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Bocetos californianos

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–También ha partido… Está enfermo… Partió… (aquí titubeó) hace dos o tres días.

–¿Quién te cuida, niña?—dijo Lady Clara mirándola fijamente.

–John, el chino. Me vizto zola; John hace la comida y arregla las camas.

–Vete, pues, pórtate bien y no me fastidies ya—dijo Lady Clara recordando el motivo de su visita.—Espera, ¿a dónde vas?—añadió mientras la niña, arrastrando tras de sí su larga muñeca agarrada por una pierna, se disponía a subir la escalera.

–Me voy arriba a jugar y ser buena y no fastidiar a mamá.

–¡No soy tu mamá!—gritó la aludida, y luego volvió rápidamente a su dormitorio y cerró violentamente la puerta.

Continuando los preparativos, sacó del cuarto ropero un gran baúl y empezó a empaquetar su equipaje con enfadosa y colérica rapidez. Rasgó su mejor vestido al sacarlo del colgador, y por dos veces se arañó las blandas manos con ocultos alfileres, mientras mentalmente comentaba indignada el suceso que le ocurría. ¡Ah! entonces lo comprendía todo. Su alevoso marido había traído esta niña de su primera mujer, esta niña cuya existencia nunca pareció importarle, para insultarla, para ocupar su puesto. Sin duda, la primera mujer en persona la seguiría pronto allí, o tal vez tendría una tercera mujer de cabello rojo, no castaño sino rojo. Como es natural, la niña, Carolina, se parecía a su madre, y así, lo sería todo menos bonita. Quizá el enredo estaba preparado de antemano, acaso tenía a esta niña de cabello rojo, como el de su madre, en Sacramento, a una distancia conveniente, y preparada para traerla cuando fuese oportuno. Recordó entonces los asiduos viajes debidos, según decía él, a negocios. Acaso la madre estaba también allí; pero no, se había ido hacia el Este. No obstante, en su actual situación de ánimo, prefería descansar en la idea de que allí estaba. Experimentaba una vaga satisfacción en exagerar su estado de ánimo. Seguramente que jamás se había abusado de tan escandalosa manera de una mujer. Concluyó el cuadro de su mala fortuna. Yacía sola y abandonada, a la puesta de sol, en medio de las caídas columnas de un templo en ruinas, en actitud graciosa aunque melancólica, mientras que su marido se alejaba rápidamente, con una mujer de rojo cabello, pavoneándose a su lado en un lujoso carruaje tirado por un magnífico tronco. Apoyada sobre la maleta que acababa de llenar, compuso el plan del lúgubre poema de su desgracia. Abandonada, sola y pobremente vestida, encontrábase con su marido y la otra, radiante de sedas y pedrería. Imaginose a sí propia, muriendo tísica a causa de sus pesares, pero bella aún en su ruina y fascinando con sus postreras miradas al director de El Alud y al coronel Roberto, que la contemplaban con efusiva pasión… ¿Mas, dónde estaba, en tanto, el coronel Roberto? ¿Por qué no venía? El, por lo menos, la comprendía. El… y se rió otra vez con la indiferencia y ligereza de algunos momentos antes, y luego volvió de repente a la primitiva seriedad.

Y el duendecillo de cabello rojo, ¿qué estaría haciendo en aquellos momentos? ¿Por qué estaba tan quieta? Corrió silenciosamente la puerta, y entre la multitud de pequeños rumores y crujidos de la desierta casa, se le figuró oír una voz débil que cantaba en el piso de arriba. Recordó que éste no era más que un desván utilizado para cuarto de trastos viejos. Casi avergonzada de su acción, subió furtivamente las escaleras, y entreabriendo la puerta, miró hacia adentro.

