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La Biblia en España, Tomo I (de 3)

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CAPÍTULO XV

El vapor. – El cabo de Finisterre. – La tormenta. – Llegada a Cádiz. – El Nuevo Testamento. – Sevilla. – Itálica. – El anfiteatro. – Los presos. – El encuentro. – El barón Taylor. – La calle y el desierto.

En los primeros días de noviembre140 surqué de nuevo el mar con rumbo a España. Había vuelto a Inglaterra poco después de los sucesos referidos en el capítulo anterior, con objeto de consultar a mis amigos y trazar el plan de mi campaña bíblica en España. Resolvimos imprimir en Madrid el Nuevo Testamento lo antes posible, y se convino que yo me encargaría de la tarea un tanto ardua de distribuirlo. Breve fué mi estancia en Inglaterra; el tiempo era precioso y ansiaba yo encontrarme de nuevo en el campo de acción. Me embarqué en el Támesis, a bordo del vapor M… La travesía hasta Falmouth fué muy desagradable. El barco iba atestado de pasajeros, pobres tísicos en su mayoría o gente valetudinaria que huía de las frías celliscas invernales de Inglaterra a las costas soleadas de Portugal y Madeira. Nunca me ha cabido en suerte viajar en un barco más incómodo, sobre todo de vapor. Los camarotes eran muy pequeños y faltos de ventilación; el mío era de los peores, porque los demás estaban tomados desde antes de llegar yo a bordo; para evitar la asfixia que me amenazaba en cuanto entraba en él, hice el viaje echado en el suelo de una de las cámaras. Estuvimos en Falmouth veinticuatro horas, haciendo carbón y reparando la máquina, que tenía desperfectos importantes.

El lunes 7 zarpamos con rumbo al golfo de Vizcaya. Había mar gruesa, el viento era fuerte y contrario; sin embargo, en la mañana del cuarto día teníamos a la vista las rocas de la costa Norte del cabo de Finisterre. Debo hacer notar aquí que este viaje era el primero que el capitán hacía a bordo de nuestro barco y que conocía muy poco o nada la costa a que nos dirigíamos. Le buscaron a última hora, apresuradamente, porque su predecesor renunció el mando, fundándose en que el barco no podía aguantar la mar y en las frecuentes averías de la máquina. Si yo hubiera sabido todo esto al ver que el barco se acercaba cada vez más a la costa, hasta colocarse a unos cientos de varas de distancia de ella, mi alarma hubiese sido mucho mayor de lo que fué. No dejé, con todo, de sentir profunda sorpresa, pues como las dos veces que había cruzado por allí en barco de vapor, había visto el cuidado con que los capitanes se mantenían lejos de la costa, no pude adivinar la razón de aproximarnos tanto a una zona peligrosísima. El viento soplaba con fuerza hacia la costa, si puede llamarse así a los abruptos y escarpados precipicios en que rompía la marejada con fragor de trueno, alzando nubes de espuma y de agua pulverizada a la altura de una catedral. Fuimos costeando lentamente, y doblamos varios elevados promontorios, apilados algunos por la mano de la naturaleza en formas muy fantásticas. Al anochecer, teníamos cerca por la proa el cabo de Finisterre, escarpada y sombría montaña de granito, cuya ceñuda cima pueden ver desde muy lejos cuantos atraviesan el Océano. La corriente en aquellos parajes era terrible, y aunque las máquinas trabajaban con toda su fuerza avanzábamos poco o nada.

A eso de las ocho de la noche, el viento se convirtió en huracán, el trueno retumbó pavorosamente, y la única luz que alumbraba nuestro camino era la de las rojas culebrinas expelidas a intervalos de su seno por las nubes gruesas y negras que rodaban a poca altura sobre nuestras cabezas. Hacíamos los mayores esfuerzos para doblar el cabo, que a la luz de los relámpagos surgía a sotavento, iluminado por las frecuentes exhalaciones que vibraban en torno de su cima, cuando, de súbito, la máquina se rompió con un gran crujido, y las palas de que pendía nuestra existencia dejaron de funcionar.

