Los números del amor

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II.

Carmen

Carmen era la menor de tres hermanos y la única mujer. Se había criado en un ambiente de amor, concordia y unión familiar. Fue una amiga de una amiga quien los presentó. Aunque él le llevaba cinco años, igual se las arregló para cortejarla. Un año después, Eduardo obtuvo la beca y le propuso matrimonio. Carmen aceptó de inmediato, pero requería la autorización de sus padres, pues era menor de edad. Se armó de valor y le pidió formalmente una reunión a don Juan, el padre de Carmen. Creía tener alguna ventaja, pues se había ganado el corazón de doña Pilar.

El día de la cita, Eduardo era un nudo de nervios, se probó varias corbatas y se puso mucha colonia que había tomado prestada de su papá. Al llegar a la casa, respiró profundo y tocó el timbre. Saludó con la mejor de sus sonrisas a la señora Pilar y le dio un beso nervioso a su futura novia.

—Pasa, de inmediato llamo a Juan —dijo Pilar.

En el salón sentía que las paredes se le venían encima y que el trinche con la porcelana caería sobre él y aplastaría su humanidad entera.

—Tranquilo —le dijo Carmen—, ya hablé con mi mamá y nos apoya, todo va a salir bien. Mi papá es un hombre un tanto chapado a la antigua, pero de buen corazón.

Tan pronto vio entrar a don Juan, sintió que las piernas le flaqueaban, y como pudo se paró y le extendió la mano.

—Aquí estamos, dígame joven a qué se debe tanto misterio —dijo Juan.

—Lo que pasa señor...

—¿Si? —lo interrumpió Juan.

—Lo que pasa es que yo venía a…

—Vamos, hombre —lo alentó Juan—, hable con confianza.

—Gracias, es que yo, es que yo… venía a pedirle la mano de Carmencita. La verdad es que nos queremos mucho y tenemos planes de casarnos en unos dos meses más.

—¿Qué está diciendo?, ¿no sabe que la niña es menor de edad? y, además, ustedes llevan muy poco tiempo en su relación.

—Sí, lo sé, señor, pero como me gané la beca...

—Ah —dijo Juan—, sí, la beca. Ya nos había contado nuestra hija. Felicitaciones, parece que es muy importante.

—Gracias —dijo Eduardo.

—Yo creo que lo mejor sería que usted vaya a Estados Unidos a realizar sus estudios y, a su vuelta, se pueden casar. Por lo demás, no será la primera ni la última pareja que continúe su noviazgo a la distancia.

—Pero, papá —dijo Carmen—, nosotros nos queremos y estoy segura de que con Eduardo seré inmensamente feliz.

—Niña —contestó Juan mirándola con dulzura—, aún eres muy joven para entenderlo. Casarse es un asunto muy serio y yo pienso que este tiempo que estarán separados les va a servir a los dos para reafirmar su compromiso. En verdad te digo que esto lo hago por tu bien. Yo solo quiero que sean felices y que no se precipiten. El tiempo pasa rápido y entre escribir las cartas que le enviarás a tu prometido y leer sus respuestas, sin darte cuenta llegará el día del matrimonio.

Al oír a su papá, la cara de Carmen cambió por completo, las facciones que mostraban ilusión, ahora reflejaban angustia. Quería muchísimo a su padre, pero no entendía la negativa, así es que se paró y tomando las manos de su progenitor, con voz suplicante le rogó que diera su sí. A Juan casi se le partió el corazón y, como pudo, reiteró la negativa. La joven miró a su madre y Pilar comprendió que era el momento de intervenir.

—Juan —dijo Pilar—, tal vez debiéramos conversar un poco más y darle otra vuelta al asunto.

—Pero, mijita, ¿para qué les da esperanza? Usted ya me conoce. Cuando digo no, es no.

—Está bien, pero están enamorados. Yo conozco a mi hija, tal vez sea muy joven, sin embargo, es una mujer muy madura, ya verás que el tiempo me dará la razón.

Eduardo, que había estado callado, intervino.

—Don Juan, se lo prometo, puede confiar en mí, no lo voy a defraudar.

—No se trata de eso, joven, solo les pido un poco de prudencia.

En ese momento el rostro de Carmen reflejaba rabia e impotencia.

—¡No le digas joven, se llama Eduardo! —aulló.

