La Casa Perfecta

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Cuando tuvo la certeza de que estaba a solas y a salvo, comprobó la media docena de cámaras para bebés que había colocado por todo el piso. Entonces examinó los cerrojos de las ventanas. Todo estaba en perfecto orden. Eso solo le dejaba un sitio que revisar.

Entró al cuarto de baño y abrió el estrecho armario que estaba formado por varios estantes con suministros como papel higiénico extra, un desatascador, algunas barras de jabón, esponjas de ducha, y líquido para limpiar el espejo. Había un pequeño pasador a la izquierda del armario, invisible a menos que uno supiera dónde buscar. Lo giró y tiró, escuchando cómo el cerrojo oculto chasqueaba. El grupo de estanterías se abrió de par en par, revelando un hueco increíblemente estrecho detrás suyo, con una escalera de soga agregada a la pared de ladrillo. El pasadizo y la escalera se extendían desde su apartamento en el cuarto piso hasta un espacio que accedía a la lavandería del sótano. Estaba diseñado como su salida de emergencia de último recurso en caso de que todas sus demás medidas de seguridad le fallaran. Esperaba no necesitarlo jamás.

Reemplazó la estantería y estaba a punto de regresar a la sala de estar cuando se vio de pasada en el espejo del baño. Era la primera vez que se estudiaba a sí misma con detenimiento desde que se había marchado. Le gustaba lo que veía.

En apariencia, no tenía un aspecto tan distinto al de antes. Había pasado por su cumpleaños en el FBI y ahora tenía veintinueve años, pero no parecía más mayor. A decir verdad, pensó que tenía mejor aspecto que antes de irse.

Su cabello todavía era castaño, pero parecía algo más vibrante, menos lacio de lo que estaba cuando había salido de L.A. todas esas semanas atrás. A pesar de sus largos días en el FBI, sus ojos verdes resplandecían con energía y ya no tenía esas sombras oscuras debajo de ellos que se habían hecho tan familiares para ella. Todavía era una esbelta mujer de metro ochenta de alto, pero se sentía más fuerte y más muscular que antes. Sus brazos estaban más torneados y su zona abdominal estaba tensa de las interminables sesiones de abdominales y de lagartijas. Se sentía… preparada.

Pasando a la sala de estar, por fin encendió las luces. Le llevó un segundo recordar que todos los muebles que había en ese espacio eran suyos. Había comprado la mayoría de ellos antes de salir para Quantico. No había tenido muchas opciones. Había vendido todas las cosas de la casa que poseía junto con su exmarido sociópata, en este momento encarcelado. Durante un tiempo después de eso, se había estado quedando a vivir con su vieja amiga de la universidad, Lacy Cartwright. Sin embargo, cuando alguien allanó el lugar para enviarle un mensaje a Jessie cortesía de Bolton Crutchfield, Lacy había insistido en que se marchara, básicamente de inmediato.

Así que ella había hecho exactamente eso, alojándose en un hotel durante semanas hasta encontrar un lugar, este lugar, que encajara con sus necesidades de seguridad. Pero estaba desamueblado, así que se había fundido de golpe una buena parte del dinero de su divorcio en muebles y electrodomésticos. Como se había tenido que ir a la Academia Nacional poco después de comprarlo todo, no había tenido oportunidad de disfrutar de nada de ello.

Ahora esperaba hacerlo. Se sentó en una butaca y se reclinó, relajándose. Había una caja de cartón que decía en su exterior “cosas que revisar” asentada en el suelo junto a ella. La recogió y empezó a revolver en su interior. La mayoría de ello era papeleo con el que no tenía ninguna intención de lidiar en este instante. Al fondo de la caja había una foto de 8x10 de su boda con Kyle.

Se la quedó mirando casi como si no la entendiera, asombrada de que la persona que tenía esa vida fuera la que estaba sentada aquí ahora mismo. Casi una década antes, durante su segundo año en USC, había empezado a salir con Kyle Voss. Se habían ido a vivir juntos poco después de la graduación y se habían casado hacía tres años.

