Drácula y otros relatos de terror

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A lo lejos, proveniente de una granja al fondo de la carretera, un perro empezó a aullar; era un lamento largo y agonizante, como de espanto. Otro perro le respondió; luego otro; otro y después muchos más hasta que, llevados por el viento, que soplaba suavemente por el Paso, comenzó un concierto de aullidos frenéticos y salvajes que parecían venir de distintas partes del mundo. Ninguna imaginación hubiera podido concebir aquel griterío en el silencio de la noche. Al primer aullido los caballos ya se pusieron nerviosos y empezaron a encabritarse, pero por suerte, el cochero consiguió sosegarles susurrándoles algunas palabras al oído, aunque sudaban y se estremecían como si estuvieran en medio de una inesperada estampida.

Entonces, a lo lejos, provenientes de las entrañas de las montañas que nos rodeaban, se escuchó un aullido más fuerte y más agudo —de lobos— que hizo que nos estremeciéramos por igual los caballos y yo. Estos se encabritaron de nuevo tratando de huir de forma desesperada, por lo que el cochero tuvo que recurrir nuevamente a todas sus fuerzas para impedir que salieran desbocados. A pesar de mi nerviosismo inicial, mis oídos llegaron a acostumbrarse a ese espantoso sonido, y los caballos por fin se tranquilizaron, solo entonces el cochero pudo descender y acercarse a ellos. Los estuvo acariciando y consiguió calmarlos del todo. Estaba susurrándoles en voz baja como hacen los domadores con los animales salvajes; lo cual tuvo un efecto extraordinario, pues su furia desapareció por completo, aunque algo agitados. El cochero volvió a subir al pescante, sacudió las riendas y reprendimos nuestro camino a una velocidad de vértigo. Esta vez, al llegar al otro lado del Paso, dobló repentinamente y penetró en un estrecho camino que torcía a la derecha.

Pronto nos vimos rodeados de árboles por todas partes, incluso algunos llegaban a formar una especie de túnel por encima nuestro, y de nuevo tuvimos a grandes y amenazadores peñascos a ambos lados del camino.

Aunque estábamos a cubierto, podíamos oír cómo el silbar del viento iba aumentando, haciéndose más fuerte a través de las piedras. Cada vez el frío era más intenso, y entonces, una nieve fina que parecía polvo helado, lo cubrió todo rápidamente, parecía que el paisaje, a causa del frío, se tapara con un manto blanco. Los ladridos de aquellos perros de granja no paraban, pues el viento se encargaba de traérnoslos, sin embargo se iban debilitando a medida que avanzábamos, en cambio, los aullidos de los lobos denotaban su presencia cada vez más próxima, como si nos tuvieran cercados sin huida posible. Entonces me sentí terriblemente asustado al igual que los caballos. En cambio, el cochero seguía impasible, con la misma expresión hierática en el rostro que cuando le vi por primera vez, el cual continuaba mirando a la derecha y a la izquierda; yo hice como él, pero no logré ver nada en medio de tanta oscuridad.

De pronto, divisé a lo lejos, a nuestra izquierda, una débil y vacilante llama azul. El cochero y yo la descubrimos al mismo tiempo, pues frenó a los caballos en seco, y saltó a tierra para desaparecer en la más absoluta oscuridad.

Yo estaba verdaderamente confuso, y a medida que el aullido de los lobos se iba aproximando a la diligencia, lo estaba todavía más.

Mientras pensaba qué debía hacer, el hombre apareció nuevamente, y tomó su asiento, totalmente en silencio. Nuestro viaje continuó. Creo que me quedé dormido, y este incidente fue solo un sueño, pues se repetía una y otra vez, y ahora, despierto tengo la sensación de haber vivido una horrible y angustiosa pesadilla. En una ocasión la llama parecía estar tan cercana a nosotros que, a pesar de hallarnos en medio de la oscuridad más absoluta, pude vislumbrar los movimientos del cochero a la perfección. Este, con gran rapidez, se dirigió hacia la luz de la llama, que era muy débil, pues a su alrededor predominaba la oscuridad de la noche. A continuación cogió unas cuantas piedras empezó a hacer con ellas un dibujo extraño sobre la hierba. Entonces, vi algo muy raro, pues llegué a pensar que se trató de un efecto óptico: el cochero se interpuso entre la llama y yo, y sin embargo no me tapó la visión; yo seguí viendo el fantasmal parpadeo de la luz. Descubrimiento que sin duda me sobresaltó, pero como el efecto fue momentáneo quise creer que había sido engañado por mis ojos, que se esforzaban por ver algo en medio de aquellas tinieblas. Después, la llama azul desapareció y nosotros seguimos el camino a gran velocidad, con un coro de aullidos que nos seguía a todas partes.

