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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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Era ya cerca del obscurecer, por tercera vez lo digo, y atravesábamos la bahía de Gibraltar. ¡La bahía! No semejaba tal, sino un mar interior, rodeado por todas partes de mágicas barreras: tan sorprendente, tan prodigioso era el aspecto de las costas. Delante de nosotros, la inexpugnable montaña; a la derecha, el continente africano, con su Gibil Muza, gris, y el derrumbadero de Ceuta, hacia el que llevaba rumbo una barca solitaria; detrás de nosotros, el pueblo que acabábamos de dejar y su barrera montañosa; a la izquierda, la costa de España. Ni una ola rizaba la superficie del mar, y como nos deslizábamos sobre ella velozmente, el singularísimo objeto a que íbamos acercándonos se hacía a cada momento más visible y distinto. Al pie de la montaña, y en una pequeña porción de la falda, yace la ciudad, con las murallas guarnecidas de cañones negruzcos, asestados de modo significativo contra las dársenas y muelles; encima, en cada risco, en cada hueco útiles para la defensa y el estrago, asoman las baterías, aparición siniestra y sepulcral, como presagio ominoso de la suerte que aguarda a cualquier enemigo intruso; mientras, al Este y al Oeste, hacia Africa y España, en los puntos elevados, se alzan castillos, torres o atalayas, que dominan el conjunto, y toda la región circunyacente, por tierra y por mar. Las fortificaciones son fuertes, amenazadoras y, vistas en cualquier otro sitio, ellas solas embargarían el ánimo y absorberían la admiración; pero la montaña, la pasmosa montaña, reaparecía por todas partes y sobrepujaba su efecto como espectáculo. ¿Quién, al contemplar un elefante enorme que, blandiendo la trompa, se arroja impetuosamente en la pelea, mira el castillete levantado en su lomo, o teme las jabalinas de sus ocupantes, por diestros y valerosos que sean? Nunca se nos representa mejor el poder y la grandeza de Dios que al contrastar las obras de sus manos con los trabajos del hombre. Contemplad El Escorial: es una obra soberbia, pero no sé si podréis admirarla en viendo la montaña que se mofa de él a sus espaldas; contemplad aquel orgullo de los reyes moros, contemplad a Granada desde la vega; pero no sé si podréis admirarla, pues veréis detrás, mofándose, las Alpujarras. ¡Oh! ¿Qué son las obras del hombre comparadas con las del Señor? Lo que el hombre comparado con su Creador. El hombre construye pirámides; también Dios las construye: las pirámides del hombre son montones de cascote, mezquinos montículos en una planicie arenosa; las pirámides del Señor son los Andes y las montañas de la India. El hombre construye murallas; también su Dueño; pero las murallas de Dios son los negros precipicios de Gibraltar y de Horneel, eternos, indestructibles, inaccesibles; las del hombre se escalan o las destruyen las olas, o el rayo o la pólvora las pulverizan. Si el hombre quiere desplegar victoriosamente su poder o su grandeza, ha de ser lejos de las montañas; sobre sus cimas flotan las nubes, enseña del Creador; allí es más patente la majestad de Dios. Llámese, si se quiere, a Gibraltar montaña de Tarik o de Hércules; pero contempladla un instante, y la llamaréis montaña de Dios. Tarik y el semidiós antiguo pueden haber edificado sobre ella; pero ni todo aquel pueblo de bronceada tez de que Tarik era retoño, ni todos los gigantes en lo antiguo famosos, entre los que se contaba Hércules, hubieran podido construir sus riscos ni cincelar en su enorme masa la forma que ahora tiene.

