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Bocetos californianos

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–¿Y Lina?—preguntó don Jacobo con su clásica sonrisa.

Moreno de Calaveras ensayó una mirada picaresca para ocultar su embarazo, mas su débil fisonomía y su inteligencia turbada por el alcohol, carecían ya de expresión, y exclamó:

–¡El diablo me lleve! ¡Qué caramba! Un hombre debe tener un poco de libertad. En fin, ¿qué te parece si hiciéramos una partidita? Voy a perder o doblar este puñado de oro.

Jacobo Melín examinó con curiosidad a su presuntuoso contrincante. Quizá sabía que estaba predestinado a perder el dinero, y prefería que refluyese en sus propios cofres a que entrase en los de cualquier forastero; así es que asintió con un gesto, y acercó su silla a la mesa. En aquel mismo momento, llamaron a la puerta.

–Es Lina—dijo Moreno.

Jacobo descorrió el cerrojo, y la puerta se abrió; pero por vez primera en su vida perdió el aplomo, se levantó bamboleando, y una oleada de sangre enrojeció hasta la frente su pálida cara. Allí mismo, en su cuarto, estaba la señora de la diligencia de Wingdam, a quien Moreno, dejando caer las cartas, saludó, exclamando con ojos de asombro.

–¡Mi mujer!… ¡Cielos!

Se dice que la señora Moreno prorrumpió en llanto y reproches contra su marido; pero yo que le vi en 1857 en Marysville, no lo he creído jamás. La Crónica de Wingdam de la semana siguiente, bajo el título de «Escena conmovedora», decía:

«En nuestra ciudad, donde tan frecuentes son hechos e incidentes de todo género, ha tenido lugar ayer uno de los más tiernos y conmovedores que registra la historia de California. La esposa de uno de los más eminentes pionners de Wingdam, cansada de la caduca civilización del Este y de su ingrato clima, resolvió reunirse con su noble esposo en estas playas de oro, y sin noticiarle su intención, emprendió el largo viaje, llegando hará cosa de unos ocho días. El júbilo del marido más es para imaginado que para descrito. Dícese que el encuentro fue indescriptiblemente dramático. Esperamos que este ejemplo tendrá imitadores.»

Desde este hecho, sea por la influencia de la señora de Moreno o por especulaciones afortunadas, la situación financiera de Moreno mejoró notablemente. Al cabo de poco tiempo, compró la participación de sus socios en la mina Nip-y-Tack, con dinero, que se decía ganado al poker una semana o dos después de la llegada de su mujer, pero que los maldicientes, adoptando el criterio de la señora Moreno sobre la conversión de su marido, atribuían a Melín. Edificó y amuebló también la Wingdam House, que los atractivos de su esposa mantuvieron siempre rebosando de huéspedes; fue elegido miembro de la asamblea, hizo donativos a iglesias y se dio su nombre a una calle del pueblo.

Su carácter no participó, sin embargo, de tal prosperidad. Notose que a medida que se enriquecía tornábase pálido, flaco y malhumorado, y su recelo e inquietud crecían cuanto más aumentó la popularidad de su mujer. Él, el más mujeriego de los hombres, era celoso hasta lo absurdo. Según se cuchicheaba, si no se entrometía en la libertad social de su mujer, era porque, su primero y único ensayo de este género, había tenido por resultado una grave disputa con su señora, que le impuso el silencio, quieras que no. El bello sexo era el que tomaba parte más activa en estos chismes y se comprende, pues aquélla las había suplantado en las galantes atenciones de Wingdam, que, como todas las aficiones populares rendían culto de admiración al poder de la fuerza masculina o de la beldad femenina. Recordaré en su descargo, que desde su llegada había sido la inconsciente sacerdotisa objeto de un culto mitológico que no ennoblece más a su sexo que el peculiar de la antigua Grecia. Moreno sospechaba vagamente esto, y su único confidente era Jacobo Melín, cuya mala reputación le prohibía una amistad íntima con la familia y cuyas visitas no se repetían muy a menudo.

