Drácula y otros relatos de terror

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Los aullidos se crecían más coléricos a medida que la puerta se abría. Entonces vi claramente que pelear con el conde habría sido inútil, pues él era demasiado poderoso y contaba con aliados muy fieros con los que yo no podía enfrentarme de ninguna forma. Pero la puerta continuaba abriéndose poco a poco y solo el conde tapaba el boquete, que se hacía cada vez mayor. Entonces se me ocurrió, de manera instintiva, que este podía ser el momento ideal para terminar conmigo. Deseaba entregarme a los lobos, y debido a mi propia instigación. Algo había en esa idea de diabólica perversidad, muy digna de una persona como Drácula. A sabiendas de que se trataba de mi última salvación, grité:

—¡Cierre la puerta! ¡Aguardaré hasta mañana!

Y seguidamente me cubrí la cara con las manos, pues lógicamente me hallaba humillado y hundido. Por mis párpados comenzaron a circular de forma trepidante un raudal de lágrimas de amargo desencanto. El conde cerró la puerta, dando un fuerte portazo y aquellos enormes cerrojos chirriaron de nuevo resonando su eco por todo el vestíbulo.

Ambos regresamos en silencio a la biblioteca y a los pocos minutos fui a mi habitación. La última estampa que tuve del conde Drácula aquella noche, fue mandándome un beso. En su mirada se reflejaba un brillo de victoria y una sonrisa que habría llenado de orgullo a Judas en el infierno.

En mi habitación, a punto de irme a la cama, escuché un cuchicheo al otro lado de la puerta, y me acerqué sigilosamente para no hacer ruido. Si mis oídos no me engañaban, oía la voz del conde que con acento de mando, ordenaba:

—¡Atrás, atrás! ¡A vuestro lugar! Aún no es vuestra hora. Aguardad. Tened paciencia. ¡Mañana por la noche, será vuestro!

A estas desesperantes palabras siguió un débil y apagado murmullo de risas. Presa de una cólera repentina, abrí la puerta de golpe, y me encontré con las tres terribles mujeres, que ya se relamían los labios de gusto. Tan solo verme lanzaron una terrible carcajada al unísono y después huyeron.

Volví a mi habitación y caí con fuerza sobre mis rodillas. ¿Tan cerca estaba mi fin? ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Señor, Dios mío, ayúdame a mí, y a los míos!

30 de junio, por la mañana.— Probablemente sean estas las últimas palabras de mi corto Diario. He dormido poco antes de amanecer y al despertarme he vuelto a caer de rodillas, pues he decidido que si la Muerte viene a buscarme, me encontrará preparado.

Enseguida noté el sutil cambio que se respira en la atmósfera cuando llega el día. Después escuché el omnipresente canto del gallo, con el que tuve la sensación de que me encontraba a salvo. Cuando abrí la puerta, mi corazón palpitaba de alegría y bajé corriendo al vestíbulo. La noche anterior había visto que aquella puerta no estaba cerrada con llave, por lo que pensaba que ahora tenía la salvación en mi mano.

Tembloroso de impaciencia, descorrí los pesados cerrojos y solté la cadena.

Pero la puerta no se abrió. Me sentía vencido. Me aferré a la puerta, tirando y tirando de ella con todas mis fuerzas hasta que chirrió, a pesar de ser maciza. Quise examinar la cerradura, pero no descubrí nada donde poner mis esperanzas, pues el conde se preocupó la noche anterior de cerrarla a conciencia.

Entonces, sentí un deseo imparable de lograr esa llave a cualquier precio, así que volví a escalar la pared para poder entrar de nuevo en la estancia del conde. Probablemente aquello suponía anticipar el momento de mi muerte, pero la verdad es que me daba igual. Sin ni siquiera una pausa para madurar la idea, subí corriendo hacia la ventana oriental, luego por el muro, igual que el día anterior, hasta la habitación del conde. No apareció nadie para detenerme; tenía vía libre. El montón de oro seguía en su sitio. Crucé la puerta del rincón, descendí por la escalera de caracol y recorrí el tétrico pasadizo hasta alcanzar la vieja capilla. Ahora sabía con certeza dónde encontrar al monstruo trasnochador que buscaba.