Echamos el ancla no lejos del muelle. Como esperábamos oír de un momento a otro el cañonazo vespertino, después del cual no se permite a nadie entrar en la ciudad, estaba yo sobresaltado, temiendo verme obligado a pernoctar en el sucio vapor catalán, que, pues ya no había de proseguir en él mi viaje, sentía mucha prisa por abandonar. Se nos acercó un bote, con dos individuos en la popa, y uno de ellos, puesto en pie, preguntó con tono autoritario el nombre del barco, su destino y carga. Dada respuesta, subieron a bordo. Hablaron un poco con el capitán, y se disponían a partir, cuando pregunté si podía acompañarlos a tierra. La persona a quien interrogué era un joven alto, con levita de fustán. Era carilargo, y larga su nariz, ancha la boca, los ojos grandes, vivarachos. Guiñaba el rostro con una mueca al parecer imborrable, y si no hubiese sido por su tez bronceada, le hubiera tomado por un vagabundo de las calles de Londres. Pero no era tal, sino lo que llaman «un lagarto del Peñón», o sea una persona nacida en Gibraltar de padres ingleses. Al oír mi pregunta, hecha en español, gesticuló aún más que de ordinario y, con extraño acento, me preguntó si era hijo de Gibraltar. Respondí que no tenía tal honor, pero que era súbdito británico; luego se mostró dispuesto a desembarcarme. Entramos en el bote, tomaron los remos cuatro marineros genoveses y nos impelieron velozmente hacia tierra. Mis dos compañeros charlaban en un español muy raro; el de la levita de fustán volvía hacia mí la cara de cuando en cuando, y cada vez su mueca era más desagradable. No tardamos en llegar al muelle; exhibí el pasaporte, anotaron mi nombre y me dejaron pasar.

Era ya noche cerrada, y sin perder tiempo crucé el puente levadizo y entré en el largo corredor abovedado que por debajo de las fortificaciones comunica con la ciudad. En el pasadizo, dos centinelas de casaca roja iban y venían, fusil al hombro, marcando el paso. No se detenían un momento, no ganduleaban, no reían ni bromeaban con los transeuntes; su porte era el propio de soldados británicos, conscientes de los deberes de su situación. ¡Diferencia va de ellos a los abandonados haraganes que montan la guardia a la puerta de cualquier ciudad española con guarnición!

Remonté la calle principal, que corre en suave pendiente a lo largo de la base de la montaña. Acostumbrado desde hacía varios meses al melancólico silencio de Sevilla, el ruido y la animación reinantes en torno mío casi me ensordecieron. Era noche de sábado, y todos los negocios estaban, claro es, interrumpidos; pero arriba y abajo pasaba un copioso gentío. Allí avanzaba un pelotón de guardias, aquí se paseaba un grupo de oficiales, más allá un corro de soldados hablaba y reía. Casi todos los paisanos eran españoles, pero había una buena rociada de judíos, vestidos como los de Berbería, y algún que otro moro con turbante. También había bandas de marineros, genoveses, a juzgar por su «patois», si bien percibía alguna vez el sonido tou logousas, que me reveló la proximidad de griegos, y dos o tres veces vislumbré el gorro encarnado y las chaquetillas de seda azul de los marineros de las islas romaicas. Continué presuroso hasta llegar a cierta hostería muy nombrada, inmediata a una plazuela donde está la Bolsa de Gibraltar. Me precipité en la hostería, pedí habitación, y el geniecillo del lugar, que estaba en pie detrás del mostrador, me dió alegremente la bienvenida; quizás tendré ocasión de describirlo más adelante. Todas las habitaciones del piso bajo estaban llenas de gente del Peñón, hombres corpulentos por lo general, de tez morena y facciones inglesas, con sombreros blancos y trajes de cutí, también blancos. Fumaban pipas y cigarros, bebían cerveza, vino y otros líquidos, y hablaban en español del Peñón o en inglés del Peñón, según les tomaba la fantasía. Muy denso era el humo del tabaco, y grande el ruido de las voces; con mucho gusto subí presuroso a un cuarto desocupado, donde me sirvieron un refrigerio que me estaba haciendo mucha falta.