Un rayo de sol penetraba en diagonal y entre inquietas motas por la única ventanilla del desván e iluminaba una parte del vacío y triste cuarto. En este rayo de sol vio brillar el cabello de la niña como si estuviera coronada por una aureola de fuego. Allí, con su enorme muñeca entre las rodillas y sentada en el suelo, parecía hablarle y no tardó Lady Clara en comprender que reproducía la entrevista ocurrida hacía unos instantes. Reprendió severamente a la muñeca, preguntándole sobre la duración de su estancia en la casa y acerca de la medición de los días y las semanas. Imitaba acertadamente las maneras de la señora de Galba y la conversación casi reproducía literalmente la anterior, con una sola diferencia. Después que hubo informado a la muñeca de que no era su madre, y terminada la entrevista, añadió cariñosamente: «Que si era muy güeña, muy güeña, sería su mamá y la daría un beso.»

A la malhumorada fugitiva, esta escena la afectó muy desagradablemente y la conclusión hizo que sus mejillas se tiñeran de carmín. Lo desamueblado del aposento, la luz a medias, la monstruosa muñeca, cuyo tamaño casi natural parecía dar a su falta de habla patético lenguaje, la debilidad de la única figura animada del cuadro, afectaron profundamente la sensibilidad de la mujer y la imaginación del poeta. En esta situación, no pudo menos de aprovecharse de la sensación y pensó en el hermoso poema que podría trazar con aquellos materiales, si el cuarto hubiese sido más oscuro y la criatura quedara más abandonada; por ejemplo: sentada al lado del féretro de su madre mientras gemía el viento por puertas y ventanas. Súbitamente, oyó pasos en el portal y reconoció el ruido del bastón del coronel resonando en el piso.

Saltó rápidamente la escalera y encontró al coronel en el recibidor, faltándole tiempo para hacerle la voluble y exagerada historia de su descubrimiento y la indignada relación de sus agravios.

–¡Oh! ¡no diga usted que el enredo no estuviese ya arreglado de antemano, pues sé que lo estaba!—decía a voces.—Y juzgue—añadió—del corazón del infame, que abandona a su propia hija, de un modo tan inhumano.

–¡Es una solemne desvergüenza!—tartamudeó el coronel sin la menor idea de lo que estaba diciendo.

Imposibilitado de encontrar motivo para la exaltación de su ídolo y de comprender su carácter, no sabía qué actitud tomar. Balbuceó, resolló, se puso grave, galante, tierno, pero de un modo tan necio e incomprensible que Lady Clara experimentó la dolorosa duda de que estuviese en su perfecto juicio.

–No vamos—dijo la señora de Galba con repentina energía contestando a una observación hecha en voz baja por el coronel, y retirando su mano de la vehemente presión de aquel hombre apasionado.—Es inútil; mi decisión está ya tomada. Es usted libre de mandar por mi maleta tan pronto como quiera; pero yo me quedaré aquí para poner frente a frente de este hombre la prueba de su infamia. Le pondré cara a cara con su villano proceder.

Estoy convencido de que el coronel Roberto no apreciaba en todo su valor la prueba convincente de la infidelidad y perversión acusada y demostrada hasta la evidencia por el albergue concedido a la hija de Galba en su propia morada. Sin embargo, entrole en seguida como un presentimiento vago de que un obstáculo imprevisto se oponía a la perfecta realización de los deseos de su romántico espíritu. Pero antes de que pudiera proferir palabra, Carolina apareció en el descanso de la escalera, contemplando a la pareja entre tímida y curiosa.

–Es aquéllo—dijo febrilmente Lady Clara.

–¡Ah!—dijo el coronel con repentino arranque de afecto y alegría paternales, chocantes por su falsedad y afectación.—¡Ah! ¡Bonita niña, bonita niña! ¿Cómo estás? ¿Estás bien, eh, hermosa? ¿Qué tal te va?

