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Historia de la decadencia de España

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Tachóse de impolítico y de injusto el edicto en las naciones extranjeras; tanto, que el cardenal Richelieu dijo de él que fué el consejo más osado y bárbaro que hubiese visto el mundo. Sobre todo han sido censuradas ciertas disposiciones derechamente encaminadas á enriquecer la hacienda del Rey con los despojos, ó más bien la del duque de Lerma y sus parciales. De cierto pueden considerarse aquellas medidas como desacertadas y fatales para España. Aun en el trance extremo en que estaban las cosas, aun siendo tan necesario el reprimir duramente á los moriscos y siendo tan peligrosos á la Monarquía, pudiéronse hallar expedientes que no causasen con su expulsión total tamaños males. Había moriscos que profesaban sinceramente la religión católica, y tanto que murieron como mártires por ella entre los de su nación. Los más de ellos ignoraban ya la lengua y literatura árabe, y, por el contrario, hablaban la lengua y dialectos de España como los mismos cristianos; escribían libros que podían pasar por clásicos en nuestra literatura, y mostraban gran conocimiento de nuestros escritores y de los escritores greco-latinos, que andaban entonces en moda. Cursaban en nuestras Universidades, aprendían nuestras artes, á la par que nos enseñaban las suyas; y en sus gentilezas y bizarrías y hasta en la desenvoltura de sus mujeres, más se parecían á los españoles que á los moros ó turcos, sus hermanos. Aun los hubo tan apegados á nuestras cosas, que en el destierro conservaron nuestra lengua y costumbres, y las guardaron por mucho tiempo después, transmitiéndolas de sus personas á las de sus descendientes en las muchas ciudades y villas que fundaron en África. Y los más de ellos sentían tanto amor al suelo de España, que por no dejarlo hicieron al Rey los ofrecimientos más extraordinarios, ya prestándose á rescatar á todos los cautivos cristianos en Berbería, ya á pagar las flotas y las guarniciones españolas de sus provincias.

Algo pudiera, por tanto, aprovecharse en tanta gente y tan diversa, conservando en el reino á los que lo mereciesen, y expulsando con efecto á los más indóciles y aun á los sospechosos de sedición, siendo cierto que contendría á los que se quedasen el castigo de los que se iban. Lo principal era apartarlos de las costas y meterlos en el interior de España; y eso bien pudo hacerse con muchos, sin peligro alguno ni dificultad muy grande, que yermos y tierras baldías que poblar no faltaban ciertamente en nuestro suelo. Pero no se pensó en otra cosa que en echarlos y en tomar sus despojos. Ni aun esto se logró como se quería; antes bien, fueron ellos quien nos empobrecieron: unos, llevándose, como los judíos, grandes letras de cambio; otros, que, aprovechándose del permiso que se les dió de exportar oro y plata, dejando la mitad para las arcas reales, pusieron en circulación inmensa cantidad de moneda falsa y de falsas alhajas, y se llevaron consigo el oro y plata de buena ley. No alcanzaron tampoco los moriscos el fruto de este último engaño, por la ocasión disculpable. Muchos de los barcos que habían de transportarlos, mal preparados y dispuestos y por demás cargados, naufragaron, haciendo presa el mar de millares de cadáveres. En muchos, no los naufragios, sino la crueldad y mala fe de los pilotos y marineros causaron igual suerte, porque, deseosos de soltar pronto la carga para tener tiempo de volver por otra, echaron al mar á los moriscos que llevaban. Y aun no paraba aquí su desdicha, sino que, al llegar luego á los puertos donde los dejaban, eran asesinados y saqueados, por lo común, sin piedad alguna. En África mismo, viéndolos los moros ignorantes de su lengua y de sus historias y devociones, y tan distintos en usos, maneras é industrias, no quisieron ya reconocerlos por hermanos, y robaron y despedazaron á la mayor parte.

