Zahorí III. La rueda del Ser

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Sari: Zahorí #3
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Vio las sombras ocupar cada espacio del bosque a los cuales sus ojos de luz podían llegar y antes de que pudiera decirles cualquier cosa a los demás, escuchó un crujido. Primero sutil, casi imperceptible. Después, el grito del árbol que cayó hasta atravesar la barrera de protección: estaba diseñada para servir de escudo contra los oscuros, pero jamás contra la naturaleza.

Aferrada a Manuela, corrió para escapar de un roble, grueso y adusto, a pesar de que por unos segundos Emilio intentó llevarla con él. El árbol se deslizó rápidamente en un sonido sordo y siniestro hasta dar con todo su peso sobre el suelo. Un golpe de tierra las impulsó desde atrás, cayendo de boca al piso.

A Marina le costaba respirar. Estaba de espaldas cuando el roble comenzó a caer, solo alcanzó a darse vuelta mientras León la empujaba lejos de las ramas que iban directo hacia ellos. Ahora, el peso del cuerpo ajeno arriba de ella apenas dejaba espacio para que pasara el aire. Podía sentir la respiración de León detrás de su oreja, densa y corta como la de ella. Él se movió hacia la derecha y Marina cargó su peso al lado contrario hasta que, finalmente, lograron levantar la rama y salir de debajo del árbol. A su alrededor todo era oscuridad. No sabían dónde o cómo estaban los demás y ninguno de ellos emitía un solo sonido: la barrera había caído y temían que el ataque empezara en ese mismo momento, apenas se dieran cuenta de que la protección ya no existía.

Le habló bajo, casi en un susurro:

—¿Cómo estás?

—Bien. ¿Tú?

—Bien. Tenemos que ir a buscar a la Meche, no sabemos si Gabriel pudo hacer una ventana.

León asintió, pero les bastó darse vuelta para entender que, si Gabriel no alcanzaba a crear una ventana a tiempo, entonces estaban los dos muertos: él y Mercedes. Los oscuros dejaron caer el roble justo encima de la cúpula que había hecho Magdalena y ahora no era más que un conjunto de ramas y hojas aplastadas.

—Seguro alcanzó. Tiene que haberlo hecho –Marina trató de convencerse de que así era, que no podía ser de otro modo–. Tenemos que buscarlos.

Era la peor escena para ellos: separados sin aviso, perdidos unos de otros y sin poder hablar para encontrarse, sin llamar la atención de los oscuros.

León también se quedó mudo, pero comiéndose sus propios pensamientos: la primera ventana nunca salía como uno lo esperaba. Gabriel y Mercedes podían aparecerse a tres metros, tres kilómetros o tres ciudades del punto en que se encontraban. A menos que Gabriel fuera un enviado prodigio, lo más seguro es que ambos estuvieran perdidos.

—Espera –le dijo a Marina y tomó su mano, antes de que fuera directo hacia los escombros–: la barrera cayó… son más oscuros de los que tú y yo hemos enfrentado juntos hasta ahora.

—¿Y qué quieres hacer? No podemos irnos y dejar a los demás.

—No digo que nos vayamos –León soltó su mano y miró alrededor–. No solos, al menos.

—¿Qué quieres decir?

—Tú eres la única que nos puede sacar de aquí.

—No domino así el viaje astral, menos con tanta gente. Necesito tenerlos al lado como para hacerlos viajar a todos.

—No, eso no es cierto. Tú lo sabes –León señaló su talismán.

Quizás, si solo pudiera sentirlos…

—Inténtalo.

Entonces recordó las palabras que alguna vez le dijo su abuela: “No tienes idea de lo que eres capaz, Marina”. Si quería averiguarlo, este era el momento.

Cerró sus ojos.

Expandió sus sentidos. Fue una con el agua como en tantas otras ocasiones. De a poco, muy lentamente, pudo sentir a Magdalena. Luego, a Manuela y Luciana, a Vanesa y Emilio. Suspiró aliviada.