Al poco rato, los sones de una música militar, muy próxima a mis ventanas, atrajeron mi atención. Bajé, y me asomé a la puerta. Una banda militar, en la plazoleta delante de la Bolsa, se preparaba para tocar retreta. Después del preludio, admirablemente ejecutado, el mayor, un buen mozo, hizo unos floreos con el bastón y echó calle arriba, seguido de toda la banda, tan airosa y apuesta, y de una multitud de oyentes admiradores. Batían los platillos, lanzaban las trompetas su alarido, los timbales emitían su nota grave y solemne; despertábanse los ecos del Peñón, y las escalonadas azoteas de la ciudad retumbaban con aquel estrépito conmovedor.

 
¡Plán! ¡Rataplán! Así hacen los tambores.
¡Tra! ¡Tralará! ¡Ya vienen los ingleses!
 

¡Oh Inglaterra! ¡Mucho tiempo ha de pasar aún antes de que el sol de tu gloria se abisme en las ondas tenebrosas! ¡Aunque sobre ti se amontonan nubes sombrias, pavorosas, todavía, todavía querrá el Omnipotente dispersarlas, y concederte un porvenir de más duración, y más brillante aún, que tu pasado! ¡Y si tu fin está próximo, que sea un fin noble, digno de la renombrada Reina de los mares! ¡Húndete, si has de hundirte, entre sangre y llamas, con pavoroso estruendo, arrastrando a más de una nación en tu caída! ¡Plegue al Señor preservarte, sobre todo, de una decadencia lenta y oprobiosa, en la que serías, antes de extinguirte, la mofa y escarnio de aquellos mismos enemigos que ahora te envidian y aborrecen, pero te temen; más aún, te admiran y respetan contra su voluntad! ¡Alzate, mientras es tiempo aún, y disponte para un combate a vida o muerte! ¡Arroja de ti la inmunda costra que llevas pegada a tus robustos miembros, que amortigua tu fuerza, y la entorpece y debilita! ¡Arroja de ti a tus falsos filósofos, que con tanto gusto desacreditan lo que, después del amor a Dios, se ha tenido hasta aquí por más sagrado, el amor a la tierra materna! ¡Arroja de ti a los falsos patriotas, que, so pretexto de enderezar los entuertos que sufren los pobres y los débiles, tratan de suscitar discordias internas, de suerte que tu poder sólo sea terrible para ti misma! ¡Expulsa a los falsos profetas, que divinizan la mentira; que han puesto en tus muros argamasa que no fragua, y se caerán; que ven visiones de paz, donde la paz no existe; que han robustecido los brazos de los malvados y entristecido el corazón de los justos! ¡Oh, hazlo, y no temas el resultado, porque o tu fin será grandioso y envidiable, o Dios perpetuará tu reinado sobre los mares, oh tú, su ya antigua Reina!

 

Lo que antecede es parte de una plegaria por mi país natal, que, después de mi acción de gracias habitual, balbucí, ofreciéndosela al Todopoderoso antes de entregarme al descanso, aquel sábado por la noche en Gibraltar.

CAPÍTULO LII

Un hostelero jovial. – Los aspirantes a la gloria. – Un retrato. – Los Hamales. – Una excursión. – Labriego y soldado. – Las excavaciones. – Un tirón de la ropa. – Judas y su padre. – Peregrinación de Judas. – La barba frondosa. – Los falsos moros. – Judas y el hijo del Rey. – Vejez prematura.