El verano enviaba todos sus rigores, y en una noche de luna, la señora Moreno, con sus rasgados ojos, sonrosada y bonita como siempre, estaba sentada en la plaza disfrutando el perfumado incienso de la brisa de la montaña, y de otro incienso no tan puro ni tan inocente, pues a su lado estaban sentados el coronel Estrella y el juez Roberto Bob, y un turista recién agregado a la reunión.

–¿Qué ve usted a lo lejos, en el camino?—preguntó el galante coronel, observando que desde hacía algunos minutos la atención de la señora Moreno se fijaba hacia aquel punto.

–Una nube de polvo—dijo con un suspiro la interpelada.—Veo el rebaño de la hermana Ana.

Los recuerdos literarios del militar no se remontaban más allá del periódico de la semana anterior, así es que lo comprendió al pie de la letra.

–No son ovejas—continuó,—es un jinete. Juez, ¿no es aquél el tordo de Jacobo Melín?

Pero el juez no lo sabía, y según indicó la señora Moreno, el aire era demasiado fuerte para más averiguaciones; de manera que tuvieron que retirarse.

El celoso marido estaba en la cuadra, donde generalmente se retiraba después de cenar. Quizá lo hacía para demostrar su desagrado a los compañeros de su esposa; tal vez a semejanza de tantas débiles naturalezas, encontraba un placer en el ejercicio del poder absoluto sobre animales inferiores. Experimentaba cierta satisfacción en amaestrar una yegua pía, a la cual podía pegar o acariciar a su antojo, lo que no podía hacer con su señora. Al penetrar en la cuadra, reconoció a cierto caballo tordo que acababan de entrar, y mirando un poco más allá vio a su dueño. Saludole cordial y sinceramente, correspondiendo Melín bastante hoscamente. Sin embargo, accediendo al importuno empeño de Moreno, le siguió por una escalera excusada, hasta un estrecho corredor, y de allí a un pequeño cuarto con ventana interior, sencillamente amueblado con una cama, una mesa, algunas sillas, látigos y un escaparate para escopetas.

–Ahí tienes mi casa—dijo Moreno, suspirando, echándose sobre la cama y haciendo seña a su compañero de que tomase asiento.—Su habitación está al otro extremo del edificio. Hace más de seis meses que no hemos vivido juntos ni nos hemos visto, fuera de las horas de comer. ¡Qué triste papel para el cabeza de familia! ¿verdad?—dijo con forzada risa;—pero me alegro de verte, Jacobo, me alegro inmensamente de verte.

E inclinose sobre el borde de la cama, para estrechar la mano de Melín, que permanecía mudo.

–He querido que subieses aquí, porque no quería hablarte en la cuadra; aunque eso lo sabe toda la ciudad. No enciendas la vela. Podemos hablar así, a la luz de la luna. Apoya tus pies en este sofá y siéntate aquí a mi vera. En ese jarro hay buen anís.

Jacobo no utilizó el aviso. Moreno de Calaveras volvió la cara hacia la pared y continuó:

–Nada me importaría si no la amase, Jacobo. Pero amarla y verla un día tras otro día seguir en este talante, como lo está haciendo, y que yo no ponga la más leve cortapisa… ¡esto es lo que me mata! Pero me alegro de verte, Jacobo, me alegro infinitamente.

Y tentó en la oscuridad, hasta que pudo estrechar la mano de su confidente. La hubiera retenido consigo, pero Jacobo la deslizó en su abrochada levita y preguntó con indiferencia cuánto tiempo hacía que aquello duraba.

–Desde que llegó, desde el mismo día en que entró en la Magnolia. Yo a la sazón fui un torpe, Juan, y ahora soy un torpe también; pero no supe cuánto la amaba hasta el presente. Y ya no es la misma mujer.

Mas no es esto todo; de otra cosa quería hablarte, y me alegro de que hayas venido. No se trata tan sólo de que no me ame, y coquetee con el primero que se presenta, pues tal vez jugué su amor y lo perdí, como hice con todo lo demás en la Magnolia, y acaso la coquetería es natural en ciertas mujeres; esto no sería grave, sino para los bobos que se dejaran seducir. Pero, amigo… creo que ama a otro. No me dejes, Jacobo, no me dejes; si tu pistola te molesta, tírala.

