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Historia de la decadencia de España

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No contento, naturalmente Olivares con rebajar á los contrarios y exterminarlos, cayendo en sus mismos errores, comenzó á elevar á otros sin consideración alguna, procurando hacerse de clientela. Alzó varios destierros de personas importantes que antes los padecían, y devolvió algunas plazas y dignidades mal quitadas, robusteciendo con el agradecimiento los muros de su poder. Entre otros, se levantó el destierro y prisión que padecía D. Francisco de Quevedo, ya en obras famoso, por su amistad con Osuna, y aun se le dió colocación en Palacio. Pero los más de los destinos públicos los ocupó el Privado con sus amigos personales. Con ellos compuso la regia servidumbre, despidiendo á los que antes la formaban, y cuando ya no tenía destinos que dar allí, determinó poner casa aparte al infante don Fernando, que por su corta edad vivía aún con el Rey, su hermano, á fin de crearlos nuevos y repartirlos de la propia suerte, como lo ejecutó con efecto. Quitó de los Tribunales á muchos magistrados, porque alcanzaban reputación de inflexibles; y de ellos fué el Presidente del Consejo de Castilla D. Fernando de Acebedo, en cuyo lugar puso á D. Francisco de Contreras, uno de los jueces de Calderón, que era de sus mayores amigos y parciales. Sólo conservó en alto puesto á D. Baltasar de Zúñiga, por tío suyo y por fingir también con eso que no quería ser solo en el mando. Era D. Baltasar hombre de antigua carrera y muy práctico en los negocios; mas como viejo y tío, afectaba algo de superioridad y entereza, que ofendía la vanidad quebradiza del de Olivares. Murió á poco, y murió á tiempo porque ya comenzaba á rugir la discordia entre ellos, y la perdición de Zúñiga no parecía muy lejana.

No hallando ya quien le disputase el Poder, se puso á disfrutar tranquilo de su fortuna. Y no pareciéndole ninguna casa acomodada á su grandeza, vínose á vivir á Palacio, ocupando con mengua de la Familia Real, menos cómodamente alojada, el cuarto que solían los Príncipes de Asturias, donde Felipe IV había residido hasta la muerte de su padre. Allí, siguiendo los pasos del de Lerma y acrecentando sus abusos, se hacía traer todos los papeles importantes sacados de los archivos y secretarías sin cuenta ni resguardo alguno; allí daba las audiencias que antes solían los Reyes; despachaba con los ministros, dictaba órdenes á los Consejos, y hacía todos los alardes de poder y mando que pudiera siendo suya la corona. No tardó, como el de Lerma, en hacer sentir su privanza á la Real Familia. Cobró, principalmente, aborrecimiento á los dos infantes D. Carlos y D. Fernando, ambos muy queridos en la corte, porque, dotados de noble espíritu, no llevaban con paciencia su dominio. Y siempre será mengua de aquel favorito el haber procurado indisponer al Rey con sus hermanos por bajos medios.