Por último el cochero bajó de la calesa, pero en esta ocasión fue más lejos que las otras veces. Los caballos, durante su ausencia, temblaban más que nunca, la forma en que resoplaban y relinchaban denotaba espanto. Fue entonces, cuando por entre las negras nubes, brotó la luna detrás de la dentada cresta de un peñasco de pinos. Y con su luz, contemplé aterrado que a nuestro alrededor había un grupo de lobos formando un círculo; estos tenían blancos dientes, provistos de rojas y colgantes lenguas, y de cuerpos peludos, vigorosos y robustos. En medio de aquel tétrico silencio, resultaban cien veces más terribles que cuando solo oía sus aullidos.

Yo sentí que mi cuerpo quedaba paralizado por el pánico. Un hombre debe encontrarse cara a cara con horrores así, para llegar a comprender la importancia que tiene realmente.


De pronto, los aullidos de los lobos se iniciaron de nuevo, era como si la luna les influyera de algún modo. Los caballos, encabritados, saltaban sin ton ni son, mirando con desespero a su alrededor deseando escapar muy lejos de aquel horrible lugar, pero por desgracia se vieron acorralados por ese viviente círculo de terror que no les permitió siquiera dar un paso hacia adelante ni hacia atrás. Desde la calesa, llamé a gritos al cochero para que regresara, pues creía que nuestra única posibilidad de salvación era romper aquel cerco de lobos. Chillé y golpeé sobre el carruaje, esperando inútilmente que con el ruido asustaría a los lobos que tenía más cerca, y así al cochero le sería más fácil subir al pescante. Escuché la voz de aquel extraño personaje. El acento era imperioso. No sé cómo lo logró, pero cuando giré la vista, pude verle en la carretera agitando sus larguísimos brazos, como si apartara a su paso obstáculos invisibles; los lobos retrocedían más y más. En ese preciso momento, una inmensa y densa nube eclipsó la luna y nuevamente la oscuridad nos hizo sus víctimas.

Una vez que mis ojos se acostumbraron a esta, vi al cochero subir a la calesa y para mi sorpresa, los lobos habían desaparecido. Todo aquello resultaba tan extraño y sobrenatural para mí que caí en un profundo estado de terror tal, que no podía siquiera moverme. Aquel momento parecía tener la capacidad de no tener fin. Proseguimos el camino de forma veloz, y en la oscuridad más absoluta, pues gracias a aquellas nubes móviles la luna quedaba oculta por entero. De pronto, me di cuenta que el cochero paraba los caballos en el centro del patio de un gran castillo en ruinas, de cuyos altos y ennegrecidos ventanales no salía ni un solo rayo de luz, y contrastadas con el cielo color de luna, se veían claramente sus semiderruidas y dentadas almenas.

Capítulo II

Diario de Jonathan Harker

(Continuación)

5 de mayo.— Creo que me dormí, pues de haber estado despierto me habría enterado al llegar a un lugar como este.

Sin luz, el patio parecía que tuviera inmensas dimensiones. Parecía mayor de lo que era en realidad, a causa de que de él partían muchos pasadizos oscuros que se vislumbraban a través de unas grandes bóvedas.

Cuando la calesa se paró por completo, el cochero dio un salto y me ayudó a bajar. Volví a sentir su fuerza poderosa sobre mi brazo, tanto, que tenía la sensación de que cualquier ligero movimiento por mi parte podía significar una lesión grave para mis dedos. Seguidamente sacó mis maletas y las colocó de forma ordenada en el suelo. Yo me encontraba frente a una gran puerta vieja, con grandes clavos de hierro incrustados, y encajada en un umbral saliente de piedra maciza. El cochero subió al pescante y sacudió las riendas; los caballos se pusieron en marcha y aquella misteriosa calesa se esfumó por una de aquellas lúgubres aberturas.