Cuando abrió los ojos, los tenía más azules que antes.

—Los tengo, menos a Gabriel y a la Meche.

—No importa, haz el viaje.

— Cómo que no importa, ¡no podemos dejarlos botados!

—No están botados. Vámonos antes de que los oscuros nos encuentren y cuando lleguemos te explico todo, Marina.

—No, explícame ahora.

No podía ser de otra forma. No confiaba en él. No completamente.

Aun en la noche más oscura, Marina pudo ver la mirada tensa de León. Nada bueno vendría de ahí.

—Las primeras ventanas no salen como uno espera: uno puede caer en cualquier parte –le dijo como siempre, sin sutilezas innecesarias.

—Gabriel no va a poder encontrarnos. No, si la Meche está semiconsciente y él no tiene idea de cómo usarlas.

—Pero yo sí. Los enviados tenemos una conexión entre nosotros. Te prometo que lo voy a encontrar.

Una vez, Matilde le dijo que a los mentirosos se les dilataban las pupilas.

Esperaba no equivocarse. No de nuevo:

—Dale. Hagámoslo.

—Hazlo.

—La Manuela dijo que cualquier punto al interior del bosque era más seguro que este, ¿verdad?

—Sí, ¿por qué?

—Porque no tengo idea adónde los voy a llevar.

—Lo único importante es que nos saques de aquí.

Se tomaron de la mano y cerraron sus ojos.

Marina volvió a sentir a sus hermanas y a los hijos del fuego perdido. Sintió, también, como si un láser penetrara su piel para formar un círculo a la altura del entrecejo. León entreabrió los ojos y pudo ver una delgada línea azul dibujarse ahí donde Marina sentía el calor.

Una luz brillante y cerúlea los tomó a todos en una onda expansiva. Entonces, el viaje comenzó.

Adiós

Antes de que pudiera moverse, una luz azul la envolvió hasta aparecer tendida sobre la nieve. Ahora, el frío le quemaba la mejilla. Estaba oscuro, de eso estaba casi segura, a pesar de que apenas tuviera fuerzas para abrir los ojos. Por primera vez, la tierra se había ido contra ella.

Reconoció la voz de Marina y León. Hablaban sobre Mercedes. Escuchó entonces a Luciana, tenemos que encontrarla, dijo. Sí, tenemos que encontrarla, pensó o creyó pensar. La mente blanca, la nieve fría y confusa.

—Maida.

Era Manuela que tocaba su espalda.

—Maida, ¿me escuchas? Abre los ojos, mírame.

No pudo abrirlos completamente, no pudo mirarla. Pero algo hizo con ellos como para que Manuela se acercara y le dijera: “Ya viene la ayuda”.

Ya viene la ayuda, Mercedes.

Su abuela era la única con el poder de curar y ella todavía tenía conciencia suficiente como para saber que el dolor en su cabeza era grave; necesitaba el tipo de ayuda que solo Mercedes podía dar. Quiso preguntarle a Manuela a qué se refería, si su abuela seguía con ellos, pero tampoco tuvo fuerzas para hacerlo.

La mano de Marina fue el sol que la trajo de vuelta. Sintió su aliento caliente sobre la oreja y solo entonces volvió a ser consciente del frío que hacía.

—Sé que me puedes escuchar: apriétame fuerte si hay algo en tus mezclas que pueda ayudar.

La ayuda que necesitaba era la de Mercedes. Su herbario podía tener pociones contra oscuros (desde bombas explosivas hasta repelentes), pero no había nada ahí, nada que pudiera curar el golpe que había recibido en la cabeza. Quiso decirle, pero no pudo.

—¿Qué están haciendo? –preguntó alguien, posiblemente Luciana.

—Hay que moverla de la nieve y ayudarla a entrar en calor –dijo Emilio.

—Buena idea –esa era la voz de León–. Luciana, ¿puedes hacer fuego?

—No –intervino Manuela–. No podemos hacer magia ahora con los oscuros tan cerca.

—¿Por qué?

