Aplicación de los principios éticos en las psicologías

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CONFIGURACIÓN MORAL DEL INDIVIDUO: ITERACIÓN DEL YO, LA EROGENIZACIÓN DE LOS CUERPOS Y LAS IDENTIFICACIONES

Esta vía de descarga (acción específica) cobra así la función secundaria... del entendimiento, y el inicial desvalimiento del ser humano es la fuente primordial de todos los motivos morales.

FREUD (1989a, p.362)

A continuación, se presenta la propuesta freudiana sobre la complejización psíquica y moral del individuo. Para el desarrollo del tema se han tomado en cuenta, sobre todo, los textos del Proyecto de psicología (1895) (Freud, 1989a), Tres ensayos sobre teoría sexual (1905) (Freud, 1989c), Introducción del narcisismo (1914) (Freud, 1989j), Pulsiones y destino de pulsión (1915) (Freud, 1989k), El yo y el ello (1923) (Freud, 1989m), entre otros y la relectura que hace David Maldavsky (1976, 1982, 1986, 1997) de la obra freudiana, alrededor de los temas atinentes que se desarrollan.

Contrario a lo que el saber popular o los académicos mal advertidos piensan, el papel de la moral en la constitución psíquica del individuo es un tema fundamental en la teorización freudiana. Freud, en su trabajo de 1895 (Freud, 1989a), refiere la importancia que tiene el individuo auxiliador en la viabilidad del individuo desvalido, al mediarle los estímulos internos y externos mediante acciones específicas —como referimos en el epígrafe de este capítulo. En este interjuego se da la vivencia de satisfacción originaria, primer proceso de comunicación que tendrá hondas consecuencias en el desarrollo del individuo. Este estado de vulnerabilidad, de desvalimiento es considerado como la fuente de todas las mociones morales posteriores.

Para Freud (1989a; 1989i; 1989k), el neonato nace con un esquema filogenético que lo predispone, dentro de un campo de posibilidades, a procesos de complejización humana (promotores de desenlaces psíquicos) como actualización del plasma germinal. Esto implica que el recién nacido a lo primero que se enfrenta es a procesos fisicoquímicos y neurológicos, en donde hay una afluencia de estímulos y descargas hormonales que se regulan por el proceso orgánico. Los estímulos a los que se enfrenta el recién nacido son de dos tipos: endógenos y exógenos. Los primeros son continuos, sus descargas son internas; mientras que los estímulos externos son discontinuos y requieren de cierta motricidad para trasformarlos y adecuarlos a las propias necesidades. Por ejemplo, el cerrar de ojos del neonato ante la luz es un mecanismo motriz orgánico para protegerse del estímulo externo (Freud, 1989a; 1989c). Mientras que la tensión que vive el neonato cuando necesita comer o defecar, son endógenas.

Freud distingue entre necesidad y pulsión. La necesidad responde a un proceso orgánico, mientras que la pulsión será un representante psíquico de los impulsos primarios, y los emblemas de su representación serán la intensidad del estímulo y la motricidad específica hacia un objeto (Maldavsky, 1982, 1986, 1997). La pulsión además se entiende como la bisagra entre lo somático y lo psíquico. En el texto Pulsiones y destinos de pulsión, Freud (1989k) caracteriza a la pulsión bajo cuatro aspectos: como fuente, esfuerzo, meta y objeto. Las dos últimas implican procesos psíquicos para su función. La meta además conlleva la satisfacción que se logra cuando se cancela el estímulo en la fuente de tensión.

La acción específica requerida para bajar la tensión difiere dependiendo del tipo de pulsión que se trate. Por ejemplo: frente a la mamadera, el niño tiene un placer autoerótico, dado que la fuente de tensión es el mismo órgano. Es decir, satisfecha su necesidad alimenticia puede continuar recurriendo al placer del órgano. En esta reacción que atraviesa lo meramente orgánico y funcional, Freud (1989c; 1989k) añade un elemento psíquico; además de la satisfacción orgánica existe un placer del órgano.

