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Bocetos californianos

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–El coronel Roberto ha muerto; por segunda vez ha enviudado su madre.

–¡Muerto!—repitió Carolina.

–Sí—contestó Príncipe,—su madrastra ha tenido la singular desgracia de sobrevivir a sus afectos más caros.

No pareció comprenderlo Carolina, pero Príncipe, sin dar explicaciones, se sonrió con dulzura.

Dos lágrimas temblaron al poco rato en los párpados de Carolina.

El señor Príncipe aproximó su silla hacia ella dulcemente.

–Temo—dijo con extraño brillo en su mirada y retorciendo las guías de su bigote,—temo que se preocupa usted demasiado del asunto. Pasarán algunos días antes que se le pida una resolución. Hablemos de otra cosa; supongo que no se resfrió ayer noche.

El rostro de Carolina adquirió con una sonrisa su gracia peculiar.

–¡Le pareceríamos sin duda tan alocadas!… ¡Y dímosle tanta molestia!…

–En manera alguna, se lo aseguro. Mis sentimientos de las conveniencias sociales—añadió con gazmoñería,—se hubieran alarmado quizá con cierta justicia si me hubiesen propuesto que ayudara a tres señoritas a salir de noche por la ventana de la clase, pero ya que se trataba de entrar nuevamente en ella…

Sonó con fuerza la campanilla de la puerta de entrada y el señor Príncipe se puso en pie.

–En fin; tómese todo el tiempo que necesite, y reflexione bien antes de resolver.

Sin embargo, el oído y la atención de Carolina estaban fijos en las voces que sonaban en la entrada. De repente, se abrió la puerta y el criado anunció:

–La señora Galba y el señor Robinson.

V

Don Juan Príncipe se dirigía a través de los arrabales del pueblo hacia el hotel, mientras el tren de la tarde lanzaba en un silbido su habitual e indignada protesta al tener que pararse en Génova.

Estaba fatigado y de mal humor: un paseo de una docena de millas en coche a través de los pueblos circunvecinos nada pintorescos, y por entre pequeñas y económicas casas de labranza y otros edificios del campo que molestaban su delicado gusto, había dejado a este caballero en un pésimo estado de ánimo. Habría incluso evitado a su taciturno posadero a no acecharle en la entrada misma del hotel.

–Hay una señora en la sala que le está esperando.

Apresurose Príncipe a subir la escalera, y al entrar en el cuarto, la señora de Ponce voló a su encuentro.

A decir verdad, habíase desmejorado mucho en los últimos diez años. Su arrogante talle habíase reducido; las seductoras curvas de su busto y espaldas estaban quebradas o perdidas; el brazo, antes lleno de plasticidad, encogíase en su manga, y los brazaletes de oro que cercaban sus níveas muñecas casi se le escurrieron de las manos, cuando sus largos y huesosos dedos sacudieron convulsivamente las manos de Juan. Pintaba sus mejillas el abrasado calor de la fiebre; sus brillantes ojos aún eran hermosos, su boca sonreía dulcemente aún, pero en los hoyos de aquellas mejillas demacradas estaban sepultados los graciosos hoyuelos de antaño y los labios se entreabrían para facilitar la respiración fatigosa exponiendo los blancos dientes, más aún de lo que acostumbraba hacerlo en tiempos ya lejanos. La aureola de su rubio cabello persistía aún; era más fino, más etéreo y sedoso, pero, a pesar de su abundancia, no ocultaba los huecos de las sienes cruzadas de azules venas.

–Clara—dijo Juan en tono de reproche.