Quizás fuera imposible escoger lugar más apropiado para observar con toda holgura a Gibraltar y sus moradores que aquel en que me hallé a eso de las diez de la mañana siguiente. Sentado en un banquillo frente por frente del mostrador, pegado a la puerta, en el zaguán de la hostería donde me hallaba alojado temporalmente, abarcaba con la vista la plaza de la Bolsa y cuanto en ella entraba, y con sólo alzar los ojos, contemplaba a placer la estupenda montaña que se yergue sobre la ciudad hasta unos mil pies de altura. Observaba también a cuantas personas entraban en la casa o salían de ella, muy concurrida, por hallarse situada en el punto más frecuentado de la principal arteria de la ciudad. Harta ocupación tenían mis ojos, no menos que mis oídos. Junto a mí estaba en pie mi excelente amigo Griffiths, el jovial hostelero, de quien diré algunas palabras, aprovechando la oportunidad presente, si bien ha sido ya descrito con frecuencia y por plumas mucho mejores. Figúrense los que no le conozcan, un hombre de unos cincuenta años, lo menos de seis pies de alto, de unas diez arrobas de peso, de semblante muy fresco, facciones regulares y ojos vivos y sagaces, pero al mismo tiempo expresivos de un buen natural. Lleva pantalones blancos, levita blanca, sombrero blanco; todo en él es blanco, excepto sus cuidadas patillas y su rubicunda faz. Debajo del brazo lleva un látigo, con que se aumenta prodigiosamente lo que para nosotros hay de familiar en su aspecto, más parecido al de un caballero que tiene una posada en el camino de New-market, «simplemente por amor de los viajeros y del dinero que llevan consigo», que al de un natural del Peñón. Sin embargo, él mismo se confesará lagarto del Peñón, y apenas les cabrá a ustedes duda de ello cuando además del inglés vernáculo e impuro que habla, le oigan expresarse en español o, si es necesario, incluso en genovés, y no es juego de niños hablar este idioma, que nunca he podido dominar. Es muy entendido en caballos, y cuando la ocasión llega, le vende un «bocado de casta» a cualquier aficionado joven, aunque no se niega tampoco a tratar con viejos; porque entre todos esos judíos de Fez, flacos, catarrosos, lívidos, de ojos de lince, no hay ninguno capaz de engañarlo en un trato ni de estafarle una sola de las cincuenta mil libras esterlinas que posee; pero téngase presente que es hombre franco y liberal con quienes se portan con él honradamente, y sépase también que si es usted un caballero cumplido le prestará dinero, si lo necesita; bien entendido que, si se lo niega, es que hay algo en su conducta de usted que no es del todo correcto, porque Griffiths conoce «su mundo» y no se deja tomar por tonto.

Durante la hora escasa que estuve en el banco de la hostería del Peñón se consumió en mi presencia una prodigiosa cantidad de cerveza. Delante del mostrador se agolpaban los oficiales, en demanda de un refresco, asaz gustoso, cuando no necesario con un tiempo de tan sofocante calor; algunos llegaban galopando hasta la puerta en jacas berberiscas, que abundan mucho en Gibraltar. Todos parecían muy amigos del hostelero, con quien discutían a veces los méritos de tal o cual caballo, y cuyas burlas acogían invariablemente con ilimitada aprobación. El aspecto y los modales de aquellos jóvenes, porque, en efecto, en su mayor parte, eran muy jovencitos, me parecieron interesantes y agradables en sumo grado. En verdad, creo que los oficiales ingleses en general, por su buena presencia y por la urbanidad de sus modales, se llevan la palma entre todos los de igual clase en el mundo. Es verdad que los oficiales de la Guardia real de Rusia, especialmente los de los tres hermosos regimientos llamados Priberjensky, Simeonsky y Finlansky polks, pueden, en casi todos los puntos, entrar sin miedo en comparación con la flor del ejército británico; pero es de recordar que la oficialidad de esos regimientos la forman los más selectos individuos de la nobleza eslavona, jóvenes escogidos expresamente por sus prendas personales y por la superioridad de sus dotes intelectuales, mientras que, entre los jóvenes y rubios anglo-sajones a la sazón reunidos junto a mí, no había quizás uno solo de descendencia noble ni de nombre encumbrado y soberbio, y lejos, por cierto, de haberlos escogido para halagar el orgullo y aumentar la pompa de un déspota, habíanlos sacado indistintamente de una masa de ardientes aspirantes a la gloria militar, y enviádolos, en servicio de su país, a una colonia remota e insalubre. No obstante, eran tales, que su país podía enorgullecerse viéndolos tan sanos y bellos de rostro, pintados el valor en el semblante y la inteligencia en sus ojos azules.