Si bien la índole de las pulsiones tiene una especialización —de autoconservación o sexuales—, estas se manifiestan en el sujeto de forma mixta. Por ejemplo, la pulsión de saber es una mezcla de la pulsión de apoderamiento (sublimada) con la pulsión de ver. Así como la pulsión social es una mezcla de libido homosexual y agresiva, que aparece sublimada gracias a la pulsión de autoconservación. Esta mezcla pulsional se puede manifestar en el sujeto de manera armónica, enfrentada o subordinada (Maldavsky, 1982, 1986).

Freud (1989c; 1989k) propone que alcanzar el objeto de la pulsión implica un proceso de complejización que va del autoerotismo al amor objetal. Las fases de desarrollo del amor irán del autoerotismo, amor narcisista, elección homosexual, elección de un objeto hostil, elección de un objeto particular, el falo materno, hasta llegar al amor de objeto como otro.

Después de esbozar los supuestos sobre la teoría de las pulsiones, se presenta el desarrollo del preconsciente.

Es importante tener en cuenta que la organización del preconsciente se fundamenta en la teoría evolutiva del yo. El preconsciente es una estructura constitutiva del yo, así como la conciencia y los mecanismos de defensa. El preconsciente tiene diferentes funciones en el yo, entre las cuales dos son básicas: hacer conscientes los procesos endopsíquicos, en particular aquellos que derivan de las exigencias pulsionales, y comunicarse con los demás, los semejantes. Por esta segunda función, el preconsciente posee una organización que es consecuencia de la incorporación de normas consensuales que permiten el intercambio intersubjetivo y que, a su vez son determinadas por y determinantes de procesos complejizantes internos (Maldavsky, 2004).

En su tratado de Tres ensayos de teoría sexual, Freud (1989c) propone los ingredientes que van sedimentando la constitución psíquica de los niños, a saber: la vergüenza, el dolor y el asco (triada llamada por Freud “diques de la moral”). Estos elementos se van conformando gracias a que el neonato va cualificando la percepción, el sentir y el inteligir sobre sí mismo y lo externo. Este desarrollo iterativo de la acción del niño en el ejercicio de su cuerpo y en la relación con los otros va configurando un yo, una instancia que va procesando de manera más o menos autónoma.

El primer yo que refiere Freud es el yo real, el cual lo supone en el neonato y que lo enfrenta a sus propias reacciones corporales. Este yo inicialmente solo da cuenta de las reacciones intrasomáticas de tensión y distensión: si tiene hambre, frío o sed, llora; si hay una mediación de un auxiliar que responda a ese llamado, se satisface la necesidad y cede la tensión. La iteración del ser saciado en sus necesidades va haciendo una cualificación del sentir de modo que este se vuelve un afecto que no solo se regula por la tensión del órgano sino por la cualidad de lo ingerido. De modo tal, que ese yo primitivo se reconfigura en su tránsito hacia un yo placer, pues es con base en esa sensación que discrimina los estímulos internos y externos. En esa cualificación del sentir, el placer voluptuoso del cuerpo va tomando una forma propiamente humana en tanto que el órgano, al erogenizarse, se independiza de la necesidad desde la cual inició el trayecto de iteración. Desde el campo fenomenológico podríamos decir que el niño llora cuando requiere comer, pero ya satisfecha esa necesidad quizá vuelva a llorar porque requiere entretener el órgano con una mamadera, aunque no le proporcione leche sino entretenimiento placentero a la boca. En esta configuración pulsional, la psique también se complejiza de modo tal que puede recurrir al recuerdo de la sensación para acallar la necesidad.

En el yo realidad o definitivo el proceso de identificación pasa de una relación binaria a una terciaria. En los dos primeros momentos del yo la imagen de referencia es la madre. Será con la entrada a la etapa edípica que el padre tome relevancia. La configuración del yo podrá expresarse desde el yo ideal, así como desde el ideal del yo. En esta identificación y en el poder atribuido a la imagen tipo es que se sostiene el sentimiento de sí y de grandiosidad. El elemento pulsional se irá reconfigurando con énfasis distintos que van de la erogeneidad oral, anal, uretral, a la peniana.

