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La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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– Eso no puede negarse – dijo el barbero.

– ¿Hay quien hable «tan» bien como él? – exclamó el herrador– . ¿Ni quien tenga más formalidad? ¡Vaya! Es un hombre que aprecia el mérito de mi caballo, la flor de España, y me ha dicho que no lo hay mejor en Inglaterra. Un hombre, además, que si tuviera que quedarse en España, me asegura que compraría mi caballo, y me daría por él lo que le pidiese. ¡Echar a un hombre así! Un hombre de mi sangre, rubio como yo. ¿Quién se atrevería a echarlo de aquí, si yo, el tuerto, me opongo?

Voy a contar una anécdota, relacionada con la circulación de las Escrituras, que no deja de ser rara.

Ya he hablado del molino del puente de Azeca. Trabé amistad con el arrendatario, conocido en el país por don Antero. Un día me llevó aparte, y con gran asombro mío me preguntó si no querría venderle un millar de Testamentos, al mismo precio que los daba a los lugareños, mostrándose dispuesto a pagarlos al contado. Al decir esto, hundió una mano en un bolsillo y extrajo un puñado de onzas. Le pregunté qué motivo le impulsaba a una compra tan importante; dijo que tenía un pariente en Toledo, y, deseando establecerlo, le había parecido lo mejor alquilarle una tienda en la ciudad y que se dedicase a vender Testamentos. Le contesté que no debía pensar en cosa semejante, porque lo más probable era que secuestraran los libros al pretender introducirlos en Toledo, dado lo muy opuestos que eran los curas y canónigos a su difusión.

El hombre no se arredró. Díjome que su pariente podía viajar, lo mismo que yo, y vender libros a los campesinos, con alguna ganancia. Confieso que al principio estuve inclinado a aceptar su ofrecimiento, pero al cabo rehusé, porque no quería exponer a un buen hombre al riesgo de perder dinero y bienes, y acaso la libertad y la vida. También era yo opuesto a vender los libros a precio más elevado, sabiendo que los campesinos no podían pagarlo, y que en tal caso perderían los libros mucha parte de la influencia de que gozaban; su baratura producía impresión en el ánimo del pueblo, y casi la tenían allí por milagrosa, como los judíos al maná que cayó del cielo cuando perecían de hambre, o a la fuente que brotó súbitamente de la dura roca para saciar su sed en el desierto.

Durante todo este tiempo, un labriego iba y venía continuamente entre Villaseca y Madrid, llevando cargas de Testamentos en un borrico. Proseguimos nuestros trabajos hasta que la mayor parte de los pueblos de La Sagra estuvieron provistos de libros, sobre todo, Bargas, Cobeja, Mocejón, Villaluenga, Villaseca y Yuncler. Supimos, por último, que nuestras andanzas eran conocidas en Toledo, donde producían gran alarma, y regresamos a Madrid.

CAPÍTULO XLIV

Aranjuez. – Una advertencia. – Aventura nocturna. – Nueva expedición. – Segovia. – Abades. – Curas facciosos. – López, en la cárcel. – Liberación de López.

El buen éxito que coronó nuestros esfuerzos en La Sagra de Toledo me incitó prontamente a acometer una nueva empresa. Determiné encaminarme a La Mancha, y distribuir la Palabra por los pueblos de aquella provincia. López, que ya había prestado tan importantes servicios en La Sagra, nos acompañó a Madrid, y ansiaba tomar parte en la nueva expedición. Resolví ir por de pronto a Aranjuez, donde esperaba obtener algunas noticias útiles para regular nuestros movimientos ulteriores; Aranjuez está a corta distancia de la raya de La Mancha, y lo cruza la carretera que lleva a esa provincia. Partimos, pues, de Madrid, y en cada pueblo del camino vendimos de treinta a cuarenta Testamentos, hasta llegar a Aranjuez, adonde habíamos enviado por delante un buen repuesto de libros.