–¡Te ruego me perdones, Juan!—dijo, dejándose caer en una silla, pero asida aún de su mano,—perdóname, amigo mío, pero ya no podía aguardar más; me hubiera muerto. Juan, muerto sin que acabaran estos días. Te pido conmigo un poco más de paciencia; no va a ser largo, pero deja que me quede aquí. Sé que no debo verla, no le hablaré; pero es tan dulce sentir que por fin estoy cerca de ella, que estoy respirando el mismo aire que mi amada… Me siento mejor ya, Juan, te lo aseguro. Y ¿la has visto hoy? ¿Qué tal estaba? ¿Qué dijo? Dímelo todo, todo, Juan. ¿Estaba hermosa? Dicen que lo es. ¿Ha crecido mucho? ¿La hubieras reconocido?… ¿Vendrá, Juan? Acaso ha estado ya aquí; quizá…

Se había puesto de pie, excitada, trémula y miraba hacia la puerta de entrada.

–Acaso esté aquí ahora. ¿Por qué no hablas, Juan? ¡Por Dios! Explícate.

Unos penetrantes ojos se fijaron vivamente en ella, con una ternura que quizá ella sola era capaz de comprender.

–Amiga Clara—dijo afectando alegría,—tranquilízate. El cansancio te ha rendido y la excitación del viaje te ha puesto en un estado lamentable. He visto a Carolina; está buena y hermosa. Por ahora, esto es bastante.

El grave tono y suave firmeza con que subrayó estas palabras la sosegaron, como a menudo lo hacía en otros tiempos. Acariciando su delgada mano, dijo después de un corto intervalo:

–¿Te ha escrito alguna vez Carolina?

–Sí, en dos ocasiones, dándome las gracias por algunos presentes; no eran más que cartas de colegiala– añadió impaciente, contestando a la interrogadora mirada de Juan Príncipe.

–¿Ha llegado alguna vez a saber tus penas? Tus aprietos, los sacrificios que hiciste para pagar sus cuentas, que empeñaste alhajas y la ropa…

–¡No, no!—interrumpió rápidamente aquélla.—¡No! ¿Cómo podía saberlo? No tengo enemigo bastante cruel para haberle hecho estas revelaciones.

–¿Pero si ella lo hubiese sabido por algún conducto? Si Carolina pensase que eres pobre para mantenerla, podría influir en su decisión. Los espíritus jóvenes gustan de la posición que da el dinero. Quizá tenga amigos ricos… puede que un amante…

A estas palabras, la señora de Ponce se estremeció.

–Pero—dijo ella con vehemencia, asiendo la mano de Juan,—cuando me encontraste enferma y sin recursos en Sacramento; cuando… ¡Dios te bendiga por ello, Juan! me ofreciste tu apoyo para venir a Oriente, dijiste que sabías algo, que tenías algún plan, que podía hacernos a Carolina y a mí independientes.

–Es verdad—dijo Juan, precipitadamente,—pero antes quiero que te pongas fuerte y buena, y ahora que estás más tranquila, quiero contarte fielmente mi entrevista con ella.

Y empezó Príncipe a describir la ya narrada entrevista, con singular acierto y discreción que harían palidecer mi propio relato sobre aquella escena. Sin omitir una palabra ni un detalle sin suprimir un sólo incidente, logró cubrir con poético velo aquel prosaico episodio, hizo lo posible para rodear a la heroína de conmovedora atmósfera, que, aunque no del todo falsa, dejaba entrever, no obstante, el genio que diez años antes hacía a la vez interesantes e instructivas las columnas de El Alud de Fiddletown. Tan sólo cuando vio el encendido color y notó la entrecortada respiración de su ansiosa oyente, sintió una repentina punzada de remordimiento, murmurando entre sus apretados dientes:

–¡Dios la ayude y me perdone! Pero, ¿cómo es posible que yo se lo diga todo ahora?

Aquella noche, al apoyar la señora de Ponce su cansada cabeza sobre la almohada, trató de imaginarse a Carolina durmiendo en aquel momento tranquilamente en la gran casa-colegio de la colina, y a la sola idea de que la tenía tan cerca sentía la infeliz pecadora inefable consuelo. Pero en aquel momento estaba Carolina inestablemente sentada en el borde de su cama; semidesnuda, y con un gracioso mohín en sus bonitos labios, enroscaba entre los dedos sus largos rizos leonados, mientras que su compañera, Catalina de Corlear, dramáticamente embozada en un largo cubrecama blanco, con su altiva nariz latiendo de indignación y sus negros ojos chispeantes, dominaba sobre ella como un enojado duende. Aquella noche había Carolina confiado sus desdichas e historia a Catalina, y esta excéntrica señorita, en lugar de prodigarle los consuelos de la amistad, mostrábase vehemente, indignada contra la indecisión de Carolina, y defendía las pretensiones de la señora de Ponce del modo más entusiasta y convincente.

