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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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Volví a casa de Mr. Phillipi, quien, al conocer mi intención de proseguir el viaje a Cádiz en el vapor de la mañana siguiente, que tocaría en Bonanza a las cuatro, envió a este pueblo mis cajas y mi ligero equipaje, aconsejándome que fuese yo también a dormir allí para poder embarcar en hora tan temprana. Me presentó después a su mujer, que era inglesa, y a su hija, muchacha de unos diez y ocho años, amable y linda, a quien ya había visto en Sevilla; había allí de visita otros tres o cuatro señores, que habían ido desde Sevilla a tomar baños de mar. La señora de la casa y yo cambiamos unas pocas palabras en inglés, y luego empezamos todos a charlar en español, único idioma que, al parecer, entendían o apreciaban los demás presentes; en verdad, sería poco razonable esperar que los españoles hablen un idioma distinto del suyo, pues tan armonioso y flexible como es (mucho más, a mi juicio, que ningún otro), se antoja, en ocasiones, del todo insuficiente para expresar los arranques impetuosos de su exuberante imaginación. Dos horas volaron rápidamente en coloquios, interrumpidos de vez en cuando por la música y el canto, hasta que me despedí de tan deleitosa compañía, y me fuí a curiosear por la ciudad.

Era ya más de medio día, y el calor en extremo fuerte; apenas vi alma viviente por las calles; las piedras del pavimento me quemaban los pies a través de las suelas de las botas. Crucé la plaza de la Constitución, que nada de particular ofrece a los ojos del viajero, y remonté la colina para ver el castillo desde más cerca. Es un edificio de piedra, fuerte y pesado, con cubos, y en regular estado de conservación, a pesar de hallarse abandonado.

Me cansé de mirar, y ya desandaba el camino, cuando me abordaron dos gitanos, que se habían enterado de mi llegada. Cambiamos unas palabras en gitano, pero conocían muy mal el dialecto y eran incapaces de sostener una conversación en él. Clamaban por un gabicote, o libro en lengua gitana. Se lo negué, diciendo que no sacarían de él provecho alguno; pero en vista de que sabían leer, les prometí sendos Testamentos en español. Con desdén rechazaron la oferta, diciendo que no se curaban de nada escrito en la lengua de los Busné o gentiles. Insistieron en su demanda, a la que por fin me sometí, no pudiendo resistir sus importunaciones; así que me acompañaron a la posada y recibieron lo que con tanto ardor deseaban.

Por la tarde me visitó Mr. Phillipi; me dijo que por encargo suyo un cabriolé iría a buscarme a la posada al ser las once para llevarme a Bonanza, y allí, un individuo, dueño de una tabernucha, a quien de antemano se habían remitido mis cajas y otros bártulos, me alojaría por aquella noche, si bien tendría probablemente que dormir en el suelo. Fuímos después de paseo a la playa, donde había muchos bañistas, todos varones. Algunos eran muy buenos nadadores, en particular dos, que se habían metido muy adentro en el abra del Guadalquivir, una milla cuando menos. Al decirme que eran frailes, me pregunté asombrado en qué época de su vida habrían podido adquirir tanta destreza en la natación. Supuse que no sería en los tiempos en que, conforme a sus votos, sólo podían vivir para la oración, el ayuno y las mortificaciones. La natación es un ejercicio muy bueno, pero en manera alguna encaminado a la mortificación de la carne ni del espíritu. Al anochecer volvimos a la ciudad, y mi amigo se despidió de mí con mucho cariño. Me retiré después a mi aposento, y pasé unas horas en meditación.