Volvió a cuadrarse el militar en elegante actitud y a dar vueltas a su junco, hasta que se le ocurrió que estos medios de seducción eran acaso inútiles para con una criatura de tan corta edad. Carolina, sin embargo, no se fijó en estos cumplidos, sino que sofocó más aún al caballero coronel corriendo a toda prisa hacia Lady Clara, buscando protección en los pliegues de su vestido. Sin embargo, el coronel no se dio por rendido, y arrebatado de respetuosa admiración, hizo notar la admirable semejanza del grupo con la «Madona y el Niño». Ella se rió locamente, pero ya no rechazó como antes a la niña. Sucediose una pausa embarazosa pero momentánea, y luego la señora de Galba, haciendo a la niña un gesto significativo, dijo en voz apenas perceptible:

–Adiós. No vuelva aquí, pero… Vaya al hotel esta noche.

Alargó su mano; el coronel se inclinó ante ella con galantería y se retiró.

–Estás segura—dijo la señora de Galba, ruborizada y confusa, mirando al suelo y como dirigiéndose a los rojos rizos, apenas visibles por entre los pliegues de su vestido,—¿estás segura de que serás güena si te permito quedarte aquí en mi compañía?

–¿Y me dejarás llamarte mamá?—preguntó Carolina, mirándola fijamente.

–¡Y te dejaré que me llames mamá!—respondió Lady Clara con forzada sonrisa.

–Sí—dijo Carolina con energía.

Entraron juntas en el dormitorio, siendo la maleta lo que más pronto llamó la atención de Carolina.

–¿Pero, mamá, te vas otra vez?—dijo con una ojeada rápida e inquieta y agarrándose a su falda.

–No…—dijo mirando por la ventana la interpelada.

–Entonces es que solamente juegas a irte—dijo Carolina riendo.—Déjame, pues, jugar a mí también.

Asintió Lady Clara y Carolina voló al cuarto vecino, reapareciendo con una cajita, en donde comenzó gravemente a empaquetar sus vestidos. Lady Clara observó que no eran muchos. Algunas preguntas respecto de ellos dieron motivo a nuevas respuestas de la niña, que en pocos minutos pusieron a la mamá al corriente de su corto pasado. Pero para obtener esto, la señora de Galba viose obligada a tomar a Carolina en su regazo, acariciando a la terrible criatura.

Aun cuando ya Lady Clara no se interesaba en las declaraciones de Carolina, permanecieron todavía algún tiempo en esta situación. Abandonada a sus pensamientos y deslizando los dedos por entre sus rojos rizos, dejó que la niña desatase toda su charla.

–No me tienes bien, mamá—dijo Carolina finalmente después de cambiar una o dos veces de postura.

–¿Pues, cómo he de tenerte?—preguntó la mamá, riendo entre divertida e incomodada.

 

–Así—dijo Carolina, y enroscándose pasó un brazo por el cuello de la señora de Galba y descansó la mejilla en su seno.–De esta manera, ¿verdad?

Acomodose nuevamente, acurrucose como un gatito, cerró los ojos y quedó dormida.

Por un buen rato, la mujer permaneció silenciosa en aquella postura, atreviéndose apenas a respirar, y luego fuese por motivo de alguna oculta simpatía nacida del contacto, o Dios sabe por qué, empezaron a estremecerla ciertos pensamientos. Acordose de un antiguo dolor que había resuelto apartar de su memoria durante años enteros; recordó días de enfermedad y desconfianza, días de punzante terror por algo que debió evitar… y que evitó con horror y pesar mortales; pensó en un ser que podría haber existido… también ella hubiera tenido un hijo de la edad de Carolina. Los brazos que se juntaban indiferentes en torno de la dormida criatura, comenzaron a temblar y a estrecharla convulsivamente. Y después, con un impulso profundo, potente, prorrumpió en sollozos, y atrajo hacia su seno a la niña una y otra vez, como si quisiese sustituirla a la que allí había guardado en otro tiempo. De este modo, la borrasca que la estremecía pasó deshaciéndose en un copioso llanto.

Algunas lágrimas cayeron sobre los rizos de Carolina, que se movió inquieta en su sueño. Pero otra vez la tranquilizó. ¡Era tan fácil hacerlo entonces! y permanecieron allí tan silenciosas y solitarias, que parecían formar parte de la solitaria y silenciosa morada. Sin embargo, como en esta última, alegremente iluminada por los rayos del sol, la apariencia de soledad y abandono no llevaba consigo la decadencia, la desesperación ni el abandono.

