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La Biblia en España, Tomo I (de 3)

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CAPÍTULO IV

Dilaciones molestas. – El cochero borracho. – Una mula muerta. – Lamentación. – Aventura en un descampado. – El miedo a la oscuridad. – Un fidalgo portugués. – La escolta. – Regreso a Lisboa.

Me levanté a las cuatro, y después de tomar un refrigerio, bajé a la cocina, donde vi al hombre que me había llamado la atención la víspera y a su mujer, durmiendo al amor de la lumbre aún encendida. Se despertaron en seguida y comenzaron a preparar su desayuno, consistente en sardinhas saladas, asadas en el rescoldo. Al mismo tiempo, la mujer cantaba trozos de una bella canción, muy conocida en España, que comienza así:

 
En Belén tocan a fuego;
Del portal salen las llamas,
Porque dicen que ha nacido
El Redentor de las almas.
 

Al saber que me marchaba, la mujer me dijo: «Voy a darle a usted un poco de romero del de mi marido, para que le ampare contra los peligros y le libre de cualquier mal suceso.» Tuve la debilidad de permitir que me pusiera unas ramitas en el sombrero; estando en esto llegó el calesero con las mulas, dije adiós a mi servicial posadera, y subí al carruaje con mi criado.

Entonces puse atención en las mulas que nos llevaban; nunca había visto otras tan buenas como aquéllas; la de más alzada tendría poco menos de diez y seis palmos. El calesero las quería, según nos dijo en detestable francés, más que a su propia mujer y a sus hijos. Doblamos la esquina del convento y seguimos calle abajo hacia la puerta del Suroeste. El cochero hizo alto delante del portal de una casona, y se apeó diciendo que por ser aún muy temprano, no se atrevía a continuar, pues si los ladrones residentes en la ciudad estaban sobre aviso, nos robarían, probablemente, y a él le matarían, pero que los moradores de aquella casa iban a salir para Lisboa un cuarto de hora más tarde, y esperándolos podíamos aprovechar su escolta de soldados y ponernos al abrigo de todo peligro. Respondí que yo no tenía miedo, y le mandé seguir, pero se negó, y, dejándonos en la calle, fuése. Una hora llevábamos esperando, cuando llegaron dos carruajes a la puerta de la casa; pero como la familia no estaba, al parecer dispuesta todavía, el cochero se apeó también y se fué. Pasó otra media hora; al fin salió la familia. Colocados los equipajes, preguntaron por el cochero, que no parecía por parte alguna. Le buscaron, pero en vano más de otra hora pasó antes de encontrar un sustituto. La escolta tampoco había comparecido, y fué preciso enviar por dos veces un criado al cuartel en busca de los soldados. Al fin, todo se arregló, y la familia se puso en marcha.

En todo ese tiempo no habíamos vuelto a ver a nuestro cochero, y ya estaba yo harto convencido de que nos había abandonado definitivamente, cuando, pasados unos minutos más, le vi venir tambaleándose calle arriba, borracho, y empeñado en cantar la Marsellesa. Sin decirle nada, me puse a observarlo. Estuvo un rato mirando fijamente a las mulas y mascullando disparates inconexos en francés. Al cabo, dijo: «No estoy tan borracho que no pueda guiar»; y tomando a las mulas por el ramal, echó a andar hacia la puerta. En cuanto salimos de la ciudad intentó repetidas veces, sin conseguirlo, montar en la mula más pequeña, que iba ensillada; al fin se salió con la suya, y en el acto emprendimos, camino abajo, una carrera desenfrenada. Llegamos a un sitio donde arrancaba un carril angosto y pedregoso; echando por él, nos ahorrábamos el rodeo que, en otro caso. habríamos de dar en torno de los muros de la ciudad antes de salir al camino de Lisboa, que cae al Noreste. El cochero dijo: «Voy a tomar el carril, y en un minuto alcanzaremos a esa familia»; y en él entramos, efectivamente. Apenas tenía anchura bastante para dar paso al carruaje, y era, además, muy escarpado y quebrado; avanzamos subiendo y bajando, con mucho crujir de ruedas y unas sacudidas tan violentas, que corríamos peligro de vernos lanzados como por una honda. Comprendí que de continuar en el coche, se haría pedazos con nuestro peso, y dirigiéndome al cochero en portugués, le mandé parar; pero el hombre fustigó y espoleó a las mulas con más brío. Entonces, mi criado me suplicó por el amor de Dios que le hablase en francés, pues si algo podía apaciguarle, era eso. Seguí el consejo, y le rogué que nos permitiese apearnos y andar hasta la salida del sitio peligroso. El resultado confirmó las previsiones de Antonio. El cochero paró instantáneamente y dijo: «Señor, usted es el amo; no tiene usted más que mandar y yo obedeceré.» Nos apeamos y fuimos andando hasta la carretera, donde volvimos a montar.