Es imposible recordar los pormenores de aquella catástrofe sin sentir el corazón oprimido y sin lamentar la suerte de tantos infelices hijos de España, criados al fin á nuestro sol y alimentados en nuestros campos. Pocos libraron su vida, menos aun las riquezas que poseyeron. Y no fueron ellos solos los perjudicados, sino que de nuestra parte fué no menor el daño y ruina. Las ricas y populosas costas de Valencia y Granada quedaron entonces miserablemente perdidas; olvidóse casi la industria, que solamente los moros ejercían; abandonáronse los campos que ellos solos sabían cultivar; centenares de pueblos desiertos, millares de casas derruídas, quedaron por señal de su partida. Calcúlase de diversas maneras el número de los moros expulsados; pero pocos lo bajan de un millón de personas de toda edad y sexo. Hecho verdaderamente grande y admirable, á no ser tan infeliz para España.

No se sació con echar á los moriscos del reino la saña de los Ministros de Felipe III. Pareció por un momento que se iba á resucitar la antigua política de España, extendiendo nuestro poderío por las tierras infieles, cosa que ofrecía más facilidad y menos gastos que las empresas de Italia y de Flandes, y podía ser de mucho más provecho á la Monarquía. Harto mejor campo era este para esgrimir las armas en defensa de la religión y en contra de los enemigos de la fe. Y si, en efecto, España hubiese consagrado todas sus fuerzas al África, todavía los males de la expulsión de los moriscos no hubieran sido tan grandes, aunque siempre hubieran sido de mal ejemplo y precedente aquellas muestras de demasiado rigor para que los africanos se rindiesen á los nuestros sin grande esfuerzo. Pero todo paró en la toma de Larache, por astucia, en la de la Mamora, y en algunos arrebatos y empresas marítimas.

Ya en 1602 Carlos Doria había llevado una armada delante de Argel, que acaso se hubiera apoderado de aquella plaza indefensa entonces, á no ser deshecha por las tempestades, tan enemigas de España. Al ver lo frecuente que eran tales desgracias en nuestra marina por aquellos tiempos, sospéchase con fundamento que los bajeles españoles, aunque mandados por hábiles y experimentados Generales y llenos de gente valerosa, no estaban bien aparejados ni tripulados con buena marinería, dado que las armadas inglesas y holandesas corrían en tanto los mares con mucha mejor fortuna.

Encamináronse ahora, dejado lo de Argel, los intentos del Gobierno español contra Larache. Era aquel puerto madriguera y abrigo de corsarios berberiscos y saletinos, y de piratas holandeses, franceses é ingleses, que desde allí tenían en continuo desasosiego nuestras costas. Propuesto el apoderarse de la plaza, se aprovechó la ocasión de los tratos que había movido de proprio motu con nuestra Corte Muley Xeque, Rey de Fez, que era quien la poseía, el cual estando en guerra bravísima y larga con Muley Cidan, que gobernaba en Marruecos, deseaba tener propicio al Rey de España, para hallar refugio en cualquier desmán en sus Estados. Un cierto Juanetín Mortara, genovés avecindado en África, fué el mensajero que escogió el moro para pedir el seguro, el cual, ganado por nuestra Corte, trabajó con mucha astucia y acierto, y con exposición notable de su persona en que el marroquí nos cediese á Larache. Logróse después de muchas dificultades (1610), y de muchas idas y venidas de nuestra armada á aquellas costas y un año de negociaciones; pero no fué sin gastos, porque entre otros, hubo que darle á Muley Xeque doscientos mil ducados en dinero y seis mil arcabuces. Manía singular aquella de comprar aún lo que podía adquirirse por armas, porque á la verdad era España en ellas todavía más rica y poderosa que no abundante en dineros.

Más acierto hubo en la toma de la Mamora, donde, perdida Larache, habían trasladado los piratas moros y cristianos su madriguera. Rindióla D. Luis Fajardo, que salió de Cádiz (1614) para el caso con una armada de noventa velas, cogiéndola al desprovisto y casi sin defensa; y el Gobernador que allí quedó, Cristóbal de Lechuga, supo conservar la plaza de modo que, aunque bien la acometieron los moros los años adelante, no pudieron recobrarla.