No intentaré pintar la escena de horror y confusión que se produjo; puede ser imaginada, pero no descrita. El capitán – justo es reconocerlo – desplegó la mayor frialdad e intrepidez; tanto él como la tripulación hicieron todo lo imaginable por arreglar la máquina, y cuando vieron la inutilidad de sus esfuerzos izaron las velas y realizaron todas las maniobras posibles para salvar el barco de una destrucción inminente. Pero nada aprovechaba; por desgracia, teníamos la costa a sotavento, y hacia ella nos impelía la rugiente tempestad. Me hallaba yo en tales instantes cerca del timón y pregunté al timonel si había alguna esperanza de salvar el barco, o al menos nuestras vidas. «La situación es apurada, señor – me respondió – . Con esta mar los botes zozobrarán en un minuto; antes de una hora el barco chocará contra el Finisterre, donde el buque de guerra más fuerte del mundo se haría pedazos instantáneamente. Ninguno de nosotros verá el día de mañana.» De igual modo, el capitán informó a los demás pasajeros del peligro que corríamos y les dijo que se preparasen; ordenó luego cerrar las escotillas y que no se permitiese a nadie permanecer sobre cubierta; yo seguí en mi puesto, no obstante, casi ahogado por el agua de las inmensas olas que rompían contra el barco por barlovento y lo anegaban. Las pipas de agua potable se soltaron de sus amarras, y una de ellas me tiró al suelo y aplastó un pie al desdichado timonel, cuyo puesto ocupó en el acto el capitán. Estábamos ya cerca de las rocas, cuando los elementos entraron en hórrida convulsión. Los relámpagos nos envolvían con sus resplandores; los truenos retumbaban con el fragor de un millón de cañones; el Océano parecía vomitar sus heces más profundas, cuando, en medio de tal desquiciamiento, el vendaval saltó súbitamente de cuadrante y nos apartó de la horrible costa aún más de prisa que nos había empujado hacia ella.

Los marineros más viejos de a bordo reconocieron que nunca se habían librado de la muerte por modo tan providencial. Desde el fondo de mi corazón dije: «Padre nuestro, santificado sea tu nombre.»

Al día siguiente estuvimos a punto de naufragar, porque con la gran marejada nuestro barco, no destinado para navegar a la vela, trabajaba mucho y hacía agua. Las bombas funcionaron sin cesar. También tuvimos fuego a bordo, pero se logró sofocarlo. Por la tarde, la máquina de vapor quedó parcialmente arreglada, y el día 13 llegamos a Lisboa, donde en pocos días se terminaron las reparaciones necesarias.

En Lisboa encontré a mi excelente amigo W.141 bueno y sano. Durante mi ausencia había trabajado lo posible para fomentar la venta del libro sagrado en portugués; su celo y aplicación eran, en verdad, admirables. Por desgracia, las perturbaciones sufridas por el país en los seis últimos meses habían estorbado sus esfuerzos. Los ánimos de las gentes estaban tan preocupados con la política, que no les quedaba apenas tiempo para pensar en su salvación. La historia política de Portugal presenta en estos últimos tiempos un sorprendente paralelo con la del país vecino. En ambos, la corte y el partido democrático han luchado por la supremacía; en ambos ha triunfado el último, y dos personas de viso han caído víctimas del furor popular: Freire, en Portugal, y Quesada, en España. Las noticias de este país, que recibí en Lisboa, eran pésimas. Las hordas de Gómez devastaban Andalucía, que yo estaba a punto de visitar de paso para Madrid; los carlistas habían saqueado a Córdoba, y ocupádola tres días, abandonándola después. Me dijeron que si persistía en entrar en España por donde me había propuesto, caería probablemente en manos de los facciosos en Sevilla. No me arredré, a pesar de todo, con plena confianza en que el Señor me abriría camino hasta Madrid.

Reparadas las averías del barco, subimos de nuevo a bordo, y en dos días llegamos sin novedad a Cádiz. Reinaba en la ciudad gran confusión. Decíase que por los alrededores campaban numerosas partidas carlistas. Era de temer un ataque y acababa de proclamarse en la ciudad el estado de sitio. Me alojé en el hotel Francés, en la calle de la Niveria,142 y me dieron para dormir una especie de desván o guardilla, pues la casa, famosa por su excelente table d’hôte, estaba llena de huéspedes. Me vestí y salí a dar una vuelta por la ciudad. Entré en varios cafés; el ruido de las conversaciones era en todos ensordecedor. En uno de ellos, seis oradores nada menos hablaban al mismo tiempo; el tema era la situación del país y las probabilidades de una intervención franco-inglesa. De pronto, el orador a quien yo escuchaba, me pidió mi opinión por ser extranjero y, al parecer, recién llegado. Contesté que no podía aventurarme a adivinar los planes de aquellos Gobiernos en tales circunstancias; pero que, en mi opinión, no sería malo que los españoles se esforzasen algo más por su parte y llamasen menos a Júpiter en su ayuda. Como no tenía ganas de hablar de política me fuí en seguida del café, en busca de los barrios donde vive principalmente la clase baja.

