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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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CAPÍTULO LVII

Un trío singular. – El mulato. – La oferta de paz. – Moros de Granada. – Vive la Guadeloupe! – Los moros. – Pascual Fava. – La argelina ciega. – La retreta.

Cuando entré había tres hombres sentados en el wustuddur de Juana Correa, todos de insólita catadura, aunque quizás nunca se habían juntado otros tres más diferentes entre sí en todos sentidos. El primero a quien le eché la vista era un hombre de unos sesenta años, vestido con una casaca de cachemira gris, de faldones cortos; chaleco amarillo, y calzones anchos de tela basta; se tocaba con un sombrero de paja ancho y muy sucio, y en la mano tenía un recio bastón con puño de marfil; eran sus ojos legañosos, bizcos; la faz rubicunda, y la nariz carbuncosa. Junto a él estaba un negro de buen parecer, que acaso resultaba más negro de lo que realmente era por la circunstancia de ir vestido con chaqueta, chaleco y pantalón de lienzo de inmaculada blancura. Tocábase con una gorra de montero, azul. Sus ojos chispeaban como brillantes, y en su rostro había una indescriptible expresión de buen humor y burla. El otro individuo era mulato, y, con mucho, el tipo más notable del grupo; podía estar entre los treinta y los cuarenta; largo de cuerpo, y aunque mal proporcionado, con todas las apariencias de ser fuerte y vigoroso. Envolvíase en un ferioul de lana roja, especie de vestidura que llega hasta más abajo de las caderas. Sus brazos, largos, velludos, musculosos, mostrábanse desnudos desde el codo, donde las mangas del ferioul terminan; sus extremidades inferiores eran cortas, en comparación con el cuerpo y los brazos; cubríase en parte las piernas con una kandrisa azul que le llegaba a las rodillas; sus facciones eran muy feas, de extremada y repulsiva fealdad, y tuerto de un ojo, velado por una telilla blanca. A su lado yacía en el suelo una cuba grande, de las de llevar agua; y a veces, sosteniéndola con el índice y el pulgar, la hacía dar vueltas sobre su cabeza como si fuera un cuartillo. Tal era el trío que ocupaba el wustuddur de Juana Correa; y apenas había tenido tiempo de observar lo que dejo recordado, cuando la buena mujer entró, de vuelta del corral de la casa, con su doncella Johar, o la perla, muchacha judía, gorda y fea, con un inmenso lunar en la mejilla.

– Que Dios remate tu nombre– exclamó el mulato – , Juana, y también el de tu sirvienta Johar. Hace más de quince minutos que estoy sentado aquí, después de verter en la tinaja el agua que he traído de la fuente, y en vano he esperado una palabra amable de parte de usted o de Johar. Usted no tiene modo, ni Johar tampoco. Esta es la única casa de Tánger donde no se me recibe con el cariño y respeto debidos, a pesar de que he hecho por ustedes lo que por ninguna otra persona. ¿No os he llenado de agua la tinaja, cuando otros se han quedado sin una gota? ¿No tenéis agua bastante para fregar el wustuddur, mientras el cónsul y su intérprete no la tienen para apagar la sed? Y ¿qué pago se me da? Cuando llego aquí, a la hora de más calor, no tienen para mí una palabra amistosa, ni siquiera me ofrecen una copa de makhiah. ¿Necesito recordar todo lo que hago por usted? Sí, por cierto; ya que usted no tiene modo. ¿No vengo todas las mañanas, a las tres en punto, y llamo a la puerta, y usted se levanta y me abre, y amaso luego el pan a su presencia, mientras usted sigue acostada, y no tiene fama el pan de usted de ser el mejor de Tánger porque lo amaso yo? ¿No soy el hombre más forzudo de Tánger y también el más noble?

Al decir esto, blandió la cuba sobre su cabeza y su rostro tomó una expresión casi demoníaca.

– Óyeme, Juana – continuó – ; ya sabes que soy el hombre más forzudo de Tánger, y por milésima vez te repito que soy el más noble. ¿Quiénes son los cónsules? ¿Quién es el pachá? Ahora son cónsules y pachá; pero ¿quiénes fueron sus padres? Yo no lo sé, ni ellos tampoco. ¡Pero no ignoro quiénes fueron los míos! ¿No eran moros de Garnata, y no soy, merced a eso, el hombre más considerable de Tánger? Sí; desciendo de los antiguos moros de Granada; mi familia vivió allí hasta que los nazarenos ganaron la ciudad, y ahora soy el único de esa casta que queda en esta tierra, y más noble que el sultán, porque el sultán no tiene sangre de los moros de Garnata. ¿Se ríe usted, Juana? ¿También se ríe Johar? ¿No soy yo Hammin Widdir, el hombre más valido de Tánger? ¿No es verdad que llevo sangre de los moros de Garnata? ¡Niégalo, y os mato a las dos!

