del pastor”, los niños contestaron, después de varias sonrisas e intercambios de miradas furtivas entre ellos, con frase irónicas, evidenciando que el problema, tal cual era formulado, no se podía resolver.

Quizás vale la pena observar, de paso, que estas cláusulas y este modelo general de problema forman parte del bagaje cultural del niño también antes de la edad escolar, cuando asisten al preescolar, como hemos probado con una investigación empírica (Baldisserri et al., 1993). (Para todas las cuestiones didácticas concretas ligadas a los problemas en la escuela primaria, en las que aquí no entramos en detalle, remitimos a D’Amore, 1993a, y Martelli et al., 1993).

Para cerrar este apartado, recordamos aún el efecto “edad del capitán” que se puede pensar como una cláusula del contrato didáctico según la cual los datos numéricos presentes en el texto deben tomarse todos (mejor una y solo una vez y posiblemente en el orden en que aparecen) ­(Chevallard, 1988a, especialmente en las pp. 12-13).9

Esto explica el por qué los niños frente a problemas del tipo “del pastor” o “del capitán” no tienen otra posibilidad, ninguna salida: deben contestar usando los datos numéricos. Así, en la prueba del pastor a la que aludimos líneas arriba, los niños sintieron la necesidad de usar los datos numéricos 12 y 6. El único desconcierto era, tal vez, en la elección de la operación por realizar. Ahora, puede ser que la de la adición haya sido una elección casual; pero debe decirse que un niño particularmente vivaz, a nuestra petición de explicar por qué no hizo uso, por ejemplo, de la división, después de un instante de reflexión, explicó: «¡No, es demasiado pequeño!», refiriéndose obviamente a la edad del pastor… Esto quiere decir que una especie de control semántico existe, vigilante: ¿existirá también de manera implícita una especie de control de la coherencia entre todos los elementos en juego? ¿Puede un pastor tener solo 2 años?

Queremos también recordar otra respuesta bastante difundida y que va en la misma dirección; a la pregunta: ¿Cómo razonaste? (o semejantes), algunos niños responden que el pastor tiene 18 años porque desde que nació le regalaron un animal. Se trata, siempre, de dar coherencia a la situación, en el sentido precisado varias veces precedentemente.

Queremos también recordar que la bibliografía internacional acerca de los problemas imposibles es hoy muy rica. Tanto para tener indicaciones metodológicas, como bibliográficas, sugerimos Schubauer-Leoni y Ntamakiliro (1994).

1.3. Más ejemplos y reflexiones acerca del contrato didáctico

En D’Amore (1993a) es relatada una curiosa experiencia. Consideremos el siguiente texto:

Los 18 estudiantes de segundo año quieren hacer una excursión escolar de un día de Bologna a Verona. Deben tomar en cuenta los siguientes datos; 1. Dos de ellos no pueden pagar; 2. De Bologna a Verona hay 120 km; 3. Un autobús para 20 personas cuesta 200.000 liras al día más 500 liras por kilómetro (incluyendo los peajes). ¿Cuánto gastará cada uno?

Inútil decir que se trata de un problema complejo, que se quería efectuar realmente la programación de una excursión, que los estudiantes tendrían que haber discutido el problema y buscado la solución en grupo, etcétera. De hecho, la gran mayoría de los estudiantes, frente a la solución de este problema, por sí mismos cometían un error de manera recurrente: al calcular el gasto de los kilómetros ­recorridos, multiplicaban 500 por 120, sin tomar en cuenta el regreso. Sobre este punto existe una vasta bibliografía que tiende a justificar este hecho. Una de las justificaciones más recurrentes es una especie de olvido estratégico o afectivo: la ida a una excursión es emotivamente un momento fuerte, el regreso, por el contrario, no lo es tanto.

Para buscar entender mejor la cuestión fragmentamos el problema en varias componentes o fases, con tantas “preguntitas” parciales específicas, pero el error se repetía. ­Sugerimos entonces a algunos docentes representar las ­escenas de la ida y del regreso y dibujar los diferentes momentos de la excursión. El caso increíble que encontramos y que se describe en D’Amore (1993a) es el de un niño que dibujó un autobús y debajo de este una doble flecha: en que escribió: «Bologna - Verona 120 km», en la otra «Verona - Bologna 120 km», por lo que existe perfecta consciencia del hecho de que en una excursión existe una ida y un regreso; pero después el mismo niño, al momento de resolver, utiliza de nuevo solo el dato para la ida.

