Zahorí III. La rueda del Ser

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Sari: Zahorí #3
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—Creo que están dispuestos a todo: pelear para vivir o morir intentándolo.

—¿Y tú?

—Yo solo quiero que mis hermanas estén bien.

—Magdalena, Gabriel –interrumpió Ester quien, como ellos, ya había terminado de comer–. Los invito al fogón central para que conversemos antes de irnos a dormir.

Ambos asintieron y, junto con Vanesa y Emilio, salieron del domo.

La noche estaba más estrellada que antes, como si con cada hora que pasara, una nueva estrella naciera. A Magdalena le costaba creer que algunas de ellas pudieran ser enviados, pero luego, cuando veía la luz en Gabriel, se convencía a sí misma de que esa debía ser una de las pocas historias verdaderas que provenían de las originales.

Se sentaron alrededor del fuego, a excepción de Ester que se preocupó de avivar un poco más las llamas; eran color carmín y moradas, amarillas y anaranjadas. Todos los colores formaban parte de esa fogata. La matriarca del clan arrojó el último trozo de madera y luego tomó asiento junto a los demás.

—Bien, con la Vane ya reunimos toda la información que necesitan para el viaje, principalmente, la ubicación de los clanes.

—Oye, ¿y cómo pudieron reunir esos datos si siempre han vivido aquí? –preguntó Gabriel.

—Emisarios –contestó Ester–; como les contó Emilio, ellos son los pocos que pueden tener una vida fuera del sector.

—Es decir que estuvieron allá, los conocieron.

—No, los observaron de lejos sin saber quiénes eran. Así logramos unir cabos sueltos, rastros, historias.

—¿Dónde están?

—El clan de tierra está en Conguillio.

Magdalena nunca había estado ahí, solo lo conocía por la notoria mancha verde que ocupaba en el mapa de Chile. Sabía que quedaba en la Araucanía, al noreste de Temuco, pero nada más. Sus tripas sonaron y esta vez no fue de hambre.

—El clan de aire, por otro lado, está en Puerto Natales.

Sintió como si la oscuridad jugara con un cuchillo recién afilado cerca de ella. No bastaba con tener que separarse de sus hermanas, viajar con extraños o estar en pleno desierto, ahora sabía que tendría que recorrer Chile de norte a sur y, como si fuera poco, lo más silenciosamente posible.

Una cosa era tener la idea de una guerra que te pisa los talones; otra muy distinta era caer dentro de ella de golpe.

—La distancia es mucha –comentó Gabriel.

Al igual que ella, estaba preocupado. Eran cuatro personas y Emilio no sería capaz de llevarlos a todos en un mismo viaje: de algún modo tendría que aprender a usar las ventanas y rápido.

“Pero, ¿cómo?”, pensó Magdalena. Cómo hacerlo rápido para no llamar la atención de los oscuros, si Gabriel ni siquiera dominaba remotamente bien ese poder. Lo miró y supo que él pensaba lo mismo.

—No se preocupen –dijo Ester–; entiendo que solo usaste la ventana una vez, Gabriel, pero hay formas de hacerlos viajar de forma segura.

—¿Cómo? Aquí ni siquiera podemos usar magia como para practicar –añadió él.

Entonces, Magdalena comprendió: no sería Gabriel quien haría la ventana.

—Vanesa –dijo apenas, como para sí.

—¿Qué tiene que ver Vanesa? –le preguntó.

—Puede sentir y absorber la energía, la magia o como quieras llamarlo –ambos fijaron la vista en ella–. Vas a canalizar la ventana de Emilio y nos harás viajar a los cuatro de una vez, ¿verdad?

La miró con los ojos cada vez más abiertos, sorprendida de que fuera capaz de hacer algo así. Vanesa afirmó con la cabeza, muda.

—Pueden partir dentro de una semana –dijo Ester.

—Entiendo el peligro, pero me parece que eso es mucho tiempo.

—Es la única forma de tener algo de seguridad durante el viaje, Magdalena.

—Lo que dice la Ester es cierto –comentó Vanesa–; es muy peligroso movernos altiro. Por lo que sabemos, fácilmente nos pueden haber seguido hasta Atacama después de dejar Puerto Frío.

Observó todo a su alrededor. El grupo de personas a su lado, una mezcla extraña de compañeros y desconocidos. Fue hacia el cielo, con las estrellas. Buscó en su interior un consejo de Mercedes, de Milena o Lucas. Imaginó a sus hermanas; las palabras de Manuela, el abrazo cálido de Marina.

