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La Biblia en España, Tomo I (de 3)

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Badajoz estaba ya a la vista, a poco más de media legua de distancia. Pronto torcimos a la izquierda para tomar el puente de arcos que atraviesa el Guadiana, río muy famoso en romances y cantares, pero nada ameno en realidad, poco profundo y muy lento, aunque de razonable anchura; sus orillas blanqueaban con las ropas puestas a secar al sol, que lucía resplandeciente. Desde gran distancia oí cantar a las lavanderas, y el tema de sus cánticos parecía ser las alabanzas del río en que estaban descrismándose, porque al acercarme oí distintamente: Guadiana, Guadiana, repetido a coro por muchas mujeres, las unas mozas, las otras de edad, de mejillas tostadas, cuyas voces fuertes y claras, multiplicaba el eco por todas partes. Pensé que había cierta semejanza entre mi tarea y la suya; yo estaba en vías de curtir mi tez septentrional exponiéndome al candente sol de España, movido por la modesta esperanza de ser útil en la obra de borrar del alma de los españoles, a quienes conocía apenas, alguna de las impuras manchas dejadas en ella por el papismo, así como las lavanderas se quemaban el rostro en la orilla del río para blanquear las ropas de gentes que desconocían. A mi mente acudieron con mucha fuerza las palabras de un poeta oriental: «Día tras día, y noche tras noche, me fatigaré en socorro de mis hermanos sin fortuna, como las lavanderas curten su faz al sol por limpiar unas ropas que no son suyas.»

Cruzado el puente, llegamos a la puerta Norte de Badajoz, y de una especie de garita salió a nosotros un individuo tocado con un sombrero andaluz de copa puntiaguda, y embozado en una de esas inmensas capas, muy conocidas de cuantos han viajado por España, que sólo un español sabe llevar en forma que sienten bien. Sin pronunciar palabra asió del ramal de la mula, y entrándose por la puerta de la ciudad, nos llevó por una calle muy sucia, llena de gente embozada también en largas capas. Pregntéle qué se proponía, y no se dignó contestar; pero el muchacho, mi acompañante, dijo que era un guarda-puertas y nos llevaba a la aduana, o alfandega, para el registro del equipaje. Llegados a la aduana, el guarda, sin romper su adusto silencio, comenzó a echar las maletas desde la mula de carga al suelo y a desatarlas. Ya iba a reprenderle como su brutalidad merecía; pero antes de que pudiera abrir la boca, apareció en la puerta un personaje, alto y de edad madura, en quien no tardé en reconocer al jefe de la aduana. Después de mirarme un momento, me preguntó en mi idioma si yo era inglés. Al oír mi respuesta afirmativa, preguntó al guarda cómo se había atrevido a cometer la insolencia de poner las manos en el equipaje sin orden superior, y severamente le mandó atar de nuevo las maletas y cargarlas en la mula, como lo hizo, en efecto, sin pronunciar palabra. Preguntóme después lo que contenían las maletas: ropas de vestir – contesté yo – , y pidiéndome perdón por la insolencia de su subordinado, me dijo que era libre de ir adonde tuviera por conveniente. Le di las gracias por su extremada cortesía, y guiando el muchacho, fuí directamente a la fonda de las Tres Naciones, que me habían recomendado en Elvas35.

CAPÍTULO IX

Badajoz. – Antonio el gitano. – Una proposición de Antonio. – Es aceptada. – El desayuno gitano. – Salida de Badajoz. – El borrico del gitano. – Mérida. – La muralla en ruinas. – La comadre. – El país del moro. – Los hombres negros. – La vida en el desierto. – La cena.

Hallábame ya en Badajoz, en España, país que durante los cuatro años siguientes iba a ser teatro de mis trabajos; pero no nos anticipemos a los acontecimientos. Los alrededores de Badajoz no me predispusieron gran cosa en favor del país a que acababa de llegar. Aquellas planicies parduscas, apenas producen otra cosa que el arbusto llamado en español carrasco; sin embargo, unas montañas azuladas se yerguen en la lejanía y animan un poco la entonación monótona del paisaje.