 

Entré en conversación con varios individuos; pero a todos los encontré muy ignorantes; ninguno sabía leer ni escribir, y sus ideas religiosas no eran nada satisfactorias; los más profesaban un indiferentismo completo. Fuí después a una librería, e hice algunas preguntas acerca de la demanda de libros de literatura; dijéronme que era muy escasa. Mostré un ejemplar de una edición londinense del Nuevo Testamento en español, y pregunté al librero si, en su opinión, un libro de tal especie tendría venta en Cádiz; respondió que el papel y la impresión eran magníficos; pero que era un libro nada buscado y muy poco conocido. No proseguí mis averiguaciones en otras librerías, pensando que, probablemente, ningún librero me daría buenos informes de una publicación en que no estaba interesado. Además, yo sólo tenía dos o tres ejemplares del Nuevo Testamento, y no hubiera podido servir ningún pedido, aunque me lo hubiesen hecho.

El día 24, muy temprano, me embarqué para Sevilla en el vaporcito español Betis. La mañana era húmeda, y la densa niebla que envolvía el paisaje me impidió observar aquellos contornos. A las seis leguas de recorrido llegamos a la punta Noreste de la bahía de Cádiz y pasamos junto a Sanlúcar, ciudad antigua, próxima a la desembocadura del Guadalquivir. De pronto la niebla se deshizo, y el sol de España fulguró radiante, animándolo todo, y en especial a mí, que yacía sobre cubierta en lánguido y melancólico estupor. Entramos en «El gran río», que tal es la traducción de Wady al Kebir, nombre dado por los moros al antiguo Betis. Anclamos durante unos minutos en Bonanza, pueblecito situado en la terminación del primer brazo del río; tomamos varios pasajeros y continuamos el viaje. El Guadalquivir no ofrece nada de gran interés a los ojos del viajero: las márgenes son bajas, sin árboles; el país adyacente, raso; sólo a gran distancia se columbra la cadena azul de unas sierras altas. El agua es turbia y fangosa, muy parecida por el color a la de un cenagal. La anchura media del cauce es de 150 a 200 varas. Pero es imposible viajar por este río sin recordar que por él navegaron romanos, vándalos y árabes, y que ha presenciado sucesos de universal resonancia, cantados en poesías inmortales. Fuí repitiendo versos latinos y fragmentos de romances viejos españoles hasta que llegamos a Sevilla, a eso de las nueve de una hermosa noche de luna.

Sevilla encierra noventa mil habitantes, y está situada en la orilla oriental del Guadalquivir, a unas diez y ocho leguas de la desembocadura; la cercan elevadas murallas moriscas bien conservadas, y tan sólidamente construídas, que probablemente desafiarán aún por muchos siglos las injurias del tiempo. Los edificios más notables son la catedral y el Alcázar, o palacio de los reyes moros. La torre de la catedral, llamada La Giralda, pertenece a la época de los moros, y formó parte de la gran mezquita de Sevilla; se calcula su altura en unos ciento quince metros, y se sube hasta el remate, no por escalera, sino por una rampa abovedada a manera de plano inclinado. La rampa es muy poco empinada, de suerte que puede subirse por ella a caballo, proeza cumplida, según dicen, por Fernando VII. Desde lo alto de la torre se descubre una vista muy extensa, y en días claros se columbra la Sierra de Ronda, aunque dista más de veinte leguas. La catedral, insigne monumento gótico, pasa por ser el más hermoso de su género en España. En las capillas dedicadas a diferentes santos están algunos de los cuadros más espléndidos que el arte español ha producido; la catedral de Sevilla es ahora más rica en pinturas de primer orden que nunca lo fué, porque han llevado a ella muchos lienzos de los conventos suprimidos, especialmente de Capuchinos y San Francisco.

Todo el que visite Sevilla debe dedicar especial atención al Alcázar, espléndido ejemplar de la arquitectura mora. Contiene muchos salones magníficos, especialmente el llamado de Embajadores, superior en todos aspectos al del mismo nombre de la Alhambra de Granada. Este palacio fué la residencia favorita de Pedro el Cruel, quien lo restauró con cuidado sin alterar su carácter ni disposición moriscos. Probablemente permanece en un estado poco distinto del que tenía a la muerte de aquel rey.

En la orilla derecha del río se halla Triana, importante arrabal que se comunica con Sevilla por un puente de barcas, porque a causa de las violentas inundaciones a que está sujeto el río no hay puente permanente sobre el Guadalquivir. En el arrabal vive la hez de la población, y abundan los gitanos. Como a legua y media hacia el Noroeste se encuentra el pueblo de Santiponce; a los pies y en la ladera de una colina que hay más arriba, se ven las ruinas de la antigua Itálica, cuna de Silio Itálico y de Trajano, de quien el barrio de Triana deriva su nombre.