Ameno sitio es Aranjuez, aunque abandonado. Allí el Tajo fluye por un delicioso valle, quizás el más fértil de España; y allí surgió, en días mejores para ese país, una pequeña ciudad, con un palacio modesto, pero muy lindo, sombreado por árboles enormes, donde los reyes venían a explayarse olvidando los cuidados del trono. Allí pasó sus últimos días Fernando VII, rodeado de señoras guapas y de toreros andaluces; pero, como dice Schiller en una de sus tragedias: «Los hermosos días de Aranjuez ya se acabaron.» Cuando el sensual Fernando rindió su cuenta postrera, la realeza huyó de allí, y el sitio decayó pronto. Ya no se agolpan en palacio los intrigantes cortesanos; su vasto circo, donde antaño los toros manchegos bramaban furiosos en la lucha, está cerrado; y ya no se oye el leve puntear de las guitarras en sus arboledas y jardines.

Tres días estuve en Aranjuez, durante los que Antonio, López y yo no dejamos en la ciudad ninguna casa por visitar. Hallamos entre los habitantes gran miseria y mucha ignorancia; tropezamos con alguna oposición; sin embargo, plugo al Todopoderoso permitirnos vender unos ochenta Testamentos, comprados todos por la gente más pobre; las personas acomodadas no pusieron atención en la Palabra de Dios, y más bien se mofaban de ella y la ridiculizaban.

Una circunstancia me agradó y contentó en gran manera, a saber: la prueba ocular de que los libros vendidos se leían, y con mucha atención, por los compradores, y que otras varias personas recibían su benéfico influjo. En las calles de Aranjuez, y debajo de los poderosos cedros y gigantescos álamos y plátanos que forman sus hermosos bosques, vi con frecuencia grupos de individuos oyendo leer en alta voz el Nuevo Testamento.

Es probable que, de permanecer más tiempo en Aranjuez, hubiera vendido muchos más de aquellos Divinos Libros; pero ansiaba ganar La Mancha y sus arenosas planicies, y esconderme por una temporada en sus apartados pueblos, para huír de la tormenta que sentía cernerse sobre mí. Una vez más allá de Ocaña, ciudad fronteriza, sabía yo bien que nada tendría que temer de las autoridades españolas, cuyo poder terminaba allí; el resto de La Mancha hallábase casi por completo en manos de los carlistas, y recorrido por pequeñas partidas de bandidos, de quien esperaba librarme con la protección del Señor. Partí, pues, para Ocaña, distante de Aranjuez tres leguas.

Antonio y yo salimos a las seis de la tarde; muy de mañana, habíamos enviado por delante a López con doscientos o trescientos Testamentos. Dejamos la carretera, y caminamos por un atajo a través de agrestes cerros, y por terreno quebrado y pendiente.

Como íbamos bien montados, llegamos frente a Ocaña cuando acababa de ponerse el sol; el pueblo se alza en un cerro escarpado; un valle profundo se abría entre el pueblo y nosotros; bajamos, hasta llegar a un puentecillo por el que se cruza un riachuelo en el fondo del valle, a muy corta distancia de una especie de arrabal. Cruzamos el puente, y al pasar junto a una casa abandonada, a mano izquierda, un hombre se destacó del hueco de la puerta.

Lo que voy a decir parecerá incomprensible; téngase presente que anda en ello un pueblo harto singular. El hombre se plantó delante del caballo, cerrando el camino, y dijo: Schophon, que en hebreo significa conejo. Sabía yo que esta palabra era una contraseña de los judíos, y pregunté al hombre si tenía alguna cosa que advertirme. Dijo así: «No debe usted entrar en esta ciudad, porque le han tendido un lazo. El corregidor de Toledo, en quien toda maldad tiene cabida, por agradar a los sacerdotes de María, a quienes escupo al rostro, ha ordenado a los alcaldes, escribanos y corchetes de estas partes que le echen a usted mano dondequiera que le encuentren, y le manden a Toledo con sus libros y con cuanto le pertenezca. A su criado le prendieron esta mañana en la parte alta del pueblo, cuando iba vendiendo libros por la calle, y ahora le esperan a usted en la posada; pero como yo le conocía a usted por lo que me han contado mis hermanos, he estado esperándole aquí unas horas para darle este aviso, y que su caballo vuelva el rabo a sus enemigos y se burle de ellos con un relincho. No tema usted por su criado; el alcalde le conoce y le pondrá en libertad; pero usted huya, y que Dios le proteja». Dicho esto, se fué corriendo hacia el pueblo.