Durante mucho tiempo, la cosa pareció ir sobre ruedas. Vivían en un apartamento genial bastante cerca del centro de Los Ángeles, o D.T.L.A. como se le llamaba a menudo. Kyle tenía un buen puesto en la industria financiera y Jessie estaba sacando su máster. Tenían una vida cómoda. Iban a inauguraciones de restaurantes y pasaban por todos los bares de moda. Jessie era feliz y seguramente hubiera podido continuar así durante largo tiempo.

Entonces, Kyle consiguió una promoción a la oficina de su firma en Orange County e insistió en que se mudaran a una mansión de la zona. Jessie había accedido, a pesar de sus temores. Y no fue hasta este momento que la auténtica naturaleza de Kyle salió a la luz. Se obsesionó con hacerse miembro de un club secreto que resultó ser una fachada para un anillo de prostitución. Comenzó una aventura con una de las mujeres que había allí. Y cuando salió mal, la mató y trató de inculpar a Jessie por ello. Para coronar todo esto, cuando Jessie descubrió su trama, también intentó matarla a ella.

Hasta en este momento, mientras examinada la foto de su boda, no había ni un indicio de lo que su marido era capaz de llegar a hacer. Parecía un apuesto, amigable y tosco futuro amo del universo. Hizo una bola con la foto y la tiró hacia la papelera que había en la cocina. Cayó justo en el centro, lo que le provocó una inesperada sensación de catarsis.

¡Vaya! Eso debe de ser significativo.

Había algo liberador en este sitio. Todo ello, los muebles nuevos, la carencia de recuerdos de carácter personal, incluso las medidas de seguridad que bordeaban la paranoia, le pertenecían a ella. Había conseguido un comienzo nuevo.

Se estiró, permitiendo que sus músculos se relajaran después del largo vuelo en un avión que iba hasta la bandera. Este apartamento era suyo, el primer lugar en más de seis años del que podía decir algo así. Podía comer pizza en el sofá y dejar la caja tirada sin preocuparse de que alguien se quejara de ello. Y no es que ella fuera de las que hacía ese tipo de cosas. Pero la cuestión era, que podía hacerlo.

El pensamiento de la pizza despertó su hambre repentinamente. Se levantó y miró en el frigorífico. No solo estaba vacío, ni siquiera estaba enchufado. Entonces recordó que lo había dejado así a propósito, al no ver razón alguna por la que pagar la cuenta de la electricidad si no iba a estar por aquí en dos meses y medio.

Lo enchufó y, sintiéndose nerviosa, decidió ir de compras al supermercado. Entonces tuvo otra idea. Como no empezaba a trabajar hasta el día siguiente y no era demasiado tarde, había otra parada que podía hacer: un lugar, y una persona, que sabía que acabaría visitando.

Aunque había conseguido sacárselo de la cabeza la mayor parte del tiempo que había pasado en Quantico, estaba el asunto de Bolton Crutchfield. Sabía que tenía que olvidarlo, que él le había estado poniendo un cebo durante su última reunión.

Aun así, tenía que saberlo: ¿Habría encontrado Crutchfield la manera de verse con su padre, Xander Thurman, el Ejecutador de los Ozarks? ¿Habría encontrado la manera de contactar con el asesino de innumerables personas, incluida su madre, el hombre que le había abandonado, con solo seis años, dejándola atada junto al cadáver para que sufriera una muerte inevitable por congelación en una cabaña aislada?

Estaba a punto de descubrirlo.

CAPÍTULO TRES

Eliza estaba esperando cuando Gray llegó a casa esa noche. Llegó a tiempo para cenar, con una mirada en el rostro que sugería que sabía lo que le aguardaba. Como Millie y Henry estaban allí sentados, comiendo sus macarrones con queso con rebanadas de salchicha, ninguno de los padres mencionó una palabra sobre la situación.

No fue hasta que los niños estuvieron acostados que surgió la conversación. Eliza estaba de pie en la cocina cuando Gray entró después de acostar a los niños. Se había quitado su abrigo deportivo, pero todavía llevaba puesta la corbata aflojada y sus pantalones. Eliza sospechaba que era para parecer más creíble.