En Badajoz, capital de Extremadura, fué donde, por vez primera, tropecé con los singularísimos Zincali, o gitanos españoles. Allí fué donde encontré al indómito Paco, hombre que tenía un brazo seco y manejaba las cachas36 con la mano izquierda; a su astuta mujer, Antonia, diestra en hokkano baró37, o engaño maestro, a su suegro, el feroz gitano Antonio López, y a otros muchos individuos del Errate, o sangre gitana, poco menos notables que éstos. Aquí fué donde, por vez primera, prediqué el Evangelio al pueblo gitano, y comenzé la traducción del Nuevo Testamento al idioma de los gitanos españoles, traducción que, en parte, se imprimió más tarde en Madrid.

Permanecí tres semanas en Badajoz, y me dispuse a salir para Madrid; un anochecido estaba yo en mi aposento arreglando mi escaso equipaje, cuando entró Antonio el gitano, vestido con su zamarra y tocado con el puntiagudo sombrero andaluz.

Antonio. – Buenas noches, hermano; me han dicho que callicaste38 te propones salir para Madrilati39.

Yo. – Así es; no puedo estar aquí más tiempo.

Antonio. – El camino hasta Madrilati es largo; el país está en guerra, y en el campo abundan los chories40. ¿No te amedrenta el viaje?

Yo. – Yo no tengo miedo; ningún hombre puede eludir su destino; lo que haya de ser de mi cuerpo y de mi alma, escrito está en un gabicote41 desde mil años antes de la creación del mundo.

Antonio. – Yo, personalmente, tampoco tengo miedo, hermano; la noche oscura es para mí igual que el día claro, y el carrascal silvestre lo mismo que la plaza del mercado o que el chardi42; llevo en el pecho el bar lachí43, la piedra preciosa a que se pega la aguja.

Yo. – Supongo que te refieres al imán. ¿Crees que una piedra inerte puede preservarte de los peligros que amenacen tu vida?

Antonio. – Hermano, cuento ya cincuenta años de edad, y aquí me tienes vivo y sano. ¿Cómo podría ser eso si el bar lachí no tuviera poder alguno? He sido soldado y contrabandista, y he matado y robado también a los Busné44. Las balas del Gabiné45 y del jara canallis46 me han zumbado en los oídos sin tocarme por llevar conmigo el bar lachí. Veinte veces he hecho cosas que, según la ley busné debían haberme llevado al filimicha47; sin embargo, nunca me ha estrujado el cuello el frío garrote. Hermano, confío en el bar lachí, como los Caloré48 de otro tiempo: aunque me viera en el golfo de Bombardó49 sin una tabla a qué agarrarme, no tendría miedo; porque llevando tan preciosa piedra, ella me sacaría sano y salvo a la costa. El bar lachí es poderoso, hermano.

 

Yo. – No vamos a discutir por eso, y menos ahora, en el momento de marcharme de Badajoz; despidámonos rápidamente, y ya no volveremos a vernos más.

Antonio. – Hermano, ¿sabes a lo que vengo?

Yo. – Lo ignoro, como no sea a desearme feliz viaje; no soy bastante gitano para adivinar los pensamientos de la gente.

Antonio. – Toda la noche pasada he estado despierto, pensando en los asuntos de Egipto; cuando me levanté esta mañana, tomé el bar lachí, y raspándolo con un cuchillo saqué un poco de polvo, y me lo bebí con aguardiente, según tengo costumbre de hacer después de tomar una resolución. Luego me dije: estoy haciendo falta en la raya de Castumba50 para cierto negocio. El Caloró51forastero va a marcharse a Madrilati; el camino es largo, y pudiera caer en malas manos, quizás en las de gente de su propia sangre, porque he de decirte, hermano, que los Calés abandonan ya las ciudades y aldeas y se echan al campo en cuadrillas para saquear a los Busné; no hay ley ninguna en estas tierras, y ahora o nunca es la ocasión de que los Caloré vuelvan a ser lo que fueron en tiempos pasados. De manera que me dije: el Caloró forastero puede caer en manos de los de su misma sangre y ser maltratado por ellos, que sería una vergüenza. De consiguiente, iré con él por el Chim del Manró52 hasta la raya de Castumba, y desde la raya de Castumba dejaré que el Caloró de Londres siga su camino a Madrilati, porque hay menos peligro en Castumba que en Chim del Manró, y después podré ocuparme de los asuntos de Egipto que allí me reclaman.