El ataúd se encontraba intacto desde mi última visita. La tapa, colocada sin ajustar, y los clavos ya dispuestos para ser clavados. Yo sabía que tenía que registrarle si quería conseguir la deseada llave. Levanté la tapa, apoyándola junto a la pared. Entonces contemplé algo que me llenó de espanto.


Allí yacía el conde, pero estaba bastante rejuvenecido, pues sus cabellos y bigote ya no eran blancos, sino de un color gris oscuro. Sus mejillas estaban más repletas y bajo su pálida tez parecía tomar un color más sonrosado; sus labios rojísimos, debido a las gotas de sangre fresca que resbalaban en hilillos desde la boca hasta la barbilla. Hasta aquellos ojos hundidos y ardientes, ahora parecían incrustados en un rostro hinchado, ya que los párpados y las bolsas de debajo estaban abotargados. Era como si todo el cuerpo que protegía a aquel terrible individuo estuviera ebrio de sangre: descansaba como una nauseabunda sanguijuela repleta y exhausta por el festín. Sentí escalofríos al tocarlo, todos mis sentidos fueron presas de asco y náuseas. Pero si no le registraba, estaba perdido. La noche siguiente mi cuerpo, con toda seguridad, se convertiría en el exquisito banquete de aquel terrible terceto «femenino». Le toqué por todas partes, pero no encontré ninguna llave. Después me detuve a observar al conde. Una sonrisa burlona se le dibujaba en aquel rostro abotargado, que estuvo a punto de hacerme volver loco. Aquel era el ser a quien yo estaba ayudando a trasladarse a Londres, donde con toda seguridad durante muchos siglos futuros saciaría su sed de sangre entre los millones de habitantes y donde se haría un nuevo círculo de semidemonios que se cebarían con los desvalidos. Solo pensarlo... un deseo imperioso por librar al mundo de semejante monstruo, me invadía. Cómo no tenía a mi alcance ninguna arma mortífera, cogí una pala, seguramente, la misma con la que los zíngaros removían la tierra, y levantándola en alto, golpeé con el filo aquel rostro despreciable. Pero al hacerlo, el conde volvió su cabeza y unos diabólicos ojos se clavaron en mí con toda la envenenada ira de una víbora. Aquella visión me paralizó de espanto. El golpe de pala tan solo le produjo un corte muy superficial en la frente. El objeto, para él inofensivo, cayó de mis manos al otro lado del ataúd. Quise cogerla, pero el filo de la hoja se enganchó con el borde de la tapa que cayó justo encima del horrible monstruo, y así desapareció de mi vista. La imagen que conservo es la de una cara hinchada y salpicada de sangre por todas partes, que me miraba con una maliciosa sonrisa digna del mismísimo Satanás.

Pensé y pensé, buscando una solución, pero parecía que el cerebro me fuera a explotar y aguardé durante algún tiempo mientras mi desesperación iba in crescendo. De lejos, se oía una canción gitana, una melodía alegre que se acercaba al compás de un rodar de ruedas pesadas y el restallar de unos látigos. Los zíngaros y los eslovacos de los que me había hablado antes el conde, estaban cada vez más cerca, así que eché un último vistazo a mi alrededor, y al ataúd con aquel cuerpo ruin, salí de allí y llegué a la habitación del conde, decidido a huir rápidamente en el mismo instante que abrieran la puerta. Intenté poner más atención y entonces, escuché el chirrido de una llave en la cerradura que provenía del fondo de la escalera, y luego cómo se abría la enorme puerta principal. Había otro sistema para entrar, que yo no sabía o alguien tenía la llave de una de las puertas. Entonces se escuchó el ruido de muchas pisadas que desaparecían produciendo un eco metálico. Di media vuelta para correr hacia las criptas, donde tenía la esperanza de hallar una nueva entrada. Pero en aquel momento la puerta que daba a la escalera de caracol se cerró de golpe, quizá debido a la fuerte corriente de aire que había allí abajo, y creó una enorme nube de polvo. Me abalancé sobre la puerta con la esperanza de que se abriera, pero la encontré herméticamente encajada. De nuevo era prisionero y las redes de la desgracia y de la fatalidad se cerraban sobre mí cada vez con mayor ímpetu.