Gray no era un hombre muy alto. Con un metro ochenta de altura y ochenta y cinco kilos de peso, solo era una pulgada más alto que ella, aunque pesara quince kilos más. Sin embargo, los dos sabían que resultaba bastante menos imponente con camiseta y chándal. El traje formal era su armadura.

“Antes de que digas nada”, comenzó, “te ruego que me dejes explicarme”.

Eliza, que se había pasado gran parte del día dándole vueltas a cómo podía haber pasado esto, se alegró de dejar que su angustia pasara temporalmente a un segundo plano y permitirle que se retorciera mientras trataba de justificarse a sí mismo.

“Adelante”, le dijo.

“En primer lugar, lo siento. No importa qué otras cosas te vaya a decir, quiero que sepas que te pido disculpas. Jamás debería haber dejado que sucediera. Fue un momento de debilidad. Me ha conocido durante años y sabe de sobra mis vulnerabilidades, lo que despertaría mi interés. Debería haber estado alerta, pero caí en ello”.

“¿Qué es lo que estás diciendo?”, preguntó Eliza, tan confundida como dolida. “¿Qué Penny es una loba que te manipuló para que cometieras una infidelidad con ella? Los dos sabemos que eres un hombre débil, Gray, pero ¿me estás tomando el pelo?”.

“No”, dijo él, eligiendo no responder al comentario sobre su debilidad. “Asumo total responsabilidad por mis acciones. Me tomé tres whiskey sours. Le oteé las piernas en ese vestido con el corte lateral. Y ella sabe lo que me pone a cien. Supongo que se debe a todas esas charlas a corazón abierto que habéis tenido las dos a lo largo de los años. Sabía muy bien lo de acariciarme el antebrazo con sus dedos. Sabía qué decir, casi ronroneando en mi oído. Probablemente sabía que tú no habías hecho ninguna de esas cosas en mucho tiempo. Y sabía que no ibas a hacer aparición en esa fiesta de cócteles porque estabas en casa, inconsciente debido a las pastillas para dormir que te tomas la mayoría de las noches”.

 

Eso se quedó suspendido en el aire durante unos segundos, mientras Eliza trataba de recomponerse. Cuando estuvo segura de que no le iba a gritar, le respondió con una voz sorprendentemente calmada.

“¿Me estás culpando a mí de esto? Porque parece que suena a que dices que no pudiste guardártela en tus pantalones porque tengo problemas para dormir por la noche”.

“No, no lo dije con esa intención”, lloriqueó, retrocediendo ante la ira que había en sus palabras. “Es solo que tú siempre tienes problemas para dormir por la noche. Y nunca pareces muy interesada en quedarte levantada conmigo”.

“Solo para que quede claro, Grayson, dices que no me echas la culpa a mí, pero entonces pasas de inmediato a decir que estoy demasiado colocada de Valium y que no te doy bastante atención de chico grande, así que tuviste que tirarte a mi mejor amiga”.

“¿Qué clase de mejor amiga es para hacer algo así?”, le lanzó Gray desesperado.

“No cambies de tema”, le espetó ella, obligándose a mantener una voz moderada, en parte para evitar despertar a los niños, pero principalmente porque hacerlo era lo único que evitaba que perdiera los estribos. “Ya está en mi lista. Ahora es tu turno. No podías haber venido donde mí y decirme, “mira cariño, realmente me encantaría pasar una velada romántica contigo esta noche” o “cielo, me siento desconectado de ti últimamente. ¿Podemos acercarnos esta noche?” ¿Es que eso no era una opción?”.

“No quería despertarte para molestarte con preguntas como esa”, contestó él, con voz tímida, pero palabras cortantes.

“¿Y así que decidiste que el sarcasmo es la mejor manera de tratar este tema?”, exigió ella.

“Mira”, dijo él, revolviéndose como un escarabajo en busca de una salida, “se ha terminado con Penny. Ella me dijo eso esta tarde y yo estoy de acuerdo. No sé cómo saldremos adelante después de esto, pero quiero hacerlo, aunque solo sea por los niños”.

“¿Aunque solo sea por los niños?”, repitió, asombrada de todas las maneras en que podía fallarle al mismo tiempo. “Lárgate de aquí ahora mismo. Te doy cinco minutos para que hagas una maleta y te metas en tu coche. Reserva un hotel hasta futuro aviso”.