Hace cosa de seis meses que la veo inquieta y triste, y como nerviosa y taciturna. Y a veces, la he sorprendido mirándome tímida y compasiva. Se comunica con alguien. He observado que ha recogido sus cosas… vestidos, dijes y joyas. Jacobo, yo creo que prepara una fuga. Y te juro que eso no lo soportaría. Todo, menos que se escurra como un alevoso ladrón.

Apoyó fuertemente su cara en la almohada, y por algunos momentos no se oyó otro ruido que el tic-tac del reloj, encima de la mesa. Melín encendió un puro y se acercó a la abierta ventana. La luna ya no iluminaba el cuarto, y la cama y el que la ocupaba quedaron en las tinieblas.

–¿Qué resolver, Jacobo?—dijo una voz profunda.

La contestación centelleó pronta y claramente.

–Buscar al hombre y matarlo en el acto.

–¡Jacobo!

–¡Quien ama el peligro, perecerá en él!

–¿Pero esto me la devolverá?

Jacobo no contestó, pero se alejó de la ventana, con ánimo de retirarse.

–No te vayas aún, Jacobo; enciende la vela y siéntate a la mesa. Cuando menos, será un placer para mí no verte ocupar este sitio.

El confidente titubeó y consintió al cabo, sacando del bolsillo una baraja. Revolviola, mirando de soslayo a la cama. Pero Moreno tenía la cara vuelta hacia la pared. Cuando Melín hubo barajado, cortó y puso una carta al lado opuesto de la mesa, hacia la cama, y otra a su lado en la mesa destinada a él. La primera era un as; la suya un rey. Barajó y cortó. Esta vez al dummy11 le tocó una sota y a él un cuatro. Animose para la tercera vuelta. Le tocó a su adversario un as y sacó otra vez un rey para sí.

–De tres, dos—dijo Jacobo en alta voz.

–¿Qué es eso, Melín?—preguntó Moreno.

 

–Nada.

Probó después Melín la suerte con los dados, pero siempre tiró a seises y su supuesto adversario a ases.

–Esto es sorprendente—exclamó el autojugador.

Mientras tanto, alguna influencia magnética latente en la presencia de Jacobo, o el anodino de la bebida, o acaso ambas cosas a la vez, mitigaron el dolor de Moreno, que quedó dormido. Acercó entonces Melín su silla a la ventana, y contempló la ciudad de Wingdam, a la sazón pacíficamente dormida bajo sus duras siluetas y chillones colores, armonizados por la luz que la luna derramaba sobre el panorama. En medio del nocturno silencio, oíase el murmullo del agua en los canales y el suspiro del aire en los pinos de la selva vecina. Alzó los ojos al firmamento, en el momento que una estrella se corría a través del negro cielo, tras de ella otra, y otra cruzó rauda después, dejando tras sí un rastro luminoso. El fenómeno sugirió a Jacobo un nuevo augurio.

–Si dentro de unos quince minutos cayese otra estrella…

Reloj en mano permaneció en aquella posición el doble de aquel intervalo de tiempo, pero el fenómeno no se repitió. En el campanario dieron las dos y Moreno dormía todavía. Melín se acercó a la mesa y sacó de su bolsillo un billete que leyó a la luz vacilante de la vela. No contenía más que una sola línea, escrita en lápiz con letra femenina.

«Espera en el corral con el boghey a las tres.»

Moreno se agitó desasosegado y por fin despertó.

–¡Jacobo! ¿Estás ahí?

–Sí.

Te suplico no te marches aún. Soñaba ahora, soñaba en los pasados tiempos; Susana y yo nos casábamos otra vez y el sacerdote, Jacobo, era… ¿Sabes quién era? ¡Tú!

Melín se rió y sentose sobre la cama, con el papel en los dedos.

–¿Es buena señal?—preguntó Moreno.

–Ya lo creo: di, compadre, ¿no sería mejor que te levantases?

