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La Biblia en España, Tomo I (de 3)

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CAPÍTULO X

La nieta de la gitana. – Proyecto matrimonial. – El alguacil. – El ataque. – Trote largo. – Llegada a Trujillo. – Noche de lluvia. – La selva. – El vivac. – ¡Levántate y anda! – Jaraicejo. – El Nacional. – El caballero Balmerson. – Entre jarales. – Una conversación seria. – ¿Qué es la verdad? – Noticia inesperada.

Tres días estuvimos en casa de las gitanas. Todas las mañanas, muy temprano, Antonio se marchaba, montado en el macho, y volvía ya muy entrada la noche. La casa era grande y estaba ruinosa; la única parte habitable, además de la cuadra, era aquella especie de zaguán donde cenamos, y en el que dormían las gitanas, en unos felpudos y colchonetas puestos en un rincón. Una mañana, cuando Antonio ensillaba el macho y se disponía a partir, supuse yo, por los negocios de Egipto, le dije:

– Esta casa es muy extraña, y no lo es menos la gente que vive en ella. La gitana abuela tiene todo el aspecto de una sowanee97.

– ¿Cómo el aspecto? – exclamó Antonio – . ¿Pues acaso no lo es? Más cosas ocultas y más palabras misteriosas sabe que todo el Errate de aquí y de Cataluña. Ha vivido en tierra de moros, y sabe hacer más draos98, venenos y filtros que ninguna persona viviente. Una vez hizo una especie de pasta, y me convenció de que la probara; poco después sentí como si el alma se me separase del cuerpo, y estuve una noche entera vagando por montes y selvas horribles, entre monstruos y duendes. En la tierra de los corahai aprendió muchas cosas que ya quisiera yo saber.

– ¿Hace mucho tiempo que la conoces? Estás en esta casa como en la tuya.

– ¿Que si la conozco? Mi hermano se casó con la hija, la Callí negra, de quien tuvo esa chabí hace diez y seis años, poco antes de ser ahorcado por los busné.

Por la tarde, hallándome sentado en el zaguán con la gitana vieja, mientras las dos Callees andaban por la ciudad y sus cercanías diciendo la buenaventura, su principal ocupación, me dijo la vieja:

– ¿Estás casado, mi caloró de Londres? ¿Eres un ro?

Yo. – ¿Por qué me lo preguntas, o Dai de los Calés?99.

La gitana vieja. – Porque ya es tiempo de que la chabí pierda su lacha100 y tenga un ro. Lo mejor que puedes hacer es tomarla por romí, mi caloró de Londres.

Yo. – Soy extranjero en estas tierras, oh madre de los gitanos, y apenas puedo ganar para mí, menos aún para una romí.

La gitana. – No necesita que nadie la mantenga, mi caloró de Londres; siempre que quiera puede ganar para ella y su ro. Sabe hokkawar, decir bají, y pocos la igualan en robar a pastesas101. Una vez en Madrilati, adonde, según me han dicho, vas tú, ganaría mucho dinero; debes llevarla allá, porque en estos foros está nahí102, no se puede ganar nada; pero en los foros baró103 sería otra cosa: iría vestida de lachipe104 y sonacai105, y tú tendrías un buen gra negro para montar; después de ganar mucho dinero podríais volver aquí y vivir como Crallis y todo el Errate de Chim del Manró doblaría ante vosotros la cabeza. ¿Qué dices, mi caloró de Londres, qué dices de este plan?

Yo. – Me parece muy acertado, madre; al menos, no faltarán gentes que lo encuentren tal; pero yo soy de otro chim, ya lo sabes, y no me siento inclinado a pasar toda mi vida en este país.

La gitana. – Entonces vuelve a tu tierra, Caloró mío, la chabí puede cruzar el pañí106. ¿No puede hacer negocio en Londres con los otros Caloré? ¿Y por qué no os vais a la tierra de los Corahai? En tal caso, yo os acompañaría; yo y mi hija, la madre de la chabí.

Yo. – ¿Y qué íbamos a hacer en la tierra de los Corahai? Creo que es un país pobre y salvaje.