—Nos van a sentir y van a venir. Y no queremos eso.

Por unos segundos dejó de oír voces, aunque no supo reconocer si fue un silencio real o su mente que vagaba entre la vigilia y el sueño.

—Yo hago el fuego –comentó una voz, que le pareció similar a la de Gabriel, aunque no era él.

¿Dónde estaba Gabriel? ¿Por qué no sentía su mano, no escuchaba su voz?

Gabriel estaba con Mercedes dentro de la cúpula de tierra. Y la tierra se había vuelto contra ella. El tronco crujió y cayó. Después, todo fue oscuridad y frío.

¿Dónde estaba Mercedes?

¿Dónde estaba Gabriel?

—León, el fuego puede esperar. Tienes que buscarlos –dijo Marina.

—Primero hay que sacar a tu hermana de la nieve, si no…

—Da lo mismo el frío, da lo mismo la noche. Si no encontramos a la Meche, nada de eso importa –otro silencio antes de que volviera a hablar–. Lo prometiste.

—¿Qué cosa?

La pregunta vino de Manuela.

O Luciana.

Hasta ese momento, no se había dado cuenta de que sus voces se parecían.

—León puede encontrarlos a los dos a través de Gabriel.

—Ya. ¿Y se puede saber qué estás esperando? –dijo Manuela.

—Sentirlo –contestó él.

—¿Cómo? –la voz de Marina volvió a ella–. ¿No era que tú lo sentías primero y después ibas a buscarlo?

—Para poder hacerlo, necesito que él también me esté llamando de alguna forma.

—Eso no fue lo que me dijiste.

—No había tiempo.

—Te dije que no podíamos movernos sin él y la Meche. ¡Me mentiste!

—No te mentí; puedo sentirlo.

—Sí, seguro, siempre que él esté haciendo algo que nunca ha hecho.

—No importa, es un enviado igual que yo.

—¿Eso se supone que debiera decirme algo?

Silencio.

Y Gabriel.

¿Dónde está Gabriel?

Pasó un rato antes de que pudiera sentir calor. Era solo una sensación de tibieza, lejana a los inviernos de chimenea y sopas en la casona. Ya no estaba ahí. Ni siquiera estaba segura de que existiera algo que pudiera llamar hogar.

No trató de hablar ni abrir los ojos. Sintió que alguien acomodaba una manta sobre ella. No supo quién era hasta que sintió su olor. Marina nunca había usado perfume, decía que eso era cosa de señoras. Aun así, tenía un olor que era solo suyo, como el pasto recién cortado.

 

Escuchó el cierre de la carpa, alguien que entraba.

—¿Qué haces aquí, León?

—No puedes seguir enojada conmigo toda la vida.

Silencio.

León se sienta pegado a Marina y a ella; el lugar es chico y no hay mucho espacio.

—¿Pudiste sentirlo?

—Nada aún. Tu hermana va a estar bien y cuando llegue Gabriel…

—Esperemos que no despierte antes de eso, porque si llega a saber que hice ese viaje dejando a Gabriel atrás, no me lo va a perdonar.

Marina viajó, viajaron todos, ella incluida.

Gabriel quedó atrás. Mercedes quedó atrás. ¿Por qué? ¿Qué había pasado?

Cayó un árbol.

Cayó un árbol sobre la cúpula y sobre ella, y después... ¿Después qué?

Después Marina viajó, viajaron todos, incluso ella.

Excepto Mercedes.

Y Gabriel.

¿Dónde estaban?

—La próxima vez no va a haber letra chica. Te lo prometo.

—No sé si haya una próxima vez.

—¿Qué quieres decir?

—Que me cuesta confiar en ti y situaciones como estas solo te restan puntos.

—¿Me restan puntos?

—Ay, si sabes que no lo digo de esa forma.

—Dime, ¿qué otra forma posible hay?

—No seas tan literal. Y no des vuelta la tortilla: acá el que la cagó fuiste tú.

—Y ya te dije que no se va a repetir.

—Créeme que no.