La situación comenzó a salirse de control, hablaban todos a la vez y nadie se escuchaba, todos querían imponer su punto de vista, hasta que de pronto Juan dio un golpe con la mano abierta sobre la mesa de centro y gritó:

—¡Basta! La discusión ha terminado, se harán las cosas como ya dije.

—¡Nada de nada! —gritó Carmen.

Juan y Pilar no lo podían creer. Era la primera vez que veían a su hija dirigirse de esa manera hacia ellos. Carmen le imploró a su papá que reconsiderara su decisión y, al no conseguirlo, se retiró llorando a mares para encerrarse en su dormitorio.

Los días que vinieron fueron de mucha preocupación. Carmen no volvió a salir de su pieza, apenas se dejaba ver por su madre y un poco más por Mirta, la nana que la había criado. Comía poco, dormía menos y por las noches se escuchaba en la casa un lamento que enfermaba a cuantos lo oían. Para Juan las cosas se pusieron aún más difíciles. Creía que hacía lo correcto, pero flaqueaba frente al dolor de su hija y la indiferencia de Pilar y Mirta.

En su desesperación, Carmen le escribió una carta a su amado, la que envió por medio de Mirta.

Eduardo de mi corazón:

Aquí estoy, amado mío. Amándote en silencio, besándote, acariciándote, susurrando en tu oído tantas cosas que brotan de mi mente. Ya no puedo más, me quiero morir y me angustio de solo pensar en lo que tú estás sufriendo, ya que nada me importa de mí. Tú y nadie más que tú son el motivo de mi existencia. Perdona por no haberte recibido estos últimos días y es que no quiero que me veas así. Creo que me estoy volviendo loca y no soportaré el tiempo de tu ausencia en mi vida. Conozco muy bien a mi papá y él no va a cambiar, de manera que debemos terminar.

He pensado mucho antes de escribir estas líneas, y creo que por tu bien, tengo que romper la relación, aunque esta decisión termine por romper mi corazón.

No insistas más. El futuro es tuyo y siento que encontrarás allá una gringa que te hará muy feliz.

Tengo que dejarte, tengo que dejarte.

Por siempre tuya,

Carmen

Tan pronto leyó la carta, Eduardo voló hacia la casa de Carmen. Al llegar al lugar, golpeó sin cesar la puerta, y apenas se topó con Pilar, le lanzó la carta y entró corriendo al dormitorio de Carmen, derribó la puerta, encontrándola plácidamente dormida. Se acercó a ella, le tomó la mano y al remecerla con desesperación, la despertó. Carmen, como si volviera de un sueño, lo besó en los labios con exquisita dulzura.

Eduardo no entendía nada. Fue ahí cuando llegó Pilar y de inmediato puso las cosas en orden.

—¡Mirta, niña! Llama al doctor García ahora ya. Hace tiempo que lo deberíamos haber hecho.

Apenas el doctor terminó de examinar a Carmen, y casi al cerrar la puerta de la habitación, Pilar lo enfrentó.

—¿Y, doctor? —dijo.

—La joven está perfectamente. Dele un caldo de pollo y se recuperará. Solo tiene una pena de amor y pienso que está solucionado; es cosa de verla, pues el joven que la acompaña no deja de acariciarla, es el remedio indicado. L’ amour —balbuceó.

Pilar dejó a Mirta al cuidado de los novios y ráudamente se dirigió al centro, lugar donde trabajaba Juan, quien se sorprendió al verla llegar, pues no era una actitud propia de ella. Lo que conversaron duró segundos. Si bien Juan era duro, Pilar era categórica.

Al fin de ese día, y sentados en la mesa, Juan dio formalmente su consentimiento. Habría boda en pocas semanas. Todos tenían mucho por hacer. Pero Juan nunca diría la razón de su negativa: desconfiaba de Eduardo.

III.

Boston, Estados Unidos

(Primeros días de 1962)

Eduardo arribó a la cuidad junto a su señora, Carmen. En su equipaje se podían enumerar las prendas que llevaban, no así sus ilusiones, que no cabían en ninguna maleta. En cuanto a Carmen, su objetivo era hacer feliz a Eduardo y formar una familia. Su única preocupación era Eduardo, se ocuparía de hacerlo feliz y de vivir para él.