–Ya ves, si la mitad de lo que me dices es verdad, tu madre y estos Robinson te están convirtiendo no sólo en una cobarde, sino en una ingrata mujer. ¡Vaya que respetabilidad! Mira, mi familia data de algunos siglos antes que los Galba, pero si mi familia me hubiese tratado alguna vez de esta manera y me hubiese pedido luego que volviera la espalda a mi mejor amiga, me llamaría andana.

Y Catalina castañeteó los dedos, frunció sus negras cejas, y echó miradas de indignación alrededor del dormitorio, como buscando algún cobarde en sus antepasados de Corlear.

–Tú hablas así, porque te ha caído en gracia ese señor Príncipe—dijo Carolina.

Según posterior manifestación de Catalina, empleando los ordinarios modismos de actualidad que habían penetrado hasta los virginales claustros del Instituto Crammer, aquél desde luego la embistió.

Catalina, sacudiendo altivamente la cabeza, echose sobre el hombro su abundosa cabellera de azabache, dejó caer una punta del cubrecama a manera de túnica vestal, y avanzó hacia Carolina a trágicas y exageradas zancadas.

–¿Y aunque así fuese, amiga? ¿Que si sé distinguir a primera vista un caballero? ¡Que si acierto a saber que entre un millar de entes tradicionales, cortados por un mismo patrón, incorrectas ediciones de sus abuelos como Enrique Robinson, por ejemplo, no encontrarías un solo caballero original, independiente, individualizado como tu Príncipe!… ¡Acuérdate, amiga, y ruega al cielo que realmente sea de veras tu Príncipe! Impetra del santo cielo que te dé un corazón contrito y reconocido, y da gracias al Señor por haberte enviado una amiga como Catalina de Corlear.

Con todo, después de esta imponente y dramática salida, rápida como un relámpago, asió la cabeza de Carolina, la besó entre las cejas y se retiró.

El día siguiente fue muy triste para Juan Príncipe. Estaba convencido en el fondo de su alma de que no conseguiría nada de Carolina. Sin embargo, era tarea dura y difícil ocultar esta convicción a la señora de Ponce, y alentar su sencilla esperanza con aparente optimismo y firmeza. Hubiera querido distraer su imaginación llevándola a dar un largo paseo en coche, pero ella temía que Carolina viniera durante su ausencia, y sus fuerzas decaían con rapidez. Cada vez que la miraba, se persuadía de que la decepción que la amenazaba extinguiría la escasa vida que latía en su debilitado organismo. Comenzó a dudar de la eficacia y prudencia de sus gestiones; recapituló los incidentes de su entrevista con Carolina, y casi atribuyó el mal éxito a su propia torpeza. No obstante, la señora de Ponce esperaba tan paciente y confiada, que llegó a quebrantar los presentimientos de Príncipe. Cuando el estado de la infeliz lo permitió, la llevaron, reclinada en una silla, al lado de la ventana, desde donde podía ver el colegio y la entrada del hotel. Trazaba a menudo agradables planes para el porvenir, en un imaginario hogar campestre. Incluso parecía que el pueblo le había caído en gracia; pero es de notar que el porvenir que bosquejaba era tranquilo y apacible. Creía que pronto estaría buena, decía que estaba ya mucho mejor, aunque acaso tardaría en encontrarse otra vez fuerte del todo. Solía proseguir de esta manera en voz baja hasta que Juan se echaba como un loco por la escalera abajo, y entrando en la sala común pedía licores que no bebía, encendía cigarros que no fumaba, hablaba con hombres a quienes no escuchaba, y su conducta era, en una palabra, la que es propia del sexo fuerte en períodos de prueba y de tribulación.