De este problema se han ocupado Castro, Locatello y Meloni (1996). Ellos han verificado cómo los niños no se sienten autorizados a usar un dato que no aparece en el texto. Encontraron niños que, en entrevistas sucesivas a la ejecución del test, puestos frente a la problemática del cálculo del gasto del regreso, afirmaron «… pero si tú querías también el regreso debías escribirlo», «el regreso no me pasó por la cabeza, no existe en el texto una frase para el regreso, era mejor ponerla»; muchos hablan de los datos, de los números: «Para resolver se deben usar los números del problema» (es decir los datos que aparecen explícitamente en el texto) (Castro, Locatello & Meloni, 1996). El análisis hecho por estos Autores es muy detallado y a este remito a quien estuviera interesado; me interesa poner en evidencia otra consideración que surge de estos estudios sobre el contrato didáctico: cuenta poco el sentido de lo pedido, lo que cuenta es hacer uso de los datos numéricos explícitamente propuestos como tales.

En este sentido se puede leer el comportamiento de los estudiantes frente a un célebre problema de Alan Schoenfeld (1987a): «Un autobús del ejercito transporta 36 soldados. Si 1128 soldados deben transportarse en autobús al campo de entrenamiento, ¿Cuántos autobuses deben usarse?». Es bien conocido que de los 45000 estudiantes de quince años estudiados por Schoenfeld, solo menos de un cuarto (el 23%) logró dar la respuesta esperada: 32. El objetivo declarado por el autor en este artículo era discutir sobre metacognición (tema sobre el cual regresaremos más adelante).

A distancia de varios años quisimos analizar de nuevo la misma situación (D’Amore & Martini, 1997) y hallamos algunas novedades. La prueba se desarrolló en varios niveles escolares, dando la libertad a los estudiantes de usar o no la calculadora. Tuvimos muchas respuestas del tipo: 31.333333 sobre todo por parte de quien usaba la calculadora; otras respuestas fueron: 31,3 y 31.3. El control semántico, cuando existe, lleva a algunos a escribir 31 (los autobuses «no se pueden partir»), pero muy pocos se sienten autorizados a escribir 32.

 

Nuestro trabajo es complejo, porque analiza varias cuestiones. Pero aquí solo queremos evidenciar algunas cláusulas de contrato didáctico:

El estudiante no se siente autorizado a escribir lo que no aparece: si incluso hace un control semántico acerca de los autobuses como objetos no divisibles en partes, eso no lo autoriza a escribir 32; existe incluso quien no se siente ­autorizado ¡ni siquiera a escribir 31! No se puede hablar simplemente de “error” por parte del estudiante, a menos que no se entienda por este la incapacidad de controlar, una vez obtenida la respuesta, si es semánticamente coherente con la pregunta propuesta; pero entonces se activa otro mecanismo: el estudiante no está dispuesto a admitir el haber cometido un error y prefiere hablar de un “truco”, de una “trampa”; para el estudiante un error matemático o en matemática, es un error de cálculo o asimilable a un error de cálculo, no de tipo semántico.

Una cláusula del contrato didáctico que entra en juego es la que llamamos: de delegación formal; el estudiante lee el texto, decide que la operación a efectuar es la división y que los números con los cuales debe operar son, en ese orden, 1128 y 36; a este punto aparece la cláusula de la delegación formal: ya no le corresponde al estudiante razonar y controlar; sea que haga los cálculos a mano, tanto más si se hace uso de la calculadora, se instaura la cláusula de delegación formal que lleva al estudiante a desentenderse de las ­facultades racionales, críticas, de control: el empeño del estudiante se terminó y ahora es responsabilidad del algoritmo o mejor aún de la máquina; la tarea sucesiva del estudiante será la de transcribir el resultado, cualquier cosa sea y sin importar lo que esta signifique.

Por otra parte, que el estudiante no tenga interés en controlar las incoherencias internas de su propia operatoria ha sido ya muchas veces puesto en evidencia por la ­investigación internacional; véanse al respecto los trabajos de Schoenfeld (1985), Tirosh (1990), Tsamir y Tirosh (1997), D’Amore y Martini (1998).

1.4. Un ulterior ejemplo

Estudios profundos acerca del contrato didáctico han permitido revelar precisamente que los niños y los jóvenes tienen expectativas particulares, esquemas generales, comportamientos que nada tienen que ver en estricto sentido con la matemática, pero que dependen del contrato didáctico instaurado en clase.