La gitana. – ¡El Caloró de Londres me pregunta lo que íbamos a hacer en la tierra de los Corahai! ¡Aromali!107. Empiezo a creer que estoy hablando con un lilipendi108. ¿Es que no hay allí caballos para chore? Sí, los hay, y mejores que los de esta tierra, y asnos y mulas. En la tierra de los Corahai puedes hokkawar y chore tanto como aquí o en tu tierra, o no eres Caloró. ¿No podéis uniros a la gente negra que vive en los despoblados? Sí que podéis, y muy contentos que se pondrían teniendo con ellos unos Errate de España y de Londres. Tengo setenta años, pero no quiero morirme en este Chim, sino allá lejos, donde duermen mis dos roms. Llévate a la chabí a Madrilati a ganar el parné, y cuando lo hayáis ganado, vuelve aquí y daremos un banquete a todos los Busné de Mérida y les echaré drao en la comida y reventarán como perros… En cuanto hayan comido, los dejaremos, para ir a la tierra del Moro, mi Caloró de Londres.

Durante todo el tiempo que estuve en Mérida, no me moví de casa de las gitanas, ateniéndome al parecer de Antonio, que me aconsejó esa conducta como la más conveniente. El tiempo se me hacía un poco pesado, pues mi única diversión era conversar con las mujeres, y con Antonio cuando volvía por la noche. En estas tertulias, la abuela era la oradora principal, y me llenaba de asombro narrándome maravillosas historias de la tierra del moro, fugas de presidio, robos y una o dos aventuras de envenenamiento, en las que se había visto complicada, según me dijo, en su primera juventud.

Había, a veces, en sus ademanes y modales algo muy singular; en más de una ocasión observé que, en lo más animado de su charla, se callaba de pronto, quedábase mirando fijamente al espacio, y extendía las manos como si quisiera rechazar a un ser invisible; girábanle horriblemente los ojos en las órbitas, y una vez cayó de espaldas, con fuertes convulsiones, sin que su hija y su nieta hicieran gran caso de ello, limitándose a decir que estaba lilí y que pronto volvería en su acuerdo.

Al anochecer del tercer día, cuando las tres mujeres y yo estábamos sentados en torno del brasero conversando según costumbre, entró en la habitación un tipo de miserable aspecto, envuelto en una capa mugrienta. Fué derecho al sitio donde estábamos, sacó un cigarro de papel, lo encendió en las ascuas, y, después de tirarle un par de chupadas, me miró, y dijo:

 

– Carracho, ¿quién es este nuevo compañero?

En el acto comprendí que el recién llegado no era gitano; las mujeres no dijeron nada, pero oí a la abuela rezongar como un gato viejo cuando le incomodan. El individuo repitió:

– Carracho, ¿cómo ha venido aquí este compañero?

– No le penela chi, min chaboró– me dijo en voz baja la Callee negra – ; sin un balichó de los chineles109. Y, volviéndose al preguntante, continuó en voz alta: Es uno de los nuestros que viene con matute de Portugal y a ver a sus hermanos de aquí.

– Entonces me dará algo de tabaco – respondió el individuo – . Supongo que habrá traído.

– No tiene tabaco – dijo la Callee negra – . No ha traído más que hierro viejo. El único tabaco que hay en casa es este cigarro; tómalo, te lo fumas, y te vas.

Al decir esto, se sacó un cigarro del zapato y se lo ofreció al alguazil.

– No me voy – dijo éste guardándose el cigarro – . Tenéis que darme algo mejor. Hace ya tres meses que no me dais nada. El último regalo fué un pañuelo inservible; por tanto, o me dais algo que sea bueno, o vais todos a la cárcel.

– ¡El Busnó quiere prendernos! – dijo la Callee negra – . ¡Ja, ja, ja!

– ¡El Chinel quiere prendernos! – dijo con fisga la más joven – . ¡Je, je, je!

– ¡El Bengui110 quiere llevarnos al estaripel!111– refunfuñó la abuela – . ¡Jo, jo, jo!

Las tres mujeres se levantaron y dieron muy despacio una vuelta en torno del alguacil, mirándole fijamente a la cara; el hombre pareció muy asustado, y pensó en la fuga. De pronto, las dos más jóvenes le agarraron por las manos, y mientras él forcejeaba para soltarse, la vieja le decía:

– Necesitas tabaco, hijo, y vienes a casa de los gitanos para asustar a las Callees y al Caloró forastero, que no tienen más plako112; la verdad, hijo, no podemos darte tabaco, y lo siento mucho; pero, en cambio, tenemos polvo abundante a tu servicio.