Mientras escribo esto escucho como si el corredor de abajo fuera invadido por innumerables pisadas y también el sordo estrépito de grandes objetos que caen pesadamente al suelo; son, sin duda, las cajas con sus cargamentos de tierra. Se oyen martillazos: están colocando los clavos a las cajas. Ahora vuelvo a oír las fuertes pisadas recorriendo el vestíbulo y otras más suaves que van al mismo paso que las anteriores.

Alguien está cerrando la puerta, pues puedo escuchar el chasquido de las cadenas y el chirriar de la llave al encajar en la cerradura. Ahora sacan la llave, después abren y cierran otra puerta. Ruido continuo de llaves y cerrojos que acabarán por sacarme de quicio.

Oigo abajo, en el patio y por el camino pedregoso, el rodar de pesadas carretas, el restallido de látigos y el coro de los zíngaros que se pierde a lo lejos.

Ahora estoy completamente solo en el castillo con esas terribles mujeres. ¿Qué, mujeres? Mina es una mujer y no tiene nada en común con esas… ¡Son diablesas del infierno!

No pienso permanecer a solas con las tres. Haré todo lo posible por reptar por el muro mucho más lejos que las veces anteriores. Cogeré algunas monedas de oro, por si lo necesito después. Nunca se sabe, quizá encuentre la forma de escapar de este horripilante lugar.

¡Y si lo consigo, no pienso detenerme hasta Inglaterra! ¡Cogeré el primer tren! ¡Lejos de este maldito lugar, de esta maldita tierra, donde el diablo y sus demoníacas criaturas todavía conviven con los hombres!

El precipicio es alto y abrupto, pero prefiero la compasión de Dios que la de estos seres monstruosos. En el fondo de este abismo un hombre puede morir y descansar… como tal.

 

¡Adiós a todos! ¡Mina!

Capítulo V

Carta de la señorita Mina Murray

a la señorita Lucy Westenra

9 de mayo

Querida Lucy:

Te pido disculpas por la tardanza en escribirte, pero he estado ahogada de trabajo estos últimos meses. La vida de una maestra auxiliar con frecuencia resulta muy asfixiante.

No sabes cuan grande es mi deseo de abrazarte, y pasear por la costa para hablar sin trabas de nuestras cosas y de nuestros proyectos. He estado trabajando el doble últimamente, porque quiero equipararme con el ritmo de estudio de Jonathan, de manera que dedico a la taquigrafía mucha más atención y tiempo. Cuando nos casemos podré serle de gran provecho y si consigo dominar el sistema a la perfección, después podré pasar sus apuntes a máquina. Para practicar un poco, a veces nos escribimos en taquigrafía y él lleva un diario taquigrafiado de todos sus viajes en el extranjero. Cuando venga a verte, llevaré un diario semejante, en el cual pueda escribir todo lo que desee. Supongo que esto, para muchos, no tiene importancia, pero tampoco es mi intención que la tenga. A lo mejor, algún día se lo enseñe a Jonathan, si es que hay algo interesante que valga la pena contarle, pero más que nada será un cuaderno para practicar la escritura. Probaré hacer como los periodistas: entrevistas, descripciones, e intentar recomponer conversaciones oídas. Me han dicho que, practicando un poco, puede recordarse todo lo acontecido y oído a lo largo del día. Eso ya lo veremos. Te contaré todos mis pequeños proyectos cuando nos veamos. Acabo de recibir unas rápidas líneas de Jonathan desde Transilvania. Dice que se encuentra bien y que estará de vuelta en una semana, más o menos. Aguardo con ansia su regreso, para que me cuente todas sus experiencias. Debe resultar muy interesante visitar países exóticos como ese. Espero que algún día los viajes los hagamos juntos... o sea, Jonathan y yo. Son más de las diez. Hasta pronto.