Permanecí en silencio donde estaba, sin saber qué hacer. No había ninguna señal de aldaba o de timbre en aquella inmensa puerta, y a juzgar por el grosor de esta, no era probable que mi voz hubiese sido capaz de atravesarla. Durante aquellos instantes interminables, grandes dudas y temores empezaron a asaltarme. ¿Dónde estaba y con qué clase de gentes me iba a encontrar? ¿Qué truculenta aventura tendría que vivir? ¿Es que era este un incidente normal para un pasante de abogado enviado para explicar cómo adquirir una finca en Londres a un extranjero? ¡He dicho pasante! A Mina no le habría gustado. Abogado está mejor, pues según creo, mi examen fue un éxito. Empecé a frotarme los ojos y a pellizcarme por si estaba soñando, sin embargo mi carne respondió al dolor; así que no podía engañarme por más tiempo. Todo aquello era muy real.

Me hallaba en los Cárpatos, y muy despierto. Ahora únicamente debía tener calma y aguardar la luz del nuevo día.

Justo al llegar a tal conclusión, escuché fuertes pisadas, cada vez más cercanas. A través de las rendijas de la puerta vi una luz que se aproximaba. Después oí un ruido de cadenas y pesados cerrojos que se descorrían. Una llave giró en la cerradura con chirriar muy agudo propio de no haber sido utilizada; finalmente, la enorme puerta se abrió.

Un anciano de una altura considerable apareció ante mí. Tenía un bigote largo y blanco, vestía de riguroso negro, en su mano derecha llevaba un candelabro de plata, donde las velas ardían sin protección alguna. Este creaba largas y temblorosas sombras debido a los pequeños puntos de fuego que oscilaban a causa de las corrientes de aire. El anciano con un gesto cortesano me invitó a pasar, y aunque tenía un acento sui generis, me saludó con un perfecto inglés:

 

—¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!


Este fue todo su recibimiento. Se quedó totalmente quieto bajo el dintel de la puerta como si fuera una estatua de piedra. Sin embargo, en cuanto hube atravesado el umbral, avanzó impetuosamente hacia mí para darme la mano. Me la estrechó con tal fuerza que me estremecí de dolor y tuve que retroceder, más que por el apretón por la sensación que tuve yo al estrechar aquella mano tan fría, que se parecía más a la de un muerto que a la de un vivo.

—Sea bienvenido —repitió—. Entre con libertad. ¡Y deje aquí un poco de la dicha que lleva a cuestas!

Aquel fortísimo apretón de manos me recordó tanto al que me dio el cochero, que por unos momentos dudé si no se trataba de la misma persona. Así que para estar completamente seguro, le pregunté:

—¿El conde Drácula?

Asintió con un gesto de cabeza, y respondió:

—Sí, yo soy Drácula y le doy la bienvenida a mi casa, señor Harker. Entre, por favor. El aire de la noche es gélido y creo que deseará reponer fuerzas y después querrá gozar de un merecido descanso.


Mientras me hablaba colocó la lámpara en una repisa que había en la pared, se dirigió en busca de mis maletas, y antes de que yo pudiera adelantarme, él ya las había traído. Protesté, pero él insistió:

—Nada que discutir, caballero; usted es mi huésped. Es tarde y la gente del servicio ya se ha retirado a descansar. No se preocupe, usted tendrá la atención que se merece; yo me hago cargo de todo.

Finalmente cogió mi equipaje. Atravesamos un interminable corredor, después subimos por una preciosa escalera de caracol, de nuevo, otro corredor, cuyo suelo de piedra hacía que nuestras pisadas resonaran con fuerza.

Al final del pasillo, Drácula abrió de par en par una pesada puerta, y me alegré al cerciorarme de que era una habitación con mucha luz, en la cual había una mesa dispuesta con apetitosos platos, y una chimenea en la que llameaba un grandísimo montón de leña.

El conde se detuvo, dejó mi equipaje en el suelo de mi alcoba y seguidamente, cerró una puerta contigua que daba a una estancia octogonal, la cual se veía iluminada tan solo por una lámpara, y además no tenía ni una sola ventana. Atravesó el umbral; entonces, abrió otra puerta y me invitó a entrar.

Fue algo muy agradable a la vista, pues pude contemplar frente a mí un enorme lecho y otra cálida chimenea que humeaba. Él mismo entró con mis cosas, y antes de cerrar mi puerta y marcharse, me dijo:

—Después de tan largo viaje deseará asearse un poco. Aquí encontrará todo lo que necesite. Cuando esté listo, usted mismo vaya a la otra estancia, donde le aguarda la cena.