Á la verdad, en un principio mostrábase en los negocios públicos tan solícito, como fué descuidado y flojo más tarde. Si no acertó con lo bueno y lo útil, no fué por falta de arbitrios, que los tuvo y aplicó en gran número, sino porque su inteligencia y desordenadas pasiones no le dejaron ver más y mejor de lo que veía en las cosas. De todos los arbitrios que imaginaba y de la situación de la Monarquía, dirigió al Rey una Memoria muy alabada entonces, donde hubo quien hallase principios é ideas de gran político: la verdad era que ya había en la nación, apartada por la Inquisición del estudio y de la meditación verdaderamente filosófica, poquísimas personas capaces de juzgar bien en tales materias. En cambio, pululaban los arbitristas, hombres incansables que no cesaban de publicar peregrinos libros, donde se proponían remedios á todas las necesidades y enfermedades públicas, disparadamente chistosos, cuando no torpes y fatales. De éstos recogió no pocas ideas el Conde-Duque y así fueron ellas. Determinó que los servicios no se recompensasen más con donativos de dinero en cantidad de maravedís ó ducados, como antes se solía hacer, sino que á cuenta de ellos se repartiesen los honores y las dignidades, con que se evitaron algunos gastos, pero se envilecieron las grandezas y las encomiendas á fuerza de prodigarse; mal quizás tan grande como el que se trataba de remediar, porque no viven menos las Monarquías con economía en el dinero que con economía en las honras y dignidades. Siguióse la mala costumbre introducida en el anterior reinado de crear para el conocimiento de todos los negocios importantes juntas especiales compuestas de individuos de diversos Consejos, y se introdujo otra peor todavía, que era la de que los consejeros no deliberasen de viva voz, sino que cada uno diese su dictamen por escrito al Rey; de forma, que pasando tales papeles del Rey al favorito, no se determinaba cosa que éste no tuviese por útil. Dióse también sucesión á los empleos antes de que vacasen poniendo en cada uno dos dueños; pero algo se remediaron los daños de esto último con repartirlos por merecimiento verdadero ó supuesto, y no por dinero como al principio. Tratóse de acortar los términos de los pleitos, que por lo largos y ruinosos eran de las principales causas de decadencia en las familias que hubiese en el reino, entreteniendo con ellos la esperanza muchos odios, alimentando la dilación muchas disensiones, y fabricando los desengaños no pocas perdiciones de gente hidalga y capaz, bien dirigidas y de altos servicios. Y por lograrlo fácilmente, se redujo á la tercera parte el número, á la verdad exorbitante que había de consejeros, escribanos, procuradores, alcaldes, alguaciles y demás oficiales públicos. Fijóse, por último, un plazo, dentro del cual los litigantes forasteros pudiesen solo residir en la corte, y para evitarles la venida, se dispuso que los pleitos, aun los privilegiados, se viesen ante las justicias ordinarias. También se mandó á los señores de vasallos que residiesen en sus pueblos á fin de aliviarlos en vez de oprimirlos. Prohibiéronse las emigraciones, aun para las Américas, que era para donde más comúnmente se verificaban con tanto daño de los reinos de la Península, que se miraban despoblados, mas sin conocer que no hay otro remedio para evitar tales emigraciones, sino ofrecer ventaja y buen gobierno á los pobladores para que no dejen sus hogares; y, por último, se prohibieron algunas modas un tanto costosas, que era pueril remedio y tan ineficaz como se halló luego. Vióse á los alcaldes de casa y corte dar de rebato en las tiendas de mercaderes y sacando todos los valones, zapatillas bordadas, almillas, ligas, bandas, puntas, randas, abanicos, puños aderezados y otras galas de mujeres á este modo prohibidas por sobrado ricas, hacer con todas ellas ridículo auto de fe en las calles de Madrid. Calculóse que había cuello cuyo aderezo costaba al año seiscientos escudos y prohibióse tal uso, dando el Rey y el favorito el ejemplo, que ellos creyeron glorioso, de no llevar sino valonas sencillas. ¡Mezquinos ejemplos! Harto más graves si no más oportunas fueron las medidas tomadas para desahogar la Hacienda en sus apuros.

Rebajóse nuevamente el interés que del Erario tiraba la deuda conocida con el nombre de juros reales, y se dió facultad á las Cortes para conceder tributos sin permiso de las ciudades; con que ganados los procuradores, no imposibles de ganar ya entonces, podía el Rey más fácilmente sacar dinero de los pueblos. Ni una ni otra de estas medidas sentó bien en la nación; pero se soportaron ambas, porque todo el mundo conocía que el estado deplorable de la Hacienda pública exigía grandes remedios. La moneda que tanto dió que hablar en el anterior reinado, hubo también de ocupar en éste, desde los principios, la atención del Gobierno y de la nación entera. Hizo el Conde-Duque que el Rey dictase un decreto prohibiendo que se sacase del reino el oro y la plata y se introdujese en él la moneda de vellón; poco después se mandó que el trueco y reducción de la moneda de oro y plata á la de vellón no excediese del diez por ciento. Pero esto no bastó para evitar que el vellón sobrase en nuestros mercados, y en 1626 hubo que pregonar Real cédula para que no labrase más moneda de vellón en veinte años. Todavía sobraba esta moneda infeliz de tal suerte, que el año después se publicó una pragmática famosa para su disminución, encomendando la obra á una especie de Junta y Caja de amortización, al modo de las que después hemos visto destinadas á la amortización de papel moneda, con el nombre de Diputación general del consumo. Tratábase de ir recogiendo poco á poco en las principales capitales del reino la moneda de vellón, cambiándola por oro y plata, inutilizando una parte, y poniendo la demás en su justo valor, alterado desde el tiempo de Felipe III. Mas sin embargo de que esta Diputación hizo cuanto pudo, en 1628 hubo que expedir nueva pragmática, rebajando ya violentamente la moneda de vellón á la mitad de su valor y originándose con esto las pérdidas y quejas que eran naturales. Así se pensaba entretener algún tiempo el oro y la plata que á más andar desaparecía del reino; pero todo era en vano, y en el propio año de 1628 hubo que mandar aún que la moneda de estos metales no pasase de puerto alguno sin registrar, revocando la antigua que permitía sacar moneda con obligación de volver mercaderías.