¿Quién se detiene ahora frente a la puerta, sin entrar, y hace una pregunta al hostelero, que se acerca saludándole respetuoso? No es hombre vulgar, o mucho engaña su aspecto. Va vestido con bastante sencillez: sombrero español, de copa puntiaguda y anchas alas sombrosas – el verdadero sombrero– , pantalones de cutí y chaquetilla azul de húsar; pero ¡qué bien le sienta ese vestido a su dueño, uno de los hombres de más noble apostura que he visto! Le contemplé con insólito respeto y admiración, mientras bondadosamente sonreía y bromeaba en buen español con un descarado pilluelo del Peñón, empeñado en venderle un enorme bogamante o langosta ordinaria, ya en putrefacción, que llevaba en la mano.

Aquel hombre era de estatura casi gigantesca, y sobresalía cerca de tres pulgadas por encima del corpulento hostelero; pero bien conformado, como un atleta, y derecho como un pino de Dovrefeld. Podía tener once lustros, y eso añadía cierta expresión de madura dignidad a su rostro, que se dijera cincelado por un escultor griego; sus cabellos eran aún negros como la pluma del cuervo de Noruega, y negro también el bigote que se rizaba sobre su bien dibujado labio. Con atavío griego, y en el campamento frente a Troya, le hubiera tomado por Agamenón.

– Ese hombre ¿es un general? – dije a un individuo bajito, de extraña catadura, que, sentado junto a mí, se empapaba en la lectura de un periódico.

– Ese caballero – susurró con acento ceceoso – es el gobernador de Gibraltar.

A cada lado de la puerta, por la parte de afuera, tendidos en el suelo o apoyados indolentemente contra las paredes, había media docena de hombres de aspecto bastante raro. La prenda principal de su vestido era una especie de túnica azul, algo parecida a la blusa que llevan los campesinos del Norte de Francia, pero menos larga; llevábanla ceñida a la cintura por una correa y les caía hasta la mitad de los muslos. Tenían las piernas desnudas, lo que me permitió observar la anchura descomunal de sus pantorrillas. Tocábanse con gorritos de lana negra. Al más atlético de todos, tipo de atezado rostro, de unos cuarenta años, le pregunté quiénes eran. —Hamales– me respondió. – Esta palabra es árabe y significa porteador; en efecto, un instante después vi atravesar la plaza a un individuo semejante tambaleándose bajo una inmensa carga, suficiente casi para romperle el espinazo a un camello. Me dirigí otra vez a mi amigo el negro, y preguntándole de dónde procedía, me respondió que era natural de Mogador, en Berbería, pero había pasado la mayor parte de su vida en Gibraltar. Añadió que era capataz de los hamales que estaban a la puerta. Entonces le hablé en árabe de Oriente, aunque con pocas esperanzas de hacerme entender, sobre todo por el mucho tiempo que el hombre había estado fuera de su país. Me respondió, empero, muy atinadamente, chispeantes los ojos de alegría y temblándole los labios de ansia, aunque con facilidad se percibía que el árabe, o más bien el marroquí, no era la lengua en que acostumbraba hablar o pensar. Sus camaradas se agruparon en torno nuestro y escucharon con avidez; a veces, cuando decíamos algo que merecía su aprobación, exclamaban: Wakhud rajil shereef hada, min beled del scharki. Por último, les enseñé el «shekel» que invariablemente llevo en el bolsillo, y pregunté al capataz si había visto nunca aquella moneda. Estuvo un buen rato examinando el incensario y el ramo de oliva, con señales evidentes de no saber lo que era; al fin, se le ocurrió examinar los caracteres que por ambos lados rodean la moneda, y lanzando un grito exclamó dirigiéndose a los otros hamales: «Hermanos, hermanos, éstas son las letras de Salomón. Esta plata está bendita. Besemos la moneda.» Púsola sobre su cabeza, la apretó contra sus labios y, por último, la besó con entusiasmo; lo mismo hicieron sucesivamente sus hermanos. Luego, recuperando la moneda, me la devolvió, con una profunda reverencia. Después supe por Griffiths que durante el resto del día el individuo aquél se negó a trabajar, y no hizo más que sonreír, reír y hablar solo.