El calor, la luz y la cortés bienvenida del conde, contribuyeron en gran medida a disipar todas mis dudas y miedos. Al haber recuperado felizmente mi estado normal, descubrí que estaba desfallecido de hambre, así que puse fin muy pronto a mi estancia en el baño y enseguida pasé a la otra cámara, dispuesto a devorar cualquier cosa apetecible.

La cena estaba lista sobre la mesa. Mi anfitrión, que estaba de pie en un extremo de la chimenea, apoyado en el marco de piedra, señaló la mesa con un gracioso gesto y me dijo:

—Tome asiento, por favor y ¡buen provecho! Espero que me perdone el hecho de no acompañarle, pero ya he comido y no tengo la costumbre de cenar tan tarde.

Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había confiado. El conde la abrió y la leyó con gesto serio. A continuación, me la devolvió con una encantadora sonrisa en el rostro, para que yo también pudiera conocer el contenido de esta.

Al leer uno de los pasajes quedé muy complacido.

«…Lamento muchísimo que un ataque de gota, de lo que sufro con mucha frecuencia, me haya impedido venir a verle. Sin embargo, me place haberle podido mandar un eficiente sustituto, en quien deposito mi más total confianza. Es joven, enérgico, con talento y sobre todo muy fiel. Él estará a su entera disposición y seguirá todas sus instrucciones durante su estancia en el castillo…»

El conde se adelantó y destapó una fuente, y al momento ya estaba saboreando un pollo asado excelente, acompañado con un poco de queso y ensalada, y para beber, una botella de Tokay añejo, del que tomé un par de copas; esta fue mi cena.

Mientras yo disfrutaba de aquel ágape sin igual, el conde se dedicó a inquirir detalles del viaje, y yo le conté todas mis experiencias vividas hasta mi llegada al castillo.

Acabé de cenar y de explicarle mi viaje al mismo tiempo, y accediendo a sus deseos, acerqué un sillón al fuego y me puse a fumar un puro que él me ofreció; de nuevo se excusó por no fumar él también. Esta fue la ocasión perfecta para estudiar con detalle su persona, y descubrí un rostro de rasgos exageradamente marcados.

Tenía un rostro enérgico, aquilino, de nariz delgada con un puente muy alto y ventanas arqueadas; la frente despejada y muy poco cabello alrededor de las sienes, en cambio, en el resto de la cabeza era abundante. Tenía espesas cejas, casi unidas sobre la nariz. Bajo el espeso bigote asomaba una boca de aspecto cruel, con agudos y blancos dientes, que sobresalían de los labios. Su piel mostraba un brillo y una vitalidad anormal y asombrosa a la vez para alguien de su edad. En cuanto al resto, sus orejas eran pálidas y en la parte superior, exageradamente puntiagudas, mostraba una fuerte barbilla y las mejillas firmes, aunque delgadas. La impresión general que uno tenía al observarle era la de una palidez supina.

Al principio solo estudié su rostro, pero después pasé a estudiar el dorso de sus manos cuando las tenía sobre las rodillas, y la luz del fuego las iluminaba, me parecieron finas y blancas, pero al verlas de cerca comprobé que había visto mal, pues eran bastas, anchas, de dedos cortos y gruesos, y con vello en el centro de las palmas. Sus uñas eran largas y afiladas. Al inclinarme, el conde me rozó con ellas y no pude impedir un sobresalto. Quizá se debiera a la digestión un tanto pesada de tan magnífica cena, pero la verdad es que sentí de pronto unas náuseas tan espantosas que me fue imposible disimular. El conde, al descubrir mi repulsión, retiró las manos. Y con una sonrisa un tanto lúgubre, me mostró claramente sus prominentes dientes. A continuación volvió junto a la chimenea. Permanecimos en silencio un buen rato y al mirar a través de la ventana al exterior, pude contemplar los primeros y tímidos brillos del alba. Una extraña calma se apoderó de aquel lugar, pero debido al excesivo silencio, escuché de nuevo el aullar de los lobos de allá abajo en el valle. Los ojos del conde chispearon al decirme:

—Atienda… ¡Son los hijos de la noche! ¡Qué gran música la que componen!

Y al ver mi extraña expresión, quiero pensar que es por eso, añadió:

—¡Ay, ustedes, gentes de ciudad, no saben apreciar los sentimientos de un cazador!