Cómo estarán. Dónde estarán.

No había nada claro.

Quizás solo una cosa: le esperaba una semana junto al clan del fuego perdido.

1960

La bruma cubría todo a su alrededor, como un manto siniestro que llega de improviso. Luego que el primer grupo desapareciera, ellos también abandonaron Puerto Frío hasta llegar a Niebla, una localidad ubicada en la desembocadura del río Valdivia. Usar sus poderes para salir del bosque significó un riesgo, lo sabían, pero era el único modo de escapar rápidamente de ahí. Por eso, ahora era cuando tenían que ser más cuidadosos, bastaba solo un poco de magia para que los oscuros supieran cómo encontrarlos.

Niebla le hacía honor a su nombre, al menos en pleno invierno. Marina tenía los dedos de las manos entumecidos, así que los llevó a su boca y sopló fuerte sobre ellos. Miró a un lado: León tiraba su mochila al suelo y observaba todo alrededor, desconfiado y alerta como un animal apedreado. Miró hacia el lado contrario: Manuela y Luciana intentaban ver el mapa, pero el manto gris que los rodeaba les hacía difícil la tarea. Los ojos le pesaban. No era solo por el sueño y el cansancio. Se sentó despacio sobre la arena, un rato nada más. Apoyó los codos encima de las rodillas y escondió la cara entre los brazos.

Qué ganas de quedarse ahí, hundida.

No tuvo que verlo, solo sintió su presencia.

—¿Todo bien?

Levantó su cabeza; León estaba en cuclillas a su lado.

—Todo mal.

—Falta poco.

—¿Para qué?

—Para que todo esto termine.

Sabía que no se refería a que cada uno de ellos conseguiría un final feliz; más bien solo estaba mostrando un hecho ineludible: faltaba poco para que esa guerra fría acabara. Al margen del resultado, por fin podrían descansar.

Soltó el aire que tenía atrapado y volvió a hablar.

—Nosotros tenemos una conversación pendiente.

—Sí sé.

—¿Y? ¿Cuándo piensas decirme eso que no me has contado?

León tenía la mirada clavada en el horizonte, lejos de ella y sobre todo, lejos de sí mismo.

—No sé.

—Esa no es una respuesta.

Silencio. Marina suspiró.

—Es tan difícil hablar contigo.

—Ya, estamos listas con el plan de acción –dijo Manuela, y Marina vio que León volvía a respirar–. Vamos a quedarnos acá en Niebla.

Ambos se levantaron. Marina se sacudió la arena.

—¿Acá? Estamos muy cerca de Puerto Frío, no creo que sea buena idea.

—Sí, de más, pero necesitamos quedarnos –contestó Manuela.

—¿Por qué?

—Primero movámonos –comentó Luciana–; es peligroso que estemos a la intemperie.

—¿Sí, pero adónde? No es como que Valdivia esté muy lejos del radar de los oscuros.

—Deberíamos arrendar una cabaña –dijo León–; algo chico y alejado.

Lo dijo con un tono que no albergaba ni la más remota duda, como si hubiera pasado toda su vida huyendo de los oscuros.

—Ahí vemos qué podemos encontrar. Agarren sus mochilas y vámonos –insistió Luciana–; cuando lleguemos a algún lugar seguro hablamos del plan.

Manuela dobló el mapa y lo guardó en su chaqueta, mientras Luciana se ponía nuevamente la mochila, al igual que los demás.

Podía ser que León estuviera en lo cierto, que la guerra entre oscuros, elementales y enviados estuviera a punto de acabar… El viaje, sin embargo, apenas comenzaba.

Arrendaron una cabaña pequeña de madera blanca y olor a humedad, emplazada en la mitad del bosque valdiviano. A lo lejos se escuchaba el romper del oleaje y cerca, muy cerca, el zumbido del viento. El interior tenía todo lo que necesitaban: horno y encimera, sala de estar con una pequeña chimenea, baño y camas. Dejaron las mochilas en la entrada y León fue directo a la cocina para hervir agua, habían alcanzado a meter algo de comida en el equipaje y ya todos soñaban con un plato caliente de tallarines.

—Entonces, ¿nos van a contar qué hacemos aquí? –dijo Marina cuando vio que no quedaban tallarines en la olla.