 

Terminó el día con el cielo encapotado y un viento penetrante y frío por demás. Algunos copos de nieve caían pausadamente. La señora de Ponce estaba aún tranquila y confiada, y cuando Príncipe hizo correr su sillón desde la ventana hasta el fuego, le explicó que como el año escolar terminaba, probablemente retenían a Carolina sus lecciones, y que no podía dejar el colegio más que por la noche, una vez terminadas aquéllas. Así es que permaneció levantada la mayor parte de la velada entretenida en adornarse y en peinar su sedoso cabello, tan bien como lo permitía su triste estado, para recibir dignamente a la suspirada visita.

–No he de dar miedo a la niña, Juan—decía como excusándose y con resabios de su antigua coquetería.

Transcurrido algún tiempo, recibió Juan un recado del posadero, diciendo que el médico deseaba verlo abajo un momento. Al entrar en el mal iluminado salón, Juan observó la figura embozada de una mujer cerca del hogar y disponíase a retirarse, cuando una voz, que recordaba muy agradablemente, exclamó:

–¡Oh! ¡no hay cuidado! El médico soy yo.

Y esto diciendo, se echó el capuchón hacia atrás, y Príncipe vio el negro cabello y los atrevidos ojos de Catalina de Corlear.

–No quiera usted inquirir más. Yo soy el médico, y he aquí mi receta.

Y señaló a Carolina que temblorosa y sollozando se acurrucaba en un ángulo del aposento.

–¡Debo tomarla inmediatamente!

–Pero, ¿es que su madre ha dado ya el permiso?

–No tal; ¡si yo comprendo los sentimientos de aquella señora!—contestó Catalina con resolución.

Pues entonces, ¿cómo se han escapado ustedes?—preguntó Príncipe gravemente.

–Por la ventana.

Cuando Príncipe hubo dejado a Carolina en brazos de su madrastra, volvió a la sala.

–¿Y bien?—preguntó Catalina.

–Se queda; también espero que esta noche nos dispensará el honor de quedarse con nosotros.

–Como no cumpliré diez y ocho años ni seré dueña de mí misma el día veinte, y como no tengo una madrastra enferma, no es de razón que me quede.

–¿Me permitirá entonces que la acompañe otra vez hasta la ventana del Instituto?

Al volver media hora más tarde, Príncipe encontró a Carolina sentada en un taburete a los pies de la señora de Ponce. Con la cabeza sepultada en la falda de su madrastra, y sollozando, se había dormido. La señora de Ponce llevó un dedo a sus labios.

–¿No te dije que vendría? Dios te bendiga, Juan. Buenas noches.

Al día siguiente la señora de Federico, acompañada del Reverendo Asa Crammer, director del Instituto, y de don José Robinson, personas respetables en extremo, se presentó indignada a Príncipe, teniendo lugar una borrascosa entrevista para reclamar a Carolina.

–No, no podemos permitir en manera alguna tal intervención—decía la señora de Federico, mujer vestida a la moda y de dudosa apariencia.—El término de nuestro convenio no ha llegado aún, y en las actuales circunstancias no estamos dispuestos a dispensar de sus condiciones a la de Ponce.

–La señorita Galba debe sujetarse al reglamento y disciplina del Instituto, hasta que salga oficialmente de él.

–Esta conducta puede dañar el porvenir y comprometer la situación de la educanda en la sociedad—indicó el señor Robinson.