Veamos un ulterior ejemplo, aún relativo a una investigación sobre los problemas con falta de datos y sobre las actitudes de los estudiantes frente a problemas de este tipo (D’Amore & Sandri, 1988). Se presenta un texto propuesto en 3º grado de escuela primaria (estudiantes de 8-9 años) y en 7° grado (estudiantes de 12-13 años): «Giovanna y Paola van al mercado; Giovanna gasta ١٠٠٠٠ liras y Paola gasta 20000 liras. Al final ¿Quién tiene más dinero en la bolsa, Giovanna o Paola?».

He aquí un prototipo del patrón de respuestas más difundidas en 3º grado de primaria; escogemos el protocolo de respuesta de Stefanía, que citamos exactamente como lo redactó la estudiante:

Stefanía:

En la bolsa le queda más dinero a Giovanna

30 – 10 = 20

10 × 10 = 100

La respuesta «Giovanna» (58.4% de tales respuestas en 3º grado de escuela primaria) se justifica por el hecho que (como ya hemos abundantemente ilustrado) el estudiante considera que, si el docente da un problema, debe poderse resolver; por lo que, aunque se debiese dar cuenta que falta el dato de la cantidad inicial, se lo inventa implícitamente como sigue: «Este problema debe poder resolverse; por lo que, quizás Giovanna y Paola salieron con la misma cantidad». En ese caso la respuesta es correcta: Giovanna gasta menos y por lo tanto le queda más dinero, y eso justifica la primera parte escrita (en palabras) de la respuesta de Stefania. Después de esto se activa otro mecanismo ligado a otra cláusula (del tipo: imagen de la matemática, expectativas presupuestas por parte del docente): «No puede bastar esto, en matemática se debe siempre calcular, la docente lo espera de seguro». A ese punto, el control crítico fracasa y, como hemos visto, cualquier cálculo está bien…

Hemos llamado a esta cláusula del contrato didáctico: exigencia de la justificación formal (EJF), estudiándola en varios detalles.

Tal cláusula Ejf se manifiesta frecuentemente también en la escuela secundaria (de 6° a 8° grado). El porcentaje de respuestas «Giovanna» baja del 58.4% (de 3º grado de escuela primaria) al 24.4% (7° grado); pero solo el 63.5% de los estudiantes de 7° grado revela en algún modo la imposibilidad de dar una respuesta; por lo que el 36.5% da una respuesta: más de la tercera parte de cada grupo.

He aquí un prototipo de respuesta dada al mismo problema en 7° grado; seleccionamos el protocolo de respuesta de una estudiante, reportándolo exactamente como la produjo.

Silvia:

Para mí, quien tiene más dinero en la bolsa es Giovanna [después corregido a Paola]

Porque:

Giovanna gasta 10.000 mientras que Paola gasta 20.000


10.000Giovanna20.00Paola
20000-10000=1000010000 + 10000 = 20000
dinero de Giovannadinero de Paola

En el protocolo de Silvia se reconocen en acción las mismas cláusulas del contrato didáctico puestas en marcha en el protocolo de Stefania, pero su análisis es más complejo. En primer lugar, se nota un intento de organización lógica y formal más elaborado. Silvia al inicio escribe «Giovanna» porque razonó como Stefania; pero, después, a causa de la cláusula de EJF, considera tener que producir cálculos; es probable que Silvia se dé cuenta, aunque en modo confuso, que las operaciones que está haciendo se hallan desligadas del problema, las hace solo porque considera tener que hacer algún cálculo. Pero, por cuanto absurdas, termina con asumir tales operaciones como si fueran plausibles; tan es así que, dado que de estos cálculos insensatos obtiene un resultado que contrasta con el dado de forma intuitiva, a este punto prefiere violentar su propia intuición y acepta lo que obtuvo por «vía formal». Los cálculos le dan «Paola» como respuesta y no «Giovanna», como había intuitivamente supuesto al inicio; y por lo tanto cancela «Giovanna» y en su lugar escribe «Paola». No solo la nociva cláusula del contrato didáctico, sobre todo la cláusula EJF, sino también una imagen formal (vacía, nociva) de la matemática ha ganado, derrotando la razón.