No menos afortunado por mar que D. Luis Fajardo, se presentó el marqués de Santa Cruz con su armada destinada á cruzar en las costas de Nápoles delante de la Goleta de Túnez, quemó once naves que allí había al abrigo de la fortaleza; y desembarcando luego en la isla de Querquenes la saqueó, trayéndose mucho botín y número grande de cautivos, aunque no sin pérdida, porque los moros obstinadamente defendieron sus puestos. Y el duque de Osuna, Virrey á la sazón de Sicilia, donde comenzaba ya á echar los cimientos de su fama, aprestó una armada en aquellos puertos, la cual, viniendo á las costas berberiscas, echó gente á tierra en el lugar de Circeli, y á pesar de la valiente defensa de los turcos que lo defendían, lo entró á fuego y sangre, con muerte de más de doscientos de ellos y poca pérdida de su parte.

Alentado Osuna con la gloria y provecho de este triunfo, juntó mayor armada al mando de D. Octavio de Aragón, marino muy ejercitado. Navegó este General á los mares de Levante; y encontrándose con diez galeras de turcos algo separadas de una grande armada que tenían ya á punto aquellos infieles, las combatió, y después de un recio combate tomó seis sin que el grueso de las naves contrarias acudiera á estorbárselo, con lo cual y otras presas que hizo se volvió á Palermo, rico y glorioso. No tardó Osuna en ordenar otra vez á don Octavio que saliese al mar; habían hecho los turcos un desembarco en Malta, y sabedor de ello el General de los nuestros, llegó y atacó su escuadra anclada en las costas, echó á pique unas galeras, apresó otras y obligó á los enemigos á embarcarse y huir. En tanto don Juan Fajardo, D. Rodrigo de Silva y D. Pedro de Lara hicieron muy ricas presas en los corsarios mahometanos, principalmente el último, que, en dos naves marroquíes que rindió, halló más de tres mil manuscritos árabes de filosofía, medicina, política y otras artes, los cuales fueron traídos á la biblioteca del Escorial, donde algunos se hallan todavía; y otros, los más, perecieron en el doloroso incendio de 1674.

 

Mas siguió predominando en los consejos el interés de influir y dominar en Europa; y cierto que á la sazón nos aquejaban aquí graves cuidados, porque el rey de Francia, Enrique IV, no había cesado de hacer aprestos de guerra desde la paz de Vervins, ni de procurarse alianzas, además de ayudar á nuestros enemigos tanto al menos como nosotros ayudamos en la ocasión á los suyos. Secundábale Sully, su gran privado, hombre de gran capacidad y celo, al cual debió Francia la gran prosperidad en que se halló los años adelante. Tanto el Rey como el Ministro aborrecían de corazón á España, por el calor que había dado á la liga católica. Alarmada nuestra Corte con los preparativos del francés, comenzó á inquirir sus intentos para destruirlos antes de que llegasen á ejecución. Trajeron en nuestro favor el oro y las promesas de alianza y amparo, á casi todos los ministros de Enrique IV, y hasta la reina María de Médicis y á María de Verneuil, querida del Monarca francés. Dícese que éste no podía hacer cuajar sus proyectos, ni preparar ninguna trama contra España sin que de nosotros fuese conocido el intento, por secreto que pareciera. Pero á la verdad el de movernos ahora guerra no lo era ni se cuidaba mucho Enrique IV de que lo fuese. En una conferencia con nuestro embajador don Iñigo de Cárdenas, que fué á pedirle cuentas de sus armamentos tan inesperados, exclamó lleno de cólera: «¿Quiere vuestro Rey ser señor de todo el mundo? Pues yo tengo la mi espada en la cinta tan larga como otra.» Á lo cual respondió D. Iñigo, con la gravedad y nobleza que solían tener los ministros de Felipe II, que el Rey de España no quería ser dueño del mundo, porque ya Dios le había hecho señor de lo mejor de él; y que «sin meterse en el tamaño de las espadas, era tal el de la espada de su Rey, que en Europa y las demás partes del mundo podía sustentar lo que tenía y mantener su reputación de modo que quien la provocase habría de sentirla.» Pasaron allí otras razones tanto y más duras, y públicamente se hablaba ya del tiempo y el modo con que Enrique IV había de invadir nuestras provincias de Flandes.