Silencio. Uno de esos que rompen algo.

—Mejor me voy.

—Espera. Quiero que me digas por qué quieres viajar conmigo. Me refiero a cuando tengamos que separarnos como grupo.

—Porque hay cosas que no te he contado.

—¿Y me las piensas contar durante el viaje?

—Sí.

—¿Por qué no ahora?

—No puedo...

—Conozco ese discurso.

—¿Qué discurso?

—Ese de que no estoy preparada.

—No he dicho eso. Soy yo el que no está listo.

—¿Listo para qué?

Silencio.

No supo qué pasó, pero primero se apagó la voz de León y luego escuchó su quejido.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? –le preguntó Marina.

—Es Gabriel.

—¿Cómo? ¿Porque te duele?

—Tengo que irme.

—¡¿Dónde, dónde está?!

Escuchó el cierre de la carpa.

—León, háblame.

—Está herido, puedo sentirlo.

—Voy contigo.

—No.

—Vas a necesitar mi ayuda.

—No quiero que estés ahí, es lo que él está esperando.

—¿El Maldito? ¿Gabriel está con el Maldito?

Las voces se fueron apagando en la medida que León y Marina salían de la carpa.

Lo último que escuchó fue el cierre, pero el sonido de su mente no se apagó.

Dónde está Mercedes.

Dónde está Gabriel.

Dónde están.

Abrió los ojos lentamente. Los sentía pesados, dos cortinas de hierro como párpados. De a poco, todo aquello que la rodeaba comenzó a tener forma nítida. Seguía dentro de la carpa, en la cual cabían apenas sus hermanas. No le gustó lo que vio: Marina tenía los ojos hinchados y la nariz roja, y se le hizo demasiado evidente que no era por el frío. Manuela, si bien no tenía rastros de llanto, tampoco mostraba ni el atisbo de una sonrisa.

Intentó incorporarse, pero aún sentía el cuerpo fatigado, así que se quedó donde estaba; acostada sobre una colchoneta de goma. Afuera el viento soplaba con fuerza, pero la carpa resistía. Era irónico que, justo en esos momentos, se acordara de Matilde y su supuesta pasión por el turismo aventura; después de todo, si no hubiera sido por esa mentira, no tendrían equipo de montaña para resistir esa noche.

—¿Qué pasó?

—¿Recuerdas algo? –preguntó Manuela y su voz sonó extrañamente gangosa.

—Todo, hasta que a los oscuros se les ocurrió botar el árbol. Después solo hay pedazos.

Manuela asintió y le pasó una botella con agua.

—Sí, te pegó fuerte.

—¿Y Gabriel? ¿Dónde está?

No sabía si había soñado o no las conversaciones. Necesitaba que alguna le contara qué había sucedido desde la huida. Sin embargo, ninguna de las dos habló.

—¿Le pasó algo?

Marina y Manuela se miraron; conocía ese gesto, algo grave había pasado y veían cuál de las dos daría la noticia.

—Maida… cuando los oscuros nos atacaron, el árbol cayó sobre la cúpula que hiciste.

—¿Y qué pasó después?

—Gabriel activó la ventana para sacarlos a él y a la Meche de ahí, pero…

No quería más silencios.

—Pero qué. ¡Habla!

—No sabía bien cómo usarla –continuó Manuela–; ningún enviado sabe cómo hacerlo la primera vez, así que apareció en pleno sector de los ríos. Damián pudo…

—Blyth –interrumpió Marina.

—Sí, Blyth pudo sentir el disparo de energía. Se demoró en encontrarlo, pero lo hizo y lo atacó junto a otros oscuros. Estaba muy mal, muy grave y Mercedes agonizaba cuando llegó León.

—¿León?

—De algún modo Gabriel pidió ayuda y eso pudo hacer que León lo sintiera; él partió para allá y llegó justo a tiempo para sacarlos a él y a la Meche de ahí.

—Bien. Eso es una buena noticia. ¿Por qué tienen esas caras?