Moreno de Calaveras se levantó con la ayuda de la mano que Melín le ofrecía.

–Creo que fumas.

Moreno tomó maquinalmente el cigarro que le alargaba.

–¿Fuego?

Jacobo arrolló la carta en espiral, la encendió y ofreciola a su amigo. Quedose con ella entre los dedos, hasta que se hubo consumido, y tiró el cabo que como fulgurante estrella, cayó ventana abajo. Siguiolo con la vista y se volvió luego hacia Moreno.

–Compadre—dijo poniendo sus manos sobre los hombros de su amigo,—en seis minutos me planto en el camino y me desvanezco como esa llama. No volveremos a vernos, pero antes de que me marche toma el consejo de un loco. Liquida todo cuanto tengas y llévate a tu mujer lejos de este sitio. No es lugar para ti ni para ella. Anúnciale que debe partir: oblígala a que se vaya, si no quiere de buen grado. No te lamentes de no ser un Sócrates ni ella un ángel. Acuérdate de que eres hombre y trátala como a una mujer. No seas torpe. Abur.

Desprendiose de los brazos de Moreno y saltó por las escaleras abajo como un gamo. Una vez en la cuadra tomó por el cuello al medio dormido mozo y le empujó contra el muro.

–Pon la silla al instante a mi caballo, o te…

La disyuntiva era terrible y fácil de entender.

–La señora dijo que enganchase el boghey para usted—tartamudeó el infeliz.

–¡Al diablo el boghey!

El tordo fue ensillado tan rápidamente como las nerviosas manos del asombrado mozo pudieron manejar las correas y hebillas.

El mozo, quien, como todos los de su clase, admiraba el empuje de su fogoso patrón, y realmente se interesaba en su suerte, no pudo menos de preguntar:

–¿Ocurre algo, señor?

–¡Quítate de ahí!

El mozo se apartó tímidamente. Sonó un latigazo y una blasfemia, pateó el caballo y Jacobo caminaba ya a trote tendido.

Un momento después, a los ojos somnolientos del mozo no era más que una movediza nubecilla de polvo en el horizonte hacia donde una estrella, separándose de sus hermanas, dejaba un rastro luminoso.

Los moradores a orillas del camino de Wingdam, oyeron, al amanecer, una voz vibrante como la de la alondra, cantando por la llanura. Los que dormían se revolvieron en sus toscos lechos para soñar en la juventud, en el amor y en la vida. Campesinos de tosca cara y ansiosos buscadores de oro, ya en el trabajo, cesaron en sus faenas y se apoyaron en sus picos para escuchar a este romántico aventurero que, destacando a la luz de la rosada aurora, cabalgaba al paso castellano.

CAROLINA

(EPISODIO DE FIDDLETOWN)

I

En la población de Fiddletown se la consideraba por todo el mundo como una mujer bonita. Su buena figura, realzada por una espléndida mata de cabello castaño se caracterizaba por un hermoso color y cierta gracia lánguida que le prestaban un no sé qué interesante y distinguido. Vestía siempre con gusto y para Fiddletown era la última moda. No tenía más que dos defectos: uno de sus aterciopelados ojos, examinado de cerca, se desviaba ligeramente, y manchaba su mejilla izquierda una pequeña cicatriz causada por una gota de vitriolo, felizmente la única de un frasco entero que le había arrojado una celosa rival, con la aviesa intención de desfigurar tan bonito jeme. Sin embargo, cuando el observador alcanzaba a notar la irregularidad de su mirada, quedaba por lo general incapacitado para criticarla y no faltaba quien pretendía que la mancha de su mejilla le añadía mayor seducción y donaire. El joven editor de El Alud, de Fiddletown, sostenía reservadamente que era un hoyuelo disimulado y al coronel Roberto le recordaba las tentadoras pecas de los tiempos de la reina Ana, y más especialmente a una de las más hermosas y malditas mujeres, sí, ¡malditas sean! en que jamás se hayan podido fijar ojos humanos. Era una criolla de Nueva Orleáns. Dicha mujer tenía una cicatriz, un costurón que le cruzaba (a fe que es verdad), desde el ojo derecho a la boca. Y esta mujer, amigo, le penetraba a uno… amigo, le enloquecía… verdaderamente le condenaba el alma con su maldita fascinación. Un día le dije:

–Celeste, ¿cómo demonio se te hizo esa maldita cicatriz? A lo que me contestó:

–Roberto, a ningún blanco más que a usted lo contaría; esta cicatriz me la hice yo con toda intención, me la hice yo misma, a fe.