Apenas ocupamos nuestros asientos, el cochero lanzó las mulas a galope tendido, con idea de alcanzar a la familia, que nos llevaba como un cuarto de milla de ventaja. La capa se le escurrió de los hombros, y al querer ponérsela de nuevo, soltó el ramal con que guiaba a la mula más alta; la cuerda se le enredó en las patas al pobre animal, que cayó pesadamente de cabeza al suelo; después de patalear un poco, la mula quedó tendida cuan larga era, atravesada en el camino, con las varas del carruaje sobre las costillas. Yo salí despedido contra el lodo, y el borracho del cochero cayó sobre el cuerpo de la mula muerta.

El suceso me enfureció, y comencé a gritar: «¡Borracho! ¡Renegado! Que hasta te avergüenzas de hablar la lengua de tu país; ahora que has destruído el sostén de tu vida, ya puedes morirte de hambre.» «Paciencia», me contestó, y empezó a dar patadas a la mula en la cabeza, para hacerla levantar; de un empellón le aparté de allí, y tomando la navaja que se le había caído del bolsillo, corté los tiros del carruaje, pero la vida había volado, y el velo de la muerte empañaba ya los ojos de la mula.

El individuo aquel, en el atolondramiento de la borrachera, pareció al pronto dispuesto a despreciar tal pérdida, diciendo: «Se ha matado la mula; esa era la voluntad de Dios. ¿Qué le voy a hacer? Paciencia.» Al mismo tiempo envié a Antonio a la ciudad para que alquilase otras mulas, y después de descargar mis maletas del carruaje, esperé al borde del camino su regreso.

Los vapores del alcohol comenzaron a disiparse en el cerebro del cochero; entonces, cruzando las manos, exclamó: «Virgen bendita, ¿qué va a ser de mí? ¿Cómo voy a ganarme la vida? ¿Dónde podré hacerme con otra mula? Mi mula, mi mejor mula, se ha matado; se ha caído al suelo y se ha muerto de repente. He visto muchos animales en los países donde he vivido, pero una mula como ésta, no la he visto nunca; ¡y se ha matado! ¡Mi mula se ha matado! Se ha caído y se ha muerto de repente.» En este tono continuó durante mucho rato, y sus lamentaciones tenían siempre el mismo estribillo: «Mi mula se ha matado; se ha caído y se ha muerto de repente.» Al cabo, quitó la collera a la mula muerta y se la puso a la otra, metiéndola con algún trabajo en varas.

Un muchacho de unos trece años, muy guapo, llegó de la ciudad corriendo como una liebre; se detuvo ante la mula muerta, y rompió a llorar. Era hijo del cochero, y sabía por Antonio lo sucedido. Aquello era demasiado para el pobre hombre; acudió a su hijo, diciéndole: «No llores. Nos hemos quedado sin pan; pero Dios lo ha querido. ¡La mula se ha matado!» Se dejó caer después al suelo, lanzando lastimeras quejas: «Yo hubiera sobrellevado esta pérdida – decía – pero el ver llorar a mi hijo, me vuelve loco.» Le socorrí con algún dinero, y le dije algunas palabras de consuelo. Le aseguré que si dejaba la bebida, era indudable que Dios se apiadaría de él y le remediaría. Por fin se tranquilizó un poco, y después de colocar las maletas en el coche, volvimos a la ciudad, donde aguardaban nuestra llegada a la posada dos excelentes mulas de paso. No vi a la española, y por eso no pude decirle de cuán poco me había servido el romero en aquel caso.

