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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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– Mi padre – dijo con un modo de hablar que denotaba fuertemente su raza – , natural de Galatia, era un judío de elevado rango, un sabio, pues conocía el Zohar, y era también experto en medicina. Siendo yo un niño de unos ocho años dejó Galatia, y tomando consigo a su mujer, que era mi madre, y a mí, se puso en camino hacia Oriente, hasta Jerusalén; allí se estableció de mercader, porque era versado en el comercio y en las artes de ganar dinero. Los rabinos de Jerusalén le respetaban mucho porque era polaco, y conocía mejor el Zohar y más secretos que el más sabio de todos ellos. Hacía frecuentes viajes, y estaba ausente unas semanas o unos meses; pero nunca más de seis lunas. Mi padre me quería, y en los momentos de ocio me enseñó parte de lo que sabía. Yo le ayudaba en el comercio; pero no me llevó consigo en sus viajes. Teníamos una tienda en Jerusalén donde vendíamos las mercancías de los nazarenos, y mi madre y yo, y hasta una hermanita que había nacido poco después de nuestra llegada a Jerusalén, ayudábamos a mi padre en su tráfico. Sucedió que en cierta ocasión nos dijo que se iba de viaje, y nos abrazó y se despidió, continuando nosotros en Jerusalén, después de su partida, al cuidado de los negocios. Esperábamos su regreso; pero pasaron meses, hasta seis, y no vino, y nos maravillamos; y pasaron más meses, otros seis, y tampoco vino, ni nos llegaron noticias suyas, y nuestros corazones se llenaron de tristeza y abatimiento. Cuando ya habían pasado dos años le dije a mi madre: «Iré y buscaré a mi padre.» Y ella me dijo: «Vé.» Dióme la bendición; besé a mi hermanita, y poniéndome en camino llegué a Egipto, donde tuve nuevas de mi padre, pues alguien me dijo que había estado allí y en qué tiempo, y que había pasado después a tierra de turcos; de manera que proseguí también a tierra de turcos, hasta Constantinopla. Y cuando llegué allá otra vez supe de mi padre, pues era muy conocido entre los judíos, y me dijeron el tiempo de su estancia allí, añadiendo que había especulado y prosperado, y marchádose de Constantinopla; pero no sabían dónde. Consideré el caso y me dije que quizás se hubiese ido al país de sus padres, hasta la propia Galatia, a visitar a sus parientes; determiné ir yo también allá, y allí fuí, y hallé a nuestros parientes, y me di a conocer, y se alegraron mucho al verme; pero cuando les pregunté por mi padre, movieron la cabeza y no supieron darme noticia alguna; hubiera sido su gusto que me demorase con ellos, pero yo no quise, porque el recuerdo de mi padre me trabajaba con fuerza y no podía tener reposo. Partí, pues, para otras tierras; llegué a Rusia y me interné mucho en este país, no menos que hasta Kazan, y a todos cuantos topé, judíos, rusos o tártaros, les pregunté por mi padre; pero ninguno le conocía ni había oído hablar de él. Volví sobre mis pasos y aquí me ves; ahora me propongo recorrer Alemania y Francia, más aún, el mundo entero, hasta que adquiera noticias de mi padre, pues no puedo descansar hasta saber lo que ha sido de él; su imagen arde en mi cerebro como fuego, igual que fuego del jehinnim26.

Tal era el individuo a quien a la sazón veía de nuevo, tras un lapso de cinco años, en la calle de Gibraltar, entre las sombras del crepúsculo.

– Sí – replicó – ; soy Judá, apodado el Lib27. Tú no me conocías; pero yo te conocí al punto. Te hubiese reconocido entre un millón, y no ha pasado día, desde que nos conocimos, que no haya pensado en ti.

Iba a responderle; pero me sacó de entre la multitud y me condujo a una tienda donde, sentados en el suelo, seis o siete judíos cortaban cuero; les dijo algo que no entendí, con lo que inclinaron la cabeza y prosiguieron su tarea sin ocuparse de nosotros. Un individuo singular nos había seguido hasta la puerta: era un hombre vestido con traje europeo sumamente raído, pero con señales de haberlo cortado un buen sastre. Podría tener cincuenta años; el rostro, muy ancho y bronceado; las facciones, toscas, pero varoniles en extremo, y aunque eran facciones de judío, no se reflejaba en ellas la astucia, sino, al contrario, mucho candor y un natural excelente. Su talla era superior a la estatura media, y tremendamente atlético; los brazos y el tronco eran, a la letra, los de un Hércules aprisionado en un sobretodo moderno; la parte inferior del rostro llevábala cubierta por una frondosa barba que le llegaba a la mitad del pecho. Este individuo permaneció en la puerta sin apartar los ojos de Judá ni de mí.