Desde nuestro punto de vista este ­ejemplo se revela más bien interesante, en su sencillez, porque en las respuestas dadas por los estudiantes son evidentes, incluso, los signos de la costumbre que se citaba anteriormente (Balacheff, 1988a).

1.5. Diferentes acercamientos a la idea de contrato didáctico

Podemos pensar el contrato didáctico como un ­conjunto de reglas con verdaderas y propias cláusulas, la mayoría de las veces no explícitas y muchas veces –incluso-, no ­realmente existentes, sino creadas por las mentes de los ­personajes involucrados en la acción didáctica, para volver coherente un modelo de escuela, o de vida escolar, o de saber. Estas cláusulas organizan las relaciones entre el ­contenido enseñado, los estudiantes, el docente y las ­expectativas ­(generales o específicas), en el interior del grupo en las clases de matemática.

Otra forma de ver las cosas, también, para comprender mejor los vínculos entre docente, estudiante y saber, nos la ofrece Chevallard (1988b):

Concretamente, docente y estudiantes se hallan juntos (al inicio del año) alrededor de un saber precisamente establecido (por el programa anual). Contrato de enseñanza (que obliga al docente), contrato de aprendizaje (que obliga al estudiante), se sabe que el contrato didáctico “obliga” ­también al saber: está aquí todo el tema de la transposición didáctica del saber que he ya desarrollado en otro momento.10 Además y sobre todo, las cláusulas del contrato organizan las relaciones que estudiantes y docente establecen con el saber. El contrato regula detalladamente la cuestión. Toda noción enseñada, toda tarea propuesta se halla sometida a su legislación.

Ahora, con el pasar de los años, el contrato didáctico, a partir de su idea original, ha sido más y más veces reinterpretado por varios autores, a veces, como declara también Sarrazy (1995), con modalidades y acercamientos incluso muy diferentes entre ellas; algunos de ellos, debe decirse que son más bien diferentes de la idea original, pero forman ahora parte de la literatura.

Podemos distinguir una aproximación antropológica, en la cual «el contrato didáctico se considera muchas veces como un acto simbólico por medio del cual el niño se ­convierte en sujeto didáctico al interior de la institución escolar» ­(Sarrazy, 1995).11 Esta aproximación tiene como ­válido exponente a Chevallard, el cual escribe (1988b) que «el primer contrato didáctico es un contrato social, el origen del cual se sitúa en el proyecto social de enseñanza» y por lo tanto llama en causa no solo al estudiante, al docente y a la institución, sino también al saber por enseñar. Sobre este punto fundamental insiste mucho también ­Blanchard-Laville (1989): «El contrato didáctico no es un contrato pedagógico general. Éste depende estrictamente de los conocimientos en juego».

La necesidad de hallar no solo intersecciones comunes sino también diferencias específicas entre contrato didáctico y contrato pedagógico, ha impulsado a formular las ideas de meta-contrato y de costumbre, hábito, usanza (coutume).

El meta-contrato se define como «el conjunto de las cláusulas que administran, en un dado campo, toda adhesión a un contrato y que aseguran su eficacia, sin importar cuáles son los contenidos particulares» (Chevallard, 1988a, p. 58).

Dicho en otras palabras, se trata de identificar lo que «más allá de las rupturas de contratos sucesivos y de sus contenidos específicos, quedaba sin variación y permitía la progresión didáctica» (Sarrazy, 1995).12

El hábito fue introducido por Balacheff (1988a) a propósito de un estudio sobre una idea extremadamente difundida entre los estudiantes (se trata en modo específico de lo siguiente: entre más grande es un triángulo, más grande es la suma de las amplitudes de sus ángulos internos). Al examinar las variaciones en la negociación sobre el contrato didáctico en una actividad vinculada a la discusión sobre tal idea, Balacheff afirma haber notado en el grupo, en el que había explicitado las reglas de funcionamiento social, que tales reglas parecían derivar de un orden más profundo y más permanente de las ligadas al contrato didáctico como si existiese un hábito, es decir «un conjunto de prácticas obligatorias […] de manera de actuar establecida por el uso; la mayor parte de las veces implícitamente» (Balacheff, 1988a, p. 21).

Esta idea tiene gran relevancia porque explica la estabilidad que se puede observar en clase, cuando se cambian contratos (por ejemplo si se pasa de situaciones didácticas a situaciones a-didácticas) o si se cambian algunas cláusulas del contrato.