No vacilé un momento en seguir su consejo, sabiendo bien que, secuestrados los libros, ya nada podía hacer en aquellos lugares. Retrocedimos en dirección de Aranjuez. Los caballos, a pesar de la naturaleza del terreno, corrían a todo galope; pero no habían terminado nuestras aventuras. A mitad de camino, y a una media legua del pueblo de Ontígola, vimos cerca de nosotros, a mano izquierda, tres hombres sobre un montículo. Hasta donde la obscuridad lo permitía, nos pareció distinguir que estaban al descubierto, pero llevaban sendas escopetas. Eran rateros, o salteadores de caminos. Hicimos alto y gritamos:

– ¿Quién va?

– ¡Qué les importa a ustedes! – respondieron – . Sigan adelante.

Su designio era hacernos fuego desde un sitio en que fuera imposible errar.

Gritamos de nuevo:

– Si no pasáis ahora mismo a la derecha del camino, os pateamos con los cascos de los caballos.

Vacilaron, y al fin obedecieron, porque todos los asesinos son cobardes y a la menor señal de energía se someten.

Cuando pasábamos al galope, gritó uno, con una palabrota obscena:

– ¿Tiramos?

Pero otro dijo:

– ¡No, no! ¡Hay peligro!

Llegamos a Aranjuez, donde se nos reunió López a la mañana siguiente temprano, y nos volvimos a Madrid.

Pena me da decir que en Ocaña secuestraron doscientos Testamentos y, sellados, los enviaron a Toledo. López me contó que los hubiera vendido todos en dos horas: tan grande era la demanda. Así y todo, vendió veintisiete en menos de diez minutos.

A pesar del tropiezo de Ocaña no estábamos desanimados, ni mucho menos, y sin perder tiempo empezamos a preparar otra expedición. Al volver de Aranjuez a Madrid, mis ojos habían contemplado muy a menudo la potente barrera de montañas que divide las dos Castillas, y me dije: «¿Por qué no cruzar esas montañas y comenzar mis operaciones al otro lado, en la propia Castilla la Vieja? Allí no me conocen, y será difícil que hayan llegado noticias de mis trabajos. Quizás el enemigo duerme, y antes que se despierte puedo sembrar mucha buena simiente en los pueblos de los castellanos viejos. A Castilla, pues; a Castilla la Vieja.» Por consiguiente, el día después de mi regreso despaché varias cargas de libros a diferentes pueblos que me proponía visitar, y envié por delante a López, con su burra bien cargada, y orden de esperarme, en un día señalado, debajo de cierto arco del acueducto de Segovia. También le di orden de ajustar a cuantas personas quisieran cooperar en la distribución de las Escrituras y pareciesen útiles para el caso. Imposible hallar un colaborador más valioso que López para una expedición de ese género. No sólo conocía muy bien el país, sino que tenía amigos, y hasta parientes, al otro lado de la sierra, y me aseguró que en sus casas nos recibirían siempre muy bien. Partió con grandes bríos, exclamando:

 

– Tenga buen ánimo, don Jorge; antes de que volvamos habremos vendido hasta el último ejemplar de su librería evangélica. ¡Abajo los frailes! ¡Abajo la superstición! ¡Viva Inglaterra! ¡Viva el Evangelio!