Se hizo de noche; dieron las diez, las once; el cabriolé se detuvo a la puerta. Monté, y echamos paseo abajo y luego a lo largo de la playa, desierta. Las olas resonaban tristemente; todo parecía cambiado desde por la mañana. Hasta me pareció que las pisadas de los caballos sonaban de distinto modo al avanzar al trote corto por la arena compacta y húmeda. Pero el cochero no estaba triste, ni mucho menos, ni con ganas de permanecer callado mucho tiempo: no tardó en empezar a hacerme una infinidad de preguntas respecto de mi procedencia y de mi destino. Le respondí lo que me pareció oportuno, y, en cambio, le pregunté si no le daba miedo pasar con el coche a tales horas por un sitio de tan mala fama como aquella playa. Oído esto, miró en torno, y al no ver a nadie, soltó una exclamación burlona, y dijo que un hombre con tales patillas como las suyas no se asustaba de todos los ladrones de la playa juntos, y que ni doce hombres de Sanlúcar se atreverían a dar el alto a un viajero sabiendo que iba bajo su protección. Era un buen ejemplar de andaluz fanfarrón. A poco percibimos el débil fulgor de una o dos luces delante de nosotros: eran las de unas lanchas y otros barquichuelos embarrancados en la arena, debajo y muy cerca de Bonanza; entre los barcos percibí la obscura silueta de dos o tres hombres. Estábamos al final del viaje y nos detuvimos ante la puerta de la casa donde había de albergarme por aquella noche. Se apeó el cochero y llamó fuerte un buen rato, hasta que un hombre, como de sesenta años, de extraordinaria corpulencia, abrió la puerta; llevaba en la mano una luz mortecina, e iba vestido con una camisa de rayas, sucia, y gorro de dormir encarnado. Sin proferir palabra nos dejó entrar en una pieza muy vasta, con piso de tierra. A un lado, cerca de la puerta, se alzaba una especie de mostrador; detrás, un par de barriles, y en anaqueles, contra la pared, frascos de diversos tamaños. Había un olor muy fuerte a vino y licores. Arreglé la cuenta con el cochero y le di una propina; luego me pidió para echar un trago a mi salud. Díjele que pidiera lo que quisiese, y pidió una copa de aguardiente, que el amo de la casa, plantado detrás del mostrador, le sirvió sin pronunciar palabra. El cochero se la echó al coleto de un trago, pero hizo una porción de muecas después de beberla, y, tosiendo, dijo que sin duda alguna el aguardiente era bueno, porque le abrasaba el gaznate de un modo terrible. Luego me abrazó, salió de la casa y, montando en el cabriolé, fuése.

El viejo del gorro colorado se acercó entonces muy despacio a la puerta, echó el cerrojo y la atrancó; después, empujó dos bancos y los juntó, señalándomelos con el gesto, como para notificarme que allí tenía la cama; sopló la luz y se retiró al fondo de la habitación, donde le oí tumbarse con muchos suspiros y resoplidos. No quedó más luz que la de una cazuelilla de barro puesta en el suelo, llena de agua y aceite, donde flotaba un pedacito de cartón con un pábilo encendido en el centro: esta lámpara tan sencilla se llama mariposa. Puse mi saco de noche sobre el banco, a modo de almohada, y me eché; me hubiese dormido en el acto, a no ser porque el del gorro colorado empezó a roncar de modo pavoroso; esto me hizo recordar que aún no me había encomendado a mi Amigo y Redentor: hice, pues, mis oraciones, y luego me sumí en el descanso.

Más de una vez durante la noche me despertaron los gatos, y creo que también las ratas, al saltar sobre mi cuerpo. Al despertar la última vez, me levanté y, acercándome a la mariposa, consulté el reloj: eran las tres y media de la mañana. Abrí la puerta y salí a mirar; entraron unos pescadores pidiendo el aguardiente; el viejo se levantó en seguida a servirlos. Uno de aquellos hombres me dijo que si pensaba marcharme en el vapor, debía mandar cuanto antes mis equipajes al embarcadero, porque había sentido el ruido del barco que venía río abajo. Expedí los bultos y pregunté al del gorro colorado cuánto debía. Un real, respondió; tales fueron las dos únicas palabras que oí de su boca; en verdad, era hombre apegado al silencio, y acaso a la filosofía, poco cultivados en Andalucía. Me fuí presuroso al embarcadero. Aún no había llegado el vapor, pero el fragor de su marcha por el río oíase cada vez más cerca. La niebla cubría la faz tenebrosa de las aguas, y sentí cierto pavor al oír aproximarse al invisible monstruo rugiendo en el silencio de la noche. Al fin estuvo a la vista, se adelantó revolviendo el agua, se detuvo, y a poco me encontré a bordo. Era el Península, el mejor barco del Guadalquivir.