Yo. – Ese plan promete mucho, amigo mío. ¿En qué forma piensas que hagamos el viaje?

Antonio. – Te lo diré, hermano. Tengo en la cuadra un gras53, el mismo que compré en Olivenza, como te dije en otra ocasión; es bueno y ligero, y me costó, a mí que soy gitano, cincuenta chulé54; tú puedes ir en el gras; yo montaré en el macho.

Yo. – Antes de responder desearía que me dijeses qué asuntos son esos que te obligan a ir a Castumba; tu yerno Paco me tiene dicho que los gitanos no acostumbran ya a viajar.

Antonio. – Es un asunto de Egipto, hermano, y no puedo decirte más. Acaso se trata de un caballo o de un borrico, acaso de una mula o de un macho; lo que sea, no se refiere a ti; por tanto, te aconsejo que no preguntes nada. Dosta55. Volviendo a lo de antes: eres libre de rechazar mi ofrecimiento; hay un drungruje56 de aquí a Madrilati, y puedes viajar en el birdoche57 o con los dromalis58; pero te advierto, como hermano, que hay chories en el drun, y algunos de ellos son del Errate.

La verdad es que pocas personas en mi situación hubiesen aceptado la propuesta del singular gitano. Sin embargo, el plan no dejaba de tener atractivos para mí. Dada mi afición a las aventuras, no podía satisfacerla de mejor ni más fácil modo que poniéndome en manos de tal guía. Otros en mi caso hubiesen recelado una traición, pero yo estaba tranquilo sobre ese punto, y no creía que el gitano abrigase la más ligera mala intención en contra mía; le vi plenamente convencido de que yo era uno de los del Errate, y los rasgos más fuertes de su carácter eran el amor a su raza y el odio a los Busné. Deseaba yo, además, aprovechar todas las ocasiones de conocer a fondo las costumbres de los gitanos españoles, y allí se me presentaba una excelente, apenas llegado a España. Total: que resolví acompañar al gitano. «Iremos juntos – le dije – . Mi equipaje lo mandaré a Madrid por el birdoche.» «Muy bien hecho, hermano – contestó – , y así el gras andará más ligero. La verdad es que para nada necesitas llevar equipaje. ¡Cómo se reirían los Busné si se encontraran en el camino a dos Calés viajando con equipaje!»

Durante mi estancia en Badajoz, tuve poco trato con los españoles; lo más del tiempo se lo consagré a los gitanos, raza ya conocida y tratada por mí en diversas partes del mundo, y con quienes me encontraba más a mis anchas que con los silenciosos y reservados hombres de España; medio siglo puede estar un extranjero entre españoles sin que le dirijan media docena de palabras, a no ser que partan de él los primeros pasos para intimar, y aun así, puede verse rechazado con un encogimiento de hombros y un no entiendo, porque entre los muchos prejuicios profundamente arraigados en este pueblo se cuenta la singular idea de que ningún extranjero es capaz de aprender su lengua, idea a que siguen aferrados aunque le oigan hablar en ella corrientemente; todo lo más que en tal caso conceden, es esto: Habla cuatro palabras, y nada más.

Una mañana temprano, antes de salir el sol, me encontré frente a la casa de Antonio, pequeña y mísera construcción, situada en una calle sucia. La mañana era profundamente oscura; la calle estaba, sin embargo, parcialmente iluminada por un montón de paja ardiendo, en torno del que dos o tres hombres parecían muy ocupados en sostener un objeto sobre la llama. Un instante después se abrió la puerta de la casa del gitano, y apareció Antonio. Echó una mirada en dirección de la hoguera, y exclamó: «El puerco ha dado muerte a su hermano. Que todo Busnó corra la misma suerte. Entremos, hermano, y comeremos el corazón del puerco.» No entendí bien estas palabras, pero siguiendo al gitano, llegamos a un aposento bajo, donde había un brasero encendido, a su lado una tosca mesa cubierta con grosero mantel, y sobre ella un pan y un puchero que despedía agradable olor. «En esta puchera– dijo Antonio – , está el corazón del balichó59; comamos.» Nos sentamos a la mesa y comimos, Antonio vorazmente. Cuando terminó, se puso en pie y me dijo: «¿Has traído el li60. «Aquí está – contesté, enseñándole mi pasaporte – . «Bueno; puedes necesitarlo – repuso – . Yo no lo necesito; mi pasaporte es el bar lachí. Ahora un vaso de repañí61, y al camino.»