Al decir esto, se metió la mano en un bolsillo, y, sacando un puñado de una especie de polvo de tabaco, se lo arrojó a los ojos al alguacil; pateaba éste y bramaba, pero las dos Callees le sujetaban fuertemente. Al fin, consiguió soltarse, y trató de desenvainar un cuchillo que llevaba en la faja; pero las hembras jóvenes se arrojaron sobre él como furias, mientras la vieja le sacudía con el palo en la cara; pronto cedió de buen grado el campo, y se retiró abandonando el sombrero y la capa, que la chabí recogió y tiró a la calle detrás de él.

– Este es un mal asunto – dije yo – . El tipo ese irá, naturalmente, a buscar a demás de la justicia, y vendrán para meternos en el estaripel.

¡Ca!– dijo la Callee negra mordiéndose la uña del dedo pulgar – . Tiene más motivos para temernos que nosotras a él. Podemos mandarle a la filimicha, y, sobre todo, tenemos aquí amigos, muchos, muchos.

– Sí – murmuró la vieja – . Las hijas del bají tienen amigos, mi Caloró de Londres, entre los Busné, baributre, baribú113.

Ninguna otra cosa digna de mención me ocurrió en la casa de los gitanos. Al día siguiente, Antonio y yo cabalgamos de nuevo. Lo menos recorrimos trece leguas antes de llegar a la venta, donde dormimos. Al otro día madrugamos mucho, porque, según dijo Antonio, teníamos que hacer una jornada muy larga. «¿Adónde vamos hoy? – pregunté – .» «A Trujillo.»

Cuando el sol salió, tristemente, entre nubes que amenazaban lluvia, nos hallábamos en las inmediaciones de una cadena de montañas que corría a nuestra izquierda, llamada, según me dijo Antonio, Sierra de San Selvan. El camino atravesaba vastas llanuras, donde crecían arbustos raquíticos. De vez en cuando veíamos alguna triste aldea, con su iglesia antigua y destrozada. Casi todo el día estuvo lloviznando; el polvo de los caminos se hizo barro, y nuestra marcha fué más penosa. Al atardecer salimos a un yermo sembrado de enormes peñas y pedruscos. El sitio era muy agreste. A cierta distancia se elevaba ante nosotros una colina de forma cónica, muy escabrosa, que parecía ser ni más ni menos que un gigantesco rimero de piedras de igual clase que las esparcidas por el yermo. La lluvia cesó, pero un viento muy fuerte se alzó gemebundo a nuestra espalda. Mucho trabajo me había costado durante todo el viaje marchar al mismo compás que la mula de Antonio; mi caballo era de paso lento, y no descubrí ni el menor vestigio del genio que, según el gitano, dormitaba en él. Al llegar a un sitio bastante despejado, dije:

– Voy a probar si este caballo tiene alguna de las cualidades que me has dicho.

– Está bien – contestó Antonio – ; y, arreando a la mula, rápidamente me dejó atrás.

Tiré del freno al caballo, por buscarle el genio, y el animal se detuvo, se puso de manos, y se negó a seguir adelante. «Suéltale las riendas y tócale con el látigo» – me gritó Antonio – . Así lo hice, y en el acto el caballo salió al trote, que paulatinamente fué aumentando en rapidez hasta convertirse en un frenético trote largo; sus remos recobraron toda su agilidad, y meneaba las manos de un modo maravilloso. La mula de Antonio, de genio y ligera, trató de seguirle por un momento; pero, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó muy atrás. Aquel tremendo trote duraba ya una milla, cuando el caballo, entrando cada vez más en calor, salió de pronto al galope. ¡Viva! Corríamos más impetuosos y ciegos que una liebre; iba el caballo, literalmente, ventre à terre, y me costó mucho trabajo guiarle entre los pedruscos, contra los que nos hubiéramos hecho pedazos los dos si llega a dar un tropezón en su furiosa carrera.