De nuevo surgió uno de esos silencios rotos, tristes, que ocultan sombras y pasados perdidos. Quizás ya lo sabía o lo intuía, pero aun así no quería que lo dijeran.

No quería escucharlo.

No quería que fuera realidad.

—Cuando llegaron, la Meche estaba muy débil. Tú estabas casi muriéndote…

—Manuela… –comentó Marina.

—¿Qué? Si es verdad, estaba muriéndose… Y Gabriel también estaba muy mal… León tenía un par de heridas y…

—¿Qué pasó? Díganme.

—Mercedes usó lo último que le quedaba de energía para curarlos a los dos. Cuando estaba por sanar a León… –Manuela inspiró o intentó hacerlo–. No alcanzó.

—¿Cómo “no alcanzó”?

No quería escuchar más esos silencios, pero ahí estaban y regresaban a ella como la rueda que gira y gira hasta volver al punto inicial.

—No pudimos hacer nada, Maida –concluyó Manuela y con eso lo dijo todo.

Mercedes ya no estaba con ellos.

Ahora su abuela finalmente se había reunido con Salvador, Milena, Lucas, Pedro y Muriel.

El olor a su leche con miel volvió a ella y la quemó por dentro.

Negó con la cabeza, de un lado a otro, cada vez más fuerte como si con ese gesto pudiera retroceder el tiempo y mantenerla a salvo.

—No debieron haber dejado que usara lo que le quedaba de energía.

—Si no lo hubiera hecho, tú y Gabriel estarían muertos –dijo Manuela mientras Marina se limpiaba los ojos y lloraba en silencio–; todos lo estaríamos.

—Ella quiso ayudarte –dijo Marina y apretó su mano al mismo tiempo que intentaba mantener firme el mentón–; lo hizo porque sabe… sabía, la importancia de que todas estemos vivas cuando aparezca el talismán.

Quería quebrarse ahí mismo.

Quería salir de la carpa, gritar, llorar.

Pero nada de eso era posible.

Se secó las lágrimas.

—Hay que enterrarla.

—Sí, lo vamos a hacer ahora –dijo Manuela–. Sabemos que te gustaría ir, pero no podemos esperar por… porque el cuerpo…

Manuela no pudo terminar y Marina cerró los ojos, se llevó una mano a la boca y ahogó el llanto que ella también tenía atrapado en la garganta.

—Voy a ir –dijo mientras se incorporaba cada vez más, lentamente.

—Maida, hace mucho frío afuera y acabas…

—Manuela –la miró, la detuvo–: voy a ir.

—Te esperamos.

Manuela se levantó, abrió el cierre de la carpa y salió. Antes de que Marina hiciera lo mismo, apretó fuerte su mano:

—No fue en vano. Te lo prometo.

Marina afirmó:

—Sí sé. El hecho de que todavía estés aquí… si te hubiera pasado algo…

—Estoy bien. No me va a pasar nada. No me voy a ir.

Vio lágrimas caer por las mejillas de Marina y no pudo contener las suyas.

—¿Qué vamos a hacer sin ella, Maida? –dijo y se largó a llorar sin trabas.

Magdalena la abrazó.

—Lo mismo que hicimos cuando se murió el papá y la mamá: salir adelante.

—Pero es distinto. Antes ni siquiera sabíamos quiénes éramos de verdad y ahora tenemos una tropa de oscuros que vienen por nosotros, y Blyth sigue dentro del cuerpo de Damián… todo esto es mi culpa, si yo no hubiera…

—Para –dijo y tomó un poco de distancia para mirarla a los ojos–: nada de esto es tu culpa. No nos sirve caer en eso. Tenemos que ser fuertes para terminar con esta guerra y no seguir perdiendo a las personas que queremos. ¿Bueno?

—Bueno.

—Ahora, vamos a despedirla como a ella le hubiese gustado.

—La Meche se merecía un velorio en la casona, un funeral en el que incluso estuviera la Eva Millán, no esto. No así –Marina intentaba guardar las lágrimas, pero no podía.