Estas fueron sus propias palabras; puede que ustedes las tomen por una solemne impostura; pero yo puedo aportar todas las pruebas de que es verdad.

La población masculina de Fiddletown estaba o había estado enamorada de ella en su mayor parte. De este número, como una mitad creía que su amor era correspondido, con excepción de su propio esposo que mantenía ciertas dudas respecto a ello.

El caballero que disfrutaba de esta infeliz distinción se llamaba Galba. Habíase divorciado de su excelente esposa para casar con la sirena de Fiddletown. También ésta se había divorciado, pero murmurábase que algunas experiencias previas de esta formalidad legal la hacían menos inocente y acaso más egoísta, sin que de ello se infiriese que le faltaba ternura ni que estuviera exenta del más elevado sentimiento moral. Uno de sus admiradores escribía con motivo del segundo divorcio: «el mundo egoísta no comprende todavía a Clara», y el coronel Roberto observaba que, excepción hecha de una sola mujer de la parroquia de Opeludas, en Luisiana, tenía más alma ella que toda la restante grey femenil. Y a la verdad, pocos podían leer aquellos versos titulados «Infelicissimus», que empezaban: «¿Por qué no ondea el ciprés sobre esta frente?» publicados por vez primera en El Alud, bajo la firma de Lady Clara, sin sentir temblar en sus párpados una lágrima de poética unción. Encendíase la sangre en generosa indignación al pensar que a la semana siguiente el Noticiero de Dutch Flat, contestó a la tierna pregunta con una chanza pobre y brutal, haciendo constar que el ciprés es una planta exótica y desconocida por completo en la flora de la comarca.

Precisamente esta tendencia a elaborar los sentimientos en forma métrica, y a entregarlos al mundo inteligente por medio de la prensa, fue lo que primero atrajo la atención de Galba, que por aquellos tiempos guiaba un carro de transportes con seis mulas entre Knight's Ferry y Stocktown. Así es que, impresionado por unos poemas que describían el efecto de las costumbres de California sobre un alma sensible y las vagas aspiraciones al infinito de un pecho generoso a la vista del cuadro desconsolador de la sociedad californiana, decidió buscar a la ignorada musa. Galba creía también sentir en su alma las secretas vibraciones de una aspiración superior que no podía satisfacer en el comercio del aguardiente y tabaco de que proveía a campesinos y mineros de los campamentos. Después de una serie de hechos que no es ésta ocasión de relatar, vino un breve noviazgo, tan breve que fue compatible con las previas formalidades legales, los casaron, y Galba trajo a su ruborosa novia a Fiddletown o Fideletown, como la señora de Galba prefería llamarla en sus poesías.

No fueron muy felices en el nuevo estado. Galba no tardó en descubrir que los ideales halagüeños que concibió mientras traginaba con sus mulas entre Stocktown y Knight's Ferry, nada de común tenían con los que a su mujer inspiraba la contemplación de los destinos de California y de su propio espíritu. Acaso por esto, el buen hombre, que no era muy fuerte en lógica, pegaba a su mujer, y como ella no era muy fuerte en materia de raciocinio, se dejó conducir por el mismo principio a ciertas infidelidades. Entonces, Galba se dio a la bebida y la señora a colaborar con regularidad en las columnas de El Alud. En esta ocasión fue cuando el coronel Roberto descubrió en la poesía de la señora Galba una semejanza con el genio de Safo y la señaló a los ciudadanos de Fiddletown en una crítica de dos columnas firmada «A. S.», que se publicó también en El Alud, apoyada en extensas citas de los clásicos. No poseyendo El Alud una colección de caracteres griegos, el editor se vio obligado a reproducir los versos leucádeos en letra ordinaria romana, con grandísimo disgusto del coronel Roberto e inmensa alegría de Fiddletown, que aceptó el texto como una excelente imitación de choctaw, lengua india que se supuso familiar al coronel, como residente en los territorios salvajes. En efecto, El Noticiero de la semana siguiente contenía unos versos muy libres, en contestación al poema de la moderna Safo, que se atribuían a la mujer de un jefe piel-roja, seguido de un brillante elogio firmado «A. S. S.»12