En el hotel de Fiddletown, el coronel Roberto esperó en vano toda aquella noche, y a la mañana siguiente, cuando el señor Galba regresó a su casa, la encontró vacía, sin habitantes y sin huella alguna del drama del día anterior.

II

Al tenerse noticia de que la señora de Galba había huido definitivamente, llevándose la hija de su marido, se conmovió todo Fiddletown, suscitándose sobre el caso diversidad de pareceres. El Noticiero de Dutch Flat, aludía abiertamente el «rapto violento» de la niña, con la misma desenvoltura y severidad con que había criticado las producciones de la poetisa. El público del sexo de Lady Clara, y una fracción del sexo opuesto, formado, sin embargo, por personas de poco carácter, adoptaba la opinión de tal periódico. Pero los más no deducían del acto consecuencias morales; les bastaba saber que la raptora había sacudido de sus primorosas zapatillas el encarnado polvo de Fiddletown; lamentaban más bien su pérdida que el crimen cometido. Pronto se desentendieron de Galba, el ofendido esposo y padre desconsolado, y pusieron en duda la sinceridad de su dolor; pero guardaron su cómica compasión para el coronel Roberto, abrumando a este hombre, hombre excelente, con intempestiva simpatía manifestada en las tabernas, salones públicos y otros lugares no menos inadecuados para demostraciones de tal género.

–Coronel, siempre fue inconstante esa mujer—decía un amigo compasivo, con afectado interés y plañidero tono,—y es natural que un día se haya escapado del animal de su marido; pero que le deje a usted, coronel, que realmente le haya burlado, esto es lo que no me puedo acabar. Y andan por ahí diciendo que estuvo usted rondando por el hotel toda la noche, y que se paseó por aquellos corredores y subió y bajó las escaleras, y como alma en pena vagó por aquella plaza, ¡y todo ello inútilmente!

Otro amigo no menos generoso y compasivo, vertió nuevo bálsamo en las heridas del chasqueado galán.

–Imagínese que esos deslenguados de por ahí pretenden que la señora consiguió de usted que cargase con su maleta y la niña desde la casa hasta el despacho de la diligencia, y que el galán que se marchó con ella le dio las gracias, ofreciéndole unas monedas y que le ocuparía a la primera ocasión porque le gustaba su trato… ¿por supuesto, que todo ello será una burda invención? Claro; ya sabré yo contestar a esos juzgamundos. Me alegro de haberle encontrado, pues la mentira corre que es una bendición.

Pero, felizmente para la reputación de Lady Clara, el criado chino de su marido, único testigo ocular de la fuga, refirió que sólo la acompañaba la niña. Añadió que, obedeciendo a sus órdenes, había hecho parar la diligencia de Sacramento y ajustado asiento para ambas, hasta San Francisco. La verdad es que el testimonio de Ah-Fe no era de ningún valor legal; sin embargo, nadie le puso tacha alguna.

Incluso los que más dudaban de la veracidad pagana, reconocieron en este caso la más desinteresada indiferencia por parte del chino. Y con todo, a juzgar por un pasaje hasta ahora desconocido de esta verídica crónica, se equivocaban de medio a medio.

Unos seis meses habían transcurrido desde la desaparición de la bella heroína. El chino trabajaba un día, como de costumbre, en el terreno de Galba, cuando dos mineros compatriotas suyos que pasaban provistos de largos palos y cestos, lo llamaron. Se entabló animada conversación entre Ah-Fe y sus hermanos mongoles, una de esas conversaciones características, parecidas a una disputa por sus precipitados chillidos, que hacen la delicia y provocan el desprecio de los inteligentes europeos, que no comprenden una sola palabra de aquellas elucubraciones. Así por lo menos juzgaban su jerigonza pagana el señor Galba, desde su mirador y el coronel Roberto que se acertaba a pasar. Este último los sacó lisa y llanamente de su camino con un puntapié, y el irritado Galba, con una blasfemia, tiró una piedra al grupo y lo alejó, pero no antes de que hubiesen trocado una o dos tirillas de papel de arroz amarillo con jeroglíficos y de pasar a manos de Ah-Fe un pequeño envoltorio. Abriolo Ah-Fe en la soledad de su cocina, y descubrió un delantal de niña, recientemente lavado y planchado. Llevaba en el ángulo del dobladillo las iniciales C. T. Escondiolo el chino en un pliegue de su blusa, y prosiguió lavando sus platos en el fregadero con cándida sonrisa de contento.