Salimos del cuarto; Antonio cerró la puerta con llave, que escondió luego debajo de una baldosa, en un rincón del pasillo. «Espérame en la calle, hermano, mientras voy a la cuadra a buscar las caballerías.» Le obedecí. El sol no había salido aún; el frío era cortante; pero la luz grisácea del alba me permitía ya distinguir los objetos con suficiente claridad. No tardé en oír las pisadas de los animales, y un momento después apareció Antonio llevando el caballo por la brida; el macho iba detrás. Miré al caballo y no pude contener un movimiento de asombro. Hasta donde me fué posible examinarlo, me pareció el bicho más raro que había visto en mi vida. Era de espectral blancura, muy corto de cuerpo, pero con unas patas de desmesurada longitud, y altísimo de cruz. «Estás mirando el grasti– dijo Antonio – . Tiene diez y ocho años, pero es el mejor de Chim del Manró, ni más ni menos; hace mucho tiempo que le tenía echado el ojo, y le compré para emplearlo en los negocios de Egipto. Monta, hermano, monta, y dejemos los foros62; ya van a abrir la puerta de la ciudad.»

 

Cerró la de su casa, y se guardó la llave en la faja. Menos de un cuarto de hora después, habíamos dejado Badajoz a nuestra espalda. «No me parece muy bueno este caballo – dije a Antonio, cuando íbamos ya por el campo – . Apenas si puedo hacerle andar.»

«Es el caballo más ligero que hay en Chim del Manró, hermano – dijo Antonio – . Lo mismo al galope que al trote largo ninguno le aventaja; pero tiene diez y ocho años y las coyunturas entumecidas, sobre todo por la mañana; pero deja que entre en calor y que el genio del viejo reviva, y no podrás contenerlo con el freno ni con la brida. Ese caballo lo compré para los asuntos de Egipto, hermano.»

A eso del mediodía llegamos a una aldea, en las inmediaciones de un cerro pedregoso. «Aquí no hay casa Caló– dijo Antonio – ; tenemos que ir a la posada de los Busné, donde comeremos todos, hombres y bestias.» Entramos en la cocina, nos sentamos a la mesa y pedimos pan y vino. Había en la cocina dos individuos de mala catadura, fumando unos cigarros; y como se me ocurriera decir no sé qué cosa a Antonio en caló, uno de aquellos tipos, notable por sus inmensos bigotes, exclamó: «¿Qué es lo que oigo? ¿Te atreves a hablar en caló delante de mí, que soy chalan y nacional? Malditos gitanos, ¿cómo os atrevéis a entrar en esta posada y a hablar en esa lengua delante de mí? ¿No está prohibida por la ley, como os está prohibido entrar en el mercado? Amigo, como vuelva yo a oír de tu boca una palabra en caló te muelo los huesos a palos, y de un puntapié vas volando al tejado.»