Te quiere,

Mina

[P.S.] Cuéntame en tu próxima carta todas las novedades. No sé nada de ti desde hace mucho tiempo. He oído algunos rumores, y sobre todo de ¿un joven alto, apuesto y de pelo rizado?

Carta de Lucy Westenra

a Mina Murray

Chatham Street, n.° 17

Miércoles

Queridísima Mina:

Me siento obligada a responderte por tacharme injustamente de escribirte poco. Te he enviado dos cartas desde que nos despedimos y con esta, ya son tres; mientras que las tuyas solo han sido dos. Por otra parte, no tengo nada nuevo que contarte. Nada que pueda interesarte. Ahora la ciudad está muy acogedora, y salimos mucho a visitar galerías de arte y damos paseos por el parque a pie y a caballo. En cuanto al guapo joven alto y de pelo rizado, supongo que se trata del chico que estuvo conmigo en el último concierto. Está claro que alguien ha estado contando cuentos. El joven en cuestión es el señor Holmwood. Nos frecuenta muy a menudo y se lleva muy bien con mamá: tienen muchas cosas en común y charlan amigablemente. No hace mucho conocimos a un joven que te iría muy bien, si no fuese porque estás comprometida con Jonathan. Es un partido magnífico: muy guapo, rico y de buena clase social. Es médico y muy inteligente.

¡Figúrate! Tiene tan solo veintinueve años y ya es director de un manicomio enorme. Me lo presentó el señor Holmwood. A raíz de lo cual nos visitó un día, y ahora viene a saludarnos con frecuencia. A mi juicio, es uno de los hombres con más empuje que conozco y además, muy tranquilo, diría que casi imperturbable. Sus pacientes deben estar muy satisfechos de tenerlo como médico. Tiene la curiosa costumbre de mirar fijamente a los ojos, como queriendo adivinar el pensamiento del que habla. Conmigo lo intenta muchas veces, pero yo me río de caer muy difícilmente en una de estas pruebas de telepatía. Mina, ¿has probado alguna vez de leer la expresión de tu cara? Yo, sí y puedo decir que no está mal y es más complicado de lo que parece, si no se ha ensayado nunca. Nuestro amigo dice que para él soy un curioso pasatiempo psicológico; sin modestia creo que así es. Como bien sabes, la moda no me interesa demasiado, así que no puedo contarte en detalle las últimas tendencias. El vestir es un agobio. O en el nuevo argot, un tostón, palabra que Arthur usa mucho… ¡Vaya, qué he dicho! Bueno eso es todo. Siempre nos hemos contado nuestros secretos desde que éramos muy niñas, Mina; juntas, hemos comido y dormido y también hemos reído y llorado juntas, y ahora que he empezado a hablar, quiero contarte algo más. ¡Oh, Mina! ¿No lo adivinas? Le amo. Me ruborizo mientras lo escribo, pues aunque creo que él también me ama, aún no me lo ha dicho. Pero, yo le amo, Mina, ¡le amo! Ahora después de contártelo me siento liberada. Ojalá estuviéramos juntas, en bata frente al fuego. Entonces intentaría expresarte lo que siento. Ni siquiera sé cómo te escribo esto. Tengo miedo de pararme, porque seguramente rompería la carta y no quiero frenar este deseo tan apremiante. Quiero decírtelo todo. Escríbeme rápido, y dime qué opinas de todo esto. Mina, tengo que dejarlo ya. Buenas noches. Bendíceme en tus oraciones y reza por mi felicidad.

Lucy

[P.S.] No hace falta que te diga que no se lo digas a nadie. Confío en ti. Buenas noches otra vez.

L.

Carta de Lucy Westenra

a Mina Murray

24 de mayo

Mi querida Mina:

¡Gracias, gracias, de nuevo por esta carta tan cariñosa! ¡Era tan delicioso poder contar lo que guardaba mi corazón sabiendo que me comprenderías!