Así pues, hay un interjuego de tres componentes en la configuración psíquica del sujeto:

1. Un yo como instancia que va adquiriendo cualificación afectiva.

2. El proceso de distancia entre el yo y el objeto de satisfacción.

3. La distancia y diferencia entre el yo y el auxiliar, la cual inicia en el apremio por la presencia del otro, en tanto imagen apropiada y que soporta el sentimiento de sí en el otro.

Y es a raíz del interjuego entre presencia y ausencia del otro y dada la maduración de los órganos, que la imagen del recuerdo sostiene ese yo prematuro. Se puede ver que en esta triada: la complejización del afecto, las funciones cognitivas y el elemento relacional, están articulados por la vivencia personal y el campo de sentido dado por el lenguaje que precede al hablante y lo preside. Es decir, la erogenización del cuerpo en la interacción con el otro va acompañado de una simbolización del mundo dada por el lenguaje, así como por la experiencia singular de cada cual. De tal modo que la palabra “mamar” “cagar–la”, “morder”, etcétera, apelan a diversas significaciones por lo vivido y escuchado.

LA PRÁCTICA PSICOANALÍTICA

Como ya hemos advertido anteriormente, en este segundo apartado del capítulo, se desarrollan las advertencias éticas que Freud propone en el ejercicio del psicoanálisis. Dado que los ideales de todo ejercicio profesional se juegan entre las estrategias de la práctica y la finalidad, el estudio de este apartado —de las obras completas de Freud— se centra en Los trabajos sobre técnica psicoanalítica, Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico y Sobre la iniciación del tratamiento, trabajos escritos de 1911 a 1915. Además, en miras de evidenciar el desarrollo teórico del pensador, se tiene en cuenta un escrito producido al final de su obra, en 1937, intitulado: Análisis terminable e interminable (Freud, 1989o). Se toman esos textos como muestra de análisis, para ilustrar al lector cómo pesquisar la propuesta ética en la práctica analítica propuesta por Freud. Se reconoce que esta presentación es parcial por reducirse a estos textos y no abordar otros escritos atinentes al tema de la ética, como la trasferencia y contratrasferencia.

 

Ya hemos visto en el apartado anterior cómo se configura en un proceso iterativo el yo y el preconsciente gracias a la erogenización del cuerpo. Esto sería imposible sin la mediación del instrumento fundamental del obrar humano: la lengua. Evidenciamos que esta teorización del yo iterativo conlleva presupuestos morales y éticos. Ya que al ponderar lo que es esperable teóricamente, a saber: que el yo se configure y se vaya robusteciendo hasta llegar al yo definitivo o a la fase fálico–genital o la sublimación identificatoria, conlleva un ideal del tipo de sujeto deseado y del ideal teórico esperado. Asimismo, en la práctica psicoanalítica podemos detectar que hay una serie de indicaciones para quien la ejerce.

La construcción del dispositivo psicoanalítico conlleva desde su instalación misma, una posición y una valoración del mundo; un habitus, un ethos profesional. Además, están las declaraciones expositivas del autor (Freud en su obra) donde determina el para qué de la práctica. Esta es la posición más consciente sobre los propios ideales de trabajo. Este último elemento es más fácil de detectar porque lo declara explícitamente, lo difícil es dilucidar cómo en la teorización y en las indicaciones de la práctica se entreteje una posición moral y ética. Ayuda mucho para poder reflexionar sobre ello, trasparentar el concepto de mundo y de individuo que hay detrás de las propuestas teóricas. Esta es la razón por lo cual se desarrolló al inicio de este capítulo la visión de mundo y de humano que tiene Freud.