La primera pregunta que le hice fué: ¿Ha tenido usted noticias de su padre? – Sí tal – respondió – . Cuando nos separamos, proseguí mis viajes por diversas tierras, y dondequiera que iba preguntaba por mi padre; pero me respondían con un movimiento de cabeza, hasta que llegué a tierra de Túnez; allí fuí a ver al rabino principal, y me dijo que conocía muy bien a mi padre, y que había estado en el propio Túnez, y me dijo en qué tiempo, y que desde allí se había ido a tierras de Fez; me habló mucho de mi padre, de su saber, y mencionó el Zohar, aquel obscuro libro que mi padre amaba tanto; y todavía me habló más de las riquezas de mi padre y de sus especulaciones, en todas las cuales parece que había prosperado. Partí, pues, y, metiéndome en un barco, abordé la tierra de Berbería y llegué hasta Fez, y, una vez allí, recogí muchas noticias de mi padre; pero eran noticias peores quizás que la ignorancia. Porque los judíos me dijeron que mi padre había estado allí y había especulado y prosperado, y que desde allí se había ido a Tafilaltz, país natal del emperador, del propio Muley Abderrahmán; y también allí había prosperado, y sus riquezas en oro y plata eran muy grandes; y deseoso de ir a otra ciudad no muy distante, contrató a ciertos moros, dos en número, para que le acompañaran y le defendiesen a él y sus tesoros; y los moros eran hombres muy fuertes, makhasniah, es decir, soldados, e hicieron un pacto con mi padre y se estrecharon la mano derecha, comprometiéndose, bajo juramento, a derramar su sangre en defensa de la de mi padre. Alentado con esto, mi padre intrépidamente partió en compañía de los moros, de aquellos dos falsos moros. Y cuando llegaron a un lugar inhabitado, cayeron sobre mi padre y pudieron más que él, y derramaron su sangre en el camino y le despojaron de cuanto llevaba, de sus sedas y mercaderías, del oro y la plata ganados en sus especulaciones, y se fueron a su aldea y allí se establecieron, compraron casas y tierras, muy regocijados y triunfantes, y se hacían un mérito de aquella muerte diciendo: «Hemos muerto a un infiel, a un maldito judío»; estas cosas eran notorias en Fez. Y al oír tales nuevas, mi corazón se entristeció, y lloré como un niño; pero el fuego del jehinnim dejó de arder en mi cerebro, porque ya sabía lo que había sido de mi padre. Al cabo me alivié, y, discurriendo sobre el caso, decía entre mí: «¿No sería cuerdo ir en busca del rey moro y pedirle venganza por la muerte de mi padre, y que sus expoliadores sean a su vez expoliados, y el tesoro, el propio tesoro de mi padre, sea arrancado de sus manos y se me entregue a mí, que soy su hijo?» En aquel tiempo el rey de los moros no estaba en Fez, estaba ausente en sus guerras; y, levantándome, le seguí hasta Arbat28, que es puerto de mar, y cuando allí llegué no le encontré; pero su hijo sí estaba, y dijéronme que hablar al hijo era como hablar al rey, al propio Muley Abderrahmán; fuí, pues, a ver al hijo del rey, y me eché a sus plantas y elevé mi voz, y le dije lo que tenía que decirle, y me miró benignamente y dijo: «En verdad tu historia es lastimosa y me entristece; y eso que pides yo lo otorgo, y la muerte de tu padre será vengada y sus expoliadores expoliados; te escribiré una carta de mi puño para el pachá, el propio pachá de Tafilaltz, y le ordenaré que averigüe el caso, y esa carta tú mismo la llevarás para entregársela.» Y al oír esas palabras, mi corazón se moría de miedo dentro del pecho, y contesté: «No tal, señor; bien está que escribas una carta al pachá, al propio pachá de Tafilaltz; pero esa carta yo no la tomaré, ni iré a Tafilaltz, pues apenas llegase, y conocido mi mandado, los moros se levantarían contra mí y me darían muerte, o pública o secretamente, porque ¿no eran moros los asesinos de mi padre? ¿Y soy yo algo más que un judío, aunque judío polaco?» Y con rostro benigno, dijo: «En verdad, hablas cuerdamente; escribiré esa carta, pero no la llevarás tú, la mandaré por otras manos; por tanto, tranquiliza tu corazón y no dudes que, si la historia es cierta, la muerte de tu padre será vengada, y el tesoro o su equivalente se recobrará y te será entregado; dime, pues, ahora: ¿dónde piensas vivir hasta entonces?» Y yo le dije: «Señor, iré al país de Suz, y allí esperaré.» Y replicó: «Sea, y no tardarás en saber de mí.» Me levanté, pues, y salí, y me fuí al país de Suz hasta Swirah, que los nazarenos llaman Mogador, y allí, con turbado corazón, esperé noticias del hijo del rey moro; pero las noticias no llegaron, y nunca más desde tal día he vuelto a saber de él, y ya hace tres años que estuve en su presencia. Y me establecí en Mogador, y me casé con una dueña, de nuestra raza, y escribí a mi madre al propio Jerusalén y me envió dinero, y con eso me dediqué al comercio, igual que mi padre había hecho, y trafiqué; pero no tuve suerte en mis especulaciones, y en poco tiempo lo perdí todo. Y ahora he venido a Gibraltar a negociar por cuenta de otro, un mercader de Mogador; pero no me gusta el empleo; me ha engañado; voy a volver, y en cuanto consiga otra vez verme en presencia del hijo del rey moro, pediré que el tesoro de mi padre sea arrancado a sus expoliadores y se me entregue a mí, su hijo.»

