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La Biblia en España, Tomo I (de 3)

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CAPÍTULO XIII

Intrigas de la Corte. – Quesada y Galiano. – Disolución de las Cortes. – El secretario. – Testarudez aragonesa. – El Concilio de Trento. – El asturiano. – Los tres bandidos. – Benedicto Mol. – El hombre de Lucerna. – El Tesoro.

Mendizábal me había dicho que volviera a verle pasados tres meses, dándome esperanzas de no oponerse personalmente a la publicación del Nuevo Testamento; pero antes de que transcurrieran los tres meses cayó en desgracia, y dejó de ser primer ministro.

Para derribarlo se urdió una intriga, dirigida por Istúriz y Alcalá Galiano, gaditanos como Mendizábal, de quien hasta entonces se llamaron amigos. Ambos habían sido liberales egregios, y miembros importantes de aquellas Cortes que, huyendo de la invasión de Angulema, se llevaron a Fernando desde Madrid a Cádiz, y le tuvieron preso hasta que esta ciudad inexpugnable tuvo por conveniente rendirse; los dos personajes se refugiaron en Inglaterra, donde pasaron considerable número de años.

Por el tiempo a que me refiero, hallábanse Istúriz y Galiano sumamente pobres, sin que del apoyo a Mendizábal pudiesen esperar mejoras inmediatas; y considerándose, además, tan buenos y capaces como él para gobernar a España en las circunstancias dadas, resolvieron separarse del partido de su amigo, a quien habían apoyado hasta allí, y levantar bandera propia.

En consecuencia, formaron en las Cortes una oposición contra Mendizábal; los miembros de esa oposición tomaron el nombre de moderados para distinguirse de Mendizábal y sus secuaces, ultraliberales. Los moderados contaban con el apoyo de la reina regente Cristina, deseosa de un poder algo mayor que el que los liberales parecían dispuestos a concederle, y, además, enemiga personal del ministro. Veíanse también apoyados por Córdova, que entonces mandaba el ejército y estaba descontento de Mendizábal, porque el ministro no servía con suficiente presteza las demandas pecuniarias del general, aunque se decía que la mayor parte del dinero enviado para pagar a las tropas no se empleaba en eso, sino en fondos públicos franceses, a nombre y para uso y provecho del nombrado Córdova.

Pero no voy a escribir una historia de sucesos políticos que presencié entonces; baste decir que Mendizábal, viéndose contrariado en todos sus proyectos por la Gobernadora, que no aceptaba ninguna de las medidas propuestas por el ministro, y por el general, que permanecía inactivo y se negaba a atacar al enemigo, ya repuesto del contratiempo que le causó la muerte de Zumalacárregui y en considerable auge sus armas, dimitió, abandonando por el momento el campo a sus adversarios, aunque contaba en las Cortes con inmensa mayoría, y aunque la opinión del país, al menos en su parte liberal, le era favorable.

Se constituyó un gabinete presidido por Istúriz, en el que Galiano fué ministro de Marina, y un cierto duque de Rivas ministro de lo Interior. Estos eran los jefes del gobierno moderado; pero, impopulares en Madrid, y temerosos de los nacionales, buscaron el concurso de un hombre llamado Quesada, aborrecedor de la milicia nacional y que a nada temía; hombre asaz estúpido, pero gran guerrero, que en cierta época de su vida mandó una legión llamada Ejército de la Fe, cuyas hazañas en ambas vertientes del Pirineo son harto conocidas para que necesite recordarlas. Quesada fué nombrado capitán general de Madrid.