Indudablemente para el Monarca francés eran bastantes motivos de guerra el odio que profesaba á España y el deseo de destruir nuestra preponderancia en Europa; mas la Historia no puede callar un motivo pueril propio de aquel Rey tan flaco con las mujeres, aunque dotado de altas prendas y cualidades. El príncipe de Condé se había refugiado en Bruselas con su mujer joven y hermosa de quien estaba locamente prendado el rey Enrique. Hablando con nuestros embajadores apenas dejaba de nombrar entre los negocios de Estado que lo traían descontento de España, el que alejase aquél la mujer de sus manos, y hablaba en su particular de ir á Bruselas y traérsela por fuerza de armas contra la voluntad del esposo. En esto le sorprendió el puñal de Ravaillac, que le quitó tales proyectos con la vida (1610). Aquel crimen fué sin duda útil para España, puesto que con él quedó libre de tan peligroso enemigo; y aun por eso sin duda hubo quien lo atribuyese á nuestras artes. Calumniaron torpemente los que dejaron correr tales voces á nuestro buen rey Felipe III, que era tal, que al decir de un embajador veneciano en ciertos despachos á su Gobierno, «no habría hecho un pecado mortal por todo el mundo». Ni los hechos del duque de Lerma autorizan á creer que de por sí tramase tamaña alevosía, ni era fácil que sin conocimiento del piadoso Rey la intentase. Á la verdad, el Gobierno español obedecía al maquiavelismo indigno de la época, empleando las artes de la seducción con harta frecuencia; mas no la usaban menos contra él los extranjeros, aunque no con tanta fortuna, porque no se hallaban españoles que hiciesen traición á su patria. Ni ha de ser razón ésta para que se atribuya á nuestro Gobierno un crimen que pudo ser más ventajoso, y no se imaginó en los días de Felipe II.

Descansó con la muerte de Enrique IV la política española por aquella parte, y ya no se trató sino de aprovechar las circunstancias. Logró de la reina regente, María de Médicis, D. Iñigo de Cárdenas, no sólo que apartase al ministro Sully de los negocios, sino también que lo redujese á prisión, libertándonos así de aquel otro enemigo. Y en seguida para asegurarnos más se ajustó el matrimonio del príncipe de Asturias, don Felipe, con Doña Isabel de Borbón, y el de la infanta Doña Ana de Austria con el rey de Francia, Luis XIII. Casi al propio tiempo (1611) murió de sobreparto la reina Doña Margarita de Austria, con gran sentimiento de su esposo, que no quiso ya contraer segundas nupcias; y los funerales de la Reina se confundieron con los festejos ruidosos que produjeron los nuevos matrimonios, de que se esperaba por cierto más felicidad que hubo.