Algunos borrachos he conocido en Portugal, pero, sin excepción, eran individuos que, después de viajar fuera de su tierra, como aquel cochero, regresaban llenos de desprecio hacia su patria y manchados con los peores vicios de los países donde habían vivido. A mis compatriotas que por acaso lean estas líneas, les recomiendo vivamente que si su destino los lleva a España o Portugal, no tomen a su servicio ni traten individuos de las clases bajas que hablen otra lengua que la suya materna, porque muy probablemente serán bandidos desalmados o borrachos. Invariablemente, estas gentes dicen de su país natal todo el mal posible; y yo tengo la opinión, fundada en la experiencia, de que un individuo capaz de tal bajeza, no vacilará en cometer cualquier villanía, porque después del amor a Dios, el amor a la patria es el mejor preservativo contra el crimen. Quien se enorgullece de su patria, tiene especial cuidado en no hacer cosa que pueda deshonrarla.

Tomamos el camino de Lisboa, y llegamos a Monte Moro a eso de las dos. Comimos allí lo que permitían los recursos del lugar, y proseguimos el viaje hasta llegar a un cuarto de legua de las chozas enclavadas en la linde del despoblado que habíamos cruzado a la ida. Allí nos alcanzó un jinete; era un hombre robusto, de mediana estatura, y montaba un buen caballo español. Llevaba puesto un sombrero de alas anchas y caídas, jubón de paño azul, con botonadura de tachones de plata y broches del mismo metal, calzón de cuero amarillo y botas fuertes; de la silla llevaba colgado un trabuco. Me preguntó si pensábamos pernoctar en Vendas Novas, y al contestarle que sí, manifestó deseos de seguir en nuestra compañía. Miró luego al sol, que ya se hundía rápidamente en el horizonte, y nos rogó que avivásemos para aprovechar la luz todo lo posible, porque el páramo era lugar temeroso en la oscuridad. Se puso a la cabeza de todos, y salimos al trote largo; el mozo o arriero que nos acompañaba venía detrás corriendo, sin dar la menor señal de fatiga.

Entramos en el páramo, y apenas habíamos avanzado una milla, la noche cerró por completo. Ibamos por un sendero bordeado de altas malezas, cuando el jinete me rogó que pasase yo delante, y él me seguiría, porque era incapaz de afrontar la oscuridad. Le pregunté el motivo de su temor, y me respondió que en otro tiempo no le causaban miedo alguno las tinieblas, pero que desde hacía unos años temíalas mucho, sobre todo en lugares inhabitados. Accedí a sus deseos, pero como desconocía el camino y apenas me veía los dedos de la mano, nos perdíamos a cada paso; impacientábase el hombre, y acabó por colocarse de nuevo a nuestra cabeza. Anduvimos así un buen trecho y otra vez se detuvo el miedoso, diciendo que no podía resistir el influjo de las tinieblas; temblábanle las patas al caballo, contagiado, al parecer, del terror de su amo. Le aconsejé que invocara el nombre de Jesús Nuestro Señor, capaz de transformar la noche en día; al oírme, lanzó un terrible alarido, y enarbolando el trabuco, lo disparó al aire. El caballo arrancó a todo correr, y mi mula, una de las más ligeras de su casta, se espantó y salió disparada, pisándole los cascos al caballo. Antonio y el mozo se quedaron muy atrás. Corríamos como un torbellino, iluminándose el sendero con las chispas arrancadas a las piedras por las herraduras de los animales. Yo no sabía adónde íbamos; pero las cabalgaduras conocían el camino, y en poco tiempo nos pusieron en Vendas Novas, donde nuestros compañeros nos alcanzaron.