El más inteligente de los nuevos ministros era, con mucho, Galiano, a quien me presentaron poco después de mi llegada a Madrid. Hombre de muchas letras, conocía a fondo las de su país. Orador ante todo, de palabra fácil, elegante e impetuoso, era para el partido moderado, dentro de las Cortes, lo que Quesada fuera de ellas; es decir, el hombre de combate. Difícil sería decir por qué le hicieron ministro de Marina, ya que España no tiene ninguna; acaso lo fué por su dominio del inglés, idioma que hablaba y escribía tan bien como el suyo propio, habiéndose ganado la vida durante su estancia en Inglaterra, principalmente, escribiendo artículos para los periódicos y revistas; ocupación muy honrosa, pero que pocos de los extranjeros desterrados en Inglaterra son capaces de desempeñar.

Galiano era hombre muy pequeño e irritable, enemigo encarnizado de cuantos se atravesaban en el camino de su prosperidad. Odiaba a Mendizábal con rencor no disimulado, y siempre hablaba de él con infinito desprecio. «Temo que me cueste bastante trabajo arrancar a Mendizábal el permiso de imprimir el Nuevo Testamento» – le dije un día – . «Mendizábal es un asno – replicó Galiano – . Calígula hizo cónsul a su caballo, y creo que esto es lo que ha inducido a lord… a enviarnos a ese burro de la Bolsa de Londres para que sea nuestro ministro.»

Sería mucha ingratitud de mi parte no confesar aquí cuánto debo a Galiano, que me ayudó con todo su poder en el asunto que me llevaba a España. Poco después de formarse el ministerio moderado fuí a verle, y le dije que «entonces o nunca era la ocasión de hacer un esfuerzo en favor mío.» «Lo haré – me respondió con tono áspero, porque siempre habla con aspereza, lo mismo a los amigos que a los enemigos – ; pero tenga usted paciencia unos cuantos días; estamos ahora muy ocupados. Nos han derrotado en las Cortes, y esta tarde intentaremos disolverlas. Dicen que esos canallas se negarán a marcharse; pero Quesada estará a la puerta para arrojarlos a la calle si oponen alguna resistencia. Vaya usted por allí, y acaso vea una función

Después de un debate de una hora, fueron disueltas las Cortes sin necesidad de recurrir a la ayuda del temible Quesada. Galiano, sin nuevas dilaciones, me dió una carta para su colega el duque de Rivas, a cuyo departamento incumbía, según me dijo, conceder o negar el permiso para imprimir el libro. El duque era un hombre joven y apuesto, de unos treinta años, andaluz por su cuna, como sus dos colegas ya nombrados. Había publicado varias obras – tragedias, según creo – , y gozaba de cierta reputación literaria. Me recibió con suma afabilidad, y enterado de mi pretensión, respondió, haciéndome una cortesía seductora y con un gesto genuinamente andaluz: «Vea a mi secretario; vea a mi secretario; él hará por usted el gusto

Fuí a ver al secretario, un aragonés llamado Oliban, que no era guapo, ni de elegantes maneras, ni afable. «¿Desea usted un permiso para imprimir el Nuevo Testamento?» «Sí, señor.» «¿Y le ha hablado usted de esto a su excelencia?» «En efecto.» «Supongo que intenta usted imprimirlo sin notas», – continuó Oliban – . «Sí.» «Entonces, su excelencia no puede darle a usted el permiso – dijo el secretario aragonés – ; el Concilio de Trento ordenó que en ningún país cristiano pueda imprimirse parte alguna de la Escritura sin las notas de la iglesia.» «¿Cuántos años hace de eso?» – pregunté yo. «No sé cuántos años hace – repuso Oliban – ; pero tal es el decreto del Concilio.» «¿Es que en España rigen ahora los decretos del Concilio de Trento?» – inquirí – . «Rigen en algunos puntos, y este es uno de ellos – respondió el aragonés – ; pero, dígame, ¿quién es usted? ¿Le conoce el embajador de su país?» «¡Oh!, sí, y tiene mucho interés por este asunto.» «¿De veras? – dijo Oliban – ; entonces, el caso varía. Si puede usted demostrarme que su excelencia se interesa por el asunto, yo no pondré dificultades.»