«Haría usted muy bien – dijo su compañero – , porque la insolencia de estos gitanos es ya inaguantable. Estando en Mérida o Badajoz, voy al mercado, y allí me veo en un rincón a los malditos gitanos charlando en una lengua ininteligible. «Señor gitano – le digo a uno de ellos – , ¿cuánto quiere usted por ese burro?» «Diez duros, Caballero nacional, me responde. Es el mejor burro de toda España.» «Quisiera verlo andar» – replico yo – . «Ahora mismo» – contesta – , y salta sobre el burro y le hace salir andando, no sin haberle murmurado antes al oído no sé qué cosas en caló; el burro tenía un paso magnífico, como yo no había visto otro. «Creo que me conviene» – digo al fin, y después de examinarlo un rato, saco el dinero y le pago – . «Me voy a mi casa» – dice el gitano, y desaparece rápidamente – . «Y yo a mi pueblo» – contesto yo – , y montado en el burro, le digo: Vámonos, pero el burro se está quieto. En vano le arreo con una varita. «¿Qué significa esto?» – exclamo – ; y me pongo a darle espolazos. Pero el maldito, apenas siente la picadura, al primer corcovo me tira por las orejas en medio del fango. Me pongo en pie y veo al burro contemplándome atentamente, y a la canaille gitana mirándome de través con sus ojos velados. «¿Dónde está el tunante que me ha vendido esta alhaja?» – grito – . «Se ha ido a Granada» – dice uno – . «Se ha ido a ver a su familia de Morería» – añade otro – . «Le acabo de ver corriendo por el campo en dirección de… perseguido muy de cerca por el diablo» – exclama un tercero – . En suma, me han robado. Quiero deshacerme del burro, pero no hay quien lo compre; es un burro caló, y todos le huyen. Al cabo, los gitanos me ofrecen treinta reals por él; y después de regatear mucho, me doy por contento vendiéndoselo en dos duros. Todo ello es una pura estafa; el burro vuelve a su dueño y la cuadrilla se reparte la ganancia; es una infamia que se evitaría, a mi parecer, con sólo prohibir hablar el caló; porque, ¿qué otra cosa sino las palabras en caló dichas a su oído, pudo inducir al jumento a portarse de tan inconcebible manera?»

Ambos parecían completamente convencidos de la exactitud de esta conclusión, y continuaron fumando hasta consumir los cigarros; entonces se levantaron, se atusaron las patillas, nos miraron con fiero desden, y arrojando al suelo las puntas de los cigarros, salieron de la habitación a paso largo.

– Esta gente no me parece muy amiga de los gitanos ni del lenguaje caló– dije a Antonio cuando los dos matones se fueron.

– Malos muermos les cojan los hocicos – dijo Antonio – . Ya se ve que algunos de los nuestros los han jonjabadoed63. Sin embargo, has hecho mal, hermano, en hablarme en caló en esta posada; es lenguaje prohibido, porque, como ya te he dicho, el rey ha destruído la ley de los Calés64. Vámonos de aquí, hermano, antes que esos juntunes65 nos echen encima a la justicia.

Al atardecer llegábamos cerca de un pueblo grande.

– Esta es Mérida – dijo Antonio – , que, según cuentan los busné, fué antaño una gran ciudad de los corahai66; pasaremos aquí la noche, y quizás dos o tres días, porque tengo que arreglar algunos asuntos de Egipto. Ahora, hermano, échate a un lado del camino con el caballo, y espera junto a esa tapia hasta mi vuelta. Tengo que adelantarme para ver cómo están las cosas.

Me apeé del caballo y me senté en una piedra, junto a la pared en ruinas indicada por Antonio. El sol declinaba y el viento era muy sutil; me arropé bien en una capa de gitano, andrajosa y vieja, que Antonio me dió, y como sentía algún cansancio, caí en un sopor que duró casi una hora.

– ¿Es su merced el Caloró de Londres? – dijo muy cerca de mí una voz desconocida.

Me desperté sobresaltado; vi un rostro de mujer casi debajo del ala de mi sombrero. A pesar de la poca luz, observé que sus facciones eran horriblemente feas, casi negras; pertenecían a una gitana vieja, lo menos de setenta años, que se apoyaba en un palo.

– ¿Es su merced el Caloró de Londres? – repitió.

– Yo soy el que usted busca. ¿Y Antonio?

– Curelando, curelando; baribustres curelós terela67– dijo la vieja – . Venga conmigo. Caloró de mi garlochín68, venga conmigo a mi ker69; en seguida llegamos.

Eché por el camino, detrás de la gitana, hasta llegar a la ciudad, ruinosa y medio desierta; remontamos una calle, torcimos luego por una callejuela angosta y lóbrega, y, a poco, mi guía abrió la puerta de una casa bastante capaz y muy estropeada.

– Entra – me dijo.

– ¿Y el gras? – pregunté.

– Hazle entrar también, chabó70 mío; en la cuadra, aunque pequeña, hay sitio para el gras.

Atravesamos un vasto patio, y nos detuvimos ante una puerta muy ancha.