No alcanzó esta disposición más fortuna que las otras, y en adelante todavía dió harto en que entender el arreglo de la moneda. Pero el caso era, que en estos cambios y alteraciones, si los pueblos padecían mucho, no dejaban de ganar los ministros. Era en todo con sus altas y bajas la moneda, lo que por ventura ha sido la deuda del Estado en nuestro siglo. Los favoritos y ministros codiciosos que por su posición tenían noticia anticipada de las alteraciones, se aprovechaban de eso para expender ó recoger moneda y cambiarla por más ó menos, según el caso, y así realizaban inmensas y vergonzosas utilidades; todo en ruina de la nación y más confusión y desbarate de la Hacienda pública.

Crecieron en tanto los tributos y fueron mayores que nunca desde los principios de este reinado. Las Cortes de Castilla otorgaron en 1623 veinticuatro millones en cada doce años, por la manera misma con que fué practicada la exacción en el anterior reinado, y perpetuándose tal cantidad en los pedidos, tomó de ella esta contribución el nombre con que fué en adelante conocida. Las de Aragón en 1627 ofrecieron dos mil hombres armados y pagados por seis años; mil hombres pusieron también en armas las de Valencia del mismo año: solo las de Cataluña se mostraron parcas y desabridas. Ya en 1620 se había solicitado de aquella provincia que diese cuenta de sus rentas y pagase el quinto; mas no se insistió mucho en ello. Luego que entró á tratar de las cosas de la hacienda, el Conde-Duque aconsejó al Rey que pidiese formalmente á Cataluña el quinto de sus réditos; hízose la petición y respondió Barcelona que estaba exenta por sus privilegios, mas en las Cortes de 1626 se esforzó la pretensión, recordándose otra antigua de establecer allí la renta del Escusado. Hubo disgustos, precursores de los que en los años venideros trajeron tantas desdichas: exacerbáronse las pasiones á punto que el conde de Santa Coloma y el duque de Cardona vinieron á las espadas en el recinto mismo donde se celebraban las Cortes; y fué mucho que se pudiese evitar mayor escándalo. Negábanse los brazos catalanes unidos á introducir la alteración más pequeña en los antiguos privilegios de la provincia, y no faltó quien previese ya todo lo que había de sobrevenir de continuar en la demanda. El almirante de Castilla D. Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Ríoseco, hombre ilustre, nacido para preveer y llorar las torpezas de aquella época sin poder remediarlas, manifestó al Rey con noble libertad el peligro, lo cual le trajo disgustos con el Conde-Duque, y el odio de éste que le acompañó por toda su vida. Irritado el Rey con las penalidades que le costaba sacar algún socorro y ayuda de los catalanes, dejó un día inpensadamente á Barcelona y se vino á Madrid. Envió entonces Barcelona en su seguimiento ciertos diputados que le alcanzaron todavía en el camino y le ofrecieron cincuenta mil escudos. Volvió el Rey en 1632 á sentir grandísimos apuros y á pedir nuevos tributos á las Cortes; negáronse las de Castilla en Madrid á concederlos, pretextando que el dinero iba á emplearse en pagar los ejércitos del Emperador: plausible pretexto y muestra de fortaleza pocas veces repetida por los procuradores castellanos en aquellos tiempos.

 

Las Cortes catalanas que el Rey en persona fué á abrir el propio año, dejando para que las continuara, con permiso de la provincia, á su hermano el infante don Fernando, se resistieron como siempre, á dar tributos, habiendo nuevos empeños y disgustos por esta causa entre el Almirante y el Conde-Duque. Por fin se lograron cuatrocientas cuatro mil libras, muchísimo menos que se pretendía. Hizo éste que algún tiempo después, se tornase á la pretensión primera de que Barcelona diese cuenta de sus réditos para pagar el quinto al Erario. Negáronse los catalanes más enérgicamente que nunca. El Virrey, que á la sazón era el duque de Cardona, quiso registrar de por si los libros de la ciudad, á fin de averiguar el importe de tales réditos: fortificáronse los conselleres en la casa de la ciudad, donde el Virrey no osó acometerlos, y el Conde-Duque y el Rey, enojados ya al último punto contra Barcelona, determinaron trasladar la Audiencia á Gerona. Todo principios de lo que sucedió más tarde.

No bastando, pues, los tributos concedidos por las Cortes, fué preciso acudir á nuevos arbitrios, para llenar las arcas públicas. Pidiéronse donativos á la nobleza y al clero que los hicieron cuantiosos: solo el cardenal Borja envió de Roma quinientos mil ducados, y el clero dió gratuitamente siete millones de tal moneda. Poco era esto para lo que se necesitaba, y mediante una bula del Papa se obtuvieron del Estado eclesiástico otros diez y nueve millones de ducados. Al propio tiempo se creó (1632) la contribución conocida aún en nuestros días con el nombre de lanzas y medias annatas. No se tardó en inventar otro servicio de millones sobre consumos no gravados todavía, y que no podían mirarse como de primera necesidad, el cual importaba dos millones y medio de ducados en seis años. Las Cortes de Castilla lo concedieron al fin á fuerza de importunaciones y halagos, mas no para socorrer al Emperador de Alemania como se quiso antes, sino para atender á los gastos interiores del Estado.