¡Qué prodigiosa obra de la industria humana es el barco de vapor! Sin embargo, ¿cómo llamarla prodigiosa si se toma en consideración su historia? Han pasado más de quinientos años desde que surgió por vez primera la idea de construirlo, y sólo a fines del siglo pasado se logró por completo el intento, surcando las aguas de un río escocés el primer vapor digno de tal nombre. Durante ese largo período de tiempo, inteligencias perspicaces y hábiles manos se empleaban de vez en vez en el intento de corregir aquellas imperfecciones de la maquinaria que eran el único obstáculo que se oponía a que el barco fuese su propio propulsor contra las olas y el viento. Esos intentos, abandonados unos tras otros, perdida la esperanza, no fueron por completo estériles: cada inventor dejaba tras de sí alguna nueva mejora, fruto de sus trabajos, y sus continuadores la aprovechaban, hasta que sólo faltó encontrar dos o tres ideas felices, y un artilugio más perfecto. Llegaron los tiempos, y, por fin, ahora surcan el mismo Atlántico arrogantes vapores. Mucho se ha ponderado, en mi opinión con justicia, la utilidad del vapor para difundir por doquiera la civilización. Cuando los primeros barcos de vapor aparecieron en el Guadalquivir hará unos diez años, los sevillanos corrieron a las orillas del río, gritando ¡brujería! ¡brujería!, idea robustecida por el hecho de ser inglesa la Compañía, y de llevar los barcos, construídos en Inglaterra, maquinistas ingleses, como todavía los llevan; porque no se encontró ningún español capaz de entender la maquinaria. Sin embargo, no tardaron en habituarse a los vapores, que van generalmente abarrotados de pasajeros. Fanáticos y vanidosos como son todavía, y apegados con pasión a sus costumbres antiguas, los sevillanos saben que, en un caso al menos, puede venir algo bueno de tierra extranjera, y de herejes por añadidura; sus prejuicios inveterados han sufrido un rudo golpe, y es de esperar que éste sea el alborear de su civilización.

 

Mientras surcábamos la bahía de Cádiz, iba yo reclinado en uno de los bancos de la cubierta, cuando acertó a pasar el capitán en compañía de otro hombre; se detuvieron cerca de mí, y oí al capitán preguntarle al otro cuántas lenguas sabía hablar. «Una tan sólo», replicó. «Esa única – dijo el capitán – es, claro está, el cristiano», nombre que los españoles dan a su propio idioma, para contraponerlo a todos los demás. «Ese individuo – continuó el capitán – que va echado en el banco, habla también el cristiano, cuando le conviene; pero habla además otros que no son el cristiano, ni mucho menos: sabe hablar inglés, y le he oído charlotear gitano con los de Triana; ahora va a tierra de moros, y si fuese usted allí, le oiría hablar con ellos en su jerigonza con tanta facilidad como en cristiano, y aún mejor, porque él tampoco es cristiano. Le he tenido ya muchas veces a bordo, pero el sujeto me gusta poco, porque lleva consigo una cosa nada buena.» Tan digna persona me había estrechado la mano a mi llegada a bordo, diciéndome lo mucho que le contentaba verme de nuevo.

CAPÍTULO LI

Cádiz. – Las fortificaciones. – El cónsul general. – Anécdota característica. – Un vapor catalán. – Trafalgar. – Alonso Guzmán. – Gebel Muza. – La fragata Orestes. – El león hostil. – Las obras del Creador. – Un lagarto del Peñón. – El gentío. – La reina de los mares. – Oración por mi país.