A continuación, se estudian los ingredientes propios del dispositivo analítico desarrollados en los textos–muestra que presentamos más adelante. Se entiende con Georges Lapassade (1979) que el dispositivo es un ceremonial, bajo un conjunto de accesorios, como el diván, el sillón, el analista, los horarios, los reglamentos, las sesiones, un conjunto relacional que define a una situación en la que lo imaginario se verá cercado, asediado e incitado a hablar y puesto al borde de un paso al acto constantemente aplazado. (1)

El tipo de escucha esperada en el dispositivo del psicoanalista implica atención flotante; no seguir el propio pensamiento e intención sino el discurso del hablante, dejarse sorprender por los virajes narrativos con ingenuidad y sin premisas determinantes del paciente; es decir una escucha no basada en la lógica racional sino heurística (Freud,1989d; 1989e). También sugiere atender tanto las repeticiones como las omisiones de información (Freud, 1989f). Asimismo, refiere la importancia de hacer un pacto en miras de que el paciente pueda mantenerse en el proceso a pesar de las dificultades o dolores que se gesten por el tratamiento mismo.

Sobre las actitudes, aconseja Freud, que el psicoanalista no sea compasivo, ni condescendiente tratando de compartir la propia intimidad. Sugiere que el psicoanalista señale los contenidos que el paciente está mostrando, no ofrecerle temáticas adventicias o de las cuales tiene más curiosidad el médico que el paciente. Y dado que el supuesto fundamental para ejercer esta profesión es que el analista se ha analizado, sugiere poner al servicio del paciente sus destellos inconscientes. Lo no deseado del trabajo es colocarse en el lugar del imperativo, es decir dictar deberes, promover la intelectualización de lo vivido y proponer reflexiones o lecciones teóricas o de vida.

Sobre el proceso de tratamiento, recomienda el iniciador del psicoanálisis, que las primeras sesiones sean para determinar el diagnóstico y la problemática moral con la cual llega el paciente. Así como obtener la mayor información posible sobre qué, cómo y las causales del padecimiento actual y sus resistencias, además de indagar si ha recurrido a otros tratamientos. Y después de las primeras sesiones, marcar la ruta, el encuadre que determine la hora de trabajo, así como la frecuencia y el costo de las sesiones. Cualquier elemento de confluencia o disidencia de los acuerdos hechos en el encuadre puede ser usado para analizar las posibles resistencias que aparecerán en el tratamiento, sea estas del lado del paciente o del psicoanalista. El amor de trasferencia es ambivalente en tanto que, así como puede sostener la alianza terapéutica en miras de la cura, puede sobre–erotizarse y hacer de obstáculo.

Al paciente se le pedirá que diga todo lo que le venga a la cabeza durante las sesiones y que no se reserve nada, por más irracional o repugnante que le parezca. Esto es porque Freud parte del supuesto de que en muchas ocasiones eso que parece irrelevante o desdeñado puede ser una narrativa que permita entender la clave de sus síntomas. Se le propone también recostarse en el diván, que inicie su relato y él sea quien determine su punto de partida. Recomienda que no se tomen decisiones cruciales hasta no terminar el proceso de análisis.

Sobre el pago, declara que no será obstáculo para el tratamiento. Advierte la importancia que tiene el cobro en tanto que el uso del dinero, así como los intercambios sexuales son usados con duplicidad, mojigatería e hipocresía. No cobrar puede agravar la neurosis o pobreza del paciente. Además, es preferible que el profesional cobre sus servicios bajo una cuota monetaria que con lamentaciones de los pacientes por ofrecer un servicio sin cobro o barato. (2) En estas indicaciones se ve que no solo pide que la compasión no sea la actitud de escucha del paciente sino también del tipo de trato que se debe tener consigo mismo como profesionista. Se puede inferir además que este intercambio simbólico protege de actitudes neuróticas y lamentos masoquistas del médico.