Boston los recibió con un frío invernal del cual no tenían idea que pudiera existir. Ambos pensaban en lo distinto que era de su Chile natal y se maravillaban con todo, en especial con la conducta de las personas que no escupían sobre las veredas. ¡Qué diferencia había con la patria!, donde sus compatriotas lanzaban grandes gargajos, haciendo además ruidos preparatorios sin ninguna vergüenza y como si fuese lo más natural del mundo, además de botar papeles, envases de cajetillas de cigarro y otra clase de envoltorios en las calles; en Boston, los tiraban invariablemente en los tarros de basura.

Aunque las clases del posgrado comenzarían en varios meses más, la beca contemplaba un tiempo previo para que Eduardo alcanzara un nivel adecuado de inglés. Aprovecharon esos meses al máximo, logrando adecuarse a su nuevo estilo de vida.

Vibraron cuando en febrero del 62 el astronauta John Glenn orbitó en el espacio. Siguieron la noticia por los reportes radiales durante la travesía de casi cinco horas. Se aficionaron a la música norteamericana, en especial a la de un cantante que hacía sus primeras incursiones, Bob Dylan, y juntos cantaban sus canciones como si hubiesen sido compuestas solo para ellos. Siguieron, como toda la ciudad, la campaña de los Boston Celtic, que definieron su paso a la final en el último partido jugado en casa, venciendo a los Warriors de Philadelphia por solo dos puntos de diferencia. La misma situación y de igual manera se produjo con la obtención del campeonato, solo que esa vez los Lakers de Los Ángeles fueron los derrotados. Ese 5 de abril, y en plena celebración callejera, se lo toparon. Lo escucharon hablando con otros en un inglés muy rudimentario y con un acento típico de los argentinos porteños. Sin temor a equivocarse, Eduardo le habló en español.

 

—Eh, amigo, ¿qué tal?

El argentino se hizo el desentendido y no le respondió. Eduardo volvió a insistir varias veces, exasperando a su mujer, quien lo indujo a guardar silencio. La escena no pasó inadvertida para el de Buenos Aires y, dado que Carmen era una mujer atractiva, contestó:

—Decime.

—¿Eres argentino? —preguntó Eduardo.

—Se me nota —contestó el Che.

—Bueno, sí, un poco.

—Y vos, ¿chilenito, no?

—Sí, claro, parece que también se me nota. Eduardo Salas y mi esposa, Carmen. Mucho gusto.

El Che fue la primera persona con la cual entablaron una relación más cercana. Carmen pensaba que era un caballero galante y encantador. Eduardo solo lo tragaba, pues le molestaba su carácter, ya que el tipo se expresaba como si todo lo supiese. Lo que sabía lo decía con mucha propiedad y lo que desconocía lo inventaba. Carmen no entendía mucho por qué lo seguían viendo, hasta que Eduardo le aclaró que el Che tenía conexiones para escuchar los partidos del mundial de fútbol que se jugaba en Chile ese año. Eduardo disfrutó las felicitaciones del argentino frente a cada triunfo chileno. Cuando terminó el mundial lo dejaron de ver y la relación se esfumó tan rápido como se había iniciado.

A poco de entrar a la universidad, Eduardo se destacó frente a sus profesores y sus compañeros, quienes se dieron cuenta de que el chileno era un matemático neto, que le daba vida a la disciplina. En sus hipótesis y ecuaciones demostrativas, las conclusiones y sus números eran verdaderas poesías de cálculo ilustrativo.

Sus compañeros de clases lo veían como un tipo muy simpático. En un principio, algunos a su espalda lo llamaban el eslabón perdido, pues no se convencían de que existiese una persona así, proveniente de un país del cual poco sabían y que rara vez hacía noticia. El diferente de la clase, Bill Rutherford, tuvo curiosidad por su popularidad y se propuso conocerlo. En poco tiempo entablaron una amistad que se acrecentó cuando Bill conoció a Carmen. Bill escondía celosamente su secreto. No estaba seguro de revelarse, meditó bastante hasta que al final decidió invitar a los chilenos a cenar a su casa. El departamento de Rutherford era el típico de un joven universitario.

—Bill, esto te tiene que haber costado una fortuna. Langosta de Maine, champagne francés… —dijo Eduardo sorprendido.

—Era lo menos que podía hacer. Ustedes son mis amigos —dijo Bill.

—No hay duda de eso, pero te gastaste un dineral —afirmó Eduardo.

—Esto lo hice a propósito ya que tengo que contarles algo…

Carmen, que había adquirido un buen nivel de inglés, lo interrogó.

—Whaaat? I am very curious.

—La curiosidad mató al gato, como dice mi padre.