Así me llevó hasta el pie del cerro, donde aguardé a que el gitano me alcanzara. Dejamos a nuestra derecha el cerro, que parecía inaccesible, y pasamos por una aldehuela mísera. Se puso el sol; la noche nos envolvió en tinieblas, pero nosotros continuamos la marcha casi tres horas más, hasta que oímos ladrar perros y percibimos dos o tres luces a lo lejos.

– Este es Trujillo – dijo Antonio, que llevaba largo rato sin hablar.

– Me alegro mucho – contesté – . Estoy muy cansado y dormiré bien en Trujillo.

– Eso será si podemos – dijo el gitano, avivando el paso de la mula.

No tardamos en entrar en la ciudad, muy triste y oscura. Sin saber adonde íbamos, seguí los pasos del gitano, que me guió por calles y plazas lóbregas, donde maullaban los gatos. «Esta es la casa» – dijo al fin, apeándose ante una humilde choza – . Llamó, y no le contestaron; volvió a llamar, y tampoco hubo respuesta; sacudió la puerta, y trató de abrirla, pero estaba cerrada con llave y bien atrancada. «¡Caramba!– exclamó – . No están; ya me lo temía yo. ¿Qué vamos a hacer ahora?»

– En eso no hay gran dificultad. Si tus amigos no están, vámonos a la posada.

– No sabes lo que dices – replicó el gitano – . Yo no me atrevo a ir a la mesuna114 ni a entrar en más casa de Trujillo que ésta. Bueno, no hay remedio, seguiremos el viaje, y, entre nosotros, cuanto antes mejor; a mi planoró115 le ahorcaron en Trujillo».

Echó yesca, encendió un cigarro, montó en la mula, y anduvimos por calles y callejuelas tan tristes como las que ya habíamos atravesado, no tardando en vernos de nuevo fuera de poblado.

No me hizo mucha gracia la resolución del gitano, lo confieso; tenía yo muy poca gana de marcharme de Trujillo y aventurarme por sitios desconocidos, de noche, con lluvia y niebla, porque el viento se había echado y el agua caía otra vez con fuerza. Estaba, sobre todo, cansadísimo, y lo que más me apetecía era tumbarme en un abrigado pesebre y entregarme al sueño arrullado por el agradable rumor de caballos y mulas comiéndose el pienso. Pero, como viajero experimentado, me guardé muy bien de disputar con mi guía en tales circunstancias, y una vez que me había puesto en sus manos, le seguí sin replicar, pegado a la grupa de su cabalgadura, alumbrados tan sólo por el fulgor del cigarro del gitano; cuando Antonio escupió la colilla en un lodazal, quedamos en profundas tinieblas.

Mucho tiempo caminamos de ese modo: el gitano, en silencio; yo, callado; y la lluvia, cada vez más densa. Algunas veces me parecía oír gritos lúgubres, algo así como el silbido de la lechuza. «Hace una noche poco a propósito para andar por el campo» – dije por fin a Antonio – . «Así es, hermano – me contestó – . Pero prefiero andar por estos sitios en noches como ésta a verme en el estaripel de Trujillo».

Otra legua por lo menos llevaríamos andada cuando me pareció que debíamos de estar cerca de un bosque116, porque de vez en cuando distinguía grandes troncos de árboles. Súbitamente, Antonio detuvo la mula. «Hermano – me dijo – , mira hacia la izquierda y dime si ves una luz; tus ojos ven más que los míos.» Hice como me ordenaba, y, al pronto, nada vi; pero, adelantándome un poco, percibí claramente a cierta distancia entre los árboles un fuerte resplandor. «Lo que veo no puede ser una luz – dije – , sino la llama de una hoguera.» «Es lo más probable» – respondió Antonio – . «Por aquí no hay queres117; se trata, sin duda, de una hoguera encendida por durotunes118. Vamos a buscarlos, porque, como dices tú, es lastimoso andar de noche con lluvia y lodo.»