Cádiz se alza, como es bien sabido, en una larga y angosta lengua de tierra que se adentra en el mar, de cuyo seno parece salir la ciudad; las ondas salinas bañan sus muros por todos lados, menos por el Este, donde un istmo de arena la une con la costa de España. La ciudad, en su estado actual, es de construcción moderna, y, a diferencia de todas las demás ciudades de la Península, está edificada con gran regularidad y simetría. Muchas son sus calles, y se cortan, por lo general, en ángulo recto. Son muy estrechas, en comparación de la altura de las casas, y, por tanto, impenetrables a los rayos del sol, excepto en la hora del mediodía. Pero la calle principal es una excepción, y tiene cierta anchura. En esta calle está la Bolsa, las casas de los comerciantes más fuertes y de la nobleza, y es, durante la primera parte del día, punto de reunión de los ociosos y de los hombres de negocios, por lo que recuerda a la Puerta del Sol de Madrid. Desemboca en la plaza principal, no muy grande, pero con muchas pretensiones de magnificencia: circúyenla grandes edificios de aspecto imponente, y está plantada de hermosos árboles, a cuyo pie hay bancos de mármol, para comodidad del público. Pocos edificios públicos hay en Cádiz dignos de gran atención: cierto que la catedral pasaría en otros países por un monumento hermoso; pero en España, tierra de catedrales gigantescas, magníficas, sólo puede ser considerada como lugar de culto decoroso; todavía está sin acabar. Hay un paseo público, o alameda, en las murallas del Norte, atestado de gente, por lo general, las tardes de verano: el verdor de los árboles, mirados desde la bahía, presta agradable descanso a los ojos, deslumbrados por el resplandor del caserío, todo blanco, porque Cádiz es también una ciudad radiante. En otro tiempo fué la más rica de España, pero ha decaído malamente de su prosperidad en estos últimos años, y sus habitantes lamentan de continuo la ruina de su comercio; por tal razón, a diario emigran muchos a Sevilla, donde, al menos, es más barato vivir. Aún hay, sin embargo, mucha vida y mucho ruido en sus calles, adornadas con numerosas y espléndidas tiendas, bastantes de ellas en el estilo de las de París y Londres. Su población actual se calcula en 80.000 habitantes.

No sin razón tiene Cádiz nombre de plaza fuerte; las fortificaciones por el lado de tierra, en parte obra de los franceses durante el imperio napoleónico, son muy dignas de admiración, y parecen inexpugnables; por el lado del mar, la naturaleza la defiende tanto como el arte, porque el agua y las rocas sumergidas no son parapetos despreciables. Con todo, las defensas de la ciudad, salvo las del lado de tierra, ofrecen tristes pruebas de la apatía y abandono españoles, aun teniendo en cuenta las circunstancias, harto desfavorables, en que ahora se halla el país. En las fortificaciones, que van arruinándose con rapidez, apenas se ve un cañón, excepto unos pocos desmontados; así esa fortaleza aislada se halla hoy casi a merced de cualquier nación extranjera que, con un pretexto, o sin pretexto alguno, pretendiese arrancarla del poder de sus legítimos dueños y convertirla en colonia.