– Has comido hsheesh43 y majoon,44 Hammin – dijo Juana Correa – y tienes el Shaitan45 en el cuerpo, como te ocurre demasiadas veces. He tenido mucho que hacer, y Johar también; por eso no hemos venido a hablarte antes; pero ma ydoorshee,46 ya sé cómo tranquilizarte; ¿quieres un poco de ginebra compuesta o un vaso de makhiah47 corriente?

– ¡Así rebose tu vida, oh Juana – dijo el mulato – , y también la de Johar! Digo que ojalá vivas muchos años, sin trabajos ni amarguras. Tomaré la ginebra, Juana, que es más fuerte que el makhiah, que siempre me parece agua; no me gusta el agua, aunque la porteo. Muchas gracias, Juana. A tu salud y a la de esta buena compañía.

Tomó un gran vaso, lleno hasta los bordes, que le alargó Juana; se lo acercó a las narices, aspiró el aroma, y aplicándoselo a la boca, no lo despegó de ella hasta apurar la última gota. Sus facciones poco a poco se dilataron, perdiendo la expresión colérica, y miró con especial ternura a Juana. Al cabo, dijo:

– Espero que dentro de poco tiempo, oh Juana, te convencerás de que soy el hombre de más fuerza de todo Tánger, y vástago de los moros de Garnata, y que ya ni tú ni Johar os negaréis a tomarme por marido y a haceros moras. ¡Qué gloria para ti, después de haber estado casada con un genoví48 y dado a luz unos cuantos genovillos, recibir por marido a un moro como yo y darle hijos de la sangre de Garnata! ¡Y qué gloria, además, para Johar! ¡Cuánto mejor que casarse con un vil judío, aun como Hayim Ben Attar, o como Sabio, vuestro cocinero, a quienes puedo estrangular con dos dedos: para algo soy Hammin Widdir, moro de Garnata, el hombre más valido de Tánger!

Dicho esto, se echó la cuba al hombro y fuése.

– ¿Es verdad lo que dice ese mulato? – pregunté a Juana – . ¿Desciende de los moros de Granada?

– Siempre que está tomado de aguardiente o de majoon habla de los moros de Granada – interrumpió, en francés bastante malo, el viejo antes descrito, y con la misma voz de rana que por la mañana oí cantar – . Sin embargo, puede que sea verdad; si no hubiera oído decir algo de eso a sus padres, a él no se le hubiera ocurrido tal cosa, porque es muy bestia. Como digo, no es imposible: muchas familias granadinas se establecieron aquí cuando los cristianos se apoderaron de la ciudad, pero la mayoría se fué a Túnez. Cuando estuve allí, me alojé en casa de un moro que se llamaba Zegrí, y no hacía más que hablar de Granada y de las cosas que sus antepasados habían hecho allí. Además se pasaba horas enteras cantando romances, de los que, alabada sea la Madre de Dios, yo no entendía palabra, pero, a creerle, se referían todos a su familia; personas de ese nombre las había en Túnez a centenares; ¿por qué, pues, ese Hammin, ese aguador borracho, no podría ser un moro granadino? ¡Es lo bastante feo para ser emperador de toda la morería! ¡Oh, canaille maldita! Por mal de mis pecados, he vivido con ellos ocho años, en Orán y aquí. Monsieur, ¿no le parece a usted muy dura suerte para un viejo como yo, que soy cristiano, tener que vivir con una raza que no conoce a Dios, ni a Cristo, ni ninguna cosa santa?

– ¿Qué significa eso de que los moros no conocen a Dios? – exclamé – . No hay pueblo en el mundo que tenga nociones más sublimes acerca del Dios eterno e increado que el pueblo moro; ni que haya mostrado mayor celo por Su honor y gloria; su mismo celo por la gloria de Dios ha sido y es el principal obstáculo para su conversión al cristianismo. Temen comprometer Su dignidad admitiendo que Dios haya accedido nunca a hacerse hombre. Y sus ideas con respecto al mismo Cristo son mucho más justas que la de los papistas: dicen los moros que es un profeta poderoso, mientras, según los papistas, o es un pedazo de pan o un niño desvalido. En muchos puntos de religión, los moros yerran, yerran pavorosamente; pero los papistas, ¿yerran menos? Una de sus prácticas los coloca inmensurablemente por debajo de los moros, a ojos de cualquier persona sin prejuicios: adoran los ídolos, ídolos cristianos si usted quiere, pero ídolos al fin, objetos esculpidos en madera, o piedra, o metal; y a esos objetos, que no pueden oír, ni hablar, ni sentir, acuden esperanzados en demanda de favor.