Fue en vano que Príncipe expusiera el estado de la señora de Ponce, que no tenía complicidad alguna en la fuga de Carolina, que la acción de ésta era perdonable y natural, y que podían tener la seguridad de que se someterían a su expontánea decisión. Después, subiéndole la sangre a las mejillas, y con desdeñosa mirada, pero con singular sangre fría, añadió:

–Permítame dos palabras más. Tengo el deber de informarles de una circunstancia que seguramente me justificaría, como albacea del finado Galba para rechazar sus pretensiones. Unos meses después de la muerte del señor Galba, un chino que éste había tenido a su servicio, descubrió que tenía hecho un testamento, que se descubrió más tarde entre su documentación. El valor insignificante del legado, en su mayoría de terrenos, en aquel entonces escaso de valor, impidió a sus ejecutores testamentarios llevar a cabo su voluntad, y aun abrir y hacer público el testamento con las fórmulas prescritas por las leyes, hasta hace cosa de dos o tres años, cuando el valor de la propiedad hubo ya aumentado considerablemente. Las disposiciones de aquel legado son sencillas, pero terminantes. Los bienes de Galba quedan divididos entre Carolina y su madrastra, con la explícita condición de que ésta última sea su tutor legal, provea a su educación y substituya y haga las veces de padre en todo lo que sea del caso.

–¿Y cuál es el valor de ese legado?—preguntó Robinson.

–No puedo decirlo exactamente; pero se acerca a medio millón—repuso Príncipe.

–Si es así, debo declarar que la conducta de la señora Ponce es tan honrada como justificada—contestó el señor Robinson.

–No seré yo quien se atreva a oponer dudas ni obstáculos al cumplimiento de las intenciones de mi difunto marido—añadió la de Galba.

Y la entrevista se terminó.

Al comunicarse el resultado de aquélla a la señora de Ponce, llevó ésta la mano de Juan a sus enjutos labios.

–Nada puedes añadir a mi felicidad presente, Juan; pero, dime, ¿por qué se lo ocultaste a Carolina?

Juan se sonrió en silencio.

Al cabo de una semana terminaron las formalidades legales necesarias, y Carolina fue devuelta a su madrastra. A propuesta de la enferma, arrendaron una casita en los arrabales de la población, para esperar allí la primavera que llegó tarde aquel año, y la convalecencia de la señora de Ponce que no vino jamás.

No obstante, era paciente y dichosa. Le gustaba observar cómo retoñaban más allá de su ventana los árboles desconocidos para ella en California, y preguntar a Carolina sus nombres y sus frutos. Proyectaba aún para el verano largos paseos con Carolina a través de los frondosos bosques, cuyas grises y secas filas podían verse desde la casita. Quiso escribir una poesía a ellos dedicada; uno de los miembros de esta improvisada familia conserva de ella un cantar alegre, puro y sencillo; como un eco del pitirrojo que la llamaba desde la ventana al nacer el alba.

Luego, sin transición, se extendió sobre el cielo un día sereno, místicamente suave, somnoliento y bello; palpitante como si revoloteara en el aire la vida con alas invisibles; la Naturaleza despertaba a una exuberante resurrección. Y a la pobre enferma la sentaron al aire libre, postrada bajo aquel sol glorioso que lo doraba todo con sus rayos. Allí estuvo tendida por largo tiempo en dulce y apacible beatitud.

Un día, cansada Carolina de velar, se había dormido a su lado, y los delgados dedos de la señora de Ponce se posaban sobre su cabeza como en tierna bendición.

A poco, llamó a Juan.

–¿Quién ha venido hace poco?—dijo en voz apenas perceptible.

–La señorita de Corlear—dijo Juan, contestando a la mirada de sus hundidas pupilas.

–Juan—dijo después de una pausa,—querido Juan; siéntate a mi lado un momento; tengo que decirte algo. Si en pasados días te he parecido alguna vez dura o fría o coqueta, era porque te amaba, Juan; te amaba demasiado para comprometer tu porvenir, encadenándolo con el mío ya caduco. Siempre te amé, querido Juan, hasta cuando parecía menos digna de ti. Todo aquello pasó ya, pero he tenido hace poco un sueño, Juan, he soñado con una mujer, en quien encontrarías lo que a mí me faltaba—y miró amorosamente al tierno capullo que dormía a su lado,—y que amarías como me has amado. ¿No es verdad?