—Ya, pues —dijo Eduardo—, yo no soy ningún gato.

—A este paso, no se van a enterar nunca —replicó Bill—. Si no me interrumpen más les cuento. Yo no soy el que ustedes creen. Desde muy chico me enseñaron que el interés por el poder y el dinero de los seres humanos, podía hacerme de falsas amistades. Hace ya varios meses que nos conocemos y siento que nuestra relación es sincera, profunda y no depende de lo que yo sea. Uso el apellido de mi madre, pero en realidad mi familia paterna es...

Bill había revelado su identidad diciéndola tan rápido, como deseando no decirla. Eduardo lo precisó y al comprobar que quien estaba al frente suyo era el heredero de uno de los hombres más ricos del mundo, quedó atónito. Carmen, menos versada en estos temas, requirió una mayor aclaración. Después de unos minutos, Bill continuó:

—Se dan cuenta de que si han reaccionado así siendo mis amigos, no podría imaginar cómo me habrían tratado si hubiesen conocido antes mi identidad. Jamás hubiera estado seguro de su amistad.

—¿Pero qué viste en nosotros? —preguntó Eduardo.

—En ti, Eduardo, un tipo simpático, muy entretenido, un buen conversador, culto y un genio de las matemáticas. En cuanto a Carmencita, bondad pura, belleza y una sencillez que solo he visto en una persona, mi madre. No hay duda de que tienes mucha suerte de tenerla a tu lado, Eduardo.

Eduardo esbozó una sonrisa y Carmen se ruborizó.

Bill se alegró porque desde ahora ya no tenía nada que esconderles. Abrió una botella de un fino licor, les sirvió y levantó su copa.

—Un brindis por nuestra amistad, y que se mantenga a lo largo de nuestras vidas —dijo.

—Cheers! —dijeron todos.

Lo que vino después fue un tiempo de mucha alegría para los esposos chilenos. Disfrutaron algunos fines de semana visitando la casa de los padres de Rutherford.

Eduardo, además, se hizo amigo de otro de sus compañeros, Patrick Head. Su sueño era fundar un banco orientado a la administración financiera de clientes con altos patrimonios. Carmen y Bill no lo soportaban, en cambio, a Eduardo le fascinaba escucharlo. Eran compañeros en la clase de matemáticas financieras. La clase había finalizado. Se dictaba los martes y ese día almorzaban juntos.

—¿Por qué un banco de inversiones? —preguntó Eduardo.

—El banco es un negocio que te rinde los 365 días del año y las 24 horas del día. Mientras te vas a dormir, el taxímetro de los intereses por los préstamos no se detiene. El dinero no reconoce la luz del día o la oscuridad de la noche, solo se multiplica en un proceso continuo. Sin embargo, el dinero es asustadizo y cuando soplan vientos tormentosos hay que proporcionarle un refugio. Todo tiene un ciclo y a lo largo de la historia se suelen repetir. Si los estudias, trabajas duro y observas e interpretas con prolijidad las señales que da el mercado, es muy probable que un banco de inversiones sea exitoso.

—Pero un banco requiere de mucho capital —dijo Eduardo.

—Ese es otro punto a favor. Mi banco de inversiones no otorgará préstamos, solo va a administrar el dinero que pongan los clientes. El mundo está cambiando, algunas personas se están haciendo cada vez más ricas y tendrán que rentabilizar su dinero, y es ahí donde entra el banco ofreciéndoles alternativas de inversión. Como ves, el capital lo pondrán los clientes.

—Comisión, capital —dijo Eduardo—. Probablemente los clientes van a reclamar cuando les quites un pedazo de su inversión. Ahora, si pierden, ni hablar. Y en cuanto al capital, vas a necesitarlo para infraestructura, gastos de operación y el que te requiera la autoridad para operar.

—Tienes razón en cuanto al capital, pero su monto es infinitamente inferior al de un banco tradicional. La comisión no será importante si los clientes obtienen una buena ganancia, la pagarán felices —explicó Patrick.

—¿Y cómo sabrás aconsejar a los clientes? —preguntó Eduardo.

—Estudiando y leyendo mucho, como ya te dije, y con información.

—¿Información? ¿Qué tipo de información? —preguntó nuevamente Eduardo.

—La que se conoce antes que los demás. Hay maneras de obtenerla “elegantemente” —afirmó Patrick—. Bueno, te dejo. Mi clase empieza en treinta minutos.