 

– Vive la France, vive la Guadeloupe!– dijo el negro, con buen acento francés. En Francia y en Guadalupe no hay superstición, y se hace tanto caso de la Biblia como del Korán; ahora estoy aprendiendo a leer, para poder entender los escritos de Voltaire, quien, según dicen, ha probado que ambos libros fueron escritos con la sola intención de engañar a la humanidad. O, vive la France! ¿Dónde va usted a encontrar país más ilustrado que Francia? ¿Ni más abundante en todo? No hay más que otro en el mundo: la Guadalupe. ¿No es así, Monsieur Pascual? ¿Ha estado usted alguna vez en Marsella? Oh, quel bon pays est celui-là pour les vivres, pour les petits poulets, pour les poulardes, pour les perdrix, pour les perdreaux, pour les alouettes, pour les bécasses, pour les bécassines, enfin, pour tout.

– Dispense, señor, ¿es usted cocinero? – pregunté.

– Monsieur, je le suis pour vous rendre service, mon nom c’est Gerard, et j’ai l’honneur d’être chef de cuisine chez monsieur le consul Hollandais. A present je prie permission de vous saluer; il faut que j’aille à la maison pour faire le dîner de mon maître.

A las cuatro fuí a comer con el cónsul británico. Otros dos caballeros ingleses estaban presentes, llegados a Tánger desde Gibraltar unos diez días antes para una excursión breve, y que se veían detenidos más de lo que deseaban por el viento Levante. Conocían ya las principales ciudades de España, y se proponían pasar el invierno en Sevilla o Cádiz. Uno de ellos, Mr. – , me produjo la impresión de ser uno de los hombres más notables con quien había hablado en mi vida; no viajaba por divertirse, ni movido por la curiosidad, sino meramente con la esperanza de hacer el bien, sobre todo mediante la conversación. El cónsul me preguntó en seguida mi parecer sobre los moros y el país. Díjele que cuanto llevaba visto de unos y otro me agradaba en extremo. Repuso que si viviera diez años entre ellos, como él había vivido, ya cambiaría de opinión; que no había en el mundo pueblo más falso ni cruel, ni Gobierno más abyecto, con quien era casi imposible que ninguna Potencia extranjera mantuviese relaciones amistosas, por la constante mala fe de su proceder y su desprecio de los Tratados más solemnes; que las propiedades e intereses británicos sufrían a diario expoliaciones y destrozos, y los súbditos británicos vejaciones inauditas, sin la más ligera esperanza de satisfacción como no se recurriese a la guerra, único argumento asequible a los moros. Añadió que a fines del año anterior se perpetró en Tánger un asesinato horrible: una familia genovesa, compuesta de tres individuos, súbditos británicos, y con derecho a la protección de la bandera inglesa, fué exterminada. Fueron descubiertos los asesinos, y el principal de todos estaba preso; pero todos los esfuerzos hechos para que se le impusiera el castigo correspondiente habían sido hasta entonces inútiles, porque era moro, y las víctimas, cristianos. Por último, me advirtió que no saliera de la ciudad sin que me acompañase un soldado, y se ofreció a proporcionarme uno cuando lo deseara, porque de otro modo corría grave peligro de ser maltratado o asesinado por los moros del interior; me citó el ejemplo de un oficial británico asesinado en la playa, no mucho tiempo antes, por la sola razón de ser nazareno y de ir vestido a la europea. Al cabo, llevó la conversación a la propaganda del Evangelio, y oí con satisfacción que, durante su permanencia en Tánger, había distribuido considerable cantidad de Biblias entre los naturales que hablaban árabe, y que muchos hombres doctos, o talibs, habían leído con gran interés el volumen sagrado, y que esa propaganda, hecha, es cierto, con mucha precaución, no había suscitado ningún sentimiento de disgusto ni enojo. Me preguntó, finalmente, si me proponía difundir la Biblia entre los moros.

Contesté que no tenía medio de hacerlo, porque no poseía ni un solo ejemplar de la Biblia en lengua o en caracteres árabes, y que los pocos Testamentos que llevaba conmigo estaban en español y los destinaba a los cristianos de Tánger, a quienes podían ser útiles, porque todos entendían ese idioma.