 

Me pareció que el hombre aquel era un cobarde; opinión injusta, porque durante el día era valiente como un león, y nada temía. Unos cinco años antes le habían atacado dos ladrones en el páramo, y a entrambos dominó, los ató, y los entregó a la justicia. Pero de noche, el rumor de una hoja le aterrorizaba. He conocido casos análogos en personas de extraordinaria valentía. En cuanto a mí, confieso que no soy hombre de un valor inusitado, pero los peligros de la noche no me intimidan más que los que pueden sobrevenir en pleno día. El individuo de que he hablado era un labrador de Evora, persona de muy buena posición.

Encontré la posada de Vendas Novas llena de gente, y con alguna dificultad obtuvimos alojamiento y cena. Ocupaba la posada la familia de cierto fidalgo de Estremoz, el cual iba a Lisboa custodiando una gran suma de dinero, según nos dijeron; probablemente, las rentas de sus estados. Llevaba una guardia de veinticuatro servidores, armados con sendos rifles; eran sus pastores, porqueros, vaqueros y cazadores, mandados por el hijo y el sobrino del fidalgo, ambos jóvenes, vestido el último de uniforme. A pesar de tan numerosa guardia, al fidalgo le apuraba mucho, al parecer, el temor de que le robasen en el descampado, entre Vendas Novas y Pegões, porque solicitó del oficial que mandaba la tropa destacada en este punto, una escolta de cuatro soldados. Había en el séquito del hidalgo varias mujeres, hijas ilegítimas suyas, según averigüé; el hombre era de costumbres depravadas y acérrimo partidario de Don Miguel. A poco de llegar, y cuando mi compañero de viaje y yo estábamos en la cocina, sentados a la lumbre, se nos acercó el hidalgo; podía tener unos sesenta años, y era de aventajada estatura, pero muy encorvado. Su rostro era bastante desagradable; tenía la nariz larga y ganchuda; los ojos, pequeños, penetrantes y vivos, y lo que menos me gustó en él fué su perpetua sonrisa burlona, signo seguro, a mi entender, de un corazón perverso y desleal. Me dirigió la palabra en español, idioma que el hidalgo hablaba con facilidad por residir no lejos de la frontera; pero, contra mi costumbre, me mantuve reservado y en silencio.

A la mañana siguiente me levanté a las siete, y hallé que la familia de Estremoz se había puesto en camino unas horas antes. Me desayuné con mi compañero de la noche pasada, y emprendimos la última jornada de aquel viaje. Como había salido el sol, sus miedos se desvanecieron; era capaz de habérselas con todos los ladrones del Alemtejo. Llevaríamos andada una legua, cuando al mozo que nos acompañaba le pareció ver unas cabezas entre los matorrales. En el acto, nuestro jinete empuñó el trabuco, y obligando al caballo a dar dos o tres brincos, apuntó hacia el sitio indicado por el mozo; pero las cabezas no volvieron a aparecer, y todo fué, probablemente, una falsa alarma.

Reanudamos la marcha, y la conversación giró, como era de esperar, en torno de los ladrones. Mi compañero, que parecía conocer palmo a palmo el terreno por donde íbamos, tenía algo que contar acerca de cada vericueto, o de cada grupo de pinos que encontrábamos. Llegamos a una pequeña eminencia, en cuya cima crecían tres majestuosos pinos; como media legua más lejos había otra elevación semejante. Estas dos alturas dominaban una parte del camino de Pegões a Vendas Novas, en forma que desde ellas se columbraba a cuantos iban y venían entre estos dos puntos. Al decir de mi amigo, aquellas colinas eran puestos predilectos de los ladrones. Cómo dos años antes, una cuadrilla de seis bandidos a caballo estuvo allí tres días, y desvalijó a cuantos venían por ambos lados. Los caballos, con la silla y el freno puestos, estaban atados al tronco de los árboles, y dos centinelas, encaramados en las ramas más altas, daban el alerta al acercarse los viajeros. Cuando los veían a distancia conveniente, montaban de un salto en los caballos, y a galope tendido caían sobre su presa, gritando: ¡Réndete, pícaro! ¡Réndete, pícaro! Nosotros pasamos sin tropiezo, y a eso de un cuarto de legua antes de Pegões, dimos alcance a la familia del fidalgo.