A las pocas horas de llegar, visité a Mr. B.21, cónsul general británico en Cádiz. Su casa, muy vasta y suntuosa, hace esquina a la entrada de la alameda, y tiene hermosas vistas sobre la bahía. Por de contado, de tiempo atrás conocía yo de oídas a Mr. B. Sabía que llevaba bastantes años desempeñando con provecho para su país natal y no poca honra suya el cargo, tan señalado como lleno de responsabilidades, que ocupaba en España. Conocíale también por cristiano bueno y pío, y, además, como amigo seguro e inteligente de la Sociedad Bíblica. Sabía yo eso, pero no se me había presentado nunca ocasión de conocerle personalmente. Le vi entonces por vez primera, y su aspecto exterior me causó gran impresión. Es un hombre alto, atlético, muy bien formado, entre cuarenta y cinco y cincuenta años; la grave dignidad de su semblante se dulcifica por una expresión de buen humor muy atractiva. Sus modales son abiertos y afables en extremo. No entraré a referir con detalles nuestra entrevista, para mí asaz interesante. Conocía Mr. B. los puntos capitales de mi historia desde mi llegada a España, y sobre ellos hizo diversos comentarios que demostraban un conocimiento íntimo de la situación del país, tocante a los asuntos eclesiásticos, y del estado de la opinión respecto a innovaciones religiosas.

Me agradó descubrir que sus ideas coincidían en muchos puntos con las mías; ambos teníamos la opinión decidida de que a pesar de las persecuciones y el alboroto promovidos últimamente contra el Evangelio, la batalla no estaba, ni mucho menos, perdida, y que la santa causa aún podía triunfar en España si los llamados a defenderla desplegaban, junto con su celo, discreción, y humildad cristiana.

La mayor parte de aquel día y del siguiente estuve ocupado en la Aduana, tratando de obtener los documentos necesarios para exportar los Testamentos. El sábado por la tarde comí con Mr. B. y su familia, grupo interesante formado por su esposa, sus hijas, muy bellas, y su hijo, joven apuesto e inteligente. A la siguiente mañana, temprano, el vapor Balear zarpaba de Cádiz con rumbo a Marsella, y escalas en Algeciras, Gibraltar y otros puertos de España. Tomé pasaje a su bordo hasta Gibraltar, pues ya nada tenía que hacer en Cádiz; mis asuntos en la aduana estaban al cabo concluídos gracias a Mr. B., sin cuya bondadosa asistencia creo que nunca los hubiera dado fin. Ya tarde, me despedí con pesar de hombre tan excelente y de mis otros encantadores amigos; creo que sus votos más fervientes me acompañaron, y en cualquier lugar del mundo donde, pobre peregrino por la causa del Evangelio, pueda encontrarme, no dejaré de ofrecer a menudo sinceras oraciones por su ventura y bienestar.

Antes de despedirme de Cádiz, referiré una anécdota del cónsul británico, que le caracteriza, y pinta también su feliz manera de cumplir los más penosos deberes del cargo. Estaba yo de conversación con él en una sala de su casa, cuando nos interrumpió la llegada de dos visitantes inesperados: eran el capitán de un barco mercante de Liverpool y uno de la tripulación, rudo marinero del país de Gales, que apenas sabía expresarse en inglés. Ambos se miraban con indecible desconfianza y rencor. Resultó que el marinero se había negado a trabajar, y se obstinaba en abandonar el barco; su jefe llevábale a presencia del cónsul, a fin de que, si persistía en su actitud, le notificasen las consecuencias, o sea la pérdida de sus sueldos y ropas. Así se hizo; pero el marinero mostrábase cada vez más arisco, negándose a volver a pisar la misma cubierta que el capitán, quien le había llamado «griego, griego poltrón y holgazán», y eso no podía tolerarlo. La palabra «griego» se le había enconado al marinero en el ánimo y le lastimaba el corazón. Mr. B., buen conocedor, por lo visto, del carácter de los galeses en general – cuya testarudez, cuando se les lleva la contraria, es proverbial – y que desde luego vió los motivos triviales y necios de donde la disputa había surgido, le dijo sonriendo al marinero que, para salirse con la suya frente a todos y conservar sus sueldos y ropas, había un medio: irse a bordo de un barco de guerra de su majestad, anclado a la sazón en la bahía. No lo ignoraba el marinero, según dijo, y así se proponía hacerlo. Con todo, su torvo semblante se dilató un poco, y miró con menos fiereza al capitán. Entonces, Mr. B., dirigiéndose al último, hizo algunas observaciones sobre la inconveniencia de llamar «griego» a un marinero británico, sin olvidarse de mencionar al propio tiempo la absoluta necesidad de disciplina y obediencia a bordo. Sus palabras produjeron tal efecto, que muy poco tiempo después el marinero tendía la mano al capitán, mostrándose dispuesto a volver con él a bordo y a cumplir sus obligaciones, añadiendo que el capitán, después de todo, era el hombre mejor del mundo. Así se separaron contentos unos de otros; habiéndoles arrancado el cónsul la promesa de asistir al día siguiente al oficio divino en su casa.