– Entra, hijo de Egipto – dijo la bruja – ; entra; esa es la cuadra.

– Esto está más negro que la pez – dije yo – , y es muy a propósito para lo que yo me sé; trae una luz, o no entro.

– Dame el solabarri71– respondió la vieja – , y yo encerraré el caballo, chabó de Epipto, y le ataré al pesebre.

Entró con él en la cuadra, y la oí trajinar en la oscuridad; no tardé en oír rebullirse también al caballo.

– Grasti terelamos72– dijo la gitana, al reaparecer con la brida en la mano – . El caballo se ha soltado él solo; a pesar del viaje no se ha resentido. Ahora, Caloró mío, vamos a mi casita.

Entramos en la casa, en un aposento muy capaz y tenebroso, donde no había otra luz que el débil resplandor de un brasero, puesto al fondo, junto al que se acurrucaban dos bultos oscuros.

– Estas son callees73– dijo la gitana vieja – . Una es mi hija; la otra es su chabí74. Siéntate, Caloró de Londres, y que te oigamos el metal de la voz.

Miré en busca de una silla, pero no la había; cerca de mí, empero, descubrí en el suelo el remate de una columna rota; rodándolo, lo acerqué al brasero, y me senté.

– Esta casa es muy hermosa, madre de los gitanos – dije yo, por satisfacer su deseo de oírme hablar – . Es muy hermosa, pero algo fría y húmeda; por lo grande puede servir de sobra para alojar a los hundunares.75

– Hay muchas casas de sobra en estos foros, muchas casas de sobra en Mérida, Caloró de Londres, algunas tal como las dejaron los corahanós76. ¡Ah! Qué gran pueblo son los corahanós. Muchas veces me entran ganas de volver otra vez a su chim.

– ¡Cómo! Madre – dije yo – , ¿has estado en tierra de moros?

– Dos veces, Caloró mío, dos veces he estado en la tierra de los Corahai. La primera vez, hace más de cincuenta años; entonces estaba yo con los sesé77, porque mi marido era soldado del Crallis de España, y Orán pertenecía en aquellos tiempos a España.

– Entonces no estuviste con los verdaderos moros, sino con los españoles que ocupaban una parte de su país.

– Estuve con los verdaderos moros, mi Caloró de Londres. ¿Quién conoce a los moros mejor que yo? Hace unos cuarenta años estaba yo con mi ro78, en Ceuta, porque era soldado del rey, cuando un día me dijo: «Estoy cansado de vivir aquí, que no hay pan, y agua menos aún; he decidido escaparme y volverme corahanó; esta noche mataré al sargento y huiré al campo moro.»

– Hazlo – respondí – , chabó mío, y en cuanto pueda te seguiré y me haré corahani.

Aquel a misma noche mató a su sargento, que cinco años antes le había llamado Caló, y le había maldecido; echó a correr, saltó por la muralla, y sin que le tocaran los tiros que le tiraron, se puso en salvo en la tierra de los corahai. Yo me quedé en el presidio de Ceuta, de cantinera, vendiendo vino y repañi a los soldados. Dos años pasaron sin tener noticias de mi ro. Un día entró en mi cachimani79 un desconocido; iba vestido como un corahanó, pero más parecía un callardó80; y, sin embargo, tampoco era un callardó, a pesar de ser casi negro; según estaba mirándole, pensé que se parecía un poco a los del Errate, y me dijo: «Zincali81; chachipé»82; luego, en una lengua tan rara que apenas le pude entender, me dijo al oído. «Tu marido está esperándote; ven conmigo, hermanita, y te llevaré con él.» «¿Dónde está?» – pregunté – . Y señalando hacia el Poniente, dijo: «Está por allá, muy lejos; ven conmigo; tu ro te espera.» Tuve un poco de miedo, pero me acordé de mi marido, y ya deseé verme en la tierra de los corahai; tomé, pues, el poco parné83 que tenía, eché la llave al cachimani y me fuí con el desconocido. En la puerta nos dió el alto el centinela; pero le convidé a repañi, y nos dejó pasar; en un instante llegamos a la tierra de los corahai. A una legua de la ciudad, al pie de un cerro, encontramos a cuatro personas, hombres y mujeres, tan negros como mi desconocido guía, y se unieron a nosotros, saludándome, y llamándome hermanita. Eso fué lo único que entendí de toda su habla, que era muy cerrada. Quitáronme las ropas que llevaba y me dieron otras, con las que me vestí como una corahani; y luego emprendimos la marcha, que duró muchos días, por desiertos y aldeas; más de una vez me pareció encontrarme entre los del Errate, porque sus costumbres eran las mismas; los hombres querían hokkawar con mulos y burros; las mujeres decían bají84. Al cabo llegamos a una ciudad grande, y el hombre negro que me había ido a buscar, dijo; «Entra ahí, hermanita, y encontrarás a tu ro.» Me llegué a la puerta, y vi estar dentro un corahanó armado; le miré a la cara, y reconocí a mi marido.