Querida, estas cosas no ocurren con frecuencia pero cuando vienen, nunca lo hacen solas. Cuánto saben los proverbios. Aquí me tienes, con casi veinte años y hasta ahora nadie se había atrevido a declararme su amor; y sin embargo hoy lo han hecho tres… ¡Figúrate! ¡Tres declaraciones en un solo día! ¿No te parece increíble? En realidad, siento tristeza por los otros dos… Pero soy tan dichosa al mismo tiempo. ¡Tres declaraciones! Aunque, por lo que más quieras, no se lo cuentes a nadie, pues si algunas de las chicas se enterasen, harían correr toda clase de comentarios inverosímiles, llegarían hasta creerse despechadas si el primer día de su presentación en sociedad no reciben como mínimo, seis declaraciones ¡Algunas son tan orgullosas! Tú y yo, Mina querida, estamos comprometidas y no tardaremos mucho en convertirnos en sensatas señoras casadas, así que podemos renunciar al orgullo.

Bueno, voy a hablarte de los tres jóvenes, pero debes guardarme el secreto, querida, y no contárselo a nadie, a excepción, claro está, de Jonathan. Sé que a él se lo contarás, porque yo en tu lugar, no vacilaría en decírselo a Arthur, pues una mujer no debe tener secretos para su marido, ¿no crees, querida? Y además le debe ser absolutamente fiel. A los hombres les gusta que las mujeres, y con más razón sus esposas, sean igual de fieles que ellos. Pues bien queridita mía, el primero fue el doctor Seward, el del manicomio, un hombre de firme mandíbula y hermosa frente. Aunque parecía muy distante, se hallaba muy nervioso. Se notaba que había estado ensayando toda clase de pequeños detalles que seguía al pie de la letra. Pero estaba a punto de sentarse sobre su sombrero de copa, hecho que delataba su nerviosismo; después, queriendo aparentar tranquilidad, comenzó a jugar con una lanceta de forma que casi me pongo a reír. A continuación, se puso a hablarme con sinceridad, diciendo que me adoraba aunque hacía muy poco tiempo que me conocía. Había hecho planes sobre lo que sería nuestra vida en matrimonio y me confesó lo profundamente desgraciado que le haría si le rechazaba, pero al verme llorar reconoció que había sido un grosero y que no deseaba hacerme más daño. Después, interrumpió la conversación para preguntarme si podría tener alguna esperanza con el tiempo. Cuando moví la cabeza le temblaron las manos y después, un poco temblando, me preguntó si mi negativa se debía a la existencia de otro hombre. Lo hizo muy delicadamente, asegurándome que no era su intención arrancarme una secreto; sino únicamente saberlo, pues si el corazón de una dama está libre, el hombre todavía puede tener esperanzas de que algún día le acepte. Entonces, Mina, me sentí obligada a decirle que existía alguien más. Solo le dije eso. Él se puso en pie, me miró fijamente a los ojos y con gesto grave cogió mis dos manos y me pidió que fuese feliz, añadiendo que si alguna vez necesitaba un amigo, podía contar con él. ¡Ay Mina!, no puedo contener las lágrimas. Perdona por la cantidad de borrones que hay en la carta. Es francamente bonito que se le declaren a una mujer, pero una se siente realmente mal cuando ve a un hombre, que la ama sinceramente, marcharse con el corazón destrozado. Saber que aunque él aparente negarlo vas a desaparecer de su vida para siempre. Querida, ahora debo acabar. Me siento muy triste, pero también muy feliz.

Por la noche

Arthur acaba de marcharse, y ahora me siento mucho más animada. Ya se ha esfumado la tristeza que me invadía cuando dejé de escribirte, de modo que seguiré contándote todo lo que me sucedió aquel día. Pues bien, querida, el número dos llegó mientras yo almorzaba. Se trata de un joven muy simpático, un americano de Tejas y parece tan joven que resulta difícil de creer que haya estado en tantos lugares y haya tenido tantas aventuras como él cuenta. El señor Quincey P. Morris me encontró sola, tomó asiento a mi lado con una sonrisa en la cara y no sé por qué percibí su nerviosismo. De inmediato, cogió mi mano y dijo con extremada dulzura:

—Señorita Lucy, sé perfectamente que no soy digno de atarle los cordones de sus zapatitos, pero creo que si espera hasta hallar al hombre que realmente lo sea, cuando tire la toalla, deberá unirse al grupo de las siete vírgenes prudentes. ¿No le gustaría que recorriéramos un largo camino juntos, unidos por un mismo yugo y con doble arnés?