Las consecuencias de esta broma las explicó brevemente un número posterior de El Alud. «Ayer, decía, tuvo lugar un lance lamentable frente al salón Eureka, entre el digno Juan Flash, del Noticiero de Dutch Flat, y el tan conocido coronel Roberto. Cambiáronse dos disparos, sin que sufriesen daño alguno los contendientes, aunque se dice que un chino que pasaba recibió desgraciadamente en las pantorrillas varios perdigones que procedían de la escopeta de dos cañones del coronel. Así aprenderá John13 a ponerse, en lo sucesivo, fuera del alcance de las armas de fuego. Ignórase la causa que ha motivado el lance, aunque se susurra entre los que se suponen mejor enterados, que el origen inmediato del duelo, fue una conocidísima y bella poetisa, cuyas producciones han honrado a menudo las columnas de nuestra publicación.»

La actitud pasiva adoptada por Galba en estas circunstancias de prueba, se apreciaba con todo su valor en los campamentos.

–No puede darse mejor juego—decía un filósofo de altas botas y brazos hercúleos.—Si el coronel mata a Flash, venga a la señora de Galba; si Flash tumba al coronel, Galba queda vengado en lugar suyo. Así es que con un juego tal no se puede perder.

Aquella delicada coyuntura fue aprovechada por la señora de Galba para abandonar la casa de su esposo y refugiarse en el Hotel Fiddletown, con la sola ropa que llevaba puesta. Permaneció allí algunas semanas, en cuyo período, justo es reconocer que se portó con el más estricto recato.

Una hermosa mañana de primavera, la poetisa salió del hotel y se encaminó por un callejón hacia la franja de sombríos pinos que limitaban a Fiddletown. A aquella hora temprana los escasos transeúntes que discurrían por el pueblo, se paraban al otro extremo de la calle para ver la salida de la diligencia de Wingdam, y Lady Clara alcanzó los arrabales del campamento minero, sin que nadie reparase en ella. Allí tomó una calle transversal que corría en ángulo recto con la calle principal de Fiddletown y que penetraba en la zona del bosque de pinos. Era sin duda alguna la avenida exclusivamente aristocrática del pueblo; las viviendas eran pocas, presuntuosas y no interrumpidas por tiendas ni comercios. Allí se le juntó el coronel Roberto.

 

El hinchado y galante coronel, a pesar del apacible porte que habitualmente le distinguía, de su levita estrechamente ceñida, de sus apretadas botas y del bastón que, colgado de su brazo, se mecía garbosamente, no las tenía todas consigo. Sin embargo, Lady Clara se dignó acogerlo con amable sonrisa y con una mirada de sus peligrosos ojos, y el coronel, con una tos forzada y pavoneándose, se colocó a su izquierda.

–El camino está expedito—dijo el coronel.—Galba ha ido a Dutch Flat de paseo; no hay en la casa más que el chino y no debe usted temer molestia de ningún género. Yo—continuó con una ligera dilatación de pecho, que ponía en peligro la seguridad de los botones de su levita,—yo cuidaré de protegerla para que pueda usted recobrar lo que es de justicia.

–Es usted muy bueno y desinteresado—balbuceó la señora mientras proseguían su marcha.—¡Es tan agradable encontrar un hombre de corazón, una persona con quien poder simpatizar en una sociedad tan endurecida e insensible como la que nos ha tocado en suerte!…

Y Lady Clara bajó los ojos, pero no antes de que hubiese producido el efecto ordinario sobre su acompañante.