Unos días después, Ah-Fe se presentó a su señor.

–Yo no gustar Fiddletown: Yo muy enfermo. Yo marchar.

Galba lo mandó a todos los diablos. Ah-Fe lo contempló plácidamente y retirose decidido a poner en práctica su propósito.

Con todo, antes de marcharse de Fiddletown, encontrose por casualidad al coronel Roberto y se le escaparon algunas frases incoherentes que interesaron al militar. Cuando hubo terminado, el coronel le entregó una carta y una pesada moneda de oro.

–Si me trae una contestación duplicaré esto: ¿entiende, Ah-Fe?

Movió afirmativamente la cabeza. Otra entrevista tuvo lugar entre Ah-Fe y otro caballero, el joven editor de El Alud, entrevista igualmente casual y con idéntico resultado. Sin embargo, siento verme obligado a manifestar que al ponerse en camino, Ah-Fe rompió tranquilamente el sello de ambas cartas, y después de intentar leerlas al revés y de lado, las dividió por fin en cuadritos primorosamente cortados, y en tal disposición los vendió por una bagatela a un hermano amarillo con quien durante su camino tropezó. No es para descrita la pesadumbre del coronel Roberto al descubrir en la cara blanca de uno de estos cuadritos, que llegó a sus manos con la ropa blanca de la semana, la cuenta de su lavandero, y al adquirir el convencimiento de que los restantes trozos de la carta circulaban por igual método entre los clientes del lavadero chino de Fiddletown. No obstante, tengo la firme creencia de que este abuso de confianza encontró cumplido castigo en las dificultades que acompañaron la peregrinación de Ah-Fe.

Al dirigirse a Sacramento, fue por dos veces arrojado de la vaca de la diligencia abajo, por un caucasiano civilizado, pero borracho a más no poder, a quien la compañía de un fumador de opio hería en lo más vivo su dignidad. En Hangtown, un transeúnte le cascó para dar una sencilla prueba de la supremacía del blanco. En Dutch Flat le robaron manos muy conocidas por motivos también ignotos. En Sacramento lo arrestaron por sospecha de ser esto o lo otro y lo pusieron en libertad después de una severa reprimenda, probablemente porque no era lo que buscaban y entorpecía de esta manera el curso del procedimiento incoado. Ya en San Francisco, lo apedrearon los niños de las escuelas públicas; pero evitando cuidadosamente estos templos de la ilustración y del progreso, llegó por fin en relativa seguridad a los barrios chinos, donde los abusos contra él quedaban al menos inscriptos en los libros policíacos y arrostraban casi siempre la merecida sanción.

Sin pérdida de tiempo logró entrar en el lavadero de Chy-Fook como asistente, y el viernes próximo fue enviado con un cesto de ropa limpia a los varios clientes de la empresa.