Después se puso en pie y me dijo:

—Estará muy cansado. Su dormitorio está listo y mañana podrá descansar hasta la hora que le plazca a usted. Yo tengo que ausentarme y hasta la tarde no regresaré. Así que mis deseos son que duerma bien y ¡que tenga un sueño feliz!

Y con una cortés reverencia me abrió la puerta de la sala octogonal, y yo entré en mi alcoba.

Me encuentro sumido en un mar de dudas. No entiendo, temo, pienso continuamente en cosas extrañas que me da vergüenza confesar. ¡Dios no me abandone, aunque solo sea por quien sé que me quiere de corazón!

7 de mayo.— Ya es el segundo amanecer en estas tierras lejanas y misteriosas, pero he podido reponer fuerzas y disfrutar durante veinticuatro horas. He dormido hasta tarde y me he despertado yo solo. Una vez aseado, he ido a la habitación donde cené en compañía del conde: el desayuno estaba dispuesto, se trataba de platos fríos variados y una cafetera que conservaba el café humeante, pues estaba estratégicamente colocada junto a la chimenea. Sobre la mesa, descubrí una nota, que decía:

«Debo ausentarme. No me espere. D.»

De forma que tomé asiento y gocé de una opípara comida. Seguidamente, busqué algún tipo de timbre para avisar a alguna persona del servicio; no lo encontré en ningún sitio. Está claro que esta casa tiene defectos un poco raros, que se contradecían con el ambiente de lujo y riqueza que se respiraba en ella. La cubertería de oro, trabajada artesanalmente, debía tener un gran valor. Las ropas con que estaban confeccionadas las cortinas, los sillones, el sofá y los colgantes de mi cama eran de lo más precioso que jamás había visto hasta entonces. Sin embargo, ninguna de las habitaciones tiene espejo, y tampoco en mi tocador, claro; así que he tenido que usar mi espejito de viaje para asearme esta mañana.

Después de desayunar —no sé si desayuno o cena, pues era ya muy entrada la tarde— busqué algo interesante para leer. No encontré nada en toda la habitación; ni libro ni periódico, ni siquiera algo para poder escribir unas líneas. Así que abrí otra puerta y vi con gusto una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta de enfrente pero me fue imposible; estaba cerrada con llave.

En la vieja biblioteca encontré, para mi sorpresa, gran cantidad de libros ingleses, largos estantes llenos de revistas y periódicos encuadernados. Hojeé algunos.

En el centro de la estancia había una mesa con montones de revistas y periódicos ingleses, pero todos muy antiguos. Los libros trataban muy distintas materias: historia, geografía, política, economía, educación y costumbres inglesas, entre muchos otros.

Mientras miraba con curiosidad aquellos libros, se abrió la puerta y entró el conde. Me saludó cordialmente; me manifestó que esperaba que hubiese dormido bien y prosiguió:

—Me alegro que haya encontrado la forma de entrar en esta habitación, pues estoy convencido de que aquí hay muchísimas cosas de interés para usted. Estos amigos —y puso la mano sobre unos libros— han sido buenos compañeros míos, y durante muchísimos años, desde que decidí que quería irme a vivir a su encantador país, han estado junto a mí, proporcionándome muchos momentos muy agradables. Gracias a ellos, he llegado a conocer Londres a la perfección, y conocerlo es amarlo. Ansío recorrer las concurridas calles de su inmensa ciudad, meterme en el bullicioso torbellino de las gentes que van y vienen, compartir sus vidas, sus cambios, sus muertes y todo aquello que les hace ser seres humanos. Pero, ¡qué desgracia!, hasta ahora solo he podido aprender su lengua a través de los libros. Desearía que usted me enseñase a hablarla bien.

—Pero, conde, ¡usted habla el inglés perfectamente, no necesita mejorarlo! —repuse, mientras él hacía una ligera inclinación.

—Gracias, amigo mío, por una estimación tan aduladora, pero creo que aún tengo mucho que aprender. Es cierto que conozco la gramática y el léxico, pero carezco de fluidez al hablarlo.

—No es verdad —dije—. Yo si le oyera hablar y no supiera quién es, pensaría que es usted inglés.