“¿Me estás echando de mi propia casa?”, le preguntó, incrédulo. “¿De la casa que yo he pagado?”.

“No solo te estoy echando”, le susurró llena de ira, “si no estás saliendo del garaje en cinco minutos, llamo a la policía”.

“¿Para decirles qué?”.

“Ponme a prueba”, dijo ella, encendida.

Gray se la quedó mirando. Imperturbable, Eliza caminó hacia el teléfono y lo descolgó. Hasta que no oyó el tono de llamada, él no se puso en marcha. En tres minutos, estaba saliendo a todo correr por la puerta como un perro con el rabo entre las piernas, su bolsa de viaje repleta de camisas y chaquetas formales. Se le cayó un zapato mientras se apresuraba a ir hacia la puerta. No se dio cuenta y Eliza no le dijo nada.

Hasta que no escuchó cómo salía disparado el coche del garaje, no volvió a colgar el teléfono. Bajó la vista a su izquierda y vio que le sangraba la palma de la mano de clavarse las uñas. Ni había notado el escozor hasta este instante.

CAPÍTULO CUATRO

A pesar de que le faltara práctica, Jessie transitó el tráfico desde el centro de Los Ángeles a Norwalk sin demasiados apuros. Por el camino, como una manera de alejar su destino inminente de sus pensamientos, decidió llamar a sus padres.

Sus padres adoptivos, Bruce y Janine Hunt, vivían en Las Cruces, New México. Él era un agente retirado del FBI y ella una profesora jubilada. Jessie había pasado unos cuantos días con ellos de camino a Quantico y tenía pensado hacer lo mismo en su camino de vuelta, pero no tenía suficiente tiempo entre el final del programa y su regreso al trabajo, así que tuvo que olvidarse de la segunda visita. Esperaba volver otra vez muy pronto, sobre todo porque su madre estaba batallando un cáncer.

No parecía justo. Janine llevaba peleando con ello más de una década y eso venía a coronar la otra tragedia a la que se habían enfrentado hacía años. Justo antes de que acogieran a Jessie cuando tenía seis años, acababan de perder a su bebé, también debido a cáncer. Estaban deseosos de rellenar ese hueco en sus corazones, incluso aunque supusiera adoptar a la hija de un asesino en serie, uno que había matado a su madre y le había dejado a ella por muerta. Como Bruce estaba en el FBI, el emparejamiento les resultó lógico a los alguaciles que habían colocado a Jessie en el programa de Protección de Testigos. En teoría, todo tenía sentido.

Alejó esto a la fuerza de sus pensamientos mientras marcaba su número.

“Qué hay, Pa”, dijo. “¿Cómo van las cosas?”.

“Bien”, respondió él. “Tu madre está echándose una siesta. ¿Quieres volver a llamar más tarde?”.

“No, podemos charlar nosotros. Ya hablaré con ella esta noche o lo que sea. ¿Qué está sucediendo por allí?”.

Cuatro meses antes, se hubiera resistido a hablarle a él sin la presencia de su madre. Bruce Hunt era un hombre difícil que no regalaba la confianza y tampoco es que Jessie fuera una bola de peluche mimosa. Los recuerdos que albergaba de sus años jóvenes con él eran una mezcla de alegría y frustración. Hubo excursiones para ir a esquiar, de acampada y de senderismo por las montañas, y vacaciones familiares a México, que solo estaba a sesenta millas de distancia.

Claro que también tuvieron sus concursos de gritos, sobre todo cuando era una adolescente. Bruce era un hombre que apreciaba la disciplina. Jessie, que albergaba años de resentimiento acumulado por la pérdida de su madre, su nombre, y su hogar al mismo tiempo, tendía a portarse mal. Durante sus años en USC y después, seguramente hablaron menos de dos docenas de veces en total. Las visitas de uno a otro lado eran una rareza.

Pero recientemente, la vuelta del cáncer de su madre les había obligado a hablar sin un mediador. Y, de alguna manera, habían acabado por romper el hielo. Hasta se había pasado por L.A. para ayudarle a recuperarse de su herida en el abdomen, después de que Kyle le atacara el otoño pasado.