Y le clavó sus ojos, que despedían un postrer destello de luz. Juan le estrechó la mano, pero no contestó. Después de algunos momentos de silencio, añadió:

–Acaso aciertes en tu elección. Es buena muchacha, Juan… aunque un poco atrevida.

Y no dijo más. El último rastro de vida se desprendió de aquella cabeza débil, loca y apasionada. Una mariposa que se había posado en su pecho voló, y la mano que apartaron de la cabeza de Carolina, cayó a su lado, inerte.

DE-HINCHÚ, EL IDÓLATRA

Al abrir la carta de Hop-Sing, revoloteó hacia el suelo una tira de papel amarillo, que a primera vista me figuré cándidamente que sería la etiqueta de un paquete de sorpresas chinas, tantas eran las figuras y jeroglíficos que contenía. Había también en su interior una tira más pequeña de papel de arroz con dos caracteres exóticos, trazados con tinta china, en los que reconocí inmediatamente la tarjeta de visita de Hop-Sing. La traducción de todo aquello era la siguiente:

«Las puertas de mi casa no están cerradas para el forastero; el jarrón de arroz está a la izquierda y los dulces a la derecha de la entrada.

»El maestro dio estas dos sentencias:

»La hospitalidad es la virtud del hijo y la sabiduría de los padres.

»El cuerdo es tierno de corazón; después de recogida la cosecha, celebra una fiesta.

»Si ves al forastero en tu cercado de melones, no le observes muy de cerca; dejar de atender es, a menudo, la más alta forma de sabiduría.

»Felicidad, paz y prosperidad.—Hop-Sing.»

Me veo obligado a confesar que, después de una traducción muy libre, me encontré en grave aprieto para llevar a inmediata ejecución el mensaje que se me dirigía. Por sabios y juiciosos que fuesen los citados adagios, me quedé, como vulgarmente se dice, en ayunas, respecto a lo que quería indicarme Hop-Sing, el más sombrío de todos los humoristas, como buen filósofo chino. Por fortuna, descubrí un tercer papel, doblado en forma de esquela, conteniendo algunas palabras en inglés, escritas con letra corrida de Hop-Sing. Decían:

«Espera que honrará usted con su asistencia el número… de la calle de Sacramento, el viernes próximo a las ocho de la noche.—Hop-Sing.»

«Una taza de te a las nueve en punto.»

Eso me dio la clave de todo. Se trataba de una visita al almacén de Hop-Sing, la apertura y exposición de algunas raras curiosidades y novedades chinas, una sesión en el despacho posterior de la casa, una taza de te, de bondad desconocida fuera de estos sagrados lugares, cigarros y una visita al teatro o templo budhista. En efecto, éste era el programa favorito de Hop-Sing, cuando estaba en el ejercicio de su hospitalidad, como agente principal o superintendente de la Compañía Ning-Fu.

El día prefijado y a las ocho en punto entraba en el almacén de Hop-Sing. La casa estaba embalsamada de ese misterioso olor, agradable e indefinible, de los géneros extranjeros; veíase allí la acostumbrada exposición de objetos de apariencia rara, la interminable procesión de lozas y porcelanas, la caprichosa hermandad de lo grotesco y de lo matemáticamente acabado y exacto, las manifestaciones sin fin de la frivolidad frágil; la falta de armonía cromática, cada cosa con su coloración extraña y peculiar. Enormes cometas en forma de dragones y gigantescas mariposas; otras tan ingeniosamente dispuestas, que a intervalos lanzaban, al entrar de cara al viento, el grito del halcón; algunas tan grandes que era imposible que ningún muchacho pudiera dominarlas, tan grandes que hacían comprender el por qué en China echar los cometas es una diversión para los mayores; mitología de porcelana y bronce tan desastrosamente fea que, por la misma imposibilidad de serlo, no despertaban ni simpatía humana ni sentimiento alguno de piedad; jarros de dulce cubiertos completamente por pensamientos morales de Buda y de Confucio; sombreros que se parecían a cestos, y cestos que se parecían a sombreros; sedas tan tenues y delicadas que no me atrevo a decir el increíble número de yardas cuadradas que podrían atravesar a la vez un anillo infantil. Estos y muchos otros objetos indescriptibles me eran conocidos. Proseguí mi camino a través del almacén parcamente alumbrado, hasta llegar al despacho posterior o salón, donde encontré a Hop-Sing que me recibió con su afabilidad peculiar.