El ministro británico hizo cuanto yo podía desear, y mucho más de lo que me atrevía a esperar. Tuvo una entrevista con el duque de Rivas, y hablaron detenidamente de mi asunto; el duque fué todo sonrisas y cortesía. Escribió, además, una carta particular al duque y me la dió, encargándome que yo mismo se la entregase la primera vez que fuese a verle; y para remate de todo, me escribió y dirigió otra carta en la que me dispensaba el honor de decirme que me tenía en gran aprecio, y que su mayor placer sería que yo obtuviese el permiso tan buscado. Fuí a ver al duque, y le entregué la carta; estuvo diez veces más bondadoso y afable aún que antes; leyó la carta, sonrió con la mayor dulzura, y luego, como poseído de súbito entusiasmo, extendió los brazos de un modo casi teatral, exclamando: «Al secretario; él hará por usted el gusto.» De nuevo me precipité al secretario, que me recibió con frialdad glacial. Le referí las palabras de su jefe, y le entregué la carta que me había escrito el ministro británico. El secretario la leyó con atención, y me dijo que, evidentemente, su excelencia se «había» tomado interés en el asunto. Me preguntó después mi nombre, y, tomando una hoja de papel, se sentó como si fuese a escribir el permiso. Yo estaba en mis glorias. De pronto, el secretario se detuvo, alzó la cabeza, pareció reflexionar un momento, y poniéndose la pluma detrás de la oreja, dijo: «Entre los decretos del Concilio de Trento, se cuenta uno…»

– ¡Oh Dios mío! – exclamé.

– Es un hombre singular ese Oliban – dije un día a Galiano – ; no puede usted imaginarse lo me está haciendo pasar; no se cansa de hablarme del Concilio de Trento.

– En el Trento quisiera yo verle metido hasta la cintura por decir tales tonterías. Sin embargo, procuraremos no desagradar a Oliban; es de los nuestros y nos ha prestado buenos servicios; es, además, hombre inteligente; pero, como buen aragonés, si se le mete una idea en la cabeza, cuesta mucho trabajo arrancársela. No obstante, iremos a verle; es antiguo amigo mío, y no dudo que le haremos entrar en razón.

Al día siguiente fuí a buscar a Galiano al Ministerio de Marina o Almirantazgo (¿cómo se debe decir?), y desde allí fuimos al Ministerio de lo interior, instalado en un edificio magnífico, antigua casa de la Inquisición. Nos avistamos con Oliban. Galiano se lo llevó al hueco de una ventana, y hablaron detenidamente, pero en voz muy baja, y como la habitación era inmensa, no pude oír palabra. Al cabo, Galiano se me acercó y dijo: «Hay alguna dificultad para resolver el asunto de usted; pero ya sabe Oliban que es usted amigo mío, y dice que eso le basta; quédese aquí con él, y hará cuanto sea necesario en favor de usted. Es asunto arreglado. ¡Adiós!» En diciendo esto, se marchó, dejándome con Oliban. El secretario comenzó acto seguido a escribir no sé qué cosa, y, al terminar, sacó una caja de cigarros, encendió uno, después de ofrecerme otro que rehusé, porque no fumo, y apoyando los pies en la mesa me dirigió en francés el siguiente discurso:

 

– Me alegro mucho de ver a usted en esta capital, y aún de verle trabajar en ese asunto. Considero un oprobio para España que no circule ninguna edición del Evangelio, al menos en condiciones tales que puedan adquirirla los más ricos y más pobres; una edición descargada de notas de invención humana, que aumentan el volumen del libro hasta hacerlo inmanejable. Para mí es indudable que una edición como la que usted intenta imprimir, ejercería una influencia muy beneficiosa en el espíritu del pueblo, que, entre nosotros, no conoce la religión a fondo ni en su pureza. ¿Cómo va a conocerla, visto que le han mantenido siempre cuidadosamente apartado del Evangelio, como si la civilización pudiera existir donde la luz evangélica se apaga? La regeneración moral de España depende de la libre circulación de la Escritura, tarea en que sólo Inglaterra, su afortunada patria de usted, puede empeñarse, por el nivel elevado de su civilización y la prosperidad sin rival de que al presente goza. La razón me obliga, en efecto, a reconocer todo esto, pero…

– «Ahora es ella» – pensé yo.