Si hubiesen llevado las riquezas de la India a través de los desiertos de Arabia, no habrían tomado mayores precauciones. El sobrino, sable en mano, cabalgaba a la cabeza, con pistolas en el arzón y el consabido trabuco español pendiente de la silla. Marchaban tras él seis hombres en hilera, fusil al hombro, con sendas hachas pendientes de la faja, destinadas probablemente a tajar a los bandoleros hasta la cintura, en cuanto se aventurasen a luchar cuerpo a cuerpo. Seguían seis vehículos, dos de ellos calesas, en las que iban el fidalgo y sus hijas; los otros eran carros de toldo, y parecían cargados con el menaje casero. Cada vehículo llevaba a los lados un campesino armado, y el hijo del fidalgo, mancebo de diez y seis años, mandaba la retaguardia, de una fuerza igual a la vanguardia conducida por su primo. Los soldados, de caballería ligera, por fortuna, y muy bien montados, galopaban en todas direcciones alrededor del convoy, con objeto de descubrir al enemigo en su escondite, caso de estar emboscado en las cercanías.

No pude por menos de pensar, cuando di alcance a esta comitiva, en la imprudencia de tanto aparato bélico; pues si bien se proponía amedrentar a los ladrones, podía igualmente servir para atraerlos, advirtiéndoles del paso de inmensas riquezas por aquellos lugares. No sé cómo se habrían portado los soldados y los campesinos en caso de ataque, pero me inclino a creer que si tres hombres como Ricardo Turpin les hubiesen acometido súbitamente, saliendo al galope de entre los matorrales que cubren aquellas colinas, ni el número ni la resistencia de los defensores bastaran a impedir que los asaltantes se llevasen el contenido de las cajas que tintineaban en la grupa de los caballos.

Desde aquel momento, nada digno de mención nos sucedió hasta Aldea Gallega, donde pasamos la noche; a las tres de la mañana siguiente, tomamos la barca para Lisboa, y llegamos aquí a las ocho. Así terminó mi primera excursión por el Alemtejo.

CAPÍTULO V

El colegio. – El rector. – La piedra de toque. – Prejuicios nacionales. – Deportes juveniles. – Los judíos de Lisboa. – Creencias corrompidas. – Crimen y superstición.

Una tarde me dijo Antonio: «Me parece, Senhor, que a su merced le gustaría ver el colegio de los… ingleses»30. «Lléveme allá, sin falta» – le contesté yo – . Condújome por varias calles, y nos detuvimos ante un edificio situado en uno de los puntos más altos de Lisboa. Llamamos, y un a modo de portero vino en seguida a preguntar lo que queríamos. Antonio se lo explicó. Vaciló un instante y nos mandó entrar, llevándonos a un lóbrego vestíbulo de piedra, donde nos dejó después de invitarnos a tomar asiento. De allí a poco salió un personaje venerable, como de setenta años de edad, vestido con una ropa flotante a manera de sobrepelliz, y tocado con la gorra colegial. A pesar de sus años, había en las facciones de aquel hombre un tenue matiz rojizo, característico del inglés. Se acercó a nosotros lentamente y en nuestro idioma me preguntó en qué podía servirme. Díjele que, como viajero inglés, tendría un placer muy vivo en visitar el colegio, si era costumbre enseñárselo a los extraños. No opuso inconveniente alguno a mis deseos, pero me declaró que no llegaba en muy buena ocasión, por ser la hora de la comida. Me excusé, y al querer retirarme, el anciano me rogó que aguardara unos minutos, hasta que, terminada la comida, los directores del colegio pudieran tener el gusto de acompañarme.