Llegó la mañana del domingo, y a las seis me encontraba a bordo. Al trepar por la escala, me hirió los oídos el áspero acento del dialecto catalán. El barco era, en efecto, de construcción catalana, y el capitán y los tripulantes pertenecían a aquel pueblo; la mayor parte de los pasajeros ya a bordo, o llegados después, eran catalanes, y parecían rivalizar unos con otros en emitir sonidos desagradables. Pero quien con toda evidencia se llevaba la palma era un comerciante gordo, de rostro colorado, barba en punta, ojos penetrantes y nariz corva; hablaba con asombrosa vehemencia por los motivos al parecer más fútiles, o sin motivo alguno; el sonido de su voz hubiese sido exactamente igual al ruido de un molinillo de café, a no ser por cierta nasalidad gangosa; no cesó de eyacular su catalán en todo el trayecto hasta Gibraltar. Esas gentes no se marean nunca, aunque con frecuencia producen o aumentan el mareo de los demás.

No zarpamos hasta después de las ocho, en espera del gobernador de Algeciras, y en cuanto llegó a bordo nos pusimos en marcha; era hombre de unos setenta años, alto, delgado, rígido, de rostro grave, alargado y rugoso; en suma, la propia imagen de un antiguo grande de España. Nos echamos fuera de la bahía rodeando el ingente faro erguido sobre el arrecife, e hicimos después rumbo al Sur, en dirección de los estrechos. La mañana era esplendorosa; el cielo y el mar, de un azul radiante, o más bien, como en ocasión análoga hizo notar mi amigo Oehlenschlaeger22, parecían dos cielos y dos soles, uno arriba y otro abajo.

Aunque el tiempo era bueno, el barco andaba poco, tal vez por sernos contraria la corriente. A las dos horas pasamos frente al castillo de Santa Petra, y al mediodía estábamos a la vista de Trafalgar. El viento refrescó y nos daba de proa; nos arrimamos mucho a la costa para evitar en lo posible el duro y fuerte mar que desembocaba del estrecho. Pasamos a muy corta distancia del Cabo, escarpado promontorio de no muy considerable altura.

No hay inglés que pase por tales lugares – teatro de la batalla naval más famosa que se recuerda – sin emoción. Allí las flotas de Francia y España, unidas, fueron aniquiladas por una fuerza muy inferior; pero era una fuerza británica y la dirigía uno de los hombres más notables de su época, quizás el héroe más grande de todos los tiempos.

Enormes despojos de naufragios emergen aún con frecuencia del golfo, cuyas olas se estrellan contra las rocas de Trafalgar: son reliquias de las gigantescas naves incendiadas y hundidas en aquel día terrible, cuando el heroico campeón de Bretaña, concluída su obra, murió. A un solo individuo le he oído aventurar palabras en desdoro de la gloria de Nelson: era un americano insolente, quien reputaba por demás exagerada la fama del almirante británico.

 

– ¿Cabe exagerar el aprecio de un hombre – replicó un desconocido – cuyos pensamientos todos se encaminaron al honor de su país, que apenas combatió una vez sin dejar un pedazo de su cuerpo en la refriega, y, para no hablar de otros triunfos menores, vencedor en dos batallas tales como Abukir y Trafalgar?