– «Pero…» Y una vez más comenzó a hablarme del fastidioso Concilio de Trento; me pareció, pues, que lo de escribir en un papel, la oferta del cigarro, y la enojosa y larga arenga no eran sino – ¿cómo lo llamaré? – mera Φλυαρία.

Andaba ya por entonces muy entrada la primavera; las vertientes, aunque no las cumbres, del Guadarrama estaban desde tiempo atrás limpias de nieve; los árboles del Prado lucían ya su verde pompa, y toda la campiña de los alrededores de Madrid mostrábase alegre y risueña. Aún no habían llegado calores estivales, y el tiempo era, en verdad, delicioso.

Hacia el Oeste, al pie de la colina en que se alza Madrid, un canal corre durante unas cuantas leguas paralelo al Manzanares, del que le separan fértiles y amenas praderas. Las márgenes del Canal, empezado por Carlos III y no concluído hasta el día, están plantadas de hermosos árboles y constituyen el paseo más ameno de las inmediaciones de la capital. Allí iba yo a perder horas y horas, mirando los bancos de peces dorados y plateados que emergían al sol en la superficie de las aguas verdosas, o escuchando, no el trinar de los pájaros – porque no es España la tierra de esos cantores alados – , sino la charla de un naranjero, que, además de naranjas, vendía agua junto a una casilla de registro abandonada, frontera precisamente al puente de tablas que cruzaba el canal; allí había instalado su tenducho el naranjero por parecerle la posición favorable para su comercio. Era asturiano, como de cincuenta años, y de unos cinco pies de alto. Yo le compraba muchas naranjas, y no tardó en sentir gran amistad por mí ni en contarme su historia; ninguna cosa notable había en ella; el suceso más importante era una aventura que le ocurrió en la sierra de Granada, donde cayó en poder de unos gitanos que le dejaron en cueros y luego le despidieron dándole de palos. «He corrido toda España – me dijo – , y en conclusión opino que sólo hay dos sitios donde se puede vivir: Málaga y Madrid. En Málaga va todo muy barato, y hay tal abundancia de pescado, que muchas veces lo he visto amontonado en la orilla del mar; en Madrid, como está la corte, corre el dinero, y nunca me acuesto sin cenar. Lo único que me importa es vender naranjas, y mi único deseo es que, cuando muera, me entierren allí.» Al decir esto, señalaba al otro lado del Manzanares, donde, en el declive de una suave colina, como a una legua de distancia, brillaban al sol los blancos muros del Campo Santo.