– Permítame usted ofrecerle un aperitivo, señor – dijo aquel tipo raro antes mencionado: era un hombre corpulento, muy pequeño, con las piernas extremadamente cortas. Vestía una grasienta casaca de color de tabaco, calzón blanco, bastante sucio, y medias más sucias todavía. Llevaba un sombrero de copa alta, cuyas alas tendían a levantarse por delante y por detrás de la cabeza. Había yo observado que durante mi conversación con los hamales, aquel hombre alzaba repetidas veces los ojos del periódico que leía, y al exhibir la moneda sonrió de un modo significativo y la examinó cuando estaba en manos del capataz.

– Permítame usted que le ofrezca un aperitivo – dijo – . Ya sospechaba que era usted de los nuestros, antes de oírle hablar con los hamales. Señor, me llena de alegría ver a un caballero tan bien portado como usted, que no tiene a menos hablar con sus hermanos pobres. Así lo hago yo también no pocas veces, y que Dios borre mi nombre, que es Salomón, si alguna vez los desprecio. No tengo pretensiones de saber mucho árabe, pero le entendí a usted bastante bien y me gustó en extremo lo que dijo. Debe usted de estar muy fuerte en shillam eidri; pero me dejó usted parado cuando le preguntó al hamál si había leído la Torah; por supuesto, querría usted decir con los meforshim; siendo tan pobre, no le creo bastante becoresh para leer la Torah sin comentarios. Usted dirá si acierto: me parece que usted ha de ser un judío de Salamanca; he oído que aún quedan por allí algunas de nuestras familias antiguas. Y en Tudela, no lejos de Salamanca, a lo que creo, ¿verdad? Un pariente mío vivió allí en otros tiempos: era gran viajero, como usted, señor; recorrió todo el mundo en busca de judíos, y estuvo hasta en la cima del Sinaí. ¿Puedo hacer algo por usted en Gibraltar? ¿Algún encargo? Lo haré tan bien y más de prisa que nadie. Me llamo Salomón. Soy bastante conocido en Gibraltar, y en Crooked Friars, y en la Neuen Stein Steg de Hamburgo. Pero sáqueme de una duda: creo que le he visto a usted otra vez en la feria de Brema. ¿Habla usted alemán? Por supuesto, sí lo habla. Permítame que le ofrezca unos aperitivos. Quisiera que por ser para usted fuesen mayin hayim; no lo dude, señor, quisiera que fuesen aguas vivas. Y ahora dígame su opinión acerca de este asunto (añadió bajando la voz y golpeando el periódico). ¿No le parece a usted muy fuerte cosa que un Yudken haga traición a otro? Cuando pongo un secretito en beyad peluni24– ¿me entiende usted? – ; cuando entrego un pobre secreto mío a la custodia de un individuo, y ese individuo es judío, Yudken, no quiero, ni espero, verme engañado. En una palabra, ¿qué piensa usted de este robo de polvo de oro, y qué le harán a esa infortunada gente que, según veo, está convicta?

Aquel mismo día me puse a buscar los medios de trasladarme a Tánger, pues aunque Gibraltar ofrece sumo interés al viajero observador, no quería prolongar mi estancia en un lugar donde ningún asunto especial me retenía. Por la tarde fué a verme un judío, natural de Berbería, y me dijo que era secretario del patrón de una barca genovesa que hacía el viaje entre Tánger y Gibraltar. Afirmó que el barco partiría sin falta a la tarde siguiente para Tánger, y ajusté con él mi pasaje. Dijo que como el viento soplaba de Levante, la travesía sería muy rápida. Deseoso de aprovechar del mejor modo posible el corto tiempo que esperaba permanecer aún en Gibraltar, resolví visitar las excavaciones, que nunca había visto, al día siguiente por la mañana, para lo cual pedí y obtuve con facilidad el permiso necesario.

 

A eso de las seis de la mañana del martes partí para esta expedición acompañado de un muchacho judío, de rostro inteligente, que con su hermano desempeñaba en la hostería el oficio de valet de place.