Poco después estábamos a la vista de la costa de Africa. El cabo Espartel se dibujaba borrosamente entre la niebla por nuestra derecha. El Levante comenzó a soplar, y el barco cabeceaba mucho; sin embargo, el gobernador y yo resistimos valientemente; sentados en un banco, entramos en conversación acerca de los moros y de su país. El propio Torquemada no habría hablado de ellos con más aborrecimiento. Me dijo que había estado bastantes veces en las principales ciudades moras de la costa, describiéndomelas como montones de ruinas; a los moros los llamaba cafres y bestias feroces. Siempre, aun en Tánger, donde la gente está más civilizada, le habían insultado: tan grande es el odio de los moros a cuanto huele a cristiano. Sin embargo, a los ingleses los trataban con relativa cortesía, y circulaba entre ellos un dicho según el cual ingleses y mahometanos son unos y lo mismo; el semblante del gobernador tomó por un momento una expresión más grave; el hombre se santiguó y guardó silencio. Adiviné lo que pasaba por su ánimo:

«De bárbaros herejes,

turcos y moros,

Estrella del mar

Dulce María,

¡ampárame!»

A eso de las tres cruzamos frente a Tarifa, tantas veces mencionada en la historia de moros y cristianos. ¿Quién no ha oído hablar de Alonso de Guzmán el Bueno23, que dejó sacrificar a su hijo único delante de los muros de la ciudad por no sufrir la ignominia de entregar las llaves al monarca marroquí, quien, con su ejército, muy cercano, según cuentan, a medio millón de hombres, había desembarcado en las costas de Andalucía y amenazaba poner de nuevo a España bajo el yugo musulmán? Pues, en verdad, si hay un país y un lugar donde apenas se nombre a tan buen patriota, ni se canten sus proezas, ese país y ese lugar son España y Tarifa modernas.

He oído cantar en danés el romance de Alonso Guzmán a un pastor en las soledades de Jutlandia; pero una vez hablé del «Fiel» a unos habitantes de Tarifa, y me dijeron que nunca habían oído mentar a Guzmán el Fiel de Tarifa, pero que conocían a Alonso Guzmán el tuerto, uno de los más miserables arrieros del camino de Cádiz.

El viaje por aquellos angostos mares no puede por menos de interesar al más apático, dado el panorama que por uno y otro lado se presenta ante los ojos. Las costas son muy bravas y altas en extremo, sobre todo la de España, que parece dominar a la de Africa; pero frente a Tarifa, el continente africano, girando hacia el Suroeste, toma un aspecto de grandeza sublime. Una montaña blanquecina horada las nubes con su cumbre: es monte Abyla, llamado en lengua mora Gibil Muza, o montaña de Muza, porque en ella está el sepulcro de un profeta de ese nombre. Es una de las dos excrecencias naturales llamadas en la antigüedad columnas de Hércules; sus vertientes y estribaciones ocupan muchas leguas de la costa marroquí en varias direcciones; pero su parte más ancha y escarpada mira de frente al punto del continente europeo donde yace Gibraltar como un enorme monstruo tendido en las aguas. De las dos montañas, o columnas, la más notable, vistas desde lejos, es la africana, Gibil Muza. Es la más alta, la más corpulenta y se ve desde mayor distancia; pero miradas desde cerca, la columna de Europa absorbe nuestra admiración. Gibil Muza es una inmensa masa informe, un amontonamiento de rocas agrestes, con algunos pocos árboles y arbustos aquí y allá asomados a los bordes de los precipicios; sus únicos moradores son los lobos, jabalíes y monos, a los que debe su nombre español de Montaña de las monas. Gibraltar, por el contrario – y sin hacer cuenta de la extraña ciudad que en parte lo cubre, habitada por hombres de todas las naciones y lenguas, ni de sus baterías y excavaciones, todas prodigios de arte – , es la montaña de más insólita apariencia del mundo, indescriptible por el pincel ni por la pluma, que los ojos no se hartan de mirar.