Lo cierto es que estaba tan alegre y de tan buen humor que no fue tan duro rechazarle como al pobre doctor Seward. Le contesté bromeando que no sabía nada de todo lo concerniente a arneses y yugos, y que además no me sentía preparada para tirarme por un barranco pendiendo de una simple cuerda. Entonces, al ver que yo bromeaba, me contestó que quizá él había sido demasiado trivial, y que esperaba que si había cometido algún error, en un momento así, le perdonase. En verdad se puso tan serio al decírmelo que la alegría se me disipó. Pensarás que soy una coqueta insoportable, pero te mentiría si te digo que no me sentí un poco halagada por el hecho de hallarme ante el número dos de mis enamorados en el mismo día. Y seguidamente, querida, antes de que yo pudiera contestar, él comenzó a verter un torrente de frases amorosas, poniendo a mis pies, su alma y su corazón. Parecía tan serio al decirlo, que nunca volveré a pensar que porque un hombre esté muchas veces de broma no es capaz de ser serio a veces. Es cierto que él vio en mi rostro algo que le contuvo. De repente cambió y dijo en un tono tan varonil que si mi corazón hubiese estado libre, yo le habría amado por ello:

—Lucy, sé que es usted una joven sincera y franca. De lo contrario no le hablaría de esta manera. Dígame, con honradez, en confianza, ¿ama usted a otro? Si es así, jamás volveré a molestarla, aunque si me lo permite, seré un amigo fiel.

Querida Mina, ¿por qué son los hombres tan honestos cuando una mujer los desprecia? Me estaba burlando de un noble caballero. Me eché a llorar. Vas a creer que esta carta es sentimental en exceso, pero es que estaba realmente afectada. ¿Por qué una no podrá casarse con tres hombres o cuantos desee? Nos ahorraríamos infinidad de penas. Esto ha sido una barbaridad; no debería haberlo dicho. Me alegro porque a pesar de estar triste, tuve valor para mirarle a los ojos y decirle con honradez:

—Sí, amo a alguien, pero él todavía no me ha confesado su amor.

Hice bien en hablarle con franqueza, pues la cara se le iluminó, me cogió las dos manos —creo que fui yo quien las puso entre las suyas— y dijo en tono muy amistoso:

—Es usted muy valiente. Es preferible llegar tarde para conquistarla a usted, que llegar a tiempo para conseguir a cualquier otra. No llore, Lucy. Si es por mí, piense que estoy acostumbrado a los percances. Pero si ese tonto no sabe que la haría feliz, será mejor que la busque pronto o si no tendrá que vérselas conmigo. Retiró sus manos; se daba cuenta que había nerviosismo detrás de aquella valentía que mostraba.

—Señorita —siguió diciendo—, su sinceridad y decisión le han procurado un amigo, lo cual es más raro que un amante; al menos menos egoísta. Mi querida Lucy, voy a tener que recorrer solitario el arduo camino hasta el otro mundo. ¿Podría darme un beso? —Sé que su petición no encerraba ningún sentimiento oculto—. Iluminará mi soledad. Usted sabe que puede hacerlo si quiere. El otro debe ser un buen chico, de lo contrario usted no le amaría…

 

Por estas palabras se ganó mi simpatía, Mina, pues fueron merecedoras tratándose de un rival, y además perdedor; así que me incliné y lo besé. Él había vuelto a mis manos y cuando me miraba a la cara —temo que se me subieron los colores demasiado—, exclamó:

—Pequeña, estrecho su mano y usted me ha besado; si esto no nos hace amigos, nada podrá hacerlo nunca más. Gracias por su delicada honradez. Que Dios esté con usted.