Libre ya de temores el Gobierno español, se dispuso á ejecutar sus intentos un tanto contenidos por atender á los proyectos del difunto Enrique IV en Alemania é Italia. Eran los de Alemania poner en posesión de los Estados de Cleves y de Julliers al conde Palatino de Neoburgo, católico, contra las pretensiones del marqués de Brandeburgo, protestante y enemigo de la casa de Austria. Habían convenido primero aquellos Príncipes en repartirse amistosamente los Estados; pero como suele suceder en tales transacciones, no tardaron uno y otro en acudir á las armas. Vinieron los protestantes alemanes y el conde Mauricio de Nasau con los holandeses al socorro del de Brandeburgo, y Spínola recibió orden al punto de salir de Flandes á combatirlos y restituir á Neoburgo los Estados. Reunió Spínola un ejército que se hizo subir á treinta mil hombres, y con él sorprendió á Aix-la-Chapelle sin resistencia; pasó luego el Rhin, y rindió á Orsoy sin dificultad, y apareció delante de Wesel. Bien recordaban los moradores de aquella ciudad herética los agravios que tenían hechos á los españoles, sometiéndose á ellos cuando los miraban cercanos, y ultrajándolos y persiguiendo el culto católico no bien los sentían apartados. Por lo mismo resolvieron estorbarles la entrada, y opusieron tenacísima resistencia; mas Spínola combatió la plaza de tal manera, que antes que pudiera ser socorrida de los protestantes la obligó á rendirse. Fortificóla más que estaba y puso allí guarnición muy crecida al mando del marqués de Belveder D. Luis de Velasco. Ocupó luego otros lugares y fortalezas, y se volvió á Flandes sin dar batalla, porque tenía órdenes de evitarla.

En Italia fué á la sazón el principal intento de nuestra Corte tomar venganza del duque de Saboya. Hacía tiempo que este Príncipe sentía bullir en su cabeza el pensamiento de echar de Italia á los extranjeros, formando con ella un reino para su casa. Públicamente se dejaba llamar el libertador de Italia; y fuéralo acaso á tener tantas fuerzas como voluntad y astucia. Por entonces, olvidando los beneficios que debía á España, había ajustado un tratado que se llamó de Brusol con Enrique IV para apoderarse del Milanés, mientras aquel Monarca ponía en práctica por otro lado los intentos que contra nosotros meditaba. Ordenósele deshacer su ejército, y el Duque se negó á ello con altivez. Entonces el Gobernador de Milán recibió orden de invadir sus Estados. Anticipóse el de Saboya, y entró con ejército en las tierras de España, juzgando acaso que los venecianos y los franceses, viéndole tan empeñado, vendrían á ayudarle en su empresa. Pero abandonado de ellos, y viendo ya sobre sí al ejército español, se apresuró á ceder proponiendo la paz. Negósela el Rey de España mientras no diese larga satisfacción de sus agravios, mandando á su hijo primogénito á Madrid para que delante de toda la Corte mostrase el arrepentimiento y enmienda del padre. No sin razón tuvo por duras el de Saboya tales condiciones, y por no someterse á ellas, imploró, no sólo el auxilio de Venecia, sino también el de Francia y de los potentados de Italia. Pero Venecia no osó aún dar la cara al peligro; la política francesa estaba vendida á nuestra Corte, y los Príncipes italianos temían demasiado nuestro poder todavía para que se determinasen á empuñar las armas, que era lo que requería el caso. Al fin tuvo que prestarse á todo.

El príncipe Filiberto vino á Madrid (1611), y en pública audiencia dió verbal satisfacción por las faltas de su padre; pero ni aun con eso se contentó nuestra Corte. Exigióse que fuera por escrito: dictósele la fórmula misma, que era harto humillante. El Príncipe consultó á su padre, y hubo duda y vacilaciones sobre ello: al cabo triunfó la firmeza de España. Aquel documento contenía la declaración más afrentosa que Príncipe ó nación hayan hecho nunca. «Mi padre, decía Filiberto en tales ó semejantes palabras, me envía aquí porque á él la edad y las obligaciones no se lo consienten, á suplicar humildemente al Rey de España que acepte el arrepentimiento y satisfacción que ofrece de sus errores. No aceptaré yo á explicar el dolor que siente el ánimo de mi padre al verse privado de la gracia del Rey, pues sólo habría de demostrarlo no alzándome del suelo sin obtener el perdón que pido. Gran muestra será de su piedad el perdonarle y mostrarse aún benévolo con una casa que respeta en él á un tiempo señor y padre. Confiado en que lo será el duque de Saboya, se pone enteramente á merced del Rey de España, entregándose á su misericordia; y seguramente el perdón que ahora le conceda, será un lazo de eterna duración con que él y yo y todos los de nuestra casa quedaremos atados á su voluntad y servicio.» Concediósele la paz al Duque después de tal declaración: y ¿cómo pudiera negársele? Bien mostró España en esto su antigua soberbia, y sólo faltó que el poder la acompañase para mantener tal superioridad perpetuamente.