 

Escuché con mucha atención el singular relato de aquél hombre singular, y cuando concluyó permanecí un rato largo sin proferir palabra. Al cabo me preguntó qué me había llevado a Gibraltar. Le dije que estaba allí simplemente de paso, camino de Tánger, para donde esperaba salir embarcado a la mañana siguiente. A esto observó que dentro de una o dos semanas contaba encontrarse allí también y esperaba que nos veríamos, pues aún tenía mucho más que decirme. «Acaso – añadió – pueda usted darme un consejo provechoso, porque es usted una persona de experiencia, versada en los usos de muchas naciones; y cuando le veo a usted el rostro, parece que el cielo se abre para mí, porque creo ver el rostro de un amigo, el de un hermano.» Entonces se despidió de mí, y se fué; aquel hombre raro, tan bien barbado, que durante nuestra conversación aguardó pacientemente en la puerta, le siguió. Noté que su expresión era mucho menos violenta que en nuestro anterior encuentro; pero, al propio tiempo, más melancólica, y tenía las facciones arrugadas como las de un viejo, aunque no había pasado aún de la primera juventud.

CAPÍTULO LIII

Marineros genoveses. – La cueva de San Miguel. – Un abismo tenebroso. – Un joven americano. – El propietario de esclavos. – El brujo. – Un incrédulo.

Durante toda la noche el viento sopló con fuerza; pero como era Levante, no tuve temor de verme obligado a permanecer más tiempo en Gibraltar por ese motivo. Fuí a bordo muy temprano y encontré a la tripulación en la tarea de levar el ancla y en otros preparativos de marcha. Dijéronme que probablemente saldríamos dentro de una hora. Transcurrió ese tiempo, empero, y aún permanecíamos donde estábamos, y el capitán continuaba en tierra. Formábamos parte de una reducida flotilla de barcas genovesas, cuyas tripulaciones, en sus momentos de ocio, parecían no tener mejor modo de diversión que cambiar palabras injuriosas; un furioso tiroteo de ese género empezó a la sazón, en el cual se distinguió especialmente el piloto de nuestro barco; era un genovés sesentón, canoso. Aunque no hablo su «patois» entendí mucho de lo que decían. Era por demás desvergonzado, y como gritaban tanto, de la violencia de sus ademanes y lo descompuesto de sus facciones se hubiese deducido que se trataba de enconados enemigos. No eran tal, sin embargo, sino excelentes amigos a toda hora, y seguramente, en el fondo, sujetos de buena índole. ¡Oh miserias de la naturaleza humana! ¿Cuándo aprenderá el hombre a ser verdaderamente cristiano?