Era una de esas tardes de nieblas, uno de estos días descoloridos, grises, que desmienten el nombre del verano para cualquiera, excepto para la exaltada imaginación de los ciudadanos de San Francisco. Ah-Fe trepaba por la larga colina de la calle de California, barrida por el viento; no se sentía la temperatura ni se distinguía el color en la tierra ni en el cielo; ni luz al exterior ni sombra por el interior de los edificios, sólo sí un tinte gris, monótono, universal, que se cernía por todas partes. Una febril agitación reinaba en las calles barridas por el viento, y en las casas reinaba una profunda quietud. Cuando el chino hubo llegado a la cima de la cuesta, la colina de la Misión se ocultaba ya a su vista y la fresca brisa del mar le daba escalofrío. Descargose de su cesto para descansar. Probablemente para su limitada inteligencia y desde el punto de vista pagano, el «clima de Dios», como solemos llamarlo, no brindaba con las dulzuras, suavidad y misericordia que se le atribuyen. Quizá el buen hijo del cielo confundiera ilógicamente los rigores de la estación con los de sus perseguidores, los niños de las escuelas, que libres a esta hora del instructivo encierro, eran mucho más audaces y atrevidos. De manera que siguió su camino apresuradamente, y volviendo una esquina, detúvose por fin delante de una casa y penetró decididamente en ella.

Precedida la casa en cuestión de un mezquino plantío de arbustos, con su terraza al frente, tenía por encima de ésta un feo balcón que quizá no había sido utilizado en la vida. Ah-Fe tiró de la campanilla; apareció una criada; echó una mirada a su cesto y lo admitió con repugnancia como si fuera un animal doméstico, molesto pero imprescindible. Ah-Fe subió silenciosamente las escaleras, entrose hacia el aposento delantero, dejó el cesto y esperó en el umbral.

Una mujer sentada a la fría y agrisada luz de la ventana, con una niña en la falda, levantose con indiferencia y se fue hacia el visitante. Inmediatamente, reconoció Ah-Fe a la señora de Galba, pero no se alteró ni un sólo músculo de su cara, ni sus oblicuos ojos se animaron al encontrarse plácidamente con los de su ex ama. Evidentemente, ella no lo reconoció, pues empezó a contar las piezas de ropa que llevaba. Pero la niña, examinándolo con curiosidad, profirió de repente un repentino grito de júbilo:

–¡Pero mamá, si es John! ¿No le conoces? Es el chino que teníamos en Fiddletown.

Los ojos hirientes de Ah-Fe brillaron por un instante con eléctrica conmoción. La niña palmoteó y le agarró por el vestido. El chino exclamó:

–Yo, John, Ah-Fe, todo es uno. Yo conocer a ti. ¿Qué tal va?

La señora de Galba dejó caer con espanto la ropa y mirole fijamente.

Como no sentía para él el cariño que avivaba la percepción de Carolina, no podía distinguirlo aún de sus congéneres. En un momento recordó la pasada pena, y con vaga sospecha de un peligro inminente, le preguntó cuándo se había marchado de la casa de su amo.

–¡Oh, mucho tiempo! Yo no gustar Fiddletown. No gustar Tlevelick. Gustar San Flisco. Gustar lavar. Gustar Carolina.

Agradó a la señora de Galba el laconismo de Ah-Fe, así es que no se detuvo a reflexionar la influencia que tenía en su buena intención y sinceridad el imperfecto conocimiento del idioma de Shakespeare. Pero dijo:

–Ruégole no diga a nadie que me ha visto.

Y sacó su limosnero.

El chino, sin mirarlo, vio que estaba casi vacío; sin escudriñar el aposento, observó que estaba pobremente amueblado, y sin apartar su vista del techo, notó que la señora y Carolina vestían con la mayor pobreza. No obstante, debo confesar que los largos dedos de Ah-Fe apretaron de firme el medio peso que aquélla le alargó.

Empezó luego a registrar los pliegues de su blusa entre extrañas contorsiones y muecas. Después de algunos momentos, sacó de Dios sabe dónde un delantal de niña, que colocó sobre el cesto, diciendo:

–Olvidar una pieza lavadero.

 

Y comenzó de nuevo su registro. Por último, el éxito coronó al parecer sus esfuerzos; sacó de su oreja derecha un pedazo de papel de seda pacientemente arrollado. Desdoblándolo cuidadosamente, descubrió por fin dos monedas de oro de a veinte dóllars, que alargó a la señora de Galba.

–Deja usted dinero encima bluló14 Fiddletown, yo encontrar monedas. Yo traer a usted en seguida.