Era aquella una ciudad muy extraña, llena de gentes que habían sido antes candoré85, pero renegadas y convertidas en corahai. Había allí sesé y laloré86, y hombres de otras naciones, y entre ellos algunos del Errate de mi mismo país; todos eran soldados del Crallis de los corahai, y le servían en sus guerras. Mucho tiempo estuve con mi ro en aquella ciudad, yendo a veces con él a las guerras; muchas veces le pregunté acerca de los hombres negros que me habían llevado hasta allí, y me dijo que había tenido algunos tratos con ellos, y los creía del Errate. En fin, hermano, para no alargar, a mi marido le mataron en la guerra, delante de una ciudad sitiada por el rey de los corahai, yo quedé piulí87, y volví a la ciudad de los renegados, como la llamaban, y me gané la vida como pude. Un día, estando yo sentada, llorando, se me plantó delante el mismo hombre negro a quien no había vuelto a ver desde el día que me llevó a juntarme con mi ro, y me dijo: «Ven conmigo, hermanita, ven conmigo; el ro está muy cerca.» Fuí con él, y fuera de la ciudad, en el desierto, estaban los mismos hombres y mujeres negros que la otra vez había visto. «¿Dónde está mi ro?» – pregunté. – «Aquí está, hermanita – dijo el hombre negro – , aquí está; desde hoy yo soy el ro, y tú la romí88. Ven, y vámonos de aquí, que no faltan quehaceres.»

Me marché con él, y fué mi ro, y vivimos por los desiertos y hokkawared y choried, y dije bají; yo pensaba: «Esto me gusta; seguramente estoy entre los del Errate, en un país mejor que el mío.» Muchas veces les pregunté si eran del Errate, y se reían, diciéndome que muy bien podía ser porque no eran corahai; pero nunca me dieron más clara cuenta de sí.

Bueno; esto duró unos cuantos años, y tuve del hombre negro tres chai89; dos, murieron; pero la más joven, vive; es la Callí que estás viendo al lado del brasero. Así vivíamos errantes, y choried, y decíamos bají. Ocurrió que una vez, en tiempo de invierno, nuestra pandilla intentó atravesar un río muy ancho y muy profundo, como muchos otros que hay en Chim del Corahai, y el bote volcó con la rapidez de la corriente, y todos se ahogaron menos yo y mi chabí, a quien llevaba en el seno. Ya no me quedaba ningún amigo entre los corahai; fuí errante por los despoblados, implorando y llorando hasta quedarme casi lilí90. De este modo llegué a la costa; allí hice amistad con el capitán de un barco, y volví a esta tierra de España. Ahora que estoy aquí, deseo muchas veces volver a vivir con los corahai

Al llegar aquí, rompió a reír a carcajadas, y así estuvo un rato largo; cuando se cansó, les llegó el turno de reír a su hija y a su nieta; y tanto rieron, que las tuve a todas por locas.

Horas y horas fueron pasando, y aún estábamos acurrucados junto al brasero, del que todo calor había volado mucho tiempo hacía; el leve fulgor que iluminaba el aposento también desapareció; sólo quedaba en el brasero un rescoldo moribundo. La habitación estaba en las más densas tinieblas; las tres mujeres permanecían inmóviles y en silencio; sentí un escalofrío, y empecé a encontrarme a disgusto.

– ¿Vendrá aquí Antonio esta noche? – pregunté al fin.