“Las cosas siguen tranquilas por aquí”, le dijo, respondiendo a su pregunta. “Tu madre tuvo otra sesión de quimioterapia ayer, razón por la que está descansando ahora. Si se siente lo bastante bien, puede que salgamos a cenar más tarde”.

“¿Con toda la banda de la policía?”, le preguntó jocosamente. Pocos meses atrás, sus padres se habían mudado de su hogar a una instalación de vivienda asistida, poblada principalmente por retirados del Departamento del Alguacil de Las Cruces, y del FBI.

“Qué va, solo nosotros dos. Estoy pensando en una cena con velas, pero en alguna parte donde pueda llevar el balde para poner debajo de la mesa en caso de que ella tenga que vomitar”.

“Sin duda, eres todo un romántico, Pa”.

“Lo intento. ¿Cómo van las cosas por allí? Asumo que aprobaste el entrenamiento con el FBI”.

“¿Por qué asumes eso?”.

“Porque sabías que te preguntaría por ello y no me hubieras llamado si tuvieras que darme malas noticias”.

Jessie tenía que reconocer su talento. Para ser ya un perro viejo, todavía veía las cosas bastante claras.

“Aprobé”, le aseguró ella. “Estoy de regreso en L.A. Empiezo a trabajar mañana de nuevo y… estoy haciendo unos recados”.

Jessie no quería preocuparle hablando de su destino real.

“Eso suena nefasto. ¿Por qué tengo la sensación de que no estás de compras en busca de algo de pan?”.

“No tenía intención de que sonara así. Creo que estoy barrida de tanto viaje. Lo cierto es que casi estoy allí ya”, mintió. “¿Te debería llamar esta noche o espero hasta mañana? No quiero interrumpir tu cena de gala con tu balde para el vómito”.

“Quizá mejor mañana”, le aconsejó él.

“Muy bien. Dile hola a Ma. Te quiero”.

“Yo también te quiero”, dijo él, colgándole el teléfono.

Jessie intentó enfocarse en la carretera. El tráfico estaba empeorando y todavía le faltaba media hora de trayecto hasta la instalación del DNR, que llevaba unos cuarenta y cinco minutos de viaje.

La D.N.R., o División No Rehabilitadora, era una unidad especial autónoma afiliada con el Hospital Metropolitano estatal de Norwalk. El principal hospital albergaba a una gran variedad de perpetradores trastornados mentalmente y catalogados como no aptos para servir su condena en una prisión convencional.

Pero el anexo del DNR, desconocido para el público y todavía más para el personal de las fuerzas de seguridad y del sector de salud mental, servía un papel más clandestino. Estaba diseñado para albergar un máximo de diez condenados fuera del sistema común. Ahora mismo, solo había cinco personas allí detenidas, todas ellas hombres, todos violadores y asesinos en serie. Uno de ellos era Bolton Crutchfield.

La mente de Jessie vagabundeó hasta la ocasión más reciente en que había estado allí de visita. Fue su última visita antes de largarse a la Academia Nacional, aunque no le había dicho eso a él. Jessie había estado visitando a Crutchfield con regularidad desde el pasado otoño, cuando había obtenido permiso para entrevistarle como parte de las prácticas de su máster. Según el personal de las instalaciones, casi nunca accedía a hablar con médicos o investigadores. Pero, por razones que no se le aclararían hasta más adelante, se había mostrado de acuerdo en verse con ella.

Durante las siguientes semanas, llegaron a una especie de acuerdo. Le hablaría de los detalles de sus crímenes, incluyendo los motivos y los métodos, si ella compartía algunos detalles de su propia vida. Inicialmente, parecía un trato justo. Después de todo, su meta era convertirse en una criminóloga especializada en asesinos en serie. Que hubiera uno dispuesto a hablar de los detalles de lo que había hecho podría resultar inestimable.

Y, además, resultó que tenía otro bonus adicional. Crutchfield tenía un olfato a lo Sherlock Holmes para deducir información, incluso aunque estuviera encerrado en una celda de un hospital mental. Podía discernir detalles de la actual vida de Jessie solo con mirarla.