Nos sentamos en el poyo de piedra, y después de examinarme atentamente un poco de tiempo, el anciano clavó los ojos en Antonio. «¿Qué es lo que veo? – dijo al fin – . Tengo la seguridad de que esa cara no me es desconocida.» «Así es, reverendo padre» – contestó Antonio levantándose y haciendo una profunda reverencia – . «Yo servía en casa de la condesa de… en Cintra, cuando vuestra reverencia era su director espiritual.» «Cierto, cierto – dijo el anciano varón, suspirando – . Ahora le recuerdo a usted perfectamente. ¡Ah! Las cosas han cambiado mucho desde entonces, Antonio; nuevo gobierno, nuevo sistema, y podría decir nueva religión.» Entonces, mirándome de nuevo, me preguntó adónde era mi viaje. «Voy a España – le dije – , y de paso me he detenido en Lisboa.» «¡España, España! – exclamó el viejo – . Ciertamente, ha escogido usted una ocasión singular para ir a España, habiendo como hay allí ahora guerras enconadas, alborotos y efusión de sangre.» «Me parece que la causa de don Carlos está ya vencida – contesté – ; ha perdido el único general capaz de llevar sus huestes a Madrid. Zumalacárregui, que era su Cid, ha muerto.» «No se forje usted ilusiones. Con perdón de usted, joven, creo que el Señor no permitirá que triunfe tan fácilmente el poder de las tinieblas. La causa de don Carlos no está vencida. Su triunfo no depende de la vida de un frágil gusano como el que acaba usted de nombrar». Departimos así un breve rato y luego se levantó, diciendo que ya debía de haber concluído la comida.

Aún no hacía cinco minutos que nos había dejado solos, cuando entraron en el vestíbulo tres individuos que se me acercaron pausadamente. – Estos son los directores del colegio, dije entre mí; y lo eran, en efecto. El primero de aquellos varones, a quien los otros dos trataban con notable deferencia, era delgado y seco, de estatura más que regular, muy pálido de tez, las facciones demacradas, pero bellas, y de ojos oscuros y chispeantes; podía tener unos cincuenta años. Sus dos compañeros estaban en plena juventud. El uno, más bien bajo, tenía en su sombrío semblante aquella expresión dolorida tan frecuente en los [católicos] ingleses; el otro era un mocetón coloradote, con cara de buena persona. Los tres llevaban el birrete peculiar del colegio y sotanas de seda. El de más edad se acercó a mí, y tomándome la mano me dirigió, con voz clara y de timbre argentino, las siguientes razones:

– Bien venido seáis, señor, a nuestra pobre casa. Siempre nos alegra mucho recibir en ella a los compatriotas que vienen de nuestro amado país natal. En verdad, este contento se aminora mucho al considerar que aquí nada hay digno de la atención del viajero; nada notable hay en esta casa, salvo, quizás, su organización: yo iré explicándosela a usted en el curso de nuestra visita. Pero ante todo, permítanos usted que nos presentemos nosotros mismos; yo soy el rector de este humilde asilo inglés; este señor es nuestro profesor de humanidades, y éste (señalando al mocetón), es nuestro profesor de lenguas sabias, hebreo y siriaco.

Yo. – Saludo a todos ustedes humildemente, y les ruego me excusen si me permito preguntar quién era aquel venerable señor que se ha tomado la molestia de acompañarme hasta que ustedes han tenido comodidad para venir.

 

El rector. – ¡Oh! Es nuestro limosnero, nuestro capellán; persona digna de la mayor admiración. Vino a este país antes de nacer ninguno de nosotros, y aquí ha estado siempre desde entonces. Ahora, subamos, si gustáis, a visitar nuestra pobre casa. Pero, querido señor, ¿por qué permanece usted descubierto en este vestíbulo, tan frío y tan húmedo?

Yo. – La explicación es muy fácil; se trata de una costumbre ya muy arraigada. Acabo de llegar de Rusia, donde he estado algunos años. Los rusos se quitan el sombrero indefectiblemente cuando entran bajo techado, ya sea en una choza, en una tienda o en un palacio. No hacerlo así, parecería grosería o barbarie; la razón es que en cada aposento de las casas rusas hay un cuadrito de la Virgen colgado en un rincón, muy cerca del techo, y en prueba de respeto, los que entran se quitan el sombrero.