Pero el duque Carlos Manuel, más airado que arrepentido con la pasada humillación, no cejó un punto en sus proyectos de engrandecimiento. Logró al fin atraerse los venecianos, inclinados ya á ello, porque hacía tiempo que aquella república aspiraba á dominar sola en el Adriático, y por tanto necesitaba enseñorearse de los puertos que en la Dalmacia, Istria y Croacia poseía el archiduque Fernando de Austria como Rey de Hungría, y al propio tiempo tenía pretensiones sobre muchas plazas de Italia en tierra firme, que cerraban el camino de la ciudad de las lagunas. Como las fuerzas de Saboya y Venecia no eran tan grandes como sus intentos, comenzaron á teger una trama inmensa y á valerse de todas las astucias y trazas imaginarias. Era España el principal estorbo que tuviesen sus miras, porque su política era la más hábil, y su brazo el más poderoso todavía, y contra ella se encaminaron los mayores esfuerzos. Aguardaban para renovar la guerra una ocasión en que de cierto Francia no pudiera abandonarlos á merced de España, llegando el último trance: el de Saboya había de prestar las armas por lo pronto, y el dinero Venecia.

Hallaron la ocasión apetecida en la sucesión del Monferrato (1613). Por muerte del duque de Mantua, Francisco de Gonzaga, tales Estados recayeron en María, nieta del de Saboya, nacida del matrimonio de aquél con Margarita, hija de éste, más adelante virreina de Portugal, á la cual y á sus descendientes les estaban adjudicados por manera de dote. Pidió primero Carlos Manuel la tutela de la nieta, y no consintiendo en que la tuviese el nuevo duque de Mantua, su tío, desembozó los planes, y levantando tropas numerosas con el dinero de los venecianos, cayó á mano armada sobre Monferrato y se apoderó de todas sus plazas, excepto de Casal, que estaba bien guarnecida. España y el Imperio, alarmados, se prepararon á un tiempo á desposeerle de su conquista; pero el artificioso Duque hizo tanto, que ni una ni otra, envuelta en sus intrigas, supieron qué hacer por algún espacio. Al cabo el Gabinete de Madrid, que era el más perjudicado, se decidió á obrar, y el marqués de Hinojosa, D. Juan de Mendoza, ahora Gobernador de Milán, antes soldado de valor en Flandes, entró con las armas de España en el Monferrato.

Á orillas del río Versa se presentó por primera vez el enemigo, resuelto á disputar el paso; pero los nuestros le desalojaron fácilmente (1615), llevándole en retirada á la cordillera que se extiende por ellas hasta la ciudad de Astí. Allí se empeñó la batalla. Sostúvola con valor el de Saboya; pero no eran sus gentes para contener el ímpetu y la ordenanza de nuestros tercios, y fueron al fin arrolladas y puestas en total derrota y dispersión. Entre tanto, el marqués de Santa Cruz se acercó con su escuadra á las costas enemigas y rindió á Oneglia, á pesar de su esforzada defensa, y poco después la fortaleza de Marro. No se aprovechó como debió y pudo el marqués de Hinojosa de estas victorias; y en vez de acometer al punto las plazas fuertes que ocupaba el enemigo y señorearse de ellas, mantuvo á su ejército largo mes y medio en las montañas cercanas de Astí como en amago de la plaza, donde el calor y la falta de víveres y hasta de agua potable debilitaron sus fuerzas sobremanera. Con todo, el duque de Saboya, incapaz de resistir entonces, pidió la paz, y el de Hinojosa se la concedió por mediación del marqués de Rambouillet, embajador de Francia, y de los enviados de Venecia y del Papa. Firmóse el tratado en Astí, estipulando en él que el duque de Saboya renunciaría á tomar por armas el Monferrato, que devolvería cuanto hubiese ganado en la guerra, poniendo en libertad á los prisioneros, y que España haría otro tanto retirando sus tropas al milanés, mientras licenciaba las suyas el saboyano.