–Ciertamente, en verdad—dijo el coronel, mirando inquieto de soslayo por encima de sus dos hombros:—sí, realmente.

No notando, pues, a nadie que los viera ni escuchase, procedió en seguida a informar a Lady Clara de que la mayor pena de su vida había sido cabalmente el poseer un alma demasiado grande. Infinitas mujeres, cuyo nombre, como caballero, le dispensaría que no mencionase, muchas mujeres hermosas le habían ofrecido su amor, pero faltándoles en absoluto aquella cualidad, no podía corresponderles en manera alguna. Mas cuando dos naturalezas unidas por la simpatía desprecian igualmente las preocupaciones bajas y vulgares y las restricciones convencionales de una sociedad hipócrita, cuando dos corazones en perfecta armonía se encuentran y se confunden en dulce y poética comunión…

Pero aquí el discurso del coronel, en el que se notaba la influencia de los licores, se enturbió hasta hacerse ininteligible e incoherente. Posible fuera que Lady Clara hubiese oído en casos semejantes algo parecido y por lo tanto estuviese dispuesta a suplir las omisiones e incongruencias del maduro galán. Sea como fuere, las mejillas de la pareja del coronel conservaron el rubor virginal y la timidez consiguiente hasta que ambos llegaron al término de su jornada.

Constituía el final de la excursión una bonita aunque pequeña quinta recientemente blanqueada, y que se destacaba en agradable contraste sobre un grupo de pinos, algunas de cuyas primeras filas habían arrancado para dar lugar al muro que rodeaba un simétrico jardinito. Bañada en la luz solar y en completo silencio, tenía apariencia de nueva y deshabitada, como si acabasen de dejarla carpinteros y pintores. En la mitad del huerto, un chino cavaba imperturbable, pero la casa no daba otras señales de vida. El camino, como había dicho el coronel, estaba realmente expedito y la señora de Galba se paró junto a la reja. El coronel hubiera entrado con ella, pero le detuvo con un gesto.

–Vuelva a buscarme dentro de dos horas y tendré hecho mi equipaje—dijo tendiéndole la mano y con una semisonrisa en los labios.

Asiola el coronel y estrechola efusivamente. Tal vez la presión fue ligeramente correspondida, pues el galante coronel se alejó ahuecando su pecho y con paso triunfante, tan vigoroso como lo permitían la estrechez y altos tacones de sus botas. Cuando se hubo alejado convenientemente, Lady Clara abrió la puerta, escuchó por un momento desde la desierta entrada, y luego subió la escalera rápidamente, hasta llegar a su antigua habitación.

El aspecto del dormitorio no había cambiado desde la noche de su fuga. Su sombrerera, encima del tocador, como recordó haberla dejado al tomar su sombrero; sobre la chimenea un guante, que había olvidado en su huida; los dos cajones inferiores de la cómoda entreabiertos (no había cuidado de cerrarlos) y su alfiler de pecho y un puño sucio descansaban sobre el mármol de la mesa. No sé qué otros recuerdos se le ocurrieron; pero, de repente palideció, estremeciose y escuchó con el corazón palpitante y con la mano en la puerta; acercose al espejo, y entre tímida y curiosa, separó las trenzas de rubio cabello, de su sonrosada oreja, descubriendo una fea herida no bien restañada todavía. Contemplola largo tiempo, levantó indignada su cabecita, y la desviación de sus ojos aterciopelados se acentuó. Luego volviose, y lanzando una carcajada, despreocupada y resuelta corrió hacia el armario, donde colgaban sus preciosos vestidos, y los inspeccionó con visible excitación. De repente, vio que faltaba de su acostumbrado colgador uno de seda negro, y pensó desvanecerse; pero lo descubrió un instante después, tirado sobre una maleta, donde ella misma lo había echado. Por vez primera, estremeciose agradecida al Ser superior que protege a los atribulados. Luego, aun cuando el tiempo urgía, no pudo resistir la tentación de probar delante del espejo el efecto de una cinta de color de alhucema, sobre la chaqueta que a la sazón vestía. De repente, oyó junto a sí una voz infantil, y se detuvo nerviosa. La voz repetía:

–¡Mamá! ¡mamá!