Por la noche estuve sentado en el wustuddur de Juana Correa en compañía de Pascual Fava, el genovés. El tema favorito de la conversación del viejo era la religión; profesaba amor sin límites al Salvador, y profunda gratitud por su milagrosa expiación de las culpas de la Humanidad. Le hubiera escuchado con gusto a no ser porque olía mucho a alcohol, y porque ciertas incoherencias de lenguaje y violencia en las maneras denotaban que era víctima de la bebida. De pronto aparecieron en la puerta dos individuos: uno era un muchacho moro, como de diez años de edad, desnudas las piernas y la cabeza, vestido con una gelaba. Guiaba por la mano a un viejo, en quien reconocí en el acto a uno de los argelinos, uno de los musulmanes buenos que el mahasni49 había elogiado tanto aquella misma mañana mientras remontábamos la calle de Siarrin. Era muy bajito, y sucio en el vestir; hirsuta barba blanca cubríale la parte inferior del rostro; usaba gafas, muy anchas, que debían de serle poco útiles, pues no podía dar un paso sin la ayuda del guía. Ambos avanzaron un poco en el wustuddur, y se detuvieron. En cuanto los vió Pascual Fava se levantó con presteza y aire jovial, y apoyándose en el bastón, porque tenía una pierna impedida, se acercó cojeando a un anaquel, tomó una botella y llenó un vaso de vino, mientras cantaba en el español corrompido que usan los moros de la costa:

 
Argelino,
moro fino.
No beber vino,
ni comer tocino.
 

Alargó después el vaso al moro viejo, quien se lo bebió, y luego, conducido por el muchacho, se fué hacia la puerta sin proferir palabra.

– Hade mushe halal50– dije con fuerte voz.

– Cul shee halal51– dijo el moro viejo volviendo sus ojos ciegos y con antiparras hacia donde había sonado la voz – . De todo lo que Dios da pueden participar sus hijos legítimamente.

– ¿Quién es ese viejo? – pregunté a Pascual Fava cuando el ciego y su lazarillo se fueron.

– ¡Quién es! – dijo Pascual – . ¡Quién es! Ahora es comerciante y tiene una tienda en el Siarrin, pero en otros tiempos fué el pirata más sanguinario de Argel. Ese viejo, ciego y desvalido, ha cortado más pescuezos que pelos tiene en la cabeza. Antes de que los franceses se apoderasen de la ciudad, era rais o capitán de una fragata, y muchos pobres barcos de Cerdeña cayeron en sus manos. Tomada Argel, huyó a Tánger, y se dice que trajo consigo una gran parte del botín que había reunido en tiempos anteriores. Otros muchos moros argelinos vinieron aquí también, o a Tetuán, pero éste es el más notable de todos. Anda a veces en compañías verdaderamente extraordinarias para un moro, y mantiene intimidad algo excesiva con los judíos. Bueno, a mí eso no me importa; pero que se ande con tiento. Si se hace sospechoso a los moros, ¡pobre de él! ¡Moros y judíos, judíos y moros! ¡Oh! ¡Mal de mis pecados, que me trajeron a vivir entre ellos!

 
Ave maris stella,
Dei mater alma,
Atque semper virgo,
Felix cœli porta!
 

Proseguía en su charla, cuando el ruido de un disparo de fusil le estremeció.

– Es la retreta – dijo Pascual Fava – . Todas las noches, a las ocho y media, hacen un disparo en el soc; es la señal de cesar los trabajos y de recogerse. Voy a cerrar la puerta, y, si alguien llama, no abriré si no le conozco por la voz. Desde la muerte del pobre genovés el año pasado vivimos muy prevenidos.

Así transcurrió el primer viernes, día sagrado de los musulmanes, que pasé en Tánger. Observé que los moros proseguían sus ocupaciones como si el día no tuviese nada de particular. Entre doce y una, hora de rezo en la mezquita, se cerraban las puertas de la ciudad y a nadie se le permitía entrar ni salir. Es tradición entre ellos corriente que un viernes, a esa hora, sus eternos enemigos, los nazarenos, se apoderarán del país; por lo cual se mantienen apercibidos contra una sorpresa.

FIN DEL TOMO TERCERO Y ÚLTIMO
43O hashish, preparación de cáñamo.
44Al parecer, otra droga.
45Satán.
46Eso no importa.
47O ma’iyya: aguardiente de higos.
48Genovés.
49Soldado.
50Eso no es lícito.
51Todo es lícito.