Eduardo se quedó pensativo. No tenía dudas de que su amigo era inescrupuloso. Sin embargo, le encantaba conversar con él. Una parte de su ser se identificaba con Patrick y la otra con Bill. Tenía claro que los dos le aportaban, pero jamás los juntaría.

El tiempo transcurrió, la beca llegó a su fin y Carmen estaba embarazada. Atrás quedaba una etapa emocionante de sus vidas, tantas cosas inolvidables en todo sentido: alegrías, satisfacciones, momentos felices y otros de miedo, como ese otoño del 62 con la crisis de los misiles, que tuvo al mundo al borde de una hecatombe nuclear.

Eduardo dejaba a dos grandes amigos, Bill Rutherford y Patrick Head. Esperaba que ambos fueran parte de su futuro, pero cada uno por separado. Era el estilo de Eduardo.

IV.

Eduardo

(Chile, 1963)

Eduardo llegó muy impresionado. Al principio le costó mucho reinsertase en su país, ya que le acomodaba la forma de vida de los gringos, pero estaba obligado a hacerlo, pues las condiciones de la beca lo exigían. Volvía a ver comportamientos irracionales; los escupitajos, a la gente que botaba basura en la calle, la falta de respeto en las filas y tantas otras conductas que demostraban la falta de educación general. Estas situaciones lo deprimieron un poco y por eso rumiaba su desdicha. Venía de un mundo desarrollado y Chile estaba a años luz de tal condición.

Para Carmen, en cambio, todo era felicidad. Se encontró con su familia, traía un nuevo integrante en su vientre y había tanto que contar de su vida en Boston, los amigos que habían hecho, la cultura, etc.

El nacimiento de Sergio alegró especialmente a Juan y llenó de orgullo a Eduardo, que volvía a ser feliz. Fue el mejor periodo en la relación entre el suegro y el yerno. No cabía duda de que por el solo hecho de existir, Sergio había cambiado la atmósfera. Era una guagua saludable, que no perdonaba ninguna ocasión para amamantar. Pilar quiso poner orden en la alimentación de la criatura, ya que Carmen le daba leche sin ningún control.

—¡Suelte a ese niño que se la va a comer! —reclamaba Pilar.

—Es que lo quiero tanto, pobrecito, mi niño —contestaba Carmen, haciendo caso omiso a la advertencia de la matriarca.

Al final, Pilar impuso su criterio, pues Carmen perdió mucho fierro y el doctor le ordenó regular las horas de amamantar.

—Desde ahora al niño se le dará la papa en estos horarios.

En cuanto a Eduardo, como estaba estipulado en la beca, trabajaría para la universidad como profesor e investigador a tiempo completo los siguientes dos años. Tenía una forma de enseñar muy diferente y ello le trajo detractores y admiradores. Con todo, las clases que dictaba eran muy populares.

—Jóvenes, sabemos que la materia no desaparece, sino que se transforma. ¿Qué relación hay entre el alma, la materia y el pecado? —preguntó.

Ningún estudiante contestó, el profesor los había descolocado.

—No hay respuesta —dijo Eduardo.

La clase estaba en silencio, pero al mismo tiempo expectante.

—Los voy a ayudar un poco —dijo—. Para los que profesan la religión cristiana, los seres humanos tienen un alma que al morir se va al cielo querido o al temido infierno. Para que eso ocurra, el alma tiene que ser materia.

Un estudiante se atrevió y levantó su mano.

—¿Si?

—Profesor, como usted dice, el alma sería materia para los creyentes y nada para los no creyentes.

—Has contestado bien, y ¿qué hay del pecado? Porque, de acuerdo a la doctrina, la Iglesia católica afirma que el alma de un individuo se salva o condena si este muere sin pecado o con pecado, respectivamente. Por lo tanto, el pecado es materia, pues cambia la condición del alma.

—¿Qué piensa usted acerca de esta afirmación? —interrogó Eduardo al estudiante.

No hubo respuesta y Eduardo continuó.

—Si no sabe, se lo diré. Mi mujer es católica y cercana a un monje llamado Lucas. El monje le dijo el otro día que era primordial confesarse con un sacerdote, y que lo que hacía el cura era tomar los pecados del confesado y ofrecerlos a Dios, Él los perdonaba transformando esa inmundicia en flores perfumadas que sanaban el alma del que se estaba confesando. En conclusión, el cura no perdonaba nada, Dios lo hacía y sanaba el alma de la persona. ¿Qué piensan ustedes de eso?