Una hermosa mañana me encaminé allá, y después de subir a la colina dirigí mis pasos hacia el Norte. No tardé en llegar a los que en otro tiempo fueron los baños, y andando un poco más al anfiteatro, enclavado entre las suaves laderas de una especie de hondonada. El anfiteatro es, con mucho, la reliquia más importante de Itálica; es de forma oval, y tiene sendas puertas de entrada al Este y al Oeste.

Vense por todas partes restos de la gradería de piedra gastada por el tiempo, desde la que millares de seres humanos contemplaban antaño la arena donde los gladiadores clamaban y los leones y leopardos rugían; todo alrededor, debajo de la gradería, hay una excavación abovedada desde la que, por diversas puertas, los hombres y las fieras se lanzaban al combate. Muchas horas pasé en sitio tan singular, abriéndome paso a través de las hierbas y arbustos silvestres para llegar a las cavernas, albergue ahora de víboras y otros reptiles, cuyos silbidos oí.

Satisfecha mi curiosidad, dejé las ruinas, y volviendo por otro camino llegué a un sitio donde yacía un caballo muerto medio devorado; sobre él se posaba un buitre enorme de ojos brillantes, que, al acercarme, alzó pausadamente el vuelo y fué a posarse en la puerta oriental del anfiteatro, donde lanzó un grito ronco, como de cólera, por haberle interrumpido el festín de carroña.

Gómez no había atacado aún a Sevilla; cuando yo llegué decíase que andaba por los alrededores de Ronda. La ciudad estaba sobre las armas; tapiáronse varias puertas, se abrieron trincheras, se levantaron reductos; pero estoy convencido de que la ciudad no hubiera resistido seis horas un ataque vigoroso. Gómez había mostrado ser un hombre de lo más extraordinario; con su pequeño ejército de aragoneses y vascos dió, en los últimos cuatro meses, la vuelta a España. Muchas veces se vió rodeado por fuerzas triples en número que las suyas y en lugares donde se tenía por imposible que pudiese escapar; pero siempre había chasqueado a sus enemigos, de los que parecía reírse. La Prensa de Sevilla publicaba continuamente noticias absurdas de victorias ganadas contra Gómez; entre otras cosas se dijo que su ejército había sido exterminado, muerto el mismo Gómez, y que mil doscientos prisioneros estaban en camino de Sevilla. Yo vi a los prisioneros: en lugar de mil doscientos desesperados, vi pasar una veintena de miserables, aspeados, harapientos, muchos de ellos mozalbetes de catorce a diez y seis años. Eran, evidentemente, merodeadores que, no pudiendo seguir al ejército, se habían dejado coger desperdigados por montes y llanos. Luego se supo que no se había dado batalla alguna contra Gómez, y que su muerte era una fantasía. El gran defecto de Gómez era no saber aprovecharse de las circunstancias; después de derrotar a López pudo haber marchado sobre Madrid y proclamar allí a don Carlos; después del saqueo de Córdoba pudo haberse apoderado de Sevilla.

Había en Sevilla varias librerías, en dos de las cuales encontré ejemplares del Nuevo Testamento en español, traídos de Gibraltar dos años antes, habiéndose vendido en ese lapso de tiempo seis ejemplares en una de las librerías, y cuatro en la otra. En mis paseos por la ciudad y sus cercanías me acompañaba generalmente un genovés de edad provecta que desempeñaba en la Posada del Turco, donde yo vivía, algo así como las funciones de valet de place. Al saber que yo me proponía imprimir en Madrid el Nuevo Testamento, díjome que en Andalucía podría colocarse buen número de ejemplares. «Conozco el comercio de libros – continuó – . En otros tiempos tuve en Sevilla una pequeña librería. En un viaje que hice a Gibraltar adquirí varios ejemplares de la Escritura, y aunque parte de ellos me los confiscaron los empleados de la Aduana, pude vender los otros a buen precio y me quedó una ganancia considerable.»

Volvía yo de cierta excursión por el campo, una gloriosa y radiante mañana del invierno andaluz, y me dirigía a la posada, cuando al pasar junto al portal de una casona lóbrega, cerca de la puerta de Jerez, dos individuos, vestidos con zamarras, salieron de la casa a la calle; ya iban a cruzarse conmigo, pero uno de ellos, mirándome a la cara, retrocedió vivamente, y en un francés purísimo y armonioso exclamó: «¿Qué es lo que veo? Si mis ojos no me engañan es él; sí, el mismo a quien vi por vez primera en Bayona, y mucho tiempo después bajo los muros de ladrillo de Novogorod; luego junto al Bósforo, y más tarde en… en… Mi querido y respetable amigo: ¿dónde tuve yo la fortuna de ver últimamente su inolvidable y singular fisonomía?»