–¡Pero yo no dejé dinero alguno encima del boureau, John!—dijo la obsequiada con sincero asombro. Debe haber equivocación. Serán de otra persona. Llévatelo, John.

Ah-Fe se turbó por unos instantes. Apartó la mano de la señora de Galba que le tendía el dinero y procedió rápidamente a recoger sus trastos.

–No, no, yo no devolver. No. Luego prenderme un policeman15. Yo sé: Dios maldiga ladrón, tomar cuarenta pesos, a la cárcel. Yo no devolver. Usted dejar dinero arriba bluló Fiddletown. Yo traer dinero. Yo no llevar dinero otra vez.

Dudaba Lady Clara de que en su precipitada huida hubiese dejado el dinero como él decía; pero, de cualquier manera que fuese, no tenía el derecho de poner en peligro la seguridad de este honrado chino, rehusándolo; así es que exclamó:

–Está bien, John. Me quedaré con él; pero has de volver a verme.

Lady Clara titubeó. Por vez primera se le ocurrió que un hombre pudiera desear ver a otra que no fuera ella.

–¡A mí, y… a Carolina!

El rostro de Ah-Fe se iluminó. Incluso profirió una corta risa de ventrílocuo, sin mover un sólo músculo facial. Luego, echándose la cesta al hombro, cerró cuidadosamente la puerta y se deslizó tranquilamente por la escalera. Sin embargo, a la salida, tropezó con una dificultad inesperada al abrir la puerta, y después de forcejear un momento en la cerradura inútilmente, miró en torno suyo como esperando quien le sacara del apuro. Pero la camarera irlandesa que le había facilitado la entrada, no se dignó presentarse. Pasó entonces un incidente misterioso y sensible, que relataré sencillamente sin esforzarme en darle una explicación. Sobre la mesa de la entrada había un pañuelo de seda, propiedad sin duda de la criada a quien acabo de referirme. Mientras Ah-Fe tentaba el cerrojo con una mano, descansaba ligeramente la que le quedaba libre en la mesa. De pronto, y al parecer por impulso espontáneo, el pañuelo comenzó a deslizarse poco a poco hacia la mano del chino. Desde la mano de Ah-Fe, siguió hacia dentro de su manga, lentamente y con un movimiento pausado, como el de la serpiente, y luego desapareció en alguno de los repliegues de su vestidura. Sin manifestar el menor interés por este fenómeno, Ah-Fe repetía aún sus tentativas sobre el cerrojo. Poco después, el tapete de damasco encarnado, movido acaso por igual impulso misterioso, se recogió lentamente bajo los dedos de Ah-Fe y desapareció ondulando con suavidad por el mismo escondido camino. ¿Qué otros misterios podrían haber seguido? Esto no sería fácil averiguarlo, pues en aquel momento descubrió Ah-Fe el secreto del cerrojo y pudo abrir la puerta, coincidiendo esto con el ruido de pasos que se oía en la escalera. El chino no apresuró su salida, sino que cargando pausadamente con el cesto, cerró con todo cuidado la puerta tras de sí, y penetró en la espesa niebla que se cernía impenetrable por la calle.

Reclinada en la ventana, contempló Lady Clara la figura de Ah-Fe hasta que desapareció en la espesa bruma. En su triste situación sintió por él vivo reconocimiento, y acaso Lady Clara, como siempre, poética y sensible, atribuyó a profundas emociones y a la conciencia satisfecha de una buena acción, el ahuecamiento del pecho del chino que en realidad era debido a la presencia del pañuelo y del tapete debajo de su vestimenta. Después, y a medida que con la noche, la neblina gris se hacía más densa, la señora de Galba estrechaba a Carolina contra su pecho. Dejando la charla de la criatura, siguió entre sentimentales recuerdos y egoístas consideraciones a la vez amargas y peligrosas. La repentina aparición de Ah-Fe la había unido de nuevo con su pasada vida de Fiddletown; la senda recorrida desde aquellos días era por demás triste y sembrada de abrojos; llena de dificultades y de espinas e invencibles obstáculos. Nada de extraño fue, pues, que por fin Carolina cesara repentinamente a la mitad de sus infantiles confidencias, para echar sus bracitos en torno del cuello de la pobre mujer, y suplicándola que no llorase pues se ponía triste.