—Es todo lo que tenemos. Y, al menos, vamos a poder hacerle un entierro –pasó la mano una vez por su pelo corto color ceniza –. Espérame afuera.

Marina asintió, la abrazó una última vez y salió de la carpa. Solo cuando vio su sombra alejarse y escuchó voces en el exterior, llevó sus manos a la cara para taparse los ojos, y lloró. Fue un llanto corto e intenso, lo suficiente como para soltar algo de la pena y rabia que llevaba dentro.

Inspiró profundo al mismo tiempo que Gabriel entraba a la carpa. Soltó el aire, abrió los brazos y llegó a ella. Lloraron juntos solo un rato. Magdalena se aclaró la garganta:

—Casi.

—Casi.

Se abrazaron de nuevo, manteniéndose ahí, y Magdalena volvió a hablar:

—¿Te dijo algo?

Gabriel tomó algo de distancia.

—Estuvo la mayor parte del tiempo semiconsciente, hablaba con tu abuelo y con tu mamá. Pero apenas supo que estabas mal… no sé cómo, parte de ella volvió.

—No me digas eso.

Gabriel tomó su cara con ambas manos.

—No tienes por qué sentirte responsable. Tú sabes cuáles eran las creencias de la Meche.

—El renacimiento en el Otro Mundo.

Le dio un beso, volvieron a abrazarse.

—Te espero afuera.

Gabriel salió y ella quedó sola dentro de la carpa.

La cabeza ya no le dolía y su conciencia había vuelto.

Aun así, seguía sintiendo frío.

Cavaron entre todos para evitar que los oscuros sintieran su energía. Cuando alcanzaron la profundidad necesaria, las tres hermanas bajaron el cuerpo de Mercedes. Lo cubrieron de a poco, sin pronunciar palabra alguna. A Magdalena le hubiera gustado tenerle flores; lirios blancos, sus favoritos. Tuvo que conformarse con un entierro en silencio.

En otras circunstancias hubiera hablado. Quizás habría dicho que su abuela era una persona reservada y con muchos secretos, pero también fuerte y leal. Así era Mercedes, una mezcla ambigua de distancia y cercanía, palabras y vacíos.

Miró a su alrededor. Los gestos del clan de agua eran muy distintos a los hijos del fuego perdido y León. Sus hermanas y Gabriel se venían abajo como si la misma Mercedes sacara su mano de la tierra para atraerlos hacia ella. En cambio, los demás mostraban preocupación en sus cejas tensas y miradas ausentes; no se hallaban realmente ahí, sino en la guerra. No podía culparlos, una parte de ella también lo estaba.

Marina tomó su mano y, esta vez, pudo apretar de vuelta con fuerza. Lloraron juntas mientras Manuela arrojaba el último montón de tierra sobre la tumba. Pensó que apenas lo hiciera los instaría a todos a concretar un plan o que, de lo contrario, serían los hijos del fuego quienes lo harían. Pero no hubo un solo murmullo.

No hubo viento, sonidos; quizás solo la respiración.

Ese era el momento de despedir a Mercedes.

Lo demás tendría que esperar.

El cielo se comenzó a teñir de un azul claro cuando decidieron volver al campamento. No habían dormido ni comido y el frío de la mañana era casi insoportable. Pese a todo eso, hacer fuego no era una opción: el bosque parecía hecho de hielo y aunque encontraran algo para quemar, alertarían a los oscuros sobre su paradero. Luciana y Manuela abrieron el mapa. Los demás las imitaron a excepción de Marina, que revisó detenidamente los Anales del Agua.

 

Se acercó a Marina mientras escuchaba el intercambio de ideas entre Luciana y Manuela.

—¿Qué buscas? –le preguntó.

Tenía la intuición de que se trataba de Damián, pero esperó a que fuera Marina quien le respondiera.

—No entiendo –dijo mientras seguía pasando las páginas, sus ojos seguían rojos e hinchados–: generaciones y generaciones han encerrado oscuros, pero no hay nada aquí que diga cómo sacar a Blyth del cuerpo de Damián.