—No creo —respondió el conde—. Sé perfectamente que si fuera a Londres, todos verían por mi habla y mi acento que soy extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble. El pueblo me trata como su señor. En cambio, un extranjero en un país que no es el suyo, no es nadie; la gente no le conoce, y nadie se interesa por aquello que no conoce ni su existencia. Con ser como los demás, yo ya me conformaría, de forma que nadie se parase al verme, ni callase al oírme, para después decir: «¡Bah, un extranjero!». Después de tantos años, ahora no podría dejar de vivir como un noble, al menos, que nadie llegara a darme órdenes. Usted no solo ha venido aquí como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para informarme sobre mi novísima propiedad en Londres. Debe quedarse conmigo —al menos así lo espero— algún tiempo, para que así yo pueda mejorar el acento inglés, durante nuestras charlas. Le ruego que me corrija cualquier error, por pequeño que sea. Siento no haber podido estar con usted durante todo el día; espero que sepa excusar a quien, como yo, lleva entre manos, negocios tan importantes.

 

Le dije que en efecto, me hallaba a su entera disposición y le pregunté si podía entrar en aquella biblioteca siempre que lo quisiera.

—Por supuesto que sí —y añadió—: Puede pasearse por todo el castillo, sin embargo, no debe usted entrar en las estancias cerradas con llave, además usted mismo ya no desearía verlas. Las cosas son como son por muchas circunstancias, si usted supiera todo lo que yo sé, lo entendería rápidamente.

—No lo dudo —respondí, y el conde prosiguió—: Esto es Transilvania, no Inglaterra. Nuestras costumbres son muy diferentes de las que tienen allí, y aquí verá muchas cosas que le parecerían raras. Solo tiene que acordarse de sus aventuras durante el viaje, para comprender cómo pueden llegar a ser las cosas de extrañas por aquí.

Estuvimos mucho tiempo hablando sobre esto. Y como estaba claro que el conde deseaba hablar, le hice una larga serie de preguntas sobre las cosas que más me habían llamado la atención hasta entonces. A veces disimulaba y cambiaba de tema con el falso pretexto de que no me comprendía bien del todo aunque, pareció ser muy sincero, en general. A medida que pasaba el tiempo, nos fuimos animando, y me atreví a preguntarle acerca de algunas de los fenómenos extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué razón el cochero iba siempre hacia donde percibíamos llamas azules, y si era verdad que aquellas brillaban como señal de que allí se encontraba oro escondido. Entonces, él me dijo que se trataba de una leyenda popular que explicaba que, en cierta noche del año, todos los malos espíritus se adueñan del mundo, y que anoche era la fecha en que sucedía esta creencia popular y se suponía que cada tesoro escondido se detectaba por una llama azul que emergía de los lugares en cuestión.

—Seguramente —continuó— uno de esos tesoros tienen que hallarse escondido por la región que usted atravesó anoche; pues fue el campo de batalla donde durante muchos siglos lucharon valacos, sajones y turcos. No hay una sola pulgada de tierra en toda esta región que no haya sido abonada con sangre humana, tanto de invasores como de defensores. Los patriotas salían a recibirlos —hombres y mujeres, viejos y niños—; esperando su llegaba en lo alto de las rocas, en los pasos, lugares donde provocaban avalanchas artificiales y destruían al enemigo. Si el invasor triunfaba, encontraba muy poca cosa, pues enterraban todo aquello que tuviese valor.

—Pero —pregunté—, ¿cómo pueden permanecer esos tesoros escondidos todavía si la gente ve las llamas azules?

El conde sonrió, mostrando sus encías al descubierto; y también aquellos largos, agudos y caninos dientes.

El conde respondió:

—¡Los campesinos son gente ignorante!

Esas llamas solo aparecen una vez al año. Y en esa noche, ninguno de ellos sale de casa si no tiene necesidad; de lo contrario, no sabrían qué hacer, pues con la luz del día no se puede precisar el punto exacto de la llama. Seguro que usted no se atrevería a pasar de noche por allí nuevamente para buscar el tesoro.

—No se equivoca —declaré—. Soy igual de ignorante que un muerto.

Después charlamos sobre otros temas.

—Vamos, hábleme de Londres —dijo el conde—. Explíqueme qué tal es lo que usted me ha conseguido allí.