En general tengo en mucha estima a los genoveses; cierto que son groseros y viciosos; pero también caballerescos y valientes, y lo han sido siempre, y sólo he recibido de ellos pruebas de hospitalidad y de bondad.

Transcurridas otras dos horas, el secretario judío llegó y dijo algo al anciano piloto, que refunfuñó mucho; después se me acercó, y, quitándose el sombrero, me hizo saber que ya no saldríamos aquel día, y al mismo tiempo dijo que era una vergüenza desperdiciar un viento tan hermoso, que podía llevarnos a Tánger en tres horas. «Paciencia» – dije, y me volví a tierra.

Fuí dando un paseo hacia la cueva de San Miguel en compañía del muchacho judío que ya he mencionado.

El camino no sigue la misma dirección que el de las excavaciones; éstas miran a España, mientras la cueva se abre de cara al Africa. Se encuentra cerca de la cúspide del monte, a muchos cientos de yardas sobre el mar. Pasamos por los paseos públicos, donde hay hermosos árboles, y también por junto a muchas casitas, agradablemente colocadas entre jardines y ocupadas por los oficiales de la guarnición. Es erróneo suponer que Gibraltar es meramente una roca desnuda y estéril; no carece de lugares amenos, como los ya mentados, frescos, vivificantes, cubiertos de brillante follaje verde.

El sendero no tardó en hacerse escarpado, y dejamos a nuestra espalda las moradas del hombre. El viento de la noche anterior había cesado por completo, y no se movía ni un soplo de aire; el sol del mediodía brillaba en todo su esplendor, y las rocas por donde trepábamos se mojaban no pocas veces con las gotas del sudor que llovía de nuestras sienes; al cabo llegamos a la caverna.

La boca es una hendidura abierta en el flanco del monte, como de doce pies de alto y otros tantos de ancho; dentro hay una bajada muy rápida y pendiente, como de cincuenta yardas, yendo a terminar la caverna en un abismo que lleva a profundidades desconocidas. Lo más notable de la caverna es una columna natural, que se alza como tronco de enorme roble, cual si estuviese puesto allí para sostener el techo; se halla a corta distancia de la entrada, y da a la parte visible de la cueva cierto aspecto bravío y raro, que de otro modo no tendría. El piso es resbaladizo en extremo, pues las continuas filtraciones del techo lo han saturado, y son necesarias no pocas precauciones para andar por él. Es muy peligroso entrar allí sin un guía buen conocedor del lugar, porque, además del negro abismo que hay al final, se abren aquí y allí otras cavidades nunca sondeadas, y el osado que cae en ellas se hace pedazos. Digan los hombres lo que se les antoje a propósito de esta cueva, una cosa hay que la cueva misma parece decir a cuantos a ella se aproximan; a saber: que la mano del hombre no ha trabajado allí nunca. Hay muchas cavernas de formación natural, tan viejas como la tierra en que vivimos, que muestran, no obstante, señales de haber sido utilizadas por el hombre y de haber estado más o menos sujetas a su acción transformadora. No así la cueva de Gibraltar; pues, si se juzga por su aspecto, no hay la más leve razón para suponer que haya servido de otra cosa que de nido de aves nocturnas, reptiles y animales de rapiña. Algunos han dicho que la cueva fué usada en los tiempos del paganismo como templo del dios Hércules, quien, según la tradición antigua, levantó la singular masa de rocas llamada ahora Gibraltar, y la montaña que hay enfrente, en las costas de Africa, como dos columnas que anunciasen a los tiempos venideros que había estado allí sin pasar más adelante. Baste observar que en la caverna no hay nada que permita adoptar tal opinión, ni siquiera una plataforma sobre la que pudiese haber estado el ara, mientras un angosto sendero pasa por delante, que conduce a la cúspide del monte. Como no he penetrado en sus senos, no tengo la pretensión de describirlos. Numerosas personas, movidas por la curiosidad, se han aventurado en sus inmensas profundidades con la esperanza de descubrir su término, y lo cierto es que apenas transcurre una semana sin que se hagan intentos análogos por los oficiales o por los soldados de la guarnición; pero todos hasta hoy han resultado estériles. No se ha alcanzado término alguno, ni se ha descubierto nada que compense el trabajo y los pavorosos peligros corridos; los precipicios suceden a los precipicios, y los abismos a los abismos en sucesión aparentemente inacabable, con unos salientes de vez en cuando que permiten a los intrépidos exploradores reposar y fijar las escalas de cuerda para descender más hondo. Pero lo que más confunde y desazona es observar que esos abismos no se abren sólo delante del observador, sino detrás y a cada lado; pegada a la entrada de la caverna, a la derecha, hay una sima casi tan tenebrosa y amenazadora como la del extremo inferior, y quizás contiene también otras tantas simas y hórridas cavernas, ramificándose en todas direcciones. De lo que he oído he sacado la opinión de que el interior de la montaña de Gibraltar es como un panal, y apenas me cabe duda de que si la tajaran aparecería llena de abismos tan infernales como las galerías de la cueva de San Miguel. Muchas vidas valiosas se pierden todos los años en tan horribles lugares; pocas semanas antes de mi visita dos sargentos, hermanos, perecieron en la sima del lado derecho de la caverna por haber resbalado a un precipicio cuando estaban a gran profundidad.