Me apretó las manos, y tomando su sombrero salió de la habitación sin volver la vista, ni una lágrima, ni un temblor, ni una vacilación. Solo pensarlo, lloro como una niña. ¡Ay! ¿Por qué a un hombre como este he de hacerle desgraciado cuando muchas chicas besarían el suelo que pisa? Yo misma lo haría si fuese libre... aunque ni lo soy, ni quiero estarlo. Querida, todo esto me entristeció mucho, y en este momento no me siento con fuerzas para seguirte contando mi feliz historia. Así que no voy a hablarte del número tres hasta que haya retornado mi estado alegre de nuevo.

Te quiere siempre,

Lucy

P. S. Respecto al número tres, no hace falta que te hable de él, ¿verdad? Además, fue una cosa tan confusa; me pareció que solo había pasado un segundo desde que entró en la habitación a cuando me rodeaba entre sus brazos. Soy muy, muy feliz, y no sé qué he hecho para merecerlo. Solo procuraré, de ahora en adelante, demostrar mi gratitud al Cielo por poner en mi camino semejante novio, semejante marido y semejante amigo.

Adiós.

Diario del Doctor Seward

(registrado en fonógrafo)

25 de abril.— Hoy, me siento desganado. No me apetece comer ni puedo descansar, así que solo escribo. Desde que recibí la negativa de ayer, me siento enormemente vacío; nada de este mundo me satisface. Como sabía la posible curación a este tipo de dolencias por mi profesión, fui a ver a alguno de mis pacientes. Escogí uno que me ofreció una información de interés. Tiene ideas muy estrafalarias; no se trata de un loco corriente, así que me he propuesto profundizar en el misterio de su caso. Mis preguntas cada vez son más trascendentales, pues deseo conocer el más mínimo detalle de su alucinación. He sido demasiado cruel obrando de esta manera, ahora me doy cuenta, pues deseé que se ciñera a su locura, cosa que intento soslayar siempre con mis pacientes.

R. M. Renfield, 59 años. Temperamento sanguíneo; gran fuerza física; patológicamente excitable; períodos de depresión que culminan en una idea fija que no llego a comprender. Imagino que el propio temperamento sanguíneo y la influencia perturbadora llegan a provocar su alienación mental.

Potencialmente peligroso; creo que también egoísta. Para estos, la precaución es una coraza para defenderse de sus enemigos y de ellos mismos. Lo que opino de este punto es que cuando el eje es el punto fijo, la fuerza centrípeta se equilibra con la centrífuga; cuando se trata de un deber, causa… esta última fuerza es la que vence, y solo un accidente o una serie de ellos puede restablecerla.

Carta de Quincey P. Morris

al honorable Arthur Holmwood

25 de mayo

Querido Art:

Nos hemos relatado historias cerca del fuego del campamento en la pradera, nos hemos cicatrizado las heridas el uno al otro, después de intentar desembarcar en las Marquesas y hemos brindado en las orillas del Titicaca. Todavía tengo historias que contarte, heridas que cicatrizar, y brindis que realizar. ¿Te gustaría hacerlo nuevamente junto al fuego de nuestro campamento mañana por la noche? No dudo en invitarte, pues sé que cierta dama también está invitada y que tú estás libre. Y vendrá alguien más, nuestro viejo camarada del Corea, John Seward, y los dos queremos compartir nuestras lágrimas y brindar por la salud del hombre más feliz del mundo, conquistando el corazón más noble que existe. Te aseguramos un caluroso recibimiento, un cálido saludo, y un brindis tan leal como tu propia mano derecha. Prometemos llevarte a casa si bebes sin medida a la salud de cierto par de ojos. ¡No falles!

Siempre tu amigo,

Quincey P. Morris

Telegrama de Arthur Holmwood

a Quincey P. Morris

26 de mayo.— Contad conmigo. Traigo noticias que harán que vuestros oídos os retumben.

Arthur