Señalamos ahora lo que Sarrazy llama una aproximación del contrato didáctico hacia la ingeniería didáctica. Por ingeniería didáctica se entiende un «medio de acción sobre el sistema de enseñanza, como una metodología de investigación» (Sarrazy, 1995). En este sentido «la ingeniería didáctica se constituye como una metodología de investigación que se aplica tanto a los productos de enseñanza basados o derivados de ella; como a la metodología de investigación para guiar las experimentaciones en clase» (Farfán ­Márquez, 1997, p. 13).

Este acercamiento el contrato didáctico parece tender a ser un medio para integrar las acciones del docente al análisis didáctico (Douady, Artigue & Comiti, 1987).

Distinguimos ahora un acercamiento psicosociológico del contrato didáctico; se usa remitir este tipo de estudios a Brossard (1981), quien observó cómo existían ciertos estudiantes más hábiles en decodificar las intenciones del docente, anticipando con mayor eficacia sus preguntas. Esto ha incitado a análisis diferenciales del contrato, a acentuar los procesos inter e intra-individuales de la adquisición de los conocimientos, buscando integrar:

 

 el papel del sujeto en la situación de interacción ­(Drozda-Senkowska, 1992);

 la naturaleza del objeto mismo sobre el cual se basa la interacción (Schubauer-Leoni, 1986, 1988a, 1988b, 1989);

 el contexto de la ­interacción (entendido como lugar ­físico o simbólico) (Krummehuer, 1988).

Distinguimos ahora una aproximación al contrato didáctico a través de paradigma etnográfico. Tal acercamiento se ocupa de los hechos que suceden en actividades ­didácticas, tal «como aparecen, por ellos mismos, buscando ­describirlos, entenderlos, confrontarlos y explicarlos, sin ­basar en ellos un juicio normativo y sin pensar necesariamente en la ­aplicación» (Erny, 1991).

El salón de clase se ve, entonces, como un lugar de acciones y relaciones, una de las cuales es aprender, pero no es la única. Es entonces necesario que el estudiante aprenda –sí-, pero sobre todo que aprenda su «oficio de estudiante» ­(Sirota, 1993; Perrenoud, 1994). Nos hallamos en pleno ambiente etnográfico: las relaciones entre análisis, conducidas en este tipo de ambiente, y el contrato didáctico se hallan evidenciadas por Coulon (1988) y Marchive (1995). Aún en las múltiples diferencias en este tipo de acercamiento entre los diferentes autores (subrayadas con abundancia de particulares por Sarrazy, 1995), la constante es que el estudiante se considera un actor que participa en la interpretación de la cultura y que vive y determina el contexto en el cual ­actúa.

Esto nos lleva a tomar en gran consideración, en este acercamiento, el así llamado currículo oculto y su divergencia con respecto al currículo prescrito en la práctica ­didáctica (Perrenoud, 1988, 1994).13

Además de los estudios en los cuales el contrato didáctico se refiere al saber, el docente y el grupo entendidos en su colectivo, existen autores que han examinado contratos, por así decirlo, individuales. Supongamos que identificamos una dificultad escolar en la siguiente motivación: hay una diferencia entre las expectativas implícitas del docente y el comportamiento de los estudiantes, de un determinado estudiante; estando así las cosas, bastaría explicitar a este solo estudiante las expectativas que el docente tiene sobre él, el comportamiento que se espera que él siga:

«Es indispensable por lo tanto sustituir aquí, al contrato tácito y único que ligaba al docente con todo el grupo, por los contratos individuales y diversificados que comprometen a cada estudiante, precisando exactamente lo que ­esperamos de ellos y las ayudas con las que pueden contar» (Meirieu, 1985, p. 156).

Algunos de los estudios en este sector, han ­llevado a ­desa­rrollar una especie de guías metacognitivas ­(Cauzinille-

Mar­­meche & Weil-Barais, 1989; Paour, 1988; ­Colomb, 1991; Peltier, Bia & Maréchal, 1995).

Lo que queríamos presentar tanto en los ejemplos de los párrafos precedentes como en el rápido e incompleto carrusel contenido en este apartado, era un panorama de las increíbles diferencias y de la enorme variedad que se ­encuentra hoy en día en la literatura el término ­“contrato didáctico”. Desde nuestro punto de vista, un investigador que busca servirse de este instrumento debe cumplir una elección terminológica, en un cierto sentido debe tomar una posición, declarando explícitamente a qué significado se ­refiere cuando usa este término. Para poder hacer esta elección, obviamente, se necesita conocer las diferentes gradaciones semánticas posibles.