El cuerpo de uno de aquellos hombres temerarios aún está pudriéndose en las entrañas del monte, devorado por los ciegos y asquerosos gusanos; al otro le sacaron. Inmediatamente después de tan horrible accidente, pusieron una puerta en la boca de la caverna para impedir que la gente, y sobre todo los imprudentes soldados, se abandonasen a tan extravagante curiosidad. Pero la cerradura no tardó en ser forzada, y en la época de mi visita la puerta se balanceaba perezosamente sobre sus goznes.

Al dejar aquellos lugares pensaba yo que acaso fué semejante a esa la cueva de Horeb, donde vivía Elías, cuando oyó una voz, al principio débil, y después un viento grande y poderoso que cuarteaba las montañas y pulverizaba las rocas delante del Señor, cueva a cuya puerta salió y se paró, con el rostro envuelto en el manto, cuando oyó la voz que decía junto a él «¿Qué haces aquí, Elías?»

– ¿Y qué estoy haciendo yo aquí? – me preguntaba a mí mismo cuando, contrariado por la detención del viaje, bajaba hacia la ciudad.

Aquella tarde comí en compañía de un americano joven, natural de Carolina del Sur; ya le había visto frecuentemente, porque estaba alojado en la fonda desde algún tiempo antes de mi llegada a Gibraltar. Su porte era muy notable: bajo de estatura, en extremo débil de conformación, facciones pálidas, pero muy correctas; poseía una cabeza magnífica, de negro cabello crespo, y un par de patillas del mismo color, las más soberbias que hasta entonces había visto. Llevaba sombrero blanco, de anchas alas y copa excepcionalmente baja, y vestía un ligero sobretodo de tela amarilla, y amplios calzones de indiana. En una palabra, su exterior era verdaderamente raro y particular. Al regresar de mi excursión a la cueva, me encontré con que también él acababa de bajar del monte, cuyas maravillas había estado explorando desde muy temprano.

Uno del Peñón le preguntó si le gustaban las excavaciones. «¿Si me gustan? – respondió – . Lo mismo podría usted preguntar a una persona que acabase de ver las cataratas del Niágara, si le gustaban mucho; gustar no es la palabra, señor.»

El calor era sofocante, como casi invariablemente ocurre en Gibraltar, donde rara vez sopla un poco de aire, abrigado como está de todos los vientos. Eso indujo a otro individuo a preguntarle si no encontraba excesivo el calor.

– ¿Calor? – replicó – ; de ningún modo. El tiempo más hermoso para recoger algodón que se puede desear. No lo tenemos mejor en Carolina del Sur, señor.

– ¿Vive usted en Carolina del Sur? Supongo, señor, que no será usted propietario de esclavos – dijo aquel judío gordo y pequeño con levita de color de tabaco, que en otra ocasión me había invitado a tomar un aperitivo – ; es cosa terrible esclavizar a unos pobres hombres, tan sólo por el hecho de ser negros; ¿no le parece a usted, señor?