Los tres señores cambiaron rápidas ojeadas de inteligencia. Había tropezado en su Shibbolet, y descubrían en mí un Ephraimita, no un hijo de Galaad31. Sin duda, hasta aquel momento me habían tenido por uno de los suyos, miembro, y acaso sacerdote, de su antigua, grandiosa e imponente religión. Era muy natural su error, lo confieso. ¿Qué motivos podía tener un protestante para entrometerse en aquel retiro? ¿Qué interés podía moverle a conocer la organización de la casa? Sin embargo, lejos de disminuir sus atenciones para conmigo después de tal descubrimiento, aquellos señores aumentaron visiblemente su cortesía, si bien un observador escrupuloso hubiera quizás percibido una leve sombra en la cordialidad de sus maneras.

El rector. – ¿Debajo del techo en cada aposento? Creo que es eso lo que ha dicho usted. Es, en verdad, muy agradable e interesante: un cuadro de la «santa» Virgen en cada aposento. La noticia es tan inesperada como agradable. Desde este momento tendré de los rusos una opinión mucho más elevada que hasta aquí. Es un ejemplo muy digno de imitación. Quisiera sinceramente que también nosotros tuviéramos la costumbre de poner una «imagen» de la «santa» Virgen en cada rincón de nuestras casas, cerca del techo. ¿Qué decís a esto, señor profesor de humanidades, qué decís de la noticia que con tanta amabilidad nos ha dado este excelente caballero?

El profesor de humanidades. – Digo que es placentera y de grandísimo consuelo; pero declaro que no me coge enteramente desprevenido. La adoración de la Santa Virgen se extiende cada día más por países donde estaba olvidada o era hasta aquí desconocida. El doctor W… cuando pasó por Lisboa, me dió algunos detalles interesantísimos respecto de los trabajos de la propaganda en la India. Hasta Inglaterra, nuestra amada patria…

Mis corteses amigos me enseñaron toda su «pobre casa». Cierto, no parecía ser muy rica; espaciosa, sí, pero casi en ruinas. La biblioteca era pequeña y no poseía nada notable. Desde las azoteas se descubría un vasto y hermoso panorama del Tajo y de la mayor parte de Lisboa. Pero yo no había ido buscando a tal lugar obras de arte, ni libros raros, ni hermosas vistas; visité aquella singular y antigua mansión para conversar con sus habitantes, porque mi estudio favorito, y podría decir único, es el hombre. Aquellos señores resultaron bastante parecidos a como yo me los figuraba, pues no era la primera vez que visitaba un establecimiento [católico] inglés en tierra extraña. Llenos de amabilidad y cortesía recibieron al compatriota hereje y aunque el adelanto de su propia religión era para ellos un objeto de primordial importancia, no tardé en observar que, con una inconsecuencia bastante divertida, conservaban en grado portentoso algunos prejuicios nacionales casi extinguidos ya en la madre patria, y movidos por ellos llegaban a censurar y desdorar a sus mismos correligionarios. Hablé de los [católicos] ingleses, de su elevada respetabilidad, y de la lealtad que uniformemente han guardado a sus soberanos, aunque de religión diferente y no obstante haber sufrido no pocas persecuciones e injusticias.

El Rector. – Me regocija mucho oírle a usted hablar así, carísimo señor; veo que conoce usted bien al venerable gremio de mis correligionarios ingleses; cierto: nunca faltaron a la lealtad, y aunque les achacaron conjuraciones y complots, de sobra se sabe ya que todo eso eran calumnias inventadas por enemigos de su religión. Durante las guerras civiles los [católicos] ingleses vertieron de buen grado su sangre y prodigaron sus riquezas por la causa del mártir infeliz, aunque éste no los favoreció nunca y los miró siempre con desconfianza. Actualmente, los [católicos] ingleses son los súbditos más fieles de nuestro gracioso soberano. Mucho me contentaría poder decir otro tanto de nuestros hermanos irlandeses; pero su conducta ha sido detestable. Realmente, ¿podía esperarse otra cosa? Los verdaderos [católicos] se avergüenzan de ellos. Hay entre los irlandeses algunas personas que son el oprobio de la iglesia que pretenden servir. ¿De dónde sacan que nuestros cánones aprueben su proceder, ni sus inconsideradas expresiones respecto de quien es su soberano por derecho divino y no puede errar? Y, sobre todo, ¿en qué autoridad se apoyan para inflamar las pasiones de una turba vil contra la nación destinada naturalmente a gobernarla?