Líbreme el cielo de emplear una pluma, que debe dedicarse siempre a la exposición de principios morales inalterables, en transcribir las especiosas teorías de Lady Clara sobre esta época y su conducta que defendía con sofísticas apologías, ilógicas deducciones, tiernas excusas y débiles paliativos. A la verdad, las circunstancias fueron muy crueles, agotándose prontamente su escaso caudal. En Sacramento tuvo ocasión de experimentar que los versos, aunque elevan a las emociones más sublimes del corazón humano, y merecen la mayor consideración de un editor en las páginas de un periódico, son insuficiente recurso para los gastos de una familia, aunque ésta no constase más que de una señora y de una niña de corta edad. Recurrió luego al teatro, pero fracasó completamente. Tal vez su concepto de las pasiones fuese diferente del que profesaba el auditorio de Sacramento, pero lo cierto es que su bella presencia, encantadora y de tanto efecto a corta distancia, no era para la luz de las candilejas bastante acentuada. Admiradores en su gabinete, no le faltaron; pero no despertó en el público afecto duradero. Entonces, recordó que tenía voz de contralto, de no mucha extensión y poco cultivada, pero sumamente dulce y melodiosa. Por fin, logró una plaza en un coro de capilla, sosteniéndola durante tres meses, muy en su provecho pecuniario, y según se decía, a satisfacción de los caballeros de los últimos bancos que volvían la cara hacia ella durante el canto del último rezo.

La tengo perfectamente grabada en la memoria. Un rayo de sol que descendía desde la ventana del coro de San Dives, solía acariciar dulcemente las tupidas masas de cabello castaño de su hermosa cabeza y los negros arcos de sus cejas, y oscurecía la sombra de las sedosas pestañas sus ojos de azabache. Daba gusto observar el abrir y cerrar de aquella boquita finamente perfilada, mostrando rápidamente una sarta de perlas en sus blancos dientecitos, y ver cómo sonrojaba la sangre su mejilla de raso: porque la señora de Galba era por demás sensible a la admiración que causaba y a semejanza de la mayor parte de las mujeres hermosas, se recogía bajo las miradas lo mismo que un caballo de carrera bajo la espuela del jinete.

No tardaron mucho en venir los disgustos. Me informó de todo una soprano (mujercita algo más que despreocupada en las cuestiones de su sexo). Anunciome que la conducta de la señora de Galba era poco menos que vergonzosa; que su vanidad era inaguantable; que si consideraba a los demás del coro como esclavos, ella, la soprano, quería que lo dijese claramente; que su conducta con el bajo el domingo de Pascua había atraído la atención de todos los fieles, y que ella misma había visto cómo el reverendo Cope la miraba dos veces durante el oficio; que sus amigos (los de la soprano), se habían opuesto a que cantara en el coro con una mujer que había pisado las tablas, pero que esto, para ella, todavía podía pasar. No obstante, sabía de buena tinta que la señora de Galba se había fugado de su marido, y que la niña de cabello rojo que algunas veces llevaba al coro, no le pertenecía. El tenor le confió un día, detrás del órgano, que la contralto poseía un medio para sostener la nota final de cada frase, al objeto de que su voz quedara por más tiempo en el oído del auditorio, acto indigno que sólo podía atribuir a un carácter vicioso e inmoral; que el tenor, dependiente muy conocido de una quincallería en los días laborables, y que cantaba los domingos, no estaba dispuesto a soportarla por más tiempo. Y sólo el bajo, un alemán pequeño, de pesada voz que debía avergonzarlo, defendía a la contralto y se atrevió a decir que tenían celos de ella, por poseer un buen palmito.

14Por bureau.
15Agente de policía.