– ¿Que si me parece? No, señor; no opino así. Me glorío de ser propietario de esclavos: tengo cuatrocientos negros nigerianos en mi hacienda, cerca de Charleston, y por las mañanas, antes de desayunarme, azoto a media docena, por vía de ejercicio. Los nigerianos están para ser azotados; a veces intentan escaparse: suelto los sabuesos en su rastro, y los cogen en un abrir y cerrar de ojos; antes tenían la costumbre de ahorcarse, porque los nigerianos pensaban que era el camino más seguro para volver a su país y librarse de mí; no tardé en poner término a eso: les dije que si se ahorcaba alguno más, yo me ahorcaría también, para no separarme de ellos, y azotarlos en su país natal diez veces más que en el mío. ¿Qué opina usted de esto, amigo?

Era fácil comprender que había más chanza que malicia en aquel excéntrico y exiguo sujeto, pues sus grandes ojos grises chispeaban de buen humor mientras profería tales atrocidades. Era dadivoso en extremo; y a una irlandesa sórdida, viuda de un soldado, que entró con una banasta llena de cajitas y baratijas hechas de pedazos de roca de Gibraltar, le compró la mayor parte de lo que llevaba, dándole por cada artículo el precio, nada desdeñable, que le pidió. Me había mirado diferentes veces, y al cabo le vi inclinarse y murmurar algo al oído del judío, quien replicó a media voz, aunque con mucha viveza: «¡Oh, no, señor! Está usted muy equivocado, señor; no es americano, señor; de Salamanca, señor; ese caballero es un español de Salamanca». El criado, al fin, nos dijo que había puesto la mesa, y que acaso nos agradaría comer juntos: al instante asentimos. En aquel nuevo conocido hallé, por diversos motivos, un agradabilísimo compañero; no tardó en contarme su historia. Era plantador y, por lo que daba a entender, propietario muy reciente. Era condueño de un gran barco que comerciaba entre Charleston y Gibraltar, y como la fiebre amarilla acababa de estallar en aquella ciudad, decidió hacer un viaje (el primero) a Europa en su barco; pues, según decía, todos los estados de la Unión los tenía ya visitados, y visto todo cuanto en ellos hay digno de verse. Me describió, de un modo tan original como ingenuo, sus impresiones al pasar frente a Tarifa, la primera ciudad murada que veía. Le conté la historia de esa ciudad, que oyó con gran atención. Diversos intentos hizo para saber de mí quién era yo, pero los eludí, por más que parecía plenamente convencido de mi condición de americano; entre otras cosas, me preguntó si mi padre no había sido cónsul en Sevilla. Lo que, no obstante, le confundía mucho era mi conocimiento del marroquí y del gaelico, que me había oído hablar respectivamente con los hamales y la irlandesa, la cual le había dicho, según me declaró el americano, que yo era brujo. Por último, tocó el tema de la religión, y habló con gran desprecio de la revelación, declarándose deísta; tenía vehementes deseos de conocer mis opiniones; pero le esquivé de nuevo, contentándome con preguntarle si había leído la Biblia. Dijo que no, pero que conocía muy bien los escritos de Volney y Mirabeau. No respondí, y entonces añadió que no era su costumbre, ni mucho menos, plantear tales cuestiones, y que a muy pocas personas les hubiese hablado con tanta franqueza; pero que yo le había interesado mucho, aunque nuestro conocimiento fuese tan reciente. Repuse que difícilmente habría hablado en Boston de la misma manera que acababa de hablarme a mí, y que bien se conocía que no era de Nueva Inglaterra. «Le aseguro a usted – dijo – que tampoco se me hubiese ocurrido hablar así en Charleston, pues, con tal conversación, no hubiese tardado en tener que hablar para mí solo.»

 

Si hubiese conocido yo menos deístas de los que mi fortuna me ha hecho conocer, quizás hubiera intentado convencer a aquel joven de lo erróneo de las ideas que había adoptado; pero yo conocía todo lo que se habría apresurado a replicar, y como el creyente no tiene en tales materias argumentos carnales que dirigir a la razón carnal, pensé que era lo mejor evitar discusiones que seguramente no podían dar fruto de provecho. La fe es libre don de Dios, y no creo que haya habido aún ningún incrédulo convertido mediante polémicas de sobremesa. Aquella fué la última tarde que pasé en Gibraltar.

26Infierno.
27Corazón.
28Rabat.