La mañana era obscura y brumosa, pero hacía algo de calor. Subimos una calle en pendiente, y siguiendo en dirección al Este no tardamos en llegar a las proximidades de lo que generalmente se conoce con el nombre de Castillo Moro, vasta torre, tan maltratada por las balas de cañón disparadas contra ella en el famoso asedio, que al presente es poco más que una ruina. Centenares de boquetes redondos se ven en sus muros, donde aún están incrustadas, a lo que se dice, las balas. Allí, en una especie de choza, se unió a nosotros un sargento de artillería, que iba a servirnos de guía. Después de saludarnos nos llevó a una enorme roca, donde abrió la puerta de entrada a un pasadizo abovedado y obscuro, que corría por debajo del peñasco, y al salir del corredor nos encontramos en un escarpado sendero, o más bien escalera, con muros a cada lado. Subimos muy despacio, porque en tal lugar de nada hubiese servido apresurarse, como no fuese para quedarnos sin aliento en un minuto. El soldado, perfecto conocedor del terreno, avanzaba con paso uniforme, puestos los ojos en el suelo.

Miraba yo tanto a ese hombre como el insólito lugar donde a la sazón nos hallábamos, y que a cada momento era más sorprendente. El guía era un hermoso ejemplar del labrador transformado en soldado; el Cuerpo a que pertenecía está compuesto, casi enteramente, de esa clase. Hele ahí, con su mesurado andar, alto, fuerte, colorado, de pelo castaño, inglés hasta la coronilla; contempladle en su marcha, silencioso, grave y cortés: un soldado inglés auténtico. Aprecio la obstinación del escocés; me gustan la osadía y el ímpetu del irlandés; admiro todas las diversas razas que constituyen la población de las Islas Británicas; pero he de decir que, en general, los mejor dotados para desempeñar el duro oficio de soldado son los hijos del campo de la vieja Inglaterra, tan fuertes, tan fríos; pero, al propio tiempo, animados por tanto fuego oculto. Recórrase la historia de Inglaterra, y se pondrá de manifiesto lo que son capaces de hacer tales hombres; aun en los remotos y obscuros tiempos de la batalla de Hastings, contra todas las desventajas posibles, debilitados por un conflicto reciente y terrible, sin disciplina, comparativamente hablando, e inferiores en armamento, estuvieron a punto de vencer a la caballería normanda. Trazad sus hazañas en Francia, dos veces subyugada; y seguidlos hasta España, donde vibrando las ballestas y empuñando el hacha de armas, dejaron tras sí un nombre glorioso en Inglés Mendi, nombre que ha de durar hasta que el fuego consuma los montes cántabros. Y en los tiempos modernos, seguid las hazañas de esos bravos por todo el mundo, especialmente en Francia y España, y admiradlos, como yo admiré a aquel hombre, tan grave, tan silencioso, tan marcial, que iba enseñándome las maravillas de una montaña fortaleza enclavada en tierra extranjera, arrancada por sus compatriotas más de un siglo antes a una nación poderosa y altiva, y de la que era él a la sazón eficaz y fiel guardián.

Llegamos al borde del estupendo precipicio que se alza abrupto sobre el istmo llamado zona neutral y hace una vista pavorosa y fatídica por la parte de España, e inmediatamente entramos en las excavaciones. Consisten en galerías talladas en la roca viva, a unos doce pies de distancia del borde exterior, detrás del cual recorren toda la anchura de la montaña por aquel lado. En esas galerías, a cortas distancias, hay boquetes abiertos por la mano del hombre, donde está el cañón, sobre un limpio basamento de pedrezuelas de pedernal, ligeramente elevado, cada uno con su pirámide de balas a un lado, y al otro una caja donde se guardan los útiles que el artillero necesita para ejercer su oficio. Cada cosa estaba en su sitio, en hermosísimo orden inglés, todo dispuesto para desbaratar y dominar en pocos momentos a toda hueste, por numerosa y soberbia que sea, que por el lado de tierra aparezca marchando en son de guerra contra esa singular fortaleza.