Como se ve en las indicaciones, hay una serie de supuestos morales y éticos enlazados con principios teóricos del por qué hacer una cosa y no la otra. Colocar al analista como un ajedrecista que apoya en el proceso, en la exploración de sus representaciones, bajo una escucha heurística, siguiendo la palabra y el lenguaje, lo colocan de entrada como un ejecutor de acciones específicas —interpretaciones— para que el otro pueda ir sentenciando sus propios descubrimientos. Si bien suele darse el hecho de que el paciente atribuya al terapeuta no solo un saber sino además ser su redentor, invita a no perderse en esa expectativa en tanto que el papel del analista es diferenciar entre los juicios atribuidos trasferencialmente y expresados en la demanda y el deseo del analista por hacer de su lugar una función. Para ello, es valioso reconocer que el revestimiento con el que mira el paciente al terapeuta son solo apariencias, imágenes proyectadas basadas en anhelos y vivencias previas, por lo que el psicoanalista no es el personaje de la atribución ni la causa eficiente de la misma. (3) Esto en tanto que no es a él como persona que le habla el paciente sino a sus propias aspiraciones e imagos constituyentes vía la relación trasferencial.

Con estos referentes, se coloca al psicoanalista como alguien que acompaña el descubrimiento del saber representacional, no como el amo de su saber. Si bien esto dista mucho de cómo ejercen algunos terapeutas hoy su práctica o su enseñanza.

Es importante subrayar que ese posicionamiento ético de Freud es algo que no hay que olvidar, en tanto que determina el modo de ejercer la profesión. Suponerse el omnipotente, sabelotodo no solo daña la práctica analítica sino que perpetúa modos relacionales de opresor–oprimido. En términos analíticos se puede decir que esclerotiza —en lugar de analizar— los enganches (vínculos) masoquistas y sádicos propios del padecer neurótico.

Finalmente, hay que decir que en estos escritos técnicos de Freud hay una coincidencia declarativa respecto a la finalidad del trabajo, a saber: promover un “mayor conocimiento de sí” (Freud, 1989e, p.116), en tanto que genera un mejor autogobierno y considera valioso “recuperar la capacidad de producir y gozar” (Freud, 1989e, p.118). (4)

En el trabajo de Análisis terminable e interminable de 1937 (1989o), Freud agrega ciertos matices a lo expuesto en esos trabajos iniciales. El primer tema que pone a consideración es la temporalidad del psicoanálisis. En 1912, dice que no se debe poner fecha de término, lo cual rectifica debido a una experiencia con un paciente a quien, al no avanzar, le pone fecha de término, y sus “resistencias se quebraron” y empieza a procesar recuerdos que ayudan a comprender su “neurosis temprana” (Freud, 1989o, p.220). Recomienda que se debe utilizar este recurso de la determinación del tiempo con cierto tacto. En esta puntualización determina lo deseable del proceso analítico con este paciente, a saber: “Se logró devolverle la autonomía, despertar su interés por la vida, poner en orden sus vínculos con las personas más importantes para él” (Freud, 1989o, p.220).

También llama la atención que en los dos primeros apartados de este trabajo, menciona dos salidas del proceso analítico: una, porque el paciente evidencia el cese de los síntomas, angustias, inhibiciones o el analista ve que el influjo de lo inconsciente es ahora consciente, de modo que el escotoma de la resistencia es admisible que no aparezca; dos, que se ha eliminado la perturbación neurótica y no se ha sustituido por ninguna otra que deforme las funciones del yo inicialmente traumatizado. Finalmente, se auto interroga si se puede aspirar a una tercera meta entendida como normalidad absoluta.

Del apartado tres de Análisis terminable e interminable, en adelante, Freud (1989o) hace una revisión autocrítica de las tres metas, antes descritas. Por lo que invita a pensar no solo qué ayuda sino qué obstruye el proceso psicoanalítico. Al respecto plantea que hay tres influjos en el padecimiento neurótico con el cual se enfrenta el dispositivo psicoanalítico: el primero son los influjos traumáticos vivenciados en la niñez o por retos propios en el desarrollo como la pubertad, la menopausia, etcétera. Para este obstáculo, la rectificación con posterioridad que se hace en análisis permite que el yo maduro y fortalecido revise las represiones primarias. Esto disminuye el hiperpoder de lo cuántico pulsional. Si esto no se realiza, entonces quizá no habrá diferencia entre el analizado y el sujeto no analizado.