Nos apeamos, entrándonos por el bosque, guiando con cuidado a las caballerías por entre los árboles y matorrales. A los cinco minutos llegamos a una plazoleta, en la que, en el lado opuesto al de nuestra llegada, ardía una hoguera, y en pie, o sentadas junto a ella, estaban dos o tres personas; nos habían oído acercarnos, y una de ellas gritó: «¿Quien vive?» «Yo conozco esa voz» – dijo Antonio – ; y, dejándome allí con el caballo, avanzó rápidamente hacia la hoguera. Al instante oí un ¡hola! y una risotada, y, poco después, la voz de Antonio llamándome. Me acerqué a la hoguera, y encontré a dos mozos muy atezados y una mujer, como de cuarenta años, aún más negruzca, sentada en las mantas y enjalmas de las mulas. Vi también un caballo y dos burros atados a los árboles. Aquello era, en efecto, un vivac gitano… «Adelante, hermano, y déjate ver – me dijo Antonio – . Estás entre amigos. Estos son del Errate, los que yo buscaba en Trujillo, y en cuya casa hubiéramos dormido.»

 

– ¿Y por qué razón se han marchado de Trujillo y se han venido al monte a pasar una noche como esta?

– Por los asuntos de Egipto, hermano; no lo dudes – replicó Antonio – . Y esos asuntos no nos importan; ¡calla [la] boca! Ha sido una suerte que los encontremos aquí, porque en otro caso no hubiéramos tenido cena nosotros ni pienso los caballos.

– Mi ro está preso en un pueblo que hay ahí – dijo la mujer, señalando con la mano en una dirección determinada – . Está preso por choring una mailla119. Hemos venido a ver qué podemos hacer por él; ¿y dónde íbamos a alojarnos mejor que en el monte, que no se paga nada? Me figuro que no será la primera vez que el Caloré ha dormido al pie de un árbol.

Uno de los muchachos trajo cebada para las caballerías en un talego, que colgamos sucesivamente de la cabeza del caballo y de la mula; en él metieron el hocico los pobres animales, y los dejamos regalarse hasta que nos pareció que habían saciado el hambre. Arrimado a la lumbre borbotaba un puchero, medio lleno de tocino, garbanzos y otras sustancias; vaciáronlo en una escudilla de madera, y Antonio y yo cenamos. Los otros gitanos se negaron a acompañarnos, dándonos a entender que habían comido antes que llegásemos; pero hicieron cumplido honor a la bota de Antonio, que tuvo la precaución de llenarla antes de salir de Mérida.

Estaba yo a tales horas completamente rendido de cansancio y de sueño. Antonio me arrojó una inmensa manta de caballo que llevaba, con otras varias, debajo del albardón de la mula; me arropé bien, y me eché en el suelo, con la cabeza apoyada en un lío de ropa, y los pies todo lo cerca que pude ponerlos de la lumbre.

Antonio y los otros gitanos se quedaron sentados y hablando alrededor de la hoguera. Escuché un poco; pero no los entendía bien, y lo que entendía no me importaba. La llovizna continuaba; pero no hice gran caso de ello, y no tardé en dormirme.

Estaba saliendo el sol cuando me desperté. Me costó bastante trabajo ponerme en pie; tenía los miembros entumecidos, y la cabeza cubierta de escarcha; durante la noche había cesado de llover, y la helada era bastante fuerte. Miré en torno, y no vi a Antonio ni a los otros gitanos. Las caballerías de estos últimos habían desaparecido, y también el caballo que montaba yo; pero la mula de Antonio permanecía aún atada al árbol. Esta circunstancia disipó ciertos temores que empezaban a surgir en mi ánimo. «Se habrán ido a los asuntos de Egipto – me dije – , y no tardarán en volver.» Recogí como pude los rescoldos de la hoguera, y, amontonando un poco de leña, pronto se alzó viva llama, a la que arrimé el puchero con los restos de la cena de la noche pasada. Mucho tiempo estuve esperando a que volviesen mis compañeros; pero como no asomaban por parte alguna, me senté y me puse a comer. No había terminado, cuando oí el ruido de un caballo que se acercaba rápidamente, y, un momento después, apareció Antonio entre los árboles dando muestras de agitación. Se tiró del caballo, y al instante se puso a desatar la mula. «¡Monta, hermano, monta!» – dijo mostrándome el caballo – . «Iba con la Callee y los chabés al pueblo donde su ro está preso; pero el chinobaró120 los ha cogido, con las caballerías, y me hubiera echado mano a mí también; pero metí espuelas al grasti, le solté las riendas y escapé. Monta, hermano, monta, o en un abrir y cerrar de ojos tendremos aquí a toda la canaille rústica.»