Luciana y Manuela se miraron, cómplices. Una corrió los platos hacia un lado y la otra puso el mapa sobre la mesa, que estirado la ocupaba casi por completo. Estaba rayado, lleno de puntos rojos y líneas azules que cruzaban el territorio de un extremo a otro.

—Lo único que tenemos para descubrir dónde podría estar el talismán de Ciara son los signos de la naturaleza –empezó Manuela.

—¿Los signos? ¿Qué signos?

—Necesito que me sigan con esta idea.

—En eso estamos.

—Entonces no me interrumpas. Con la Luciana revisamos la historia natural de Chile desde que llegaron los primeros clanes.

—¿En la misma época de Melantha? –preguntó Marina y los labios de Manuela se arrugaron–. Disculpa, no es que quiera interrumpirte porque sí, pero la mayoría de las historias que nos contaron son falsas o confusas, y yo la verdad es que ya no tengo certeza de nada.

—Sí, con Melantha –afirmó Luciana antes de que Manuela pudiera contestar–. En eso también coincide mi clan. Así que lo más probable es que hayan llegado todos alrededor de la misma fecha.

—Y vimos tres momentos cruciales –continuó Manuela–: el terremoto de Valdivia en 1960; el de San Antonio en 1985 y el 27F en 2010.

Se le ocurrió una idea. No podía ser.

 

—Cada uno de esos eventos está relacionado con las últimas liberaciones del Maldito.

Marina entendió el plan antes de que lo explicaran: viajaría astralmente a cada uno de esos episodios en búsqueda de alguna pista que pudiera ayudarles a encontrar el talismán perdido.

Echaba de menos la época en que descubrir algo así constituía una sorpresa. Eran los tiempos de Pedro y Damián, de la Meche y su té caliente con miel.

Se podía vivir triste. Se podía vivir con miedo.

—Voy a empezar por 1960.

Las miradas de asombro no llegaron, se perdieron hace tiempo.

—Nosotras pensamos lo mismo. Al 22 de mayo de 1960 para ser más exactos –comentó Manuela–. El terremoto movió el eje de la Tierra, hubo un maremoto y además, dos días después, el volcán Puyehue erupcionó.

—Tierra, agua, fuego y viento se manifestaron –agregó Luciana.

—Estamos seguras de que ese día el Maldito fue liberado y hubo una batalla. Quizás la más fuerte hasta ahora.

—Entiendo. La idea es que vaya hacia atrás y traiga pistas, como lo hicimos cuando pude ver el rito de sangre de las originales con Cara.

—Sí, ese es el plan.

—Yo no tengo problema, pero la última vez que lo hice, canalicé tu poder y el de la Maida, más la luna llena y los elementos… no sé si pueda viajar hasta el pasado sin toda esa ayuda.

—Nosotras pensamos que sí. Tu poder está aumentando y de todos modos vas a canalizar fuego y aire.

—Hagámoslo altiro, entonces.

—¿Ahora?

—Mientras antes mejor, ¿o no?

“Mmm” fue la única respuesta que obtuvo de Manuela y, con ella, Marina pensó que no le estaban contando toda la historia.

—¿Qué pasa?

—Nada. O sea, necesitamos tiempo para ver los detalles.

—¿Qué detalles?

—Dónde vas a llegar, por ejemplo; no puedes aparecer en cualquier lado.

—Pero si la última vez nadie me vio.

—Ahora puede ser diferente.

Hubo un silencio. Manuela y Luciana cruzaron miradas. Rápido, poco, pero lo suficiente como para corroborar su idea.

—Hay algo que no me están contando –otra ronda de miradas, hasta que sus ojos llegaron a León.

—A mí no me mires que yo no sé nada.

—Ustedes dos –dijo aludiendo a Manuela y Luciana–, díganme qué es.

—Hay algo que Mercedes no alcanzó a contarnos.

—Probablemente, hubo muchas cosas que no nos dijo. ¿Y hay alguna de ellas que tenga que ver conmigo?

—Eso de que cada clan tenga una matriarca no es solo un título –contestó Manuela–; se supone que ella alberga la esencia de su elemento.

—¿Qué significa eso?

—Que ese poder debe haber nacido con las originales y ha viajado por siglos de una elemental a otra. O más bien de una matriarca a otra.

—Ya… no entiendo lo que quieres decir.