A los pocos días le seguí yo con Antonio. Subimos a la sierra por el puerto que llaman de Peña Cerrada, a unas tres leguas al Este del de Guadarrama. Es muy poco frecuentado, porque la carretera que une ambas Castillas pasa por Guadarrama. Tiene además muy mala reputación: todos dicen que se halla infestado de ladrones. Acababa de ponerse el sol cuando llegamos a la cumbre, y entramos en un espeso y sombrío pinar que cubre enteramente las montañas por la parte de Castilla la Vieja. La bajada no tardó en hacerse tan rápida y pendiente, que de buen grado nos apeamos de los caballos y los obligamos a ir delante. Cada vez nos hundíamos más en el bosque; los pájaros nocturnos empezaron a graznar, y millones de grillos dejaban oír su penetrante chirrido encima, debajo y alrededor nuestro. A veces percibíamos a cierta distancia, entre los árboles, unas llamaradas como de inmensas hogueras.

– Son los carboneros, mon maître– dijo Antonio – . No debemos acercarnos porque son gente bárbara, medio bandidos. Han matado y robado a muchos viajeros en estas horribles soledades.

Era noche obscurísima cuando llegamos al pie de las montañas; aún estábamos entre pinares y bosques, que se extendían muchas leguas a la redonda.

– Difícil será que lleguemos a Segovia esta noche, mon maître– dijo Antonio.

Así fué, en efecto, porque nos desorientamos, y al llegar, al fin, a un sitio donde se bifurcaba el camino, en lugar de tomar el de la izquierda, que nos hubiese llevado a Segovia, volvimos a la derecha, en dirección de La Granja, adonde llegamos a media noche.

Encontramos en La Granja mayor desolación aún que en Aranjuez. Ambos sitios han padecido mucho con la ausencia de los reyes; pero el primero hasta un grado en extremo aterrador. Los nueve décimos de la población han abandonado el lugar, residencia favorita de Cristina hasta el último pronunciamiento. Tan grande es la soledad de La Granja, que los jabalíes de los bosques vecinos, y especialmente los de una montaña cónica, cubierta por un hermoso pinar, que se alza inmediatamente detrás del palacio, llegan muy a menudo hasta las calles y plazas, y dejan la huella de sus colmillos en los postes de los soportales.

Estuvimos veinticuatro horas en La Granja y continuamos a Segovia. Llegó el día que tenía señalado para reunirme con López. Fuí al acueducto y me senté debajo del arco 107, donde esperé la mayor parte del día; pero López no se presentó. Me levanté y volví a la ciudad.

Esperé dos días en Segovia en casa de un amigo; tampoco recibí noticias de López. Al cabo, por una de las mayores casualidades del mundo, oí a un lugareño que en las cercanías de Abades había unos hombres vendiendo libros.

Abades dista de Segovia unas tres leguas, y hacia allá me puse en camino, así que recibí la noticia, con tres pollinos cargados de Testamentos. Al anochecer llegué a Abades, y encontré a López, con dos campesinos que había contratado, en casa del barbero del pueblo, donde me alojé también. Llevaba ya vendidos muchos Testamentos en las cercanías, y había empezado a venderlos aquel día en el mismo Abades; pero dos de los tres curas del pueblo se lo estorbaron: con horrendas maldiciones condenaban la obra, y amenazaban a López con la muerte eterna por venderla, y lo mismo a cualquiera otra persona que la comprase; López, aterrado, se contuvo en espera de mi llegada. El tercer cura, sin embargo, se esforzó cuanto pudo en persuadir al pueblo que adquiriese Testamentos, diciendo que sus colegas eran unos hipócritas, unos malos pastores, que, por mantenerlos en la ignorancia de la palabra y de la voluntad de Cristo, los conducían al infierno. Oídas estas noticias, me encaminé a la plaza, y la misma noche logré vender más de treinta Testamentos. A la mañana siguiente, los dos curas facciosos se me metieron en casa; pero en cuanto me levanté para hacerles cara se retiraron y no supe más de ellos, excepto que me anatematizaron más de una vez públicamente en la iglesia; como no me resultó daño alguno, el suceso me preocupó muy poco.