Hice como me ordenaba; en seguida salimos al camino del día anterior, y corrimos por él a toda prisa; el caballo sacó su trote más veloz, y la mula, con las orejas tiesas, galopaba intrépidamente a su lado.

– ¿Qué pueblo es aquel que hay allí? – pregunté señalando a un cerro, cuando llevábamos una hora de camino, y al disponernos a entrar en un valle profundo.

– Es Jaraicejo – dijo Antonio – . Un sitio que ha sido siempre malo para la gente Caló.

– Pues, si es malo, supongo que no pasaremos por él.

– No tenemos más remedio que pasar, por varias razones: primera, porque el camino atraviesa Jaraicejo; y segunda, porque necesitamos comprar provisiones para nosotros y las bestias; al otro lado de Jaraicejo hay un despoblado donde no encontraríamos nada.

Cruzamos el valle, subimos el cerro, y, cuando estábamos cerca del pueblo, el gitano dijo:

– Hermano, lo mejor es pasar por el pueblo separados. Yo iré delante; sígueme poco a poco, y, una vez en Jaraicejo, compras pan y cebada; tú no tienes nada que temer. En el despoblado te espero.

Sin aguardar mi respuesta arrancó presuroso, y no tardé en perderle de vista. Seguí mi camino muy despacio, y entré en el pueblo, asaz viejo y ruinoso; apenas tenía más que una calle, y al avanzar por ella, vino a mí corriendo un hombre con una sucia gorra de cuartel en la cabeza y un fusil en la mano.

– ¿Quién es usted? – me dijo en tono algo desapacible – . ¿De dónde viene usted?

– Vengo de Badajoz y Trujillo – respondí – . ¿Por qué me lo pregunta usted?

– Soy de la guardia nacional – contestó el hombre – , y estoy encargado de vigilar a los forasteros; me han dicho que un gitano acaba de pasar a caballo por el pueblo; su suerte ha sido que en aquel momento había entrado yo en mi casa. ¿Viene usted con él?

– ¿Tengo yo aspecto de viajar en compañía de gitanos?

El nacional me miró de pies a cabeza, y luego me clavó los ojos en el rostro, con una expresión que parecía querer decir: «Sí, señor; bastante.» Realmente, mi atavío no era muy a propósito para disponer a la gente en mi favor. Llevaba un sombrero andaluz muy viejo, que, por su estado, parecía como si le hubiesen pisoteado; una capa mugrienta, que acaso había servido a doce generaciones, me cubría el cuerpo; lo demás de mi atuendo no era de mejor calidad, y todo lo que de él parecía estaba manchado de barro, y de barro llevaba también salpicado el rostro, sombreado además por una barba de ocho días.

– ¿Tiene usted pasaporte? – me preguntó al fin el nacional.

Recordé haber leído que el mejor modo de conquistar la voluntad de un español es tratarle con ceremoniosa cortesía. Eché, pues, pie a tierra, y, quitándome el sombrero, hice una profunda reverencia al soldado constitucional, diciéndole:

– Señor nacional, ha de saber usted que yo soy un caballero inglés que viaja por su gusto. Tengo pasaporte, y, en cuanto usted lo examine, verá que se halla perfectamente en regla; está expedido por el gran Lord Palmerston, ministro de Inglaterra, de quien naturalmente habrá usted oído hablar; al pie del pasaporte está su firma manuscrita; véala y regocíjese, porque acaso no vuelva a presentársele a usted otra ocasión de verla. Como yo tengo ilimitada confianza en el honor de todos los caballeros, dejaré el pasaporte en manos de usted mientras voy a comer a la posada. Cuando le haya usted revisado, será usted seguramente tan amable que vaya a devolvérmelo. Caballero, beso a usted la mano.

Le hice una nueva reverencia, que él me pagó con otra más profunda todavía, y, mientras miraba tan pronto al pasaporte como a mi persona, me fuí a la posada, guiado por un mendigo que hallé al paso.