—Cuando la matriarca muere…

Otro silencio. ¿Qué podía ser tan duro, triste o difícil como para que Manuela pareciera un gato encerrado dentro de una jaula?

—¡Qué pues!

—… Ese poder va en búsqueda de la siguiente.

—Y por qué me miran a mí, si lo más probable es que elija a la Maida; ella es la tierra, el ancla y todas esas cosas…

Manuela negó. Luciana negó. León bajó la mirada.

—¡¿Qué?! ¿Por qué están tan seguras? Si la Maida siempre ha sido como una matriarca, sin título quizás, pero matriarca al fin y al cabo.

Fue Luciana quien le respondió.

—Tu eres doble agua, Marina.

Clan de agua. Talismán de agua.

El cansancio la habitó.

Entonces, echó de menos la voz de Magdalena.

—Lo más probable es que ya esté en ti. El poder, digo.

—Sí –dijo levantando los ojos a Luciana–; lo sé, lo entendí.

Hacía tiempo que ya había aceptado su destino –como le gustaba llamarle su abuela a toda esa locura de elementales, enviados y oscuros–, pero esto de ser matriarca era algo que no podía procesar. Aunque debiera hacerlo, aunque tuviera ese título y ese poder, no podía vivir con eso.

—¿Corro el riesgo de ser visible en el viaje astral?

—No tenemos idea –dijo Manuela–. Puede que sí, que no; incluso puede ser que logres elegir si quieres que te vean o no.

—¿Todavía quieres hacerlo ahora? –preguntó Luciana.

—No. Mañana. Necesito asimilar todo esto –dijo y se levantó para hervir más agua.

—Nosotras vamos a aprovechar la tarde para afinar detalles –comentó Manuela para luego instalarse junto a Luciana en la sala.

Notó cierta incomodidad en su hermana, como si hubiera querido decirle algo más. De todos modos, agradeció que no lo hiciera.

Mientras hervía el agua, León sacó dos tazones, un poco de la menta que había en el macetero de hierbas y dejó caer unas hojas dentro de ellos.

—¿La quieres con limón?

—Dale.

Lavó un limón, ralló la cáscara y echó el jugo al mismo tiempo que la tetera zumbaba. Marina vertió el agua dentro de los tazones y juntos salieron a la terraza.

Afuera, la niebla se había disipado dejando ver un bosque de fría escarcha. Marina sopló sobre la infusión y el aroma a menta con limón llegó a ella. Le hubiese gustado compartir un té con Magdalena. O con su abuela.

—Puede que no sea tan malo –dijo de pronto León, y Marina entornó los ojos.

—¿Cómo?

—Vas a estar más segura. Todos nosotros somos vulnerables frente a los oscuros, pero a ti…

—¿A mí qué?

—A ti probablemente solo pueda hacerte frente alguien como el Maldito.

—Eso significa una sola cosa, León.

—¿Qué?

—Que si nos va mal, voy a ser la única que verá cómo todos ustedes se mueren.

—Entonces, hay que asegurarse de que nos vaya bien.

Una sonrisa absurda salió de los dos.

—Está difícil…

—Pero no imposible.

Marina dejó el tazón sobre la baranda de madera y apoyó su costado izquierdo del cuerpo para quedar de frente ante él.

—Necesito confiar en ti y para eso me tienes que dar respuestas.

—No sabía que desconfiabas de mí.

—Sabes que no lo hago. No del todo.

Podía escuchar el sonido de las olas. Antes, el mar le traía calma.

—¿Te fijas? Esto es lo que pasa siempre: digo algo sobre el tema y te quedas mudo.

—Necesito tiempo, Marina. Pero te prometo que nada de lo que te tengo que contar cambia el hecho de que hoy estoy acá, contigo.

—Y eso qué. Ni siquiera sé por qué estás acá. ¿Por la guerra, por los enviados, por la historia?

—Por ti.

No era esa clase de “por ti”, ese que alguna vez escuchó decir a Damián; era un “por ti” cargado de ausencias y culpas.

—Por favor, dame tiempo para ver cómo resuelvo todo.

—Entiendo lo que me pides, León, en serio. Pero yo también necesito saber que puedo confiar en ti y así no puedo hacerlo. No quiero más secretos.

La quedó mirando con sus ojos de lágrimas.

—¿Entonces?

—En un mes nos vamos a juntar con el otro grupo. Si para ese entonces no sé qué es lo que estás escondiendo….