 

No entraré en su descripción sin que el lector ilustrado deseche de su mente toda suerte de ideas que acerca de los chinos pueda haber adquirido en obras y representaciones tendenciosas. No vestía sus piernas con festoneados calzoncillos llenos de campanillas, jamás he encontrado un chino que los llevase, no adelantaba constantemente su dedo índice extendido en ángulo recto con el cuerpo, ni siquiera lo he oído jamás proferir la misteriosa frase Ching a ring a ring chaw, ni bailaba como aquéllos a la más leve indicación. Más bien era, en conjunto, un caballero grave, decoroso y de toda respetabilidad. Su color, que se extendía por toda la cabeza hasta su larga trenza, se parecía al de un hermosísimo papel agarbanzado y lustroso, y eran sus ojos negros y penetrantes. Tenía nariz recta y delicadamente formada, la boca pequeña, los dientes menudos y limpios, y cejas inclinadas en ángulo de quince grados. Su vestido característico era una blusa de seda azul oscuro, y para la calle, en días fríos, una corta chaqueta de piel de Astrakán. En las piernas no llevaba más que unas polainas de brocado azul estrechamente ceñidas a las pantorrillas y tobillos; hubiérase dicho que aquella mañana se le había olvidado ponerse los pantalones, pero eran tan señoriles sus modales, que disimulaban por completo la pretendida falta de aquéllos. Aunque de gravedad espartana, era persona fina y hablaba con facilidad el inglés y el francés. En suma, dudo que hubieran ustedes podido encontrar a otro igual a este tendero pagano entre los cristianos de su clase en San Francisco. Algunas personas más había allí. Un juez de la Audiencia Federal, un oficial superior del Gobierno, un rico comerciante y un editor. Luego que hubimos bebido nuestro te y probado algunos dulces de un artístico jarrón, Hop-Sing se levantó, y haciendo gravemente seña de que lo siguiéramos, indíconos que bajásemos al sótano con él. Una vez allí, nos sorprendió verlo brillantemente iluminado y con algunas sillas dispuestas en círculo sobre el liso pavimento. Después que nos hubo hecho sentar, dijo ceremoniosamente:

–He invitado a ustedes a presenciar un espectáculo que puedo asegurarles que jamás extranjero alguno habrá visto, fuera de ustedes. El prestidigitador de la corte, De-Hinchú, llegó ayer mañana. Nunca ha dado función fuera del palacio; sin embargo, le he pedido que divirtiera a mis amigos esta noche y ha accedido gustoso. Para sus juegos no necesita de teatro, tablas, accesorios, ni auxiliar alguno, sino sólo de lo que aquí se ve. Reconozcan, señores, y examinen el terreno por sí mismos.

Como es natural, fuimos a examinar aquello. Era el piso bajo usual, o sea el de los sótanos en los almacenes de San Francisco, asfaltado, para evitar la humedad. Golpeamos el pavimento con nuestros bastones y tanteamos las paredes para complacer a nuestro político huésped, no por otro motivo, pues estábamos del todo conformes en ser víctimas de cualquier diestro manejo. De mí se decir que me sentía dispuesto a dejarme engañar, y si me hubiesen ofrecido una explicación de lo que siguió, probablemente la hubiera excusado.