– No tenga usted cuidao, mi Caloró de Londres – dijo la gitana vieja con tono desabrido – . Pepindorio91 ha estado aquí alguna vez.

Ya iba a levantarme, con intención de huir de la casa, cuando sentí posarse una mano en mi hombro, y oí la voz de Antonio, que decía:

– No te asustes, hermano; soy yo. Pronto traerán luz, y cenaremos.

La cena fué bastante frugal: pan, queso y aceitunas; Antonio, empero, sacó una bota de excelente vino. Despachamos los manjares a la luz de una lámpara de barro puesta en el suelo.

– Ahora – dijo Antonio a la más joven de las tres mujeres – tráeme el pajandi92, que voy a cantar una gachapla93.

La muchacha trajo la guitarra, y el gitano, después de templarla con cierto trabajo, rascó vigorosamente las cuerdas y se puso a cantar:

 
– Gitano, ¿por qué vas preso?
– Señor, por cosa ninguna:
Porque he cogío un ramá
Y etrás se bino una mula.
 
 
Caminito de Antequera
Preso llevan a un gitano,
Porque se encontró una capa
Antes de perderla el amo.
 

El canto y la música duraron mucho tiempo. Las dos mujeres jóvenes no se cansaban de bailar, mientras la vieja hacía a veces restallar sus dedos o medía el compás golpeando en el suelo con el palo. Al fin, Antonio, soltó bruscamente la guitarra, y dijo:

– Veo que el Caloró de Londres está cansado; basta, basta; mañana continuaremos. Ahora vámonos al charipé94.

– Con muchísimo gusto – dije yo – . ¿Dónde vamos a dormir?

– En la cuadra, en el pesebre. Aunque en la cuadra haga frío, estaremos bastante abrigados en el bufa95.96

35La fonda estaba en la calle de la Moraleja, núm. 30. (Knapp).
36Tijeras.
37Hok, fraude. Hokkano (en la lengua de gitanos ingleses): mentira; baró, grande.
38Ayer, mañana.
39Madrid.
40Chor, ladrón.
41Libro.
42Feria.
43Lit: piedra buena (talismán). Lachó: bueno.
44Busnó (pl. busné): el que no es gitano.
45Francés.
46Guardas o empleados del resguardo.
47La horca.
48Caló, Caloró (pl. Calés, Caloré): el que es del kalo rat, o sangre negra; un gitano.
49León.
50Castilla.
51Gitano.
52Chim: reino, comarca; Manró: pan, trigo. Chim del Manró: tierra del trigo: Extremadura.
53Grà, gras, graste, gry: caballo.
54Chulí (pl. Chulé): un duro.
55Basta.
56Drun, drom: camino. Drungruje o drunji: camino real.
57Galera.
58Arrieros.
59Cerdo.
60Li o Lil: papel, carta, libro.
61Aguardiente.
62Foro: pueblo, ciudad.
63Engañado. Terminación inglesa añadida a la terminación española de la palabra romani jonjabar, engañar. Jojana: engaño.
64El crallis ha nicobado la liri de los Calés.
65Juntuno: espía.
66Los moros.
67Negociando, negociando; tiene muchos negocios que hacer.
68Corazón.
69O Quer: Casa.
70Chabó, chabé, chaboró: mozo, joven, individuo.
71Brida.
72Terelar: atar.
73Callee, callí, fem. de caló.
74Muchacha; fem. de chabó.
75Soldados.
76Corahano: moro; fem. corahani.
77Pl. de sesó: español.
78Ro, rom: marido; un gitano casado. Roma, los maridos, nombre genérico del pueblo gitano, o Romani.
79Taberna.
80Mulato.
81Gitanos.
82La verdad.
83Parnó: blanco; parné: moneda de plata. En general: dinero.
84Fortuna. Penar bají: decir la buena ventura.
85Pl. de Candory: cristiano.
86Portugueses.
87Viuda.
88Gitana casada.
89Pl. irreg. de chabó.
90Fem. de liló: tonto, loco.
91Antonio.
92Guitarra.
93Copla.
94Cama.
95Pesebre.
96Borrow se detuvo en Mérida por la boda gitana descrita en The Zincali. (Knapp).