Yo. – Fué en el Sur de Irlanda, si no me engaño. Allí le presenté a usted al brujo que domaba potros con sólo murmurarles unas palabras al oído. Pero ¿qué le trae a usted por Andalucía? Aquí es donde menos podía yo esperar encontrarle a usted.

El barón Taylor. – Y ¿por qué razón, mi respetable amigo? ¿No es España la tierra del arte? Y dentro de España, ¿no es Andalucía la región donde el arte ha producido sus monumentos más bellos e inspirados? Ya me conoce usted lo bastante para saber que mi pasión son las artes, y que no concibo placer más elevado que el de contemplar con arrobamiento un hermoso cuadro. Venga usted conmigo, puesto que usted tiene también un alma noble y sensible capaz de apreciar lo bello; venga usted conmigo y le enseñaré un cuadro de Murillo que… Pero antes permítame usted que le presente a un compatriota suyo. Querido señor W. – dijo volviéndose a su compañero, un caballero inglés que, como toda su familia, me colmó más adelante de infinitas atenciones y obsequios en mis diversos viajes a Sevilla – : permítame usted que le presente a mi amigo más querido y respetado, hombre que conoce las costumbres de los gitanos mejor que el Chef des Bohémiens à Triana, consumado caballista, y que, lo digo en honor suyo, maneja el martillo y las tenazas, y hierra un caballo como el mejor herrero de la Alpujarra.143

En el curso de mis viajes he adquirido muchas amistades y relaciones; pero ninguna tan interesante como la del barón Taylor; por nadie siento yo consideración ni estima más altas. A sus relevantes prendas personales y a sus cultivados talentos, reúne un corazón de tan rara bondad que continuamente le induce a buscar las ocasiones de hacer bien a sus semejantes y de contribuir a su felicidad; acaso no existe quien conozca mejor que él la vida y el mundo en sus múltiples aspectos. Sus hábitos y modales son de la más exquisita elegancia y fina cortesía; pero su condición es tan flexible que se acomoda de buen grado a todo género de compañía, por lo que es acogido dondequiera con predilección. Hay un misterio en su vida que aumenta en no pequeño grado la impresión que sus méritos personales producen en todas partes.

Nadie puede decir, con positivo fundamento, quién es el barón Taylor; se susurra que es un retoño de sangre real; y ¿quién puede, en efecto, contemplar por un momento su graciosa figura, su rostro inteligente y de líneas tan características, sus ojos grandes y expresivos, sin convencerse de que no es un hombre vulgar ni de vulgar linaje? Aunque por su talento y elocuencia hubiera podido alcanzar rápidamente una elevada posición en el Estado, se ha contentado hasta ahora, quizás sabiamente, con una relativa oscuridad, dedicándose por modo principal al estudio de las artes y de la literatura, de las que es liberal protector. Con todo, la ilustre casa a que, según se dice, pertenece, le ha mandado con misiones importantes y delicadas a diferentes países, y en todas ha visto sus esfuerzos coronados por el buen éxito más completo. Cuando yo le encontré en Sevilla estaba coleccionando obras maestras de pintura española para adornar los salones de las Tullerías.

 

El barón Taylor ha visitado la mayor parte del globo, y es cosa notable que siempre estamos encontrándonos en los lugares más imprevistos y en circunstancias singulares. Dondequiera que me encuentra, sea en la calle o en el desierto, sea en un salón brillante o entre las haimas de los beduínos, sea en Novogorod o en Stambul, exclama, alzando los brazos: «¡O ciel! ¡Otra vez tengo la fortuna de ver a mi querido y respetabilísimo amigo Borrow!»

1401836.
141Era un comerciante, John Wilby, representante de la Sociedad Bíblica (Knapp).
142Se alojó en la Posada Francesa, en la calle de San Francisco y de la Neveria, hoy Hotel de París (Knapp).
143El amigo del barón Taylor era John Wetherell, hijo de un famoso curtidor de pieles de igual nombre. En 1874 el gobierno español indujo a John Wetherell a establecer en Sevilla una manufactura de curtidos finos, concediéndole para su instalación el convento de Jesuítas y una extensión de terreno; le aseguró además ciertos privilegios y contratas para el ejército. Wetherell llevó a Sevilla máquinas y obreros ingleses; pero la empresa se hundió porque el gobierno no pagó las contratas y retiró la protección ofrecida. Wetherell murió arruinado. (Knapp).