No referiré con detalles los eventos de la siguiente semana; baste decir que, distribuídas mis fuerzas del modo más conveniente, logré, con la ayuda de Dios, vender de quinientos a seiscientos Testamentos en los pueblos enclavados dentro de un radio de siete leguas en torno de Abades. Al cabo de ese tiempo, supe que mis trabajos se conocían ya en Segovia, a cuya provincia pertenece Abades, y que se había enviado al alcalde orden de secuestrar cuantos libros hallase en mi poder. Sabido esto, y aunque ya era entrada la noche, levanté el campo con mi gente, llevándonos más de trescientos Testamentos, porque habíamos recibido de Madrid, pocas horas antes, nueva provisión de ellos. Pasamos la noche al raso, y a la mañana siguiente llegamos a Labajos, pueblo situado en la carretera de Madrid a Valladolid. No vendimos libros en aquel lugar, limitándonos a abastecer desde él de la Palabra de Dios a los pueblos inmediatos; también vendimos libros por los caminos.

No llevábamos en Labajos una semana, trabajando con mucho fruto, cuando el cabecilla carlista Balmaseda, al frente de su caballería, hizo su atrevida incursión por la parte Sur de Castilla la Vieja, arrojándose como un alud desde los pinares de Soria. Presencié los horrores que se siguieron: saqueo de Arévalo; toma de Martín Muñoz. En medio de escenas tan terribles continuábamos nuestra tarea. De pronto, López estuvo tres días perdido, y pasé angustias mortales por su causa, imaginándome que los carlistas le habían fusilado; al cabo supe que estaba preso en Villalos15, pueblo distante tres leguas de allí. Los pasos que di para librarlo se encuentran detallados en una comunicación que juzgué de mi deber transmitir a lord William Hervey, a la sazón ministro británico en Madrid en reemplazo de sir Jorge Villiers, ya conde de Clarendon.

«Labajos (provincia de Segovia),

23 de agosto de 1838.

Señor: Con su venia me permito llamar su atención sobre los siguientes hechos: El día 21 del corriente supe que un dependiente mío, llamado Juan López, estaba preso en la cárcel de Villalos, provincia de Avila, por orden del cura del pueblo. El crimen de que se le acusaba era la venta del Nuevo Testamento. Estaba yo a la sazón en Labajos, provincia de Segovia, y la división del cabecilla faccioso Balmaseda andaba por las inmediaciones. El día 22 monté a caballo y fuí a Villalos, distante tres leguas. A mi llegada encontré que López había sido trasladado desde la cárcel a una casa particular. Había llegado una orden del corregidor de Avila mandando poner en libertad a López y retener tan sólo los libros que se hallaran en su poder. Sin embargo, en abierta oposición a esa orden (de la que le envío copia), el alcalde de Villalos, por instigación del cura, no permitió al dicho López marcharse del pueblo, ni con dirección a Avila, ni a otro sitio cualquiera. A López le dieron a entender que, como se esperaba la llegada de los facciosos, se proponían denunciarle a ellos como liberal para que lo fusilaran. Teniendo en cuenta estas circunstancias creí de mi deber, como cristiano y caballero, rescatar a mi infeliz criado de tan inicuas manos, y, por tanto, desafiando toda oposición, le saqué de allí, aunque inerme, a través de una turba de cien lugareños cuando menos. Al salir del pueblo grité: ¡Viva Isabel segunda!

Como creo que el cura de Villalos es capaz de cualquier infamia, ruego humildemente a V.E. que haga llegar con prontitud al Gobierno español una copia del anterior relato.

Tengo el honor de ser, como siempre, señor, el más sumiso servidor de V.E.

Jorge Borrow.

Al muy honorable señor William Hervey.»

Libertado López, proseguimos la obra de distribución. Pero de pronto sentí los primeros síntomas de una enfermedad, que me obligaron a volver con premura a Madrid. Ya de vuelta, me atacó una fiebre que me retuvo en el lecho unas semanas. Tuve varios ataques de delirio; durante uno de ellos me imaginé que estaba en la plaza de Martín Muñoz empeñado en una lucha a muerte con el cabecilla Balmaseda.

Apenas me vi limpio de fiebre, se apoderó de mí una melancolía profunda que me imposibilitaba para todo trabajo. Me recomendaron un cambio de lugar y de aires, y me volví a Inglaterra.