El segundo influjo es la intensidad constitucional de las pulsiones. Reconoce que la pulsión no dejará de pulsar, el tema será si es domeñada o asimilada por el yo. Esta tramitación depende en el proceso analítico de la fuerza pulsional y la robustez del yo. La expectativa del tratamiento es armonizar el influjo pulsional con las aspiraciones del yo y la capacidad de no dejar el camino hacia la satisfacción. Y el tercero es trabajar con las alteraciones del yo.

Del segundo tema, sobre todo discute el influjo pulsional sobre el yo. No se detalla aquí todo lo que ahí explica, pues dados los objetivos de este libro, solo es importante mencionar el valor que conduce su propuesta teórica a saber: la honestidad intelectual. Ya que a pesar de que se esfuerza por dar razón fundada de su práctica clínica en conceptos teóricos y metapsicológico, propone lo teórico queda supeditado al emergente de la práctica; la diferencia de un caso es admisible para cuestionar la “bruja teoría”.

Al someter estos ideales teóricos con la práctica, Freud asume que los alcances supuestos entre un analizado y no analizado no son del todo como se supone, ya que hay ciertos “fenómenos residuales” que escapan al intento de explicación intelectual que pretende ordenar el caos del mundo con sus leyes universales. Esta consideración lo lleva a matizar algunos de los conceptos; por ejemplo, a propósito de la configuración del yo y las etapas de erogenización, advierte que las fases libidinales no son desplazadas por las nuevas sino que conviven fragmentos de una y otras. Aún en la fase fálico genital hay emergencia de las fijaciones libidinales anteriores. El yo, por otro lado, tramitará las mociones pulsionales de manera parcial y los mecanismos infantiles se ejecutarán en tanto que no se puede llegar a analizar del todo ciertos núcleos representacionales reprimidos. Y sobre la aceptación teórica de que la tramitación de las representaciones disminuye la fuerza pulsional, reconoce que en la práctica no es así del todo, ya que el yo no gobierna completamente las mociones pulsionales. También declara que el yo normal es una ficción teórica, mientras que lo anormal no es ficcional. En el yo “normal” se constatan una serie de fragmentos psicóticos, así como diversas alteraciones del yo.

 

La razón de esta rectificación se basa en ciertos matices que hace respecto a lo dicho en el primer apartado de este capítulo sobre el desarrollo iterativo del yo. Expone que, desde su génesis, el yo trata de equilibrar las mociones internas para no tener conflictos con la educación y las demandas externas. Posteriormente, el yo desarrolla mecanismos de defensa para evitar el peligro, la angustia, el displacer e inhibir todo asunto que le altere. De modo que esta función del yo se vuelve una defensa que busca impedir que siga adelante el proceso analítico. A partir de esta reflexión, infiere que en el trabajo analítico de lo que se trata es de analizar las defensas que, si bien ayudaron en la constitución del yo, actúan muchas veces patológicamente (léase no acordes a fines y al contexto o usadas tróficamente) organizadas alrededor de peligros ya inexistentes. Así, en el dispositivo analítico, las metas de hacer consciente lo inconsciente —sea en el análisis de fragmentos del yo o del ello— mediante la interpretación y construcciones, no servirá de mucho al analizado si no tramita las resistencias y los mecanismos de defensa. Pues el aparato psíquico, dada su función de evitar el dolor y mantener el placer, puede desestimar la percepción y dejar al yo alienado en el imperio del ello.

Del mismo modo, el yo tiende a conservar el sentimiento de sí y pugna por defenderse de cualquier amenaza que altere el principio del placer. Estas tendencias del aparato psíquico, así como los mecanismos de defensa pueden hacer de obstáculo al proceso analítico. Un elemento más, que justifica el porqué de la importancia de analizar las resistencias y las defensas, es que la alianza, en la cual reposaba el tratamiento, también queda en entredicho, dado que toma preminencia la trasferencia negativa con tal de proteger la “alteración del yo”.