Cinco muchachos levantaron la mano; ese era el propósito de las clases de Eduardo, hacerlas participativas y polémicas.

—Depende de lo que usted crea, profesor, esto es una cuestión de fe y la fe se tiene o no se tiene. Yo al menos la tengo —dijo el alumno.

—¿Cuál es su nombre?

—Arancibia —contestó el joven.

—Sr. Arancibia, tiene un punto de bonificación —sentenció Eduardo—. Ese es el punto, nunca pierdan la fe, no tengan miedo al fracaso, por más que parezca deschavetado su objetivo. Nuestro país necesita jóvenes que se atrevan a desarrollar sus proyectos. Esa es una diferencia entre Chile y Estados Unidos, por ejemplo. Allá, en el país del norte, los que tienen sueños no cesan en su empeño hasta verlos logrados. Buenas tardes. Es todo por hoy.

Al salir, Eduardo se giró y vio a sus estudiantes conversar acaloradamente. La semana siguiente nadie faltó a su clase.

—Señores —inició Eduardo—, ¿alguien me puede decir la hora?

 

—Cuatro y media, profesor —contestaron varios.

—Y usted, señor ¿me puede decir la hora? —volvió a preguntar.

—Las cuatro y media —afirmó un estudiante sorprendido.

—Y ustedes, los de atrás, la hora por favor.

—Unos segundos más de la que le dijeron por última vez —respondió uno de ellos.

—¿Nombre? —inquirió Eduardo.

—Depende, profesor, ¿me va a dar una bonificación?

—Digamos que media, que es el promedio.

El comentario produjo una risotada general.

—La hora marca nuestro tiempo, pero no de la misma manera. Por ejemplo, para una persona que está enferma o en la cárcel la hora y el tiempo son diferentes. Ella dirá un día menos para recuperarme o un día menos para mi libertad. Para el que está de vacaciones, una hora para tomarme el pisco sour, o dos horas para la puesta de sol, o tres horas para llegar al destino. Como ven, es relativo. La clase de hoy hablaremos sobre la teoría de la relatividad. El tiempo no se mide igual en el espacio…

Esta vez la clase fue un poco más densa, pero Eduardo sabía cómo conquistar a los alumnos y dejarlos motivados.

—Einstein triunfó, en parte, porque fue distinto a los demás, pensó y observó. Ustedes piensen siempre y no dejen nunca de hacerlo. Si a una persona se le cae una argolla de oro o una perla en un lavatorio de manos, lo que haría la mayoría es seguirla con la vista y tratar de atraparla. Algunas veces lo lograrán y otras no. ¿Qué es lo acertado? Ir directo al agujero y taparlo con la mano. La argolla o la perla llegará después y la persona la recuperará. Sean pacientes y adelántese a la jugada, ya que al final ustedes estarán esperando el tren y no al revés, corriendo detrás de este para alcanzarlo —les dijo Eduardo al terminar.

Lanzó un trozo de tiza que se quebró al impactar la pizarra.

—Masa, tiempo, energía, velocidad, no lo olviden —exclamó.

Esta vez no se giró. Escuchaba sus murmullos.

El prestigio de Eduardo se acrecentó, pues demostró ser un investigador muy acucioso y certero. No fue extraño que al terminar lo que le exigía la beca, la universidad le ofreciera extender su contrato, con condiciones más ventajosas; pero él tenía otros planes.

Desde su regreso, Eduardo mantuvo contacto por correo con sus amigos Patrick y Bill, y la distancia, en vez de perjudicar, acrecentó el aprecio que había entre ellos. Todos los acontecimientos que ocurrían en el país del norte eran además un motivo para escribirse. No pasó inadvertida la noticia del asesinato del presidente Kennedy, en noviembre del 63, y con gran tacto envió sendas cartas. En el caso de Bill, la carta recibida lo conmovió al punto de enseñársela a su familia. Con Patrick fue diferente.

Era el momento de hacerles una visita, los ahorros lo permitían. Carmen fue la que estuvo más contenta, se moría de ganas de ver a Bill y conocer a su prometida.

Ya en Estados Unidos, Eduardo se reunió varias veces con sus amigos.

—¿Sabes, Eduardo? —le dijo Patrick—, me he estado preguntando cuándo terminará el imperio del papel.

—¿Por qué lo dices?