Yo. – Creo que hay un colegio irlandés en Lisboa.

El Rector. – Así es; pero vive lánguidamente; tiene muy pocos alumnos, o ninguno.

Miré desde una ventana, a gran altura, y vi que en un patio, debajo de nosotros, estaban jugando veinte o treinta apuestos muchachos. «Eso me parece muy bien», exclamé; «estos muchachos no dejarán de ser buenos sacerdotes porque dediquen un rato a los deportes. La educación puritana, demasiado rígida y seria, no me gusta; a mi parecer fomenta el vicio y la hipocresía.»

Fuimos después al aposento del rector, donde había colgado, encima de un crucifijo, un pequeño retrato.

Yo. – Este fué un grande hombre, prodigioso y sin tacha. En mi opinión, la compañía que fundó, tan censurada por muchos, ha producido infinitamente más beneficios que daños.

El Rector. – ¿Qué es lo que oigo? ¿Usted, inglés y protestante, habla con admiración de Ignacio de Loyola?

Yo. – Nada diré respecto de la doctrina de los jesuítas, porque, como acaba usted de decir, soy protestante; pero estoy dispuesto a sostener que no hay en el mundo gente a quien, en general, pueda encomendársele con más confianza la educación de la juventud. Su sistema moral y su disciplina, son verdaderamente admirables. Sus discípulos, cuando llegan a la edad viril, rara vez son viciosos ni licenciosos, y, en general, son hombres instruídos y de ciencia, poseedores de todas las prendas de una educación esmerada. Me parece execrable la conducta de los liberales de Madrid, que asesinaron el año pasado a los indefensos padres, por cuyas solicitud y sabiduría se han desarrollado dos de los más brillantes talentos de la España actual: Toreno y Martínez de la Rosa, gala de la causa liberal y de la literatura moderna de su país…

En la parte baja de las calles del oro y de la plata, de Lisboa, puede verse a diario cierta caterva de hombres de extraña catadura, que no parecen portugueses ni europeos. Congréganse en pequeños grupos junto a las columnas de la calle a eso del mediodía. Su vestidura consiste, generalmente, en una túnica azul sujeta a la cintura por un ceñidor rojo, anchos calzones o pantalones de lienzo, y un bonete colorado con una borlita de seda azul en lo alto. Al pasar entre los grupos se les oye hablar en español o en portugués corrompidos, y, a veces, en una lengua áspera y gutural, en la que cuantos han viajado por Oriente reconocen el arábigo o alguno de sus dialectos. Aquellas gentes son los judíos de Lisboa. Un día me metí en uno de los grupos y pronuncié un beraka o bendición. En diversas partes del mundo he vivido en contacto con la raza hebrea, y conozco bien sus maneras y fraseología. Tenía yo muy vivos deseos de conocer la situación de los judíos portugueses, y aproveché la oportunidad que se me ofreció. « – Este hombre es un rabí poderoso – dijo una voz en arábigo – ; nos importa tratarle con bondad». Diéronme la bienvenida, y, favoreciendo su error, en pocos días me enteré de cuanto a sus personas y a su tráfico en Lisboa concernía.

30La palabra suprimida parece ser «católicos». Borrow gustaba de éste, al parecer, insignificante misterio. (Nota del editor U. R. Burke.)
31Galaad, nieto de Manasés, padre de los galaaditas. Los israelitas de la tribu de Ephraim se amotinaron contra galaaditas y fueron vencidos. El modo de pronunciar la palabra Shibbolet (espiga) servía a los galaaditas para descubrir a los fugitivos de Ephraim que trataban de ocultar su origen; y una vez descubiertos, los degollaban. V. Libro de los jueces, XII, 1 a 6. (N. del T.)