El sitio es poco variado, ya que una gruta se parece a otra, y un cañón a otro. Los cañones no eran de gran calibre, por cierto; aquí no se necesitan, pues un guijarro disparado desde tan gran altura bastaría para dar la muerte. Sin embargo, al descender a una profunda cueva, observé en una cavidad de importancia excepcional dos enormes carronadas, asestadas con notable malicia y picardía contra una roca en pendiente, que acaso, pero no sin dificultad tremenda, podía ser escalada. El simple rebufo de aquellos gruesos cañones bastaba para barrer a un millar de hombres. ¡Qué impresión de miedo y horror se ha de despertar en el pecho del enemigo cuando esta montaña hueca, en días de asedio, emite llamas, humo y truenos por un millar de bocas; horror igual al que siente el campesino de las inmediaciones cuando Mongibello25 expele por todos sus orificios llamaradas sulfúreas!

Al salir de las excavaciones visitamos algunas baterías. Pregunté al sargento si, tanto él como sus compañeros, estaban diestros en el uso de los cañones. Replicó que los cañones eran para ellos lo que la escopeta para el cazador, que los manejaban con igual facilidad, y, a su parecer, los apuntaban con mayor precisión, pues rara vez, o nunca, marraban un blanco al alcance del tiro. El hombre aquél no hablaba si no se le preguntaba, y sus respuestas estaban llenas de buen sentido, y en general bien dichas. Terminada la excursión, que duró lo menos dos horas, le hice un pequeño regalo y me despedí con un cordial apretón de manos.

Por la tarde me preparaba para ir a bordo del barco destinado a Tánger, confiando en lo que el judío secretario me había dicho respecto de su salida. Pero habiéndole encontrado por casualidad en la calle, me dijo que hasta la mañana siguiente no saldría, aconsejándome al mismo tiempo que estuviese a bordo desde muy temprano. Entonces vagué por las calles hasta que fué haciéndose de noche, y al sentirme cansado me disponía a enderezar mis pasos hacia la posada, cuando sentí que me tiraban suavemente de la ropa. Estaba entre un golpe de gente reunida en torno de unos soldados irlandeses que disputaban, y no hice caso; pero me dieron otro tirón más fuerte que el anterior, y oí que me hablaban en un idioma que tenía medio olvidado, y que casi no esperaba volver a oír jamás. Miré en torno y vi junto a mí un individuo alto que me miraba a la cara, de hito en hito, con ojos escrutadores y ansiosos. Tocábase con el kauk, o gorro de pieles de Jerusalén; pendiente de los hombros, y casi arrastrando por tierra, llevaba un ancho manto azul; mientras una kandrisa, o calzones turcos, envolvían sus remos inferiores. Le escudriñé con tanta atención como él me miraba a mí. Al pronto sus facciones me parecieron totalmente desconocidas, y ya iba a exclamar: «No le conozco a usted», cuando uno o dos rasgos me hirieron, y grité, no sin cierta vacilación: «De seguro es Judas Lib.»

Hallábame en un vapor en el Báltico, el año 1834, si no me equivoco. Lloviznaba, había mar gruesa, cuando observé que un joven, de unos veintidós años, estaba recostado en melancólica actitud contra la borda del barco. Por su rostro conocí que era de raza hebrea, no obstante lo cual había en su aspecto algo muy singular, algo que rara vez se encuentra en esa casta: un cierto aire de nobleza que me interesó grandemente. Me acerqué a él, y a los pocos minutos estábamos en animada conversación. Hablaba polaco y judeo-alemán, indistintamente. La historia que me contó era extraordinaria en sumo grado; pero rendí crédito a todas sus palabras, que salían de su boca con tal acento de sinceridad que prevenía toda duda, y, sobre todo, ningún motivo tenía para engañarme. Una idea, un objeto, le absorbía enteramente.

24En manos de alguno. Peluni es fulano en árabe. (Nota de Burke.)
25Nombre popular del Etna.