Cerca ya del anochecer, cruzábamos la bahía de Gibraltar. Habíamos tocado en Algeciras, en la costa española, para desembarcar al viejo gobernador y tomar y dejar cartas.

Algeciras es una antigua ciudad mora, como denota su nombre, palabra árabe que significa «el lugar de las islas». Hállase al borde del mar, con una cadena de altas montañas a la espalda. Hasta donde puede juzgarse a la distancia de media milla, el lugar me pareció triste y abandonado. Sin embargo, en la bahía estaban una fragata española y un bergantín francés. Al pasar junto a aquélla, algunos españoles a bordo de nuestro vapor empezaron a echar roncas a costa de los ingleses. Parece que pocas semanas antes, un barco inglés, sospechoso de contrabandista, fué visto por la fragata española, abrigada en una bahía de la costa andaluza, junto con una fragata inglesa, el Orestes. La fragata española estuvo en acecho, y una mañana, al observar que el Orestes había desaparecido, arboló los colores ingleses e hizo señales al mercante para que se acercara; engañado por la bandera británica, el mercante se acercó y al instante fué cañoneado y abordado: resultó ser, en efecto, barco contrabandista, y fué llevado a un puerto, donde lo entregaron a las autoridades españolas. A los pocos días el capitán del Orestes se enteró del caso, e, irritado por el injustificable empleo del pabellón británico, destacó un bote con un mensaje para la fragata española, pidiendo la devolución inmediata del barco apresado, o, de lo contrario, lo rescataría por la fuerza; añadiendo que llevaba 40 cañones a bordo. El capitán de la fragata española respondió que el mercante estaba ya en poder de los empleados de la Aduana y no disponía de él; pero que el capitán del Orestes era muy dueño de proceder a su antojo, y que si tenía 40 cañones, él llevaba 44; el Orestes tuvo a bien responder marchándose. Tal fué, al menos, el relato que apareció en los periódicos españoles. Al observar cuánto les regocijaba a los españoles la idea de que un compatriota suyo hubiese amedrentado a un inglés, exclamé: «Señores, si algunos de ustedes suponen que un capitán inglés ha desistido de atacar a un buque español, temiendo una superioridad de cuatro cañones, recuerden, si lo tienen a bien, la suerte del Santísima Trinidad, y no olviden tampoco, se lo ruego, que casi resuenan todavía los cañonazos de Trafalgar.»

Era cerca del obscurecer, repito, y cruzábamos la bahía de Gibraltar. De pie en la proa del barco, llevaba los ojos clavados en la montaña-fortaleza; no obstante haberla ya visto viadas veces, me interesaba mucho, llenándome de admiración. Desde donde yo la contemplaba, si se parece a algún ser de la naturaleza animada, es a un león acurrucado, terrible, cuya estupenda cabeza amenaza a España. En alas del ensueño, quizás habría llegado a la conclusión de que el Genio del Africa, bajo la forma de aquel monstruo, el más poderoso de cuantos cría, había cruzado de un salto el mar, desde el país de la arena y del sol, con ánimo de destruir el continente rival; imagen robustecida por el color de sus flancos de roca, del espinazo y de la cerviz, tan curtidos como la piel del rey del desierto. Y en realidad ese monte ha sido casi siempre para España un león enemigo, al menos desde que empezó a sonar en la historia, o sea cuando Tarik lo tomó y fortificó. La mayor parte del tiempo ha estado en poder de extranjeros: primero, en poder de los hombres del turbante, de los atezados moros; ahora, en el de una raza pelirrubia venida de una isla lejana. Aunque es parte de España, parece renegar toda conexión con ella; colocado al final de un largo y angosto istmo de arena, casi a nivel con el mar, yergue verticalmente su abrasada cima para denunciar los crímenes que afean la historia de una tierra tan bella y majestuosa.

21Mr. John Brackenbury.
22Poeta danés. 1779-1850.
23Borrow le llama the Faithful, el Fiel.