—Marina, no es el momento para hacer eso.

—¿Cómo que no? Blyth acaba de matar a la Meche.

—Por eso mismo… salvar el alma de Damián es imposible.

—No, tiene que haber una forma.

Manuela le señaló a Luciana un punto en el mapa y luego fue hasta ellas:

—Ya hablamos de esto: no hay nada en los Anales, porque no hay forma de revertir la maldición. Así que les aconsejo que la próxima vez que ataque, cosa que hará, usen sus talismanes.

—En toda esta historia, Damián es el único inocente: no podemos pelear contra él usando todo el poder que tenemos, lo mataríamos.

—Oye, bájame el tono, si aquí nadie quiere matarlo. Y entiende que esto es una guerra: son ellos o nosotros.

—No lo voy a hacer.

—Explícale tú, por favor.

—Nos está afectando a todos, no solo a ti –comentó Magdalena y pudo sentir el golpe que recibió Marina–. Y no podemos ayudarlo. No hay forma de hacerlo.

—Miren… yo solo quiero salvar su alma.

—Pero no puedes –sentenció Manuela.

—¿En serio me están diciendo que piensan matar a Damián?

—Damián ya está muerto, Marina –contestó Manuela–. Ni siquiera tú lo puedes sentir.

—Necesitamos detenerlo antes de que se vuelva invencible –agregó Magdalena.

—No.

—A nosotros tampoco nos gusta la idea, pero no hay otra opción –insistió.

—Pero es Damián... No lo voy a sacrificar.

—No hay alternativa. Lo siento. De verdad.

—Blyth es el pelo de la cola –dijo Luciana mientras se acercaba con el mapa y les hacía una seña a los demás–. Tenemos cosas más importantes de qué preocuparnos, en especial ahora que no está Mercedes.

Escuchó el nombre de su abuela y sintió que su corazón dejaba de funcionar. Entonces entendió que, posiblemente, pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a pensar en Mercedes sin sentir el dolor que llevaba dentro.

Formaron un círculo alrededor del mapa. Marina no la miró ni una sola vez.

—Como dijimos, tenemos que separarnos –continuó Luciana–. Propongo que Vanesa, Emilio, Magdalena y Gabriel vayan en busca de los clanes. Ester, la matriarca de mi clan, podrá guiarlos.

—¿Por qué nosotros? –le preguntó Magdalena. Aún no confiaba completamente en ella, menos en la posibilidad de ser guiada por esa tal Ester, otra desconocida.

—Porque necesitamos a alguien que inspire liderazgo si queremos unir a los clanes, y esas personas son ustedes cuatro.

—¿Y nosotras? –dijo Manuela.

—Nos vamos con la Marina y León a buscar el talismán de Ciara. Probablemente vamos a necesitar el viaje astral para ir al pasado, sin duda nosotras dos somos las mejores rastreando y León es el que más experiencia tiene contra los oscuros.

—Me parece bien –afirmó Manuela al mismo tiempo que Marina.

—Deberíamos conversarlo entre las tres primero –dijo Magdalena.

—¿Para qué, Maida? El plan de la Luciana es lo más concreto que tenemos hasta el momento –dijo Manuela.

No podía negarlo: era cierto.

Y ya no quedaba tiempo.

Apenas quedaban vidas.

—¿Cómo nos vamos a comunicar? –preguntó, casi resignada.

—Lo mejor es que no tengamos contacto, por lo menos durante un mes –contestó Luciana.

—Qué conveniente.

—Tiene sentido, Maida –dijo Manuela–. Si los oscuros atrapan a un grupo, es mejor que no tengan idea de dónde está el otro.

—Hay una forma, en todo caso… –agregó Luciana.

—Habla –ordenó Magdalena.

Se arremangó la ropa y les mostró la marca que llevaba en el antebrazo:

—La cruz solar; todo el clan de fuego la tiene.

—¿Qué significa eso?