Estoy convencido de que, en conjunto, la función de De-Hinchú era la primera de su especie dada en tierra americana; sin embargo, como seguramente se habrá hecho desde entonces tan familiar a alguno de mis lectores, creo no seré enojoso al insistir sobre ella. Empezó por echar al vuelo, con ayuda de su abanico, un numeroso enjambre de mariposas, hechas a nuestra vista de pequeños pedacitos de papel de seda, y las mantuvo en el aire durante el resto de la sesión. Por cierto que el juez probó de agarrar una, que se había parado en su rodilla, y escapósele con la ligereza de un lepidóptero de verdad. Y al mismo tiempo De-Hinchú, manejando todavía su abanico, sacaba gallinas de sombreros, escamoteaba naranjas, extraía yardas de seda sin fin, de sus mangas, y llenaba la superficie del sótano de géneros que brotaban misteriosamente del suelo, de su propio vestido, de la nada. Se tragó cuchillos en menoscabo de su digestión por muchos años venideros; descoyuntó todos los miembros de su cuerpo y se recostó en el aire, como descansando en el éter. Pero la suerte que coronó la función, y que hasta ahora no he visto repetida, fue la más sorprendente, fantástica y misteriosa. Es mi apología por este largo preámbulo, mi sola excusa para escribir esta narración, el génesis de este verídico relato.

En un momento, despejó el terreno de los objetos que estorbaban, y luego nos invitó a todos a levantarnos y examinarlo nuevamente. Hicímoslo con gravedad; nada notamos sino el asfaltado pavimento. Después pidió que le prestaran un pañuelo, y como por casualidad me encontraba yo más cerca de él le ofrecí el mío. Tomolo en sus manos y extendiolo abierto en el suelo, desplegó sobre él un gran cuadro de seda, y sobre éste, de nuevo, un gran chal, que cubría casi todo el terreno libre. Situose después en uno de los vértices de este rectángulo, y principió un canto monótono, meciéndose de aquí para allá al compás de una lúgubre melodía. Esperamos inmóviles, y, dominando el canto, oíamos las campanas de los relojes de la ciudad, y las sacudidas de un carro que rodaba por la calle sobre nuestras cabezas. La inquieta expectación; la opaca y misteriosa media luz del sótano, cerniéndose de una manera fantástica sobre el bulto disforme de una deidad china en el fondo; el somnoliento aroma del opio mezclado con el olor de especias y la incertidumbre de lo que realmente estábamos esperando, nos sobrecogían con estremecimientos de instintivo temor: nos mirábamos unos a otros con forzada sonrisa. El malestar llegó a su colmo cuando Hop-Sing, levantándose despacio, señaló con el dedo el centro del chal, sin decir la menor palabra.

¡Había algo debajo del chal! Y algo que antes no estaba allí; al principio, un imperceptible relieve, de contornos indefinidos, pero creciendo más y más distinto y visible a cada instante que pasaba. El canto continuaba aún; el sudor comenzaba a correr por la cara del cantor; por momentos el escondido objeto iba adquiriendo forma y cuerpo, que elevaba el chal en su centro unas cuantas pulgadas del suelo. Era ya indudablemente el contorno de un pequeño pero perfecto cuerpo humano con los brazos y piernas abiertos. Palidecimos y nos sentíamos inquietos; al fin, el editor rompió el silencio con un chiste que, por pobre que fuera, recibimos con espontánea alegría. Cesó de repente el canto, y De-Hinchú, con un rápido y diestro movimiento, arrebató chal y seda, y descubrió, durmiendo pacíficamente sobre mi pañuelo, un diminuto arrapiezo.

El estrepitoso aplauso que siguió a este descubrimiento debieron dejar satisfecho a De-Hinchú, aun cuando era reducido su auditorio; por lo menos, fue bastante ruidoso para despertar a la criatura, un bonito niño de cosa de un año de edad, que parecía una estatuita de Cupido. Fue arrebatado casi tan misteriosamente como había aparecido. Cuando Hop-Sing me devolvió, con un saludo, mi pañuelo, le pregunté si el prestidigitador era padre del tierno infante.

–¡Quién sabe!—dijo el impasible Hop-Sing, recurriendo a esa fórmula española de ambigüedad tan común en California.

–¿Pero tiene una criatura nueva para cada función?—repuse.