Había utilizado esa capacidad, junto con la información sobre el caso que ella le transmitía, para darle pistas sobre varios crímenes, incluido el asesinato de una filántropa adinerada de Hancock Park. Y también le había avisado de que su propio marido no se merecía tanta confianza como había depositado en él.

Por desgracia para Jessie, sus capacidades para la deducción también operaban en su contra. La razón por la que quería reunirse con Crutchfield en primer lugar era porque ella había notado que modelaba sus asesinatos siguiendo los métodos de su padre, el legendario, asesino en serie, jamás atrapado, Xander Thurman. Pero Thurman había cometido sus crímenes en el Missouri rural hacía dos décadas. Parecía una elección al azar, oscura, para un asesino basado en el sur de California.

Lo que pasaba era que Bolton era un gran fan suyo. Y cuando Jessie empezó preguntándole por su interés en esos asesinatos antiguos, no le llevó mucho recomponer el puzle y determinar que la jovencita que tenía delante de él estaba personalmente conectada con Thurman. Con el tiempo, admitió que sabía que ella era su hija. Y le reveló otro detalle, que se había visto con su padre hacía dos años.

Con regocijo en la voz, le había informado de que su padre había entrado a las instalaciones haciéndose pasar por un médico y que se las había arreglado para tener una conversación extensa con el encarcelado. Por lo visto, estaba buscando a su hija, cuyo nombre había cambiado y a quien habían puesto en Protección de Testigos después de que mataran a su madre. Sospechaba que acabaría visitando a Crutchfield en algún momento debido a las similitudes entre sus crímenes. Thurman quería que Crutchfield le contara si aparecía por allí en algún momento y le daba su nuevo nombre y dirección.

Desde ese momento, su relación había estado marcada por una desigualdad que le hacía sentir terriblemente incómoda. Crutchfield todavía le transmitía información sobre sus crímenes y pistas sobre otros. Pero ambos sabían que era él el que tenía todas las cartas en la manga.

Él sabía su nuevo nombre. Sabía el aspecto que tenía. Sabía la ciudad en que vivía. En cierto momento, descubrió que hasta sabía que estaba viviendo con su amiga Lacy y dónde estaba el apartamento. Y aparentemente, a pesar de estar encarcelado en una instalación supuestamente secreta, tenía la capacidad de darle todos esos detalles a su padre.

 

Jessie estaba bastante segura de que esa era en parte la razón de que Lacy, una aspirante a diseñadora de modas, hubiera aceptado trabajar por seis meses en Milán. Era una oportunidad genial, pero también estaba a medio mundo de distancia de la peligrosa vida de Jessie.

Mientras Jessie tomaba la salida en la autopista, a solo unos minutos de llegar al DNR, recordó que Crutchfield había acabado por tirar del gatillo de la amenaza silenciosa que siempre había pululado en el aire durante sus reuniones.

Quizá fuera porque él había sentido que se iba durante unos meses. Quizá solo fuera por orgullo. Pero la última vez que había mirado al otro lado del cristal para ver sus ojos de trastornado, le había dejado caer una bomba encima.

“Voy a tener una pequeña conversación con tu padre”, le había dicho con su acento cortés y sureño. “No voy a estropear las cosas diciéndote cuándo, pero va a ser deliciosa, estoy bastante seguro de eso”.

Apenas se las había arreglado para sacar de su garganta la palabra “¿Cómo?”.

“Oh, no te preocupes por eso, señorita Jessie”, le había reconfortado. “Solo que sepas que cuando acabemos por hablar, me encargaré de pasarle tus saludos”.

Mientras giraba para entrar a los terrenos del hospital, se planteó la misma pregunta que le había estado reconcomiendo desde aquel entonces, la que solo se podía sacar de la mente cuando estaba concentrada con atención en otros trabajos: ¿lo había hecho de verdad? Mientras ella había estado aprendiendo a atrapar a gente como él y su padre, ¿se habían reunido esos dos por segunda vez, a pesar de las precauciones de seguridad diseñadas para prevenir ese tipo de cosas?

Tenía la sensación de que ese misterio estaba a punto de ser resuelto.