 

Lo peor de este tratado fué que se puso su cumplimiento bajo la garantía del mariscal de Lesdiguières y de los demás Gobernadores franceses de la frontera, los cuales quedaban autorizados para entrar con las armas en nuestro territorio á la menor infracción. Era sin duda esta condición vergonzosa é inadmisible, y la sospecha de que lo que quería el saboyano era tomar treguas para descansar y volver en mejor ocasión á la guerra, hizo que más lo pareciese á muchos. Ello fué que la Corte la desaprobó, y en lugar del marqués de Hinojosa, á quien trataban de inhábil unos, de traidor otros, envió de Gobernador á Milán á D. Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, hombre de virtud antigua y de probado valor y destreza en los hechos más memorables de su tiempo.

No bien llegó el nuevo Gobernador se puso en campo; pero la estación estaba harto avanzada, y pronto las lluvias excesivas del otoño le obligaron á aplazar sus empresas. Desde sus cuarteles de invierno movió tratos con el duque de Nemours, de la casa de Saboya, que se hallaba retirado en Francia y tenía de Carlos Manuel muchas quejas, ofreciéndole la soberanía de aquellos Estados si por su parte nos ayudaba á la conquista. La conducta del de Saboya justificaba sin duda el que los españoles quisieran desposeerle de sus Estados, y harto más político era en tal caso el ponerlos en mano amiga que no el guardarlos para nosotros, cosa que los franceses jamás podían ver tranquilos, y tampoco los Príncipes de Italia. Entró el duque de Nemours en tales intentos, y reuniendo cuanta gente pudo de aventureros franceses y flamencos, invadió la Saboya, mientras el marqués de Villafranca con el ejército español invadía el Piamonte y se apoderaba de San Germán y otras plazas, amenazando á Vercelli.

Á las nuevas de estos sucesos corrieron á juntarse con el duque de Saboya muchos aventureros franceses enviados principalmente por el mariscal de Lesdiguières, Gobernador por Francia del Delfinado, protestante, antiguo consejero y amigo del difunto Enrique IV, y por tales conceptos declarado enemigo de España. Con ellos y los suizos, asoldados á costa de Venecia, y la gente levantada en sus propios Estados, guarneció Carlos Manuel las plazas de la frontera por donde el de Nemours ejecutó su invasión, y formó ejército bastante para salir al encuentro del de España. Con éste caminaba el marqués de Villafranca la vuelta de Vercelli resuelto á ponerla sitio. Hostigóla en su marcha el saboyano, interceptándole los convoyes, cogiéndole los rezagados, y causándole en pequeños choques alguna pérdida; mas el Marqués siguió tranquilo su marcha esperando ocasión favorable de combatir. La halló al adelantarse el Duque para entrar antes que él en el llano de Apertola, y fingiendo que iba á tomar posiciones donde luego empeñar la batalla, mientras el enemigo ponía en la vanguardia sus mejores tropas para sostenerla, se arrojó impensadamente sobre la retaguardia con unos diez mil infantes y algunos caballos que eran la flor de su ejército. Aturdidas las tropas del Duque iban desfilando á la sazón por un bosque pensando romper ellas las primeras el combate, no supieron resistir ni retirarse en buena ordenanza, y á pesar de los esfuerzos de Carlos Manuel y de sus capitanes se pusieron en abierta fuga, arrojando muchos las armas y abandonando el bagaje y heridos. Á dicha vino la noche, y con sus tinieblas impidió el alcance, que si no, así como fueron muchos los prisioneros y muertos, fuera total la presa y ruina de aquel ejército. Pero entre tanto Nemours no hizo por la opuesta frontera el efecto que se esperaba. No se levantaron en su favor los naturales; no pudo tomar por sorpresa ninguna plaza, porque todas estaban sobrado prevenidas para el caso, y falto de dinero, de víveres y en soldados, tuvo que entrarse de nuevo en Francia, desde donde se concertó con el de Saboya.