1.6. El contrato experimental

Los estudios sobre el contrato didáctico, prácticamente cultivados en todo el mundo, se están revelando muy fructíferos y han dado, en muy pocos años, resultados de gran interés que cada vez más nos están haciendo conocer la epistemología del aprendizaje matemático.

Cuando se habla de contrato didáctico, en realidad, como hemos visto, se debe hablar también de una situación de clase, de un particular argumento matemático, objeto del contrato; en resumidas cuentas, de una interacción entre estudiante, docente y, precisamente, objeto del saber.

Pero cuando un investigador hace investigación en el aula, en los hechos se tiene una modificación sustancial de todo el aparato. ¿Quién nos asegura que las respuestas de los estudiantes se deben aún considerar fruto de cláusulas del contrato didáctico? Dado que cambiaron las condiciones, es indiscutible que se trata de una situación del todo diferente. Cierto, se tiende a suponer que el estudiante ­identifica de cualquier forma al investigador con un adulto de la…, categoría de los docentes, pero esto no basta.

Las respuestas de los estudiantes al experimentador, tanto más si el objeto matemático no es objeto estándar de clase, parecen más ligadas a cláusulas de un contrato experimental que no al de un contrato didáctico, aunque parece obvio que existen vínculos muy fuertes entre las dos cosas.

Incluso, es necesario decir que no siempre se requiere que el experimentador sea una persona del todo externa al grupo. No se excluye que el docente se presente al grupo con un papel momentáneo no de docente, sino de investigador, declarando explícitamente que la actividad sucesiva tiene como objeto no una evaluación, sino una investigación.

Una situación similar es más que posible en varios países, y en particular en Italia, donde cada vez más se difunde la figura del docente-investigador (por ejemplo los docentes que forman parte de los Núcleos de Investigación Didáctica de los departamentos de matemática de las universidades), cuando estos hacen investigación con su propio grupo de clase.

Por lo tanto, el contrato experimental puede instaurarse incluso cuando la situación de clase, vista desde el exterior, parece ser la usual, mientras que en cambio no lo es del todo, por explícito que sea el requerimiento del docente.

Este tipo de problemática ha sido puesta en evidencia por María Luísa Schubauer-Leoni que sobre este punto ha dedicado fructíferos estudios (Schubauer-Leoni, 1988b, 1989; Schubauer-Leoni & Ntamakiliro, 1994). Tomamos prestado un largo y claro fragmento del artículo de 1994:

En un contexto de investigación como aquel representado por un cara a cara entre el experimentador y el estudiante a propósito de la resolución de un problema, la comunicación que se establece entre los dos seres humanos de frente se hace en el respeto (o en la ruptura) de ciertas reglas tácitas cuyas características principales y perennes reconducen […] a los principios de pertinencia, de coherencia, de reciprocidad y de influencia […]. Algunas de tales reglas de carácter general se hallan en obra al mismo tiempo tanto en un marco de contrato didáctico como en uno de contrato ­experimental. […] En efecto se ha insistido en otros lados […] sobre el hecho que la diferenciación entre contrato didáctico y contrato experimental se halla esencialmente en las intenciones y en las finalidades tácitas atribuidas a la situación por parte del actor que se halla en la posición alta (el experimentador o el docente). En lo que respecta al estudiante, éste tendría la tendencia a reconducirle significado a las reglas del contrato didáctico del cual tiene una experiencia en lo cotidiano y eso aunque el adulto que tiene en frente haya previamente construido su preguntar como relevante en un contrato experimental […]. El estudio del funcionamiento del estudiante en situación experimental se revela por lo tanto particularmente delicado dado que se trata de identificar los significados atribuidos por el estudiante y por el experimentador en función de los contratos a los cuales cada uno se refiere tácitamente. Es así posible que en ciertos casos se asista a malentendidos que residen esencialmente en la no coincidencia de los mundos de referencia de cada uno. Por lo que el estudio de lo que sucede en el contexto de una sesión experimental debe poder explicar la articulación entre las reglas del contrato experimental así como fueron puestas en obra por el experimentador y la reglas del contrato didáctico transportadas, por otra parte, por la práctica escolar, tal cual fueron importadas a la sesión por parte del estudiante.

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