—¿Qué?

—Nos separamos –dijo y estiró su brazo–: ¿trato hecho?

León apretó su mano. Y algo más también.

—Trato hecho.

El día siguiente llegó más rápido de lo imaginado. Después de que Luciana sintiera la cruz solar arder sobre su brazo, y así tuvieran la confirmación de que el otro grupo seguía con vida, Marina no fue capaz de ocupar su mente en otra cosa que no fuera Magdalena. Todavía estaba enojada con ella. Se sentía traicionada y decepcionada por la resolución que había tomado respecto a un posible enfrentamiento con Damián, pero eso no significaba que dejara de preocuparse por ella. Al contrario, llevaba sobre su espalda el peso de una despedida distante y fría, y en su interior, rogaba que no hubiera sido ese el último momento en que estuvieran juntas.

Manuela no había dicho una sola palabra respecto a la última revelación; Luciana menos. Solo con León había comentado algo acerca de su nueva posición dentro del clan de agua. Él lo veía como una ventaja respecto a los demás oscuros y, en cierto modo, lo era. No por nada Mercedes fue capaz de aguantar una posesión como la que tuvo y luego sanar a Gabriel y a Magdalena del ataque que sufrieron. Aunque no quisiera ostentar el título, tener ese poder ni mucho menos autoproclamarse como la nueva matriarca del agua. Ya se había resignado: era un hecho ineludible. Y estaba a punto de averiguar hasta dónde podía llegar con ese poder ancestral.

La luz grisácea del invierno, mezclada con tonos azulados, les indicaba que el sol estaba a punto de salir. En una primera instancia pensaron en realizar el viaje durante la noche, cuando la luna ya estuviera en lo más alto del cielo, pero pronto Luciana desechó la idea: esa era la hora de la oscuridad. Para que Marina pudiera hacer el viaje al pasado, estaban obligados a usar magia y había grandes posibilidades de que fueran detectados por los oscuros. Por lo mismo, debían hacerlo en un momento que los beneficiara a ellos, y la mañana de un nuevo día era, sin duda, la mejor opción.

Despejaron la sala para trazar un círculo de sal en el piso. Una vez listo, Marina, Luciana y Manuela se sentaron dentro de él para quedar protegidas y quizás disminuir el impacto de la magia. León quedó fuera ocupando el rol que alguna vez tuvo Mercedes en la primera ocasión que Marina viajó al pasado: si algo sucedía, él sería el encargado de que los oscuros no llegaran a ellas. A diferencia de la ocasión anterior, no tenían velas de colores que invocaran a los elementos, pero confiaban en que el nuevo poder del matriarcado le confiriera a Marina la fuerza adicional que necesitaría para realizar el viaje.

—Esto será como la última vez que viajaste –dijo Manuela–: lo más probable es que la Luciana y yo caigamos en trance mientras vas al pasado.

—Y por otro lado, con el nuevo poder que tienes, deberías ser capaz de aparecer justo donde queremos –agregó Luciana.

—Ya, ¿y dónde sería eso?

—No sabemos el lugar en el que estaban las elementales de ese tiempo, puede incluso que hayan estado de paso y que ni siquiera vivieran en Valdivia para 1960, pero creemos que si nos enfocamos en que llegues a algún lugar donde esté una elemental…

—Idealmente alguna matriarca –añadió Manuela.

—Claro –continuó Luciana–, entonces podrías sacar pistas de ahí.

—Dale. ¿Cuánto tiempo voy a tener?

—El terremoto empezó a las 15:11 –contestó Manuela–, así que, a menos que quieras ver cómo se abre la tierra, lo mejor sería que volvieras antes de esa hora.

—Pero no sabemos cómo va a funcionar el tiempo cuando viaje. ¿O sí?

—¿A qué te refieres?

—A que no sé a qué hora voy a llegar allá, al pasado, digo. Podría llegar después del terremoto incluso.

—No, eso no va a pasar –aseguró Luciana–. Es cierto que no sabemos a qué hora exacta vas a llegar y por mucho poder que tengas ahora, dudo que podamos establecer un momento de llegada a nuestro antojo, pero lo que sí podemos hacer es concentrarnos para que estés ahí antes del terremoto.

—Bien. Todo claro. Hagámoslo.

Las tres se tomaron de las manos; sintió la ausencia de Magdalena. Seguro no estaría nada contenta con lo que estaban a punto de hacer.