Era ya en esto bien entrado el invierno; mas no por eso abandonaron el campo los españoles y saboyanos, ni dilataron sus operaciones. Viéndose Villafranca sin el opósito del ejército contrario, puso sitio á Vercelli, como de antes traía pensado, y la rindió después de dos meses de sitio, falta ya la plaza de víveres y municiones. El duque de Saboya intentó en vano por dos veces socorrerla; mas la fortuna no le fué por todas partes tan adversa. Su hijo Víctor Amadeo entró en tanto con alguna gente en el principado neutral de Masserano, apoderándose de la capital y de Cravecoeur, que tomó por asalto. Sabido esto por el marqués de Villafranca, temiendo que la pérdida de esta última plaza le impidiese rendir á Vercelli, envió por aquella parte contra el enemigo al valeroso Maese de campo D. Sancho de Luna y Rojas, con algunas compañías de infantes y caballos; pero atacado por fuerzas muy superiores, quedó muerto en el campo con los más de los suyos. Antes de que pudiera repararse tal descalabro, hubo de causarles mayores otro acontecimiento, si inesperado de nuestra Corte, harto previsto del de Saboya. No podían los franceses mirar indiferentes que los españoles, con la rota de aquel Príncipe, se hiciesen señores de toda Italia. El envilecimiento de su Gobierno, durante la menor edad del rey Luis XIII, no le dejaba pensar en tales cosas; pero hubo quien pensase por él en Francia, y se dispuso la expedición, alegando las condiciones del tratado de Astí, que, verdaderamente no lo era, puesto que no había sido aceptado de nuestra Corte. Fué el alma y ejecutor de todo el mariscal de Lesdiguières, tan enemigo de España como dejamos dicho, el cual, con las ventajas alcanzadas por los nuestros, á pesar de los encubiertos auxilios que él prestaba á los contrarios, conoció que no era tiempo de más espera. La confusión de Francia era tan grande á la sazón, que el Mariscal pudo llevar á efecto sus pensamientos, contra el deseo primero, y luego contra las órdenes terminantes de su Gobierno. Entró con ocho mil hombres en Italia, y reuniendo sus fuerzas con las del príncipe Víctor Amadeo, juntos rindieron á San Damián, más por astucia que por armas, y luego entraron en Alba. Las órdenes imperiosas de su Corte obligaron á Lesdiguières á volverse á Francia, y en seguida el marqués de Villafranca, acudiendo á reparar las anteriores pérdidas, tras de rendir á Vercelli, se apoderó de Soleri, Feliciano y todos los puestos importantes de las riberas del río Tánaro. Y el duque de Saboya vió entonces su perdición más que nunca cercana.

Habíanse reunido por azar en Italia tres españoles ilustres contra cuyo valor y experiencia se estrellaban todos sus cálculos. El marqués de Villafranca el uno, el duque de Osuna el otro, y el último el marqués de Bedmar, embajador en Venecia. No tardó en ser conocida de ellos la liga del Saboyano con Venecia y cuanto ayudaba á aquél esta República, asegurándose que para tal guerra le había prestado hasta veintidós millones de ducados, mientras divertía la atención de España y del Imperio con sus empresas en la Croacia, Dalmacia é Istria. No es de culpar, ciertamente, que Venecia hiciese por echar á los españoles de Italia, lo mismo que el duque de Saboya, antes las historias italianas habrán por eso de dispensarla elogios. Pero tampoco ha de vituperarse en Villafranca, Osuna y Bedmar el pensamiento de aniquilarlos, quitándoles los medios de dañar á su nación y á su patria: tal es la ley de las cosas.