Di un pienso al caballo y me proveí de pan y de cebada, como el gitano me aconsejó; compré también tres hermosas perdices a un cazador que estaba bebiendo vino en la posada. Quedó muy contento con el precio que le pagué, y me invitó a tomar una copita; acepté, y hablando estábamos, sentados a la mesa, cuando llegó el nacional con mi pasaporte en la mano, sentándose a nuestro lado.

Nacional. —¡Caballero! Le devuelvo a usted el pasaporte; está completamente en regla. Me alegro mucho de haberle conocido, y espero que me dará usted ciertas noticias acerca de la guerra.

Yo. – Tendré mucho gusto en dar a un caballero tan cortés y tan honrado como usted todas las noticias que sepa.

Nacional. – ¿Qué hace Inglaterra? ¿Va, al fin, a prestar ayuda a mi país? Si ella quisiera, podía acabar la guerra en tres meses.

Yo. – No se preocupe, señor nacional. La guerra se acabará, sin duda ninguna. ¿Ha oído usted hablar de la legión inglesa que milord Palmerston ha enviado a España? Pues deje usted el asunto en sus manos, y no tardará en ver los resultados.

Nacional. – Me parece a mí que ese Caballero Balmerson debe de ser un hombre muy cabal.

Yo. – Eso no tiene duda.

Nacional. – He oído decir que es un gran general.

Yo. – Tampoco eso tiene duda. En algunas cosas ni Napoleón ni El Serrador pueden medirse con él. Es mucho hombre.

Nacional. – Me agrada oírlo. ¿Vendrá a mandar la legión en persona?

Yo. – Creo que no; pero ha enviado para mandarla a un amigo suyo que pasa por ser casi tan versado en cosas militares como él.

Nacional. – Mucho me complace oírlo. Veo que la guerra acabará pronto. Caballero, le agradezco su cortesía y las noticias que me ha dado. Le deseo un viaje feliz. Confieso que me sorprende ver a un caballero de su país de usted viajar solo y de esa manera por estas regiones. Los caminos están muy poco seguros, y han ocurrido, no hace mucho, varios accidentes y más de dos muertes en las cercanías. El despoblado tiene malísima fama; vaya usted prevenido, Caballero. Siento que el gitano ese haya podido pasar; si se le encuentra usted, al menor gesto sospechoso péguele un tiro o atraviésele sin vacilar; es un ladrón muy conocido, contrabandista y asesino; más muertes ha hecho que dedos tiene en las manos. Caballero, si usted me lo permite, le proporcionaremos una escolta hasta la bajada del puerto. ¿No quiere usted? Entonces, ¡adiós! Un momento: antes de marcharme, deseo ver de nuevo la firma del Caballero Balmerson.

Otra vez le mostré la firma, que estuvo contemplando con profunda reverencia, y hasta le hizo un rápido saludo con la gorra. Después, nos dimos un abrazo y nos separamos.

Monté a caballo y guié hacia el despoblado, marchando, al principio, muy despacio. Pero, en cuanto me vi en el campo, puse el caballo al trote largo, y, durante cierto tiempo, anduve con tremendo compás, esperando alcanzar al gitano de un momento a otro; sin embargo, no le veía por ninguna parte, ni me encontré a un solo ser humano. El camino, angosto y arenoso, serpenteaba entre las espesas retamas y chaparros que cubrían el despoblado, tan altos, a veces, como un hombre. Al fondo, en la dirección que yo llevaba, había un cerro alto y desnudo. El despoblado tenía lo menos tres leguas; lo atravesé casi todo, acercándome ya al pie del cerro, y, cuando empezaba a sentirme muy intranquilo, pensando que acaso me había dejado atrás al gitano, metido entre los chaparros, oí súbitamente un ¡Hola! muy conocido, y vi aparecer en medio de unas matas de retama una cabeza ruda y atezada, y unos ojos que me miraban con fijeza.

– Mucho has tardado, hermano – me dijo – . Casi he creído que me habías engañado.

Me rogó que me apease, y llevó el caballo detrás de un espesar, donde estaba la mula atada a una estaquilla. Entregué a Antonio el pan y la cebada, y le referí lo sucedido con el nacional.

– Quisiera tenerle aquí – exclamó el gitano al oír los epítetos que el otro le había prodigado – para que mi chulí121 y su carló122 se conociesen mejor.

– ¿Y qué haces aquí, en este desierto, entre estas matas?