—Aire, ven a mí.

—Fuego, ven a mí.

—Agua, ven a mí.

Al igual que antes, los ríos volvieron a murmurar historias arcanas. Los talismanes brillaron, vivos. La conexión se selló y las tres elementales cayeron dentro del círculo de sal, con los ojos cerrados y la mente despierta.

Cuando Marina abrió los ojos nuevamente, solo vio campo a su alrededor. Un grupo de vacas pastaba apaciblemente, sin siquiera imaginar la catástrofe que acechaba bajo la tierra. No tenía reloj como para saber la hora exacta, pero el sol brillando en lo alto del cielo le indicaba que seguramente era mediodía. Esas pocas señales le hacían pensar que había logrado la primera etapa del plan: estaba en el pasado y el terremoto aún no ocurría. Ahora debía buscar a una elemental para empezar a recoger pistas, todas las que pudiera.

Aguzó la vista y recorrió el campo. A lo lejos, cruzando un arroyo, alcanzó a ver una pequeña casa de adobe que echaba humo desde lo alto de la chimenea. Corrió en esa dirección y, apenas lo hizo, pudo sentir la tierra bajo ella, el viento contra su cara. Entonces, se detuvo en seco. Miró las palmas de sus manos y en seguida se puso de cuclillas hasta llevarlas sobre el pasto, que aún cargaba con la humedad de la mañana. No tuvo duda alguna: este viaje al pasado era radicalmente distinto al anterior. Ya no era la pluma liviana que flota a ras de suelo sino que, por el contrario, todo lo sentía como si las barreras del tiempo se hubieran difuminado para ella. Por primera vez era corpórea en un viaje al pasado.

 

Con ese pensamiento corrió en dirección a la casa. Debía ser sumamente cuidadosa si no quería que la vieran. Al mismo tiempo, también tenía que ser lo más rápida posible: si no se apuraba, más temprano que tarde, los oscuros llegarían a ella y los demás. Cruzó el arroyo sin poder evitar mojarse las zapatillas; el agua fría se coló entre sus pies. Qué extraña le parecía la sensación de viajar siendo visible, teniendo un cuerpo físico. Extraño e inquietante.

Se acercó cada vez más a la casa hasta que escuchó voces. Necesitaba oír bien qué decían y, como si fuera un gato agazapado, se asomó cuidadosamente por una de las ventanas que daba hacia el interior del living. Ahí vio a dos mujeres. No podía reconocer de qué clan eran, pero sí le quedó claro que estaban preocupadas. Todo en sus gestos le demostraba un nerviosismo que incluso a ella la embargó. Gesticulaban, discutían, vigilaban todo a su alrededor como si en cualquier momento pudiera llegar el Maldito. Una de ellas miró en dirección a la ventana donde se hallaba Marina y, antes de que pudiera poner sus ojos en ella, se movió rápidamente hasta apoyar su espalda contra el muro. El corazón se le detuvo, la respiración también. No podía dejar que la vieran. No podía arriesgarse a cambiar el pasado. Pero aun así, eso no quitaba el hecho de que debía averiguar lo que hablaban, quiénes eran.

“No tienes idea de lo que eres capaz de hacer”, le dijo una vez Mercedes. “Incluso puede que logres elegir si quieres que te vean o no”, le había dicho Manuela. No quería ser visible. Quería entrar a esa casa, escuchar todo lo que dijeran sin la necesidad de estar escondida tras una muralla. Cerró sus ojos. Sintió el calor de la sodalita sobre su pecho. Sintió un poder que crecía dentro de ella, como nunca antes. Pensó en su elemento que es capaz de adaptarse a todo. Ser hielo con el frío; ser suave y tibia con el calor. “Eres doble agua, Marina”, decían las voces de las mujeres de su familia.

“Soy doble agua”.

Apareció en la mitad de la sala frente a las mujeres. La mayor seguía hablando como si nada hubiera pasado, como si ella no hubiera estado recién afuera, corpórea, a punto de ser descubierta. La menor, no obstante, observaba a su alrededor como si pudiera sentir a Marina, pero sin lograr verla. ¿Podría ella, como Maira, saber de su presencia aun siendo más un fantasma que una figura corpórea?