—Por la cantidad de papeleos que exigen las autoridades para funcionar en mi incipiente banco de inversión. Si hasta el billete no es otra cosa que un pedazo de papel, valioso, pero, a fin de cuentas, en cuanto a la materia, un simple papel. Te agradezco tu visita y espero que con el tiempo podamos ir implementando todo lo que hemos conversado.

—Al contrario, gracias a ti. Han sido reuniones muy provechosas.

—¿Necesitas que te lleve al aeropuerto?

—No, gracias, Patrick. Ya lo tengo arreglado.

Eduardo en dos horas más asistiría a una cena de despedida que les daba Bill, tomó un taxi y regresó por Carmen. Por suerte el restaurante quedaba a pocas cuadras del hotel.

Carmen y la prometida de Bill habían congeniado muy bien, de manera que todo caminaba a la perfección.

Bill alzó su copa.

—Un brindis por ustedes y también por vuestro hijo Sergio, larga vida.

—¡Qué cariñoso! —respondió Carmen—, han sido demasiadas tus atenciones. Cuando nos visiten, tú comprendes que…

—No es necesario que lo digas. Por lo demás, la historia no recuerda a los ricos, pero sí a los estadistas, a los filántropos, a los artistas, a los inventores, en fin, a las personas que dejan huella; el dinero no las deja, solo cambia de manos. Me imagino que Eduardo ya te contó sobre el nuevo emprendimiento familiar.

—No sé nada, están muy enigmáticos ustedes dos. ¿Qué se traen? —preguntó ella.

—Veo que Eduardo es muy modesto —dijo Bill.

—¿Me van a contar o no? —preguntó Carmen.

—Yo te creía menos curiosa —insinuó irónicamente Bill.

—Tú sabes que lo soy, dilo ya.

—Hace unos meses creé una fundación con el objeto de premiar a ejecutivos y emprendedores en diferentes lugares del mundo. La idea es que esto potencie los negocios y sea una plataforma de desarrollo para los ganadores. Partimos primero en casa y luego lo implementaremos en otros países. Mi padre está de acuerdo con que nuestro siguiente paso sea Latinoamérica, pues le tiene mucho cariño a esa región. El nombre del premio es Rutherford, en honor a mi mamá. El director para América Latina es el sujeto con el que te casaste.

—¡Qué honor, Eduardo! Te lo tenías callado.

—Sí, era una sorpresa, pero Bill se me adelantó. Le prometí poner todo mi esfuerzo, en mis tiempos libres.

—Tal cual —lo interrumpió Bill, pero nosotros queremos que le dediques mucho más tiempo a este proyecto. El papá quiere hacerte una proposición.

—No me esperaba esto —comentó Eduardo—. Sabes dar sorpresas, ¡eh!

—Mañana lo hablamos, por ahora hay que concentrarse en darle el bajo a esta langosta.

El día siguiente fue sorpresivo para Eduardo, le hicieron una propuesta extremadamente generosa, que jamás se hubiese imaginado. Cuando decidió hacer el viaje, su objetivo era ser director de la fundación y llegar a un acuerdo con Patrick en la implementación del plan. Ahora, todo sería mucho más fácil.

Tiempo después, cuando Izquierdoz ya no estaba en el siquiátrico, demandó a Eduardo acusándolo de plagio por la publicación de La guerra de los números. En el pleito, Eduardo afirmó que cuando se publicó, Izquierdoz estaba en el siquiátrico y que si bien en sus visitas hablaron de muchas cosas, nada se relacionó con la publicación y que el sujeto estaba demente. Sin embargo, el testimonio de Izquierdoz daba la impresión de que decía la verdad.

Se trataba de la afirmación de una persona contra la de otra y los testigos habían caído en contradicción. Fue un comentario de Izquierdoz el que lo llevó a perder el juicio.

—Señor juez —dijo—, de obtener el dinero demandado, pondré dos servicios de lavado de automóviles donde mi tío tiene un campo.

El juez preguntó si había muchos autos en ese lugar e Izquierdoz contestó:

—No tanto.

Al no entender el juez, Izquierdoz agregó:

—Simple, señoría, si se lavan los coches a la mitad del trayecto, el lavado final será más barato, pues los autos se ensuciarán menos, ya que contarán con un lavado anterior y recorrerán un trayecto más corto.

Al final de sus días, Izquierdoz terminó en una casa de reposo, que discretamente pagó Eduardo.

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