– Estoy esperando un emisario que ha de venir de muy lejos, y hasta que pase no puedo seguir adelante ni retroceder. Estoy aquí por los asuntos de Egipto, hermano.

Como esta era la expresión que invariablemente empleaba para esquivar mis preguntas, guardé silencio. Dimos pienso a los animales, y luego hicimos nosotros una frugal colación de pan y vino.

– ¿Por qué no guisamos esas perdices? – pregunté – . Aquí hay de sobra con qué encender lumbre.

– El humo podría descubrirnos, hermano – dijo Antonio – . Me interesa estar escondido aquí hasta que llegue el emisario.

Era ya muy entrada la tarde. El gitano, echado detrás de un matorral, se levantaba a veces para mirar afanosamente a la colina que teníamos delante; al cabo, lanzando una exclamación de contrariedad y de impaciencia, se dejó caer al suelo, y en él estuvo tendido mucho rato, absorto, al parecer, en sus reflexiones; por último, levantó la cabeza y me miró a la cara.

Antonio. – Hermano, no puedo adivinar asuntos que te traen a esta tierra.

Yo. – Quizás los mismos que te traen a este despoblado; asuntos de Egipto.

Antonio. – No tal, hermano. Es verdad que hablas la lengua de Egipto; pero ni tus maneras ni tus palabras son las de un Caló ni de un Busné.

Yo. – ¿No me oíste hablar en los foros acerca de Dios y Tebleque?123 He venido a tierras de España para explicar la palabra divina a los Calés y a los gentiles.

Antonio. – ¿Y quién te envía con esa misión?

Yo. – No me entenderías aunque te lo dijese. Has de saber, sin embargo, que muchas gentes de países extranjeros lamentan las tinieblas en que yace España, y las crueldades, robos y muertes que la afean.

Antonio. – Esas gentes, ¿son Caloré o Busné?

Yo. – ¿Qué más da? Los Caloré y los Busné son hijos del mismo Dios.

Antonio. – Mientes, hermano; ni vienen del mismo padre ni son del mismo Errate. Hablas de robos, crueldades y muertes; pero es que hay demasiados Busné, hermano; si no hubiera Busné, no habría ni robos ni muertes. Los Caloré no se roban ni se matan unos a otros; los Busné, sí; ni son crueles con los animales, porque su ley se lo prohibe. Un día, siendo yo chico, pegué a una burra; pero mi padre me sujetó la mano, y, reprendiéndome, dijo: «¡No hagas daño a ese animal, porque dentro de él está el alma de tu propia hermana!»

Yo. – ¿Es posible que creas en una doctrina tan bárbara, Antonio?

Antonio. – A veces, sí; a veces, no. Algunos hay que no creen en nada, ni siquiera en que viven. Hace mucho tiempo, conocí yo a un Caloré viejo, muy viejo, tenía más de cien años, y una vez le oí decir que todo lo que creemos ver es mentira; que no hay mundo, ni hombres, ni mujeres, ni caballos, ni mulas, ni olivos. Pero ¿adónde vamos a parar por este camino? Te he preguntado por qué vienes a este país, y me dices que por la gloria de Dios y Tebleque. ¡Disparate! Eso se lo cuentas a los Busné. No hay duda que tendrás muy buenas razones para venir aquí, porque, en otro caso, no habrías venido. Algunos dicen que eres un espía de los Londoné124. Tal vez; pero no me importa. Levántate, y dime, hermano, si ves a alguien bajar del puerto.

97Hechicera.
98Venenos.
99¡Oh madre de los gitanos!
100Doncellez.
101Con las manos.
102Perdida.
103Grande.
104Seda.
105Oro.
106Agua.
107Verdaderamente.
108Simple.
109No le digas nada, mozo mío; es un perro alguacil.
110Beng; Bengui: el diablo.
111Cárcel.
112Tabaco.
113Mucho; abundante.
114Posada.
115Plan, Planoró, Plal: Hermano, camarada.
116Estaba en Las Gamas, cerca de Carrascal. (Knapp).
117Pueblos.
118Pastores.
119Mailla, burra.
120Una autoridad.
121Cuchillo.
122Corazón.
123El Salvador, Jesús.
124Ingleses.