—Que nos podemos sentir: si paso mi dedo por encima en dirección de las agujas del reloj, estamos vivos. La podemos usar una vez al día, cada día, para que la magia no llame la atención de los oscuros.

Magdalena sopesó sus posibilidades. No tenía muchas.

—Un mes –declaró-. Ni un día más, ni un día menos. Los demás, ¿están de acuerdo? –preguntó y todos asintieron.

Marina continuaba con la mirada en el suelo; se sentía traicionada.

—Hay que ver cómo lo vamos a hacer para encontrarnos–dijo Emilio.

—En este mismo lugar, frente a la tumba de Mercedes –respondió Luciana–; su energía seguirá acá por un buen rato.

Le chocaba la forma en que Luciana hablaba de su abuela, como si no acabase de morir asesinada o como si quien hubiese muerto fuera solo una elemental más. Entendía que para la elegida de fuego, Mercedes Plass era más una leyenda o una veterana representante de la tradición que una abuela, pero estaba con otras personas que la quisieron y la llorarían durante mucho tiempo.

Quiso decírselo, pero no tuvo fuerzas.

—Bien. Partimos en una hora –dijo finalmente, sin poder quitar sus ojos de Marina.

Los demás asintieron.

Y ella continuó rota.

Comieron rápido y en silencio, más por el hambre que por el tiempo. Apenas terminaron, comenzaron a desarmar el campamento. Magdalena le pasó las últimas cosas a Gabriel y, luego, se acercó a Marina; se veía demasiado concentrada para estar llenando una mochila.

—¿Necesitas ayuda? –le preguntó.

—No.

—Mari…

—No me digas así.

—Es de cariño.

—Hay formas más concretas para demostrarlo.

Puso su mano sobre la mochila para que dejara de armarla y estuviera obligada a mirarla.

—Lo siento, de verdad, pero no hay otra opción.

—Eso significa que si vuelve a atacar…

—No voy a limitar mi poder.

—Tienes el talismán de Aïne, Maida.

—Lo sé.

—Sabes lo que eso significa.

—Sí.

—Realmente estás dispuesta a matarlo.

—Damián ya no está, Marina.

—¿Cómo puedes estar tan segura de eso?

—La Meche acaba de morir –apenas lo dijo, su voz se quebró y Marina rehuyó su mirada–: ¿Qué más pruebas necesitas?

—Mira, Maida, ya tomaste una decisión en la que yo no tengo pito que tocar. Así que ahora déjame sola –le dijo y volvió a su mochila.

—Vas a tener un mes para estar sin mí.

Solo el silencio le respondió.

—¿De verdad nos vamos a despedir así?

Con más fuerza de la necesaria, empujó otra vez las cosas hacia al fondo de la mochila. Tiró del cordel hasta cerrarla y solo entonces volvió a fijar los ojos en ella. Por un momento recordó las peleas que tenía con Manuela: cómo se hablaban, cómo se miraban años antes, cuando no conocían otra forma de relacionarse.

Marina abrió apenas la boca, pero no dijo palabra alguna. Tampoco fue necesario, Magdalena sabía lo que habría dicho: que estaba dispuesta a matar a Damián, aun sabiendo lo importante que era para ella; aun sabiendo que era inocente.

Tomó aire para insistir una vez más:

—No hay otra forma.

—Ni siquiera la has buscado.

Hay corrientes heladas que lo entumecen todo.

Hay espacios vacíos que los creía llenos.

Marina levantó la mochila en un impulso firme y se la puso tras la espalda. Quiso tomar su mano, abrazarla, convencerla para que se despidieran, porque incluso teniendo todo el poder que tenían, no sabía con certeza si las dos estarían vivas dentro de un mes. Pero se quedó quieta, entumecida, viendo como Marina se alejaba de ella para unirse a su grupo de viaje.

Sintió la mano de Gabriel sobre el hombro:

—Déjala. Ya se le va a pasar.

—Espero estar viva para ver eso –se giró hasta quedar frente a él.

—Vamos a estar bien.

—Ojalá tengas razón.