La señora Galba se volvió súbitamente. Saltando en la puerta estaba una niña de seis a siete años. Su indumentaria, elegante en sus buenos tiempos, estaba rota y sucia, y el cabello, despeluznado y de un rojo subido, formaba un cómico tocado sobre su vivaracha cabecita. A pesar de todo ello, la niña era una monada. Un cierto aire de confianza en sí mismo que suele caracterizar a los niños que por mucho tiempo se creían abandonados, despuntaba a través de su timidez infantil. Debajo del brazo traía una muñeca hecha de harapos, al parecer de confección propia, y casi tan grande como ella; una muñeca de cabeza cilíndrica y facciones toscamente dibujadas. Un largo chal, que visiblemente pertenecía a una persona mayor, le caía de los hombros barriendo el entarimado.

Esta inesperada visita no complacía a la señora de Galba. La niña, de pie aún en el umbral, preguntó nuevamente:

–¿Es mamá?

Contestole secamente:

–No, no es mamá.

Y echó una severa mirada al arrapiazo.

La niña retrocedió unos pasos y luego, adquiriendo valor con la distancia, dijo en su habla característica:

–Vete, pues. ¿Poqué no te machas?

La señora de Galba miraba de soslayo el chal. De pronto, corrió a arrancarlo de los hombros de la niña, y dijo coléricamente:

–¿Quién te ha mandado tomar mis cosas, descarada?

–¿Es tuyo? ¡Entonces, tú eres mi mamá! ¿Verdad? ¡Tú eres mamá!—prosiguió con júbilo infantil.

Y antes de que Lady Clara hubiese podido evitarlo, había dejado ya caer la muñeca, y, agarrándole con ambas manos las faldas, se echó a bailar ante ella con sin igual desenfado.

–¿Cómo te llamas?—dijo Lady Clara fríamente, quitando de sus vestidos las pequeñas y no muy limpias manos de la niña.

–Tarolina.

–¿Tarolina?

… Tarolina.

–¿Carolina?

… Tarolina.

–¿De quién eres?—preguntó aún más fríamente para ahogar un incipiente temor.

–¡Caramba! soy tu niña—dijo la criatura sonriendo.—Tú eres mi mamá, mi nueva mamá. ¿No zabez, no zabez que mi otra mamá se ha marchado y que no volverá? Ya no vivo con mi otra mamá. Ahora tengo que vivir con papá y contigo.

–¿Hace mucho tiempo que estás aquí?—preguntó de mal humor Lady Clara.

–Me parece que hace tres días—contestó Carolina después de una pausa.

–¿Te parece? ¿No estás segura?—dijo con sorna Lady Clara.—¿Pues, de dónde viniste?

Los ojos de Carolina comenzaron a parpadear bajo este vivo examen. Con gran esfuerzo reprimió su llanto, contuvo un sollozo y dijo:

–Papá… papá me trajo de casa miss Simmons… de Sacramento, la semana última.

–¡Cómo! Acabas de decir hace tres días—replicó aquélla con severidad.

–Quise decir un mes—dijo entonces Carolina, completamente perdida en su confusión e ignorancia.

–No sabes lo que te pescas—exclamó a gritos Lady Clara, resistiendo al impulso de sacudir la figurita que tenía ante sí y de precipitar la verdad por medios de orden puramente material.

La rubia cabecita desapareció repentinamente en los pliegues del vestido de la señora de Galba, como esforzándose en extinguir el abrasado color de sus mejillas.

–Déjate de lloriqueos—dijo Lady Clara librando su vestido de los húmedos besos de la niña, y sintiéndose molesta por extremo.—Vamos, enjúgate la cara, vete y no incomodes. Escucha—prosiguió cuando Carolina se marchaba.—¿Dónde está tu papá?

11El supuesto jugador.
12En inglés ass, borrico.
13Nombre humorístico que se da a los inmigrantes chinos.