El asturiano era un individuo muy zumbón, y aunque apenas sabía leer ni escribir, nada ignorante de las cosas del mundo; tenía muchas y exactas noticias de infinito número de personas, y poca gente pasaba junto a su puesto de quien él no conociese los nombres, el carácter y la historia. «Esos dos son gente muy principal – decía señalando a un caballero y una dama magníficamente ataviados, que se apearon de un coche, y pasaron cogidos del brazo por el puente de madera, seguidos de dos sirvientes – ; son el Infante Francisco Paulo y su mujer la Napolitana, hermana de nuestra Cristina. Él es una buena persona; pero su mujer, vaya, es la de peor genio de Madrid; sabe decir carrajo tan bien y con tan excelente entonación como el carretero de la Mancha de peor temple. No la salude usted, amigo; no tiene educación ni guarda la etiqueta; una vez la saludé y no me hizo caso alguno, como si yo no fuese asturiano y noble, de mejor sangre que ella… ¡Buenos días, señor don Francisco! ¿Qué tal? Hace un tiempo hermoso. Vaya su merced con Dios… Esos tres individuos que han bebido agua son tres bandidos, tres verdaderos hijos del presidio. Los trato con amabilidad y me pagan o no, según les parece; no se puede uno poner a malas con ellos. He tenido ya algún disgusto por causa suya: figúrese usted que hará cosa de un año robaron a un señor un poco más abajo del segundo puente; y, dicho sea de paso, le aconsejo a usted, hermano, que no vaya por allí, como creo que va muy a menudo; es un sitio peligroso. Pues, como digo, robaron y maltrataron a un señor; pero un hermano suyo, escribano, se puso pronto sobre la pista, y los prendió a todos. Necesitaba que alguien los identificara, y quiso la casualidad que el día del robo estuviesen en mi puesto bebiendo agua, como acaban de hacer ahora. En cuanto el escribano lo supo me llamó a la cárcel para carearme con ellos. Demasiado bien los conocí, pero como he aprendido en mis viajes a cerrar los ojos o a abrirlos según convenga, dije al escribano que no me era posible afirmar que hubiese visto a tales hombres anteriormente. El escribano, furioso, me amenazó con el calabozo; pero yo le dije que hiciera su gusto, que no me importaba. Vaya, no era cosa de exponerme a la venganza de los tres presos y a la de sus amigos; vivo demasiado cerca de la Plaza de la Cebada para eso… ¡Buenos días, señoritos! Naranjas de Murcia, como ustedes ven: la verdadera sangre del dragón… ¡Agua fresca! Estos dos jóvenes son los hijos de Gabiria, intendente de la reina, el hombre más rico de Madrid; son guapos chicos y me compran mucha fruta. Su padre los quiere más que a todas sus riquezas, según dicen. Aquella vieja que está tirada debajo de un árbol es la tía Lucila; ha hecho varias muertes, y como me debe dinero, espero que algún día la veré ahorcar. Este hombre fué de la guardia walona; «señor don Benito Mol, ¿cómo está usted?»

El personaje últimamente nombrado, absorvió en el acto mi atención. Era un anciano corpulento, de más que mediana estatura, con el cabello blanco y las facciones algo encendidas; tenía los ojos grandes y azules, y siempre había en ellos, cuando los clavaba en alguien, una expresión de ansiedad, como si esperase recibir noticias importantes. Iba modestamente vestido, con chaqueta y pantalón de paño vasto, de tinte rojizo. Tocábase con un sombrero inmenso pero tan maltratado, que el borde de las alas tenía tantos dentellones como una sierra. Contestó al saludo del naranjero, hízome una cortesía, y luego exhibió dos pastillas de jabón de olor que trató de vendernos; hablaba una jerga áspera y destemplada que quería ser español, pero que se parecía más al valenciano o al catalán. Preguntéle quién era, y pasó entre los dos el siguiente coloquio:

– Soy suizo, de Lucerna; me llamó Benedicto Mol, y fuí soldado en la guardia walona; ahora soy jabonero, para servirle.

– Habla usted bastante mal el español – dije yo – . ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

– Cuarenta y cinco años – repuso Benedicto – ; pero cuando licenciaron la guardia me fuí a Menorca, donde olvidé el español sin aprender el catalán.

– ¿Le gustaba a usted servir al rey de España?

– No tanto, que no me hubiera alegrado dejarlo hace cuarenta años; nos pagaban mal y nos trataban peor. Pero, si no me equivoco, usted es alemán; le hablaré a usted en mi lengua natal… Hubiera abandonado el servicio de España, como abandoné el del Papa, a quien serví antes de venir a este país, siendo muy joven; pero me casé con una mujer de Menorca, de quien tuve dos hijos; esto fué lo que me retuvo tanto tiempo por allá; antes de salir de Menorca mi mujer murió, y mis hijos se fueron cada uno por su lado y no sé qué ha sido de ellos. Mi intención es volver pronto a Lucerna y vivir allí a lo duque.