Una vez me hube excusado por mi falta de tacto profesional, me dirigí hacia la habitación para traerle los documentos que se encontraban en mi maleta. Al cruzar la estancia, vi que la mesa había sido levantada y la lámpara, encendida. Las luces del estudio y de la biblioteca también lo estaban, y el conde se encontraba echado en el sofá, leyendo nada menos que una Guía inglesa de Bradshaw. Al entrar yo, quitó los libros y papeles que había sobre la mesa, y nos pusimos a comentar los planos, escrituras y todo tipo de cifras. El conde se mostraba profundamente interesado por todo aquello, haciéndome muchísimas preguntas sobre la finca y sus contornos. Y por cómo se interesaba, pude ver que ya había estudiado anteriormente todo lo tocante a los alrededores de aquella casa; tanto que resultó saber más que yo de ese negocio. Al hacerle esa observación, me respondió con un tono de absoluta seguridad:

—Es verdad, amigo mío, ¿no cree usted necesario que esté bien informado? Piense que yo iré solo a Londres, sin la compañía de mi amigo Jonathan Harker, quien no podrá estar allí para corregirme y asesorarme, pues se hallará en Exeter, a muchas millas de distancia; trabajando sobre otros documentos judiciales, que le proporcione mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No tengo razón?

Estudiamos a fondo el negocio de la compra de una finca de Purfleet. Tras haberle dado todos los detalles, y de que firmara los documentos necesarios, comenzó a hacerme preguntas de cómo había conseguido una finca tan sumamente interesante, así que yo le repetí todas aquellas notas que hice por entonces y que expongo seguidamente:

«En Purfleet, yendo por una carretera secundaria, descubrí una finca con un anuncio ruinoso de “en venta”, la cual me pareció que tenía todo lo que usted pedía. Se halla circunvalada por un alto muro, de piedra antigua, que lo hace, a la vista, muy sólido, aunque al encontrarse muy deteriorado, necesita algunas reparaciones. Las verjas son de roble y hierro oxidado. Son diez hectáreas de terreno, con tantos árboles que, muchos rincones adquieren un aspecto lúgubre. Hay un pequeño lago, de difusa imagen y profundo fondo, que se alimenta, probablemente, de algún manantial, pues el agua es clarísima y fluye en una corriente de un caudal bastante apreciable.

»La finca se llama Carfax, cuyo nombre proviene de Quatre face (Cuatro Caras), que son las que tiene la casa, en relación con los cuatro puntos cardinales.

»La casa es muy grande, y con trazas de muy distintas épocas, incluso la medieval. Uno de los lados es de piedra gruesa y las pocas ventanas que tiene, son con barrotes y están situadas en la parte superior, como si en el pasado hubiera constituido parte de un castillo. Muy cerca se encuentra una vieja capilla, donde me fue imposible entrar, pues no disponía de las llaves. Pero he tomado varias fotografías desde diversos ángulos. La casa fue construida más tarde, de forma irregular, y su extensión no puedo dársela con exactitud, pero debe de ser muy grande. Hay pocas casas vecinas; solo vi un caserón, que en la actualidad es un manicomio privado. Sin embargo, este queda oculto desde los jardines de Carfax».

Cuando terminé de leer, el conde manifestó:

—Cuánto me alegro de que la casa sea grande y vieja. Yo mismo pertenezco a una antigua familia, y si tuviera que vivir en una casa moderna me moriría. Y después de todo poco falta para hacer un siglo. También me gusta la idea de que haya una capilla adosada. A nosotros, los nobles de Transilvania, no nos gusta que nuestros huesos puedan ser mezclados con los de los muertos corrientes. Nunca busco la alegría ni el bullicio, tampoco el intenso brillar del sol y de las aguas chispeantes que agradan tanto a la juventud de ahora. Ya no soy joven. Mi corazón, después de tantos años de luto por sus muertos, ya no siente afición hacia el júbilo. Además, los muros de mi castillo se han derruido, todo ha sido invadido por las sombras, que son muchas y constantes; el viento frío atraviesa soplando las desmoronadas murallas almenadas. Soy amante de la quietud y la oscuridad; me apasionan las tranquilas sombras, y me gustaría hallarme solo con mis pensamientos siempre que pudiera.

De alguna forma, sus palabras y su aspecto se contradecían. Quizá se trataba de la expresión de su boca, que daba un aire malicioso a toda su cara.

Al poco rato se excusó por tener que marcharse de nuevo, pero antes me pidió que arreglara todos los documentos. Pasó cerca de una hora, así que empecé a hojear algunos de los libros de la biblioteca, en los que ya me había fijado antes. Tuve en mis manos un atlas, que estaba abierto, evidentemente, por la página donde se hablaba de Inglaterra, muy manoseado, con círculos marcados, como si se consultara muy a menudo.