CAPÍTULO XLV

Regreso a España. – Sevilla. – Un perseguidor encarnizado. – La profetisa manchega. – El sueño de Antonio.

El 31 de diciembre de 1838 llegué a España por tercera vez. Estuve en Cádiz un par de días, y fuí a Sevilla, desde donde pensaba trasladarme a Madrid por la posta. Detúveme allí una quincena gozando del clima delicioso de aquel paraíso terrenal y de las embalsamadas brisas del invierno andaluz, como ya hice dos años atrás. Antes de marcharme de Sevilla visité al librero, mi corresponsal, quien me dijo que de los cien ejemplares del Testamento dejados a su cargo, el Gobierno había embargado setenta y siete el verano anterior, que se hallaban en poder del gobernador eclesiástico. Resolví, pues, visitar también a este funcionario, con la mira de hacer averiguaciones respecto de mis bienes.

Vivía en una vasta casa en la Pajaría, o mercado de la paja. Era muy viejo, entre los setenta y los ochenta años, y, como la generalidad de cuantos visten hábitos sacerdotales en Sevilla, furioso perseguidor papista. Me figuro que le costaría trabajo creer a sus oídos cuando sus dos sobrinos-nietos, guapos chicos, pelinegros, que estaban jugando en el patio, fueron a decirle que un inglés deseaba hablarle, pues probablemente era yo el primer hereje que se aventuraba en su vivienda. Hallábase en una sala abovedada, sentado en un gran sillón, con dos secretarios de siniestra catadura, también en hábitos clericales, ocupados en escribir en una mesa delante de él. Me trajo con fuerza a la memoria la imagen del torvo y viejo inquisidor que persuadió a Felipe II para que matase a su propio hijo como enemigo de la Iglesia.

Se levantó al verme entrar, y me contempló con semblante ensombrecido por la sospecha y la contrariedad. Al cabo se dignó señalarme un sofá y empecé a darle cuenta de mi asunto. Mucho se agitó al oírme hablar de los Testamentos; pero en cuanto mencioné a la Sociedad Bíblica, y le dije quién era yo, no pudo contenerse más tiempo: con lengua balbuciente, y los ojos chispeantes como ascuas, empezó a ultrajarnos a la Sociedad y a mí, diciendo que eran execrables los fines de la primera, y que en lo tocante a mí, se sorprendía de que, habiéndome ya una vez alojado en la cárcel de Madrid, me hubiesen permitido salir de ella; añadió que era oprobioso para el Gobierno permitir que una persona de mi condición vagase en libertad por un país inocente y pacífico para corromper a las almas ignorantes y confiadas. Lejos de dejarme desconcertar por su proceder brutal, le repliqué con toda la cortesía posible, y le aseguré que en aquel caso no tenía razón para alarmarse, pues el solo motivo de reclamar los libros era el deseo de aprovechar una oportunidad que entonces se me presentaba para enviarlos fuera del país, como, en efecto, tenía orden oficial de hacerlo. Pero con nada se calmó, y me hizo saber que no devolvería los libros en ningún caso, salvo por orden terminante del Gobierno. Como el asunto no tenía importancia, juzgué lo más cuerdo no insistir, y prudente retirarme antes de que me invitara a hacerlo. Hasta la calle me siguieron su sobrina y sus nietos, que durante toda la conversación habían estado escuchando en la puerta de la sala sin perder palabra.

 

Al pasar por la Mancha nos detuvimos cuatro horas en Manzanares, pueblo grande. Hallábame en la plaza de conversación con un cura, cuando un ser harapiento y espantable se presentó: era una muchacha de unos diez y ocho o diez y nueve años, completamente ciega; una telilla blanca le cubría los ojos, grandes, parados. Su tez era tan amarillenta como la de una mulata. Al pronto creí que sería gitana, y hablándole en gitano inquirí si era de la casta. Me entendió; pero, moviendo la cabeza, me dijo que era algo mejor que gitana, y sabía hablar una lengua superior también a la jerga de los hechiceros, y empezó a hacerme preguntas en un latín extremadamente bueno. Mucho me sorprendí, como era natural; apelando a todo el latín que sabía, la llamé «profetisa manchega», le expresé mi admiración por su mucha sabiduría, y le rogué que me explicase cómo la había adquirido. Debo hacer notar aquí que al momento nos rodeó la multitud, y aunque no entendía ni palabra de nuestro diálogo, rompía en aplausos a cada frase de la muchacha, enorgulleciéndose de poseer una profetisa capaz de contestar al inglés.