– Por lo visto, ha reunido usted un buen capital en España – dije yo, mirando a su sombrero y a lo demás de su atavío.

– Ni un cuart, ni un cuart; estas pastillas de jabón son todo lo que poseo.

– Quizás sea usted de buena familia y piense vivir de sus rentas.

– Ni un heller, ni un heller. Mi padre era el verdugo de Lucerna; cuando se murió, embargaron su cadáver para pagar sus deudas.

– Entonces – dije yo – se propone usted, sin duda, dedicarse a la fabricación de jabones en Lucerna. Hará usted muy bien, amigo mío, no conozco ocupación más honrosa y útil.

– No tengo la menor intención de dedicarme a eso en Lucerna – replicó Benedicto – . Y como veo que es usted alemán, lieber Herr, y me agrada su aspecto y su modo de expresarse, le diré a usted en confianza que apenas si conozco el oficio, y ya me han despedido de varias fábricas por mi impericia; las dos pastillas de jabón que llevo en el bolsillo no las he fabricado yo. In kurzem, tan mal enterado estoy del oficio de jabonero, como del de sastre, albeitar o zapatero que también he desempeñado.

– Pues no comprendo por qué espera usted vivir hecho un Herzog en su país, como no crea usted que los habitantes de Lucerna le mantendrán con esplendor a expensas del tesoro público, en consideración a servicios prestados al Papa y al Rey de España.

– Lieber Herr– dijo Benedicto – los habitantes de Lucerna no gustan de mantener a sus expensas a los soldados del Papa ni a los del rey de España. Muchos de la antigua guardia que han vuelto allá, piden limosna por las calles. Pero yo iré en un coche tirado por seis mulas, con un tesoro, un gran Schatz, que hay en la iglesia de Santiago de Compostela.

– Supongo que no se propondrá usted robar la iglesia – dije yo – , pero si lo hace, creo que sufrirá usted un desengaño. Mendizábal y los liberales le han ganado a usted por la mano. Según me dicen, ya no quedan en las catedrales españolas más tesoros que unos pocos ornamentos mezquinos y unos cuantos utensilios de plata.

– Mi buen Herr alemán – dijo Benedicto – , no se trata del Schatz de la iglesia, sino de otro, cuya existencia sólo yo conozco. Pronto hará treinta años que, entre otros soldados enviados por enfermos a Madrid, vino uno de mis compañeros de la guardia walona, que había ido con los franceses a Portugal; estaba muy enfermo y no tardó en morir. Pero antes de exhalar el último suspiro me mandó llamar, y en su lecho de muerte me dijo que él, con otros dos soldados, ya muertos, había enterrado en cierta iglesia de Compostela un gran botín traído de Portugal. Consistía en moidores de oro y en un paquete de diamantes del Brasil, muy gruesos, encerrado todo ello en una olla de cobre. Le escuché con avidez, y puedo decir que desde aquel momento no he dejado de pensar, ni de día ni de noche, en el Schatz. Es muy fácil de encontrar, pues el moribundo me hizo una descripción tan minuciosa del escondite, que, una vez en Compostela, sin dificultad alguna pondría la mano en él; muchas veces he estado ya a punto de emprender el viaje, pero siempre ha venido algo imprevisto a estorbármelo. Cuando mi mujer murió, salí de Menorca decidido a ir a Santiago, pero al llegar a Madrid, caí en manos de una vascongada que me persuadió a que viviese con ella, y así lo he hecho durante varios años. Es una Hax133 muy grande, y dice que si la abandono, me echará un sortilegio del que no me libraré nunca. Dem Got sey Dank, ahora está en el hospital, para morirse de un día a otro. Tal es mi historia, lieber Herr.

 

He referido con todo cuidado la anterior conversación, porque en el curso de este relato haré frecuente mención del suizo; sus aventuras subsiguientes fueron de lo más extraordinario, y la última de todas causó gran sensación en España.

133Bruja. En alemán, Hexe. (Nota de Borrow.)