En este análisis terminable e interminable considera que, para el avance del proceso analítico, entra en juego no solo la configuración yoica del paciente sino también la peculiaridad del analista; tanto los aprendizajes basados en aciertos y errores de su práctica, así como sus defectos. Estas y otras variables del dispositivo mismo pueden jugar de resistencia. Y en contra de quienes critican que el analista tiene estas limitaciones, responde que no se busca una perfección de él; pues sigue siendo un humano como cualquiera. Fundamenta esto con una analogía: el médico quien, por saber curar, no significa que no padezca enfermedad.

Dada la labilidad aceptada del analista, advierte la importancia de la formación y del análisis didáctico, así como la re–actualización del propio análisis después de cada cinco años. En el caso del análisis del analista, el fin del análisis se vuelve un tema más que teórico, práctico. (5) Un principio ético que expresa a la letra es “que el vínculo analítico se funda en el amor por la verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad objetiva, y excluye toda ilusión y todo engaño” (Freud, 1989m, p.249). (6) También advierte en contra de experimentos profilácticos que estos pueden afectar negativamente e innecesariamente la vida familiar o laboral del analizado. Además de que sería un montaje artificial dentro del vínculo trasferencial generando oposición al análisis y al analista. (7)

Después de esta autocrítica que hace de los ideales teóricos insertos en la propuesta analítica, termina por hacer formulaciones simples y modestas tanto respecto a la meta del psicoanálisis, como de la formación y al quehacer del analista. Sobre el primer punto, advierte que la meta se dará por bien lograda si genera condiciones psicológicas favorables para el funcionamiento yoico; sobre la segunda, propone una formación donde el supervisor pueda dar fe de la aptitud del candidato y, sobre el quehacer del analista, expresa que es suficiente si centra su trabajo en el análisis de los deseos, las resistencias y las defensas.

Concluyendo, la narrativa de Freud propone un humano dividido en sus procesos identificatorios, así como un yo jaloneado por fuerzas pulsionales y por demandas de la realidad e imperativos sociales. En donde las vivencias traumáticas, las fallas de la mediación del yo ante las demandas de sus tres amos, producen síntomas, resistencias y defensas. Estas salidas que inicialmente ayudan al yo, al paso del tiempo se esclerotizan por su inadecuación. El análisis aparece como un recurso que posibilita tramitar este humano fracturado. Los ideales teóricos de la práctica son diversos, el proceso de análisis bajo su dispositivo aparece como ayudante espacial y contextual. Mientras que el analista, como modelo de abstinencia de su práctica, está ahí para posibilitar con su escucha el análisis de la historia del paciente en miras de resolver los escotomas. Las finalidades expresadas teóricamente, como se ha visto en la presentación, van teniendo distintos matices en los escritos; si bien podemos convenir en que se aspira a que el yo pueda ir ganando lugar al ello y pueda distanciarse de los imperativos superyóicos. Además de habilitar al analizado para gobernar por sobre los mecanismos de defensa infantiles y usados inadecuadamente en el yo adulto.

La narrativa no apuesta éticamente a la emulación moral del analista ni para que obre de acuerdo con los deseos o aspiraciones de él. No se aspira a que el análisis ni el analista sean modelos de perfección, por lo que no se puede hablar ni de un analista perfecto ni de un análisis que en su terminación genere un yo “normal” o absolutamente sano. Si bien la teoría psicoanalítica esboza estereotipos explicativos y una línea base para discriminarlos, en la práctica se reconoce que no existe tal estado de perfección o normalidad.

Con lo anteriormente referido, se entiende que el dispositivo analítico analiza la constitución moral del individuo y posibilita en su práctica que la persona pueda determinarse, como un sujeto que en sus defensas devela deseos acallados por las demandas sociales, es decir la autonomía siempre es co‒relativa; limitada desde un adentro y un afuera, desde el impulso y las restricciones sociales, desde un yo que compite con otros en inquietudes y deseos. Asumir el gasto de vivir en la cultura es insoslayable; desestimar el pago o someterse en una sobre retribución mediante el sacrificio para sostener el pacto social, puede derivar en costos mayores para el cuerpo. El psicoanálisis apuesta por un sujeto que en su trayecto de vida y tratamiento hace emerger lo émico.