Se sintió de nuevo liviana, como aquel primer viaje astral al pasado cuando vio a Cayla y al Maldito. El suelo ya no estaba bajo ella, los muros que la rodeaban no le provocaban nada. Abrió todos los sentidos, las observó y escuchó. La primera mujer parecía tener unos cuarenta años, mientras que la otra se notaba bastante menor. No supo qué fue, pero una energía especial la atrajo hacia ella, una suerte de imán que le aseguraba, de una forma misteriosa, que existía un vínculo entre las dos. O, al menos, entre esa mujer y su clan.

¿Quién sería? ¿Por qué tenía la sensación irrevocable de que la conocía?

Decidió concentrarse en la conversación para ver si así descubría de quién se trataba.

—¿Estás segura de lo que dices? –le preguntó la mujer de más edad a la otra.

—No viajé hasta acá por nada: el Maldito acaba de ser liberado.

Si se refería a él de esa forma, entonces podía descartar que se tratara de una hija del fuego perdido.

—Entonces es peligroso que estés aquí. Mejor vuelve donde tu clan y adviérteles; si estás en lo correcto, si acaba de ser liberado, no tenemos mucho tiempo.

—Antes de irme necesito saber sobre el cofre.

—No ahora. No así.

—Puede que no tengamos otra oportunidad –contestó la mujer más joven, y Marina supo que no se refería a ella, más bien daba por hecho que algo le sucedería a quien parecía ser la dueña de esa casa.

—Está bien. ¿Qué sabes sobre él?

—Dicen que algo terrible se esconde ahí dentro. Dicen que nunca ha sido abierto.

—Todo lo que te dijeron es cierto –le comentó, al mismo tiempo que la guiaba hacia el interior de la casa.

Marina las siguió por un pasillo angosto y largo hasta llegar a la pieza principal. Una vez ahí, la dueña abrió un armario y desde el fondo sacó una caja.

—Nunca ha sido abierto y así debe ser. Es muy importante que permanezca cerrado, ¿me entiendes?

La mujer joven la quedó mirando con la boca abierta y las pupilas dilatadas.

—¿Está ahí dentro? –le preguntó, y la otra afirmó al instante.

Lentamente la abrió para mostrarle el contenido. Imitando a la otra mujer, Marina se acercó para mirar hacia dentro. Ahí estaba una pequeña caja de metal, sus bordes eran redondeados y sobre su tapa tenía cuatro pequeñas piedras, cada una ocupando una esquina; la intensidad de sus tonos le recordó a los talismanes. Al medio se encontraba grabada la Rueda del Ser y justo bajo ella, una frase: “Bás gach rud. Saol gach rud”. No tenía idea de qué significaba, pero seguramente Manuela o Luciana lo descubrirían, así que la repitió una y otra vez en su mente.

—¿Quieres que yo me quede con él? –preguntó la más joven.

—Lo lamento, pero no hay otra opción: el Maldito sabe que está acá.

—Pero, ¿por qué yo?

—Porque eres la única que puede llevárselo sin que él lo sepa.

—No puedo aceptarlo. Es mucha responsabilidad. Además, pondría en peligro a mi familia.

—Créeme que si hubiera otra salida no te dejaría el cofre, sé lo que significa cuidar de una carga así –le dijo y volvió a estirar sus brazos para entregárselo–. Por favor, recíbelo y ándate de aquí.

El suelo se comenzó a mover bajo ellas.

—Está temblando…

—El Maldito debe haber encontrado al clan de tierra.

No lo sabían, pero ese pequeño movimiento estaba a punto de transformarse en la mayor catástrofe que presenciarían jamás.

—No hay tiempo que perder, tómalo y ándate de aquí.

Las lámparas tambalearon de un lado a otro. Los sonidos subterráneos empezaron a emerger, primero lento y luego cada vez con más fuerza. Marina debía abandonar el viaje si no quería estar presente para el terremoto, pero no podía irse sin saber qué pasaría con ese cofre.

La mujer aceptó la caja e irguió el pecho, como si con ese movimiento pudiera recuperar la energía perdida. La otra la abrazó.

—Cuídate, por favor –le dijo en un tono que solo podía significar una despedida–. Cuídate y cuida el cofre. El futuro de todos ahora depende de ti.

Afirmó una última vez con la cabeza. Y justo cuando las murallas de adobe empezaban a ceder, la mujer aferró la caja entre sus brazos y cerró sus ojos. Una luz azul, similar a la que tendía a envolver a Marina en sus viajes astrales, la envolvió. Entonces, desapareció.

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