Díjome que era ciega de nacimiento, y que un padre jesuíta, compadecido de ella, le enseñó, de niña, la lengua sagrada, para que ganase con más facilidad la atención y los corazones de los cristianos. Pronto descubrí que el jesuíta le había enseñado algo más que latín, pues al saber que yo era inglés, dijo que siempre había profesado gran afecto a mi país, cuna en otro tiempo de santos y de sabios, por ejemplo: Beda y Alcuino, Columbus y Tomás de Cantorbery; pero, añadió, esos tiempos se acabaron con la reaparición de Semíramis (Isabel). Su latín era excelente de veras, y cuando yo, como un godo auténtico, hablé de Anglia y Terra Vandálica, me corrigió diciéndome que en su lengua esos lugares se llamaban Britannia y Terra Bética. Acabado el coloquio, la profetisa hizo una colecta, y hasta los más pobres dieron algo.

Tras un viaje de cuatro días con sus noches, llegamos a Madrid sin el menor tropiezo, aunque es de estricta justicia hacer notar, y siempre con gratitud al Todopoderoso, que el correo siguiente fué robado. Momentos después de la llegada, me ocurrió un caso singular. Al entrar por el arco de la posada llamada de La Reina, donde pensaba alojarme, unos brazos me rodearon, y volviéndome con asombro, reconocí a Antonio, mi criado griego. Estaba muy flaco, mal vestido; los ojos parecían saltársele de las órbitas.

En cuanto estuvimos solos me contó que desde mi partida había pasado muchas miserias y escaseces, sin poder hallar en todo el tiempo amo a quien servir; tanto, que casi había llegado al borde de la desesperación; pero la noche antes de mi llegada tuvo un sueño, y me vió, montado en un caballo negro, llegar a la puerta de la posada: por esa razón había estado esperándome allí la mayor parte del día. No pretendo dar una opinión acerca de esta historia, que se sale de los límites de mi filosofía, y me contentaré con decir que en Madrid sólo dos personas conocían mi llegada a España. Con gusto le recibí de nuevo a mi servicio, pues, no obstante sus defectos, me había sido muy útil muchas veces en mis viajes y en mis trabajos bíblicos.

Tan pronto como me instalé en mi antiguo hospedaje, uno de mis primeros cuidados fué visitar a Lord Clarendon. Díjome, entre otras cosas, que había recibido una comunicación oficial del Gobierno, participándole el embargo de los Testamentos en Ocaña, en las circunstancias ya contadas por mí, y haciéndole saber que, a menos de tomar disposiciones urgentes para llevárselos fuera del reino, serían destruídos en Toledo, donde estaban depositados. Contesté que no me preocupaba el asunto; y que si las autoridades de Toledo, civiles o eclesiásticas, resolvían quemar los libros, mi único deseo era que los entregasen a las llamas con toda la publicidad posible, porque así no harían más que manifestar su diabólico rencor y hostilidad a la Palabra de Dios.

Ansioso de reanudar mis trabajos, apenas llegué a Madrid escribí a López el de Villaseca, para saber si se hallaba pronto a cooperar en la tarea, como en otras ocasiones. Me contestó que estaba muy ocupado en las faenas de la labranza; para llenar su puesto, empero, me envió un labriego viejo, llamado Victoriano López, lejano pariente suyo.

¿Qué es un misionero en el corazón de España, sin caballo? Tal consideración me indujo a comprar uno árabe, de mucha raza, traído de Argel por un oficial de la legión francesa. El corcel, lo mejor que, a juicio mío, ha producido jamás el desierto, se llamaba Sidi Habismilk.

15Velayos.