Pero con tantos arbitrios y derramas como dejamos enumerados no se logró ver mejoría en el Erario, ni acrecentar las decaídas fuerzas de la nación, ni remediar la despoblación y la ruina de las ciudades y de los campos; antes visiblemente se miraban empeorar las cosas. El mal, como venido de tan lejos y tan hondo, necesitaba de remedios, no tanto heroicos y atrevidos, como bien meditados; de los cuales el primero y más eficaz era la paz, según dejamos ya apuntado en el reinado antecedente. Paz necesaria para que se disminuyesen los gastos públicos, y para preparar el camino de otras disposiciones tenidas ya de todo el mundo por indispensables, que restableciesen ó hicieran prosperar el Comercio y la Agricultura é Industria. Mas en esto, cabalmente puso aún menos atención el conde de Olivares que su antecesor el duque de Lerma. Desde el principio hasta el fin de su privanza, no hizo Olivares otra cosa que promover y sostener luchas desiguales, costosísimas y sangrientas, despilfarrando en festines y obras de recreo lo que quedaba, y los recursos mismos que pedían los ejércitos y la guerra. Así en 1633, cuando nuestros ejércitos en Holanda y Alemania solicitaban dinero de continuo y no se les enviaba por no haberlo; cuando por eso no podían salir al mar las armadas; cuando el Emperador nos importunaba más, pidiendo socorro y las Cortes de Castilla lo negaban y á las de Cataluña se sacaban contribuciones tan mezquinas á tanta costa y con tan grandes penalidades, vieron levantarse los madrileños los palacios y jardines magníficos del Buen Retiro con gasto inmenso, porque ni el terreno los consentía; obra tan deleitosa y tan alabada ahora, como maldecida entonces por los hombres previsores y sensatos.

El de Olivares en tanto para no aparecer como autor de todo, aunque verdaderamente lo fuese, encomendó á una junta de tres personas autorizadas el examen de cuantos negocios había de despachar el Rey, dando sobre ellos su dictamen. Y más tarde rogó el Rey en un papel, el cual quedó por honra en su mayorazgo, que asistiese personalmente al despacho de todo, y viese y dispusiese por sí las cosas. No faltó quien tomase á moderación estos pasos, y con tales trazas, aunque corrieron siempre hartas murmuraciones sobre su conducta, mucha parte del pueblo no le quería mal en los principios y esperaba de él mejor fortuna. Amábale sobre todo y cada día más el Rey, que depositaba en él toda su confianza, no sólo en las cosas del Estado, sino en aquellas otras viles que afrentan, más que á los reyes que las hacen, á los ministros que las protegen y ayudan. Era Felipe IV muy dado á aventuras y galanteos, y tanto que sólo en ellas ponía atención y cuidado. Los papeles y los libros de la época lo pintan como liberal, generoso, valiente y no desnudo de ingenio y de instrucción, gustándole mucho el trato de los poetas y artistas, y aun la misma profesión de las Musas. Pero el caso es que distraído en liviandades no hubo monarca más esclavo que él de sus privados, ni aun su tímido y devoto padre.

El conde-duque D. Gaspar de Guzmán, que lo era único y absoluto y lo fué por tantos años, no carecía ciertamente de talento, bien que no fuese tanto como su vanidad; pero no tenía la sagacidad política, la profunda comprensión, y la instrucción y vasta experiencia que necesitaba en tan peligrosas circunstancias la Monarquía. Fué también más atento al provecho propio y á contentar sus pasiones que al bien del Estado, cosa harto común por desgracia en los ministros y privados, sobre todo, en España y en aquellos tiempos. Con la grandeza de España, tomó para sí el título de duque de San Lúcar, de donde le vino el ser Conde-Duque, y no tardó en formarse copiosísimas rentas. Luego, á cambio sin duda de los favores que á manos llenas recibía, dióle el ministro al Rey gratuitamente el título de Grande, y fué vergüenza que éste llegase á admitirlo como merecimiento, en lugar de despreciarle como lisonja. Hecho en que harto se dieron á conocer entrambos, mostrando bien desde los principios lo que de tal Príncipe y tal ministro podía esperar la Monarquía.

Eran muy grandes sus empeños en 1621 al empezar el nuevo reinado. Francia patrocinaba los intentos de los que pretendían la restitución de la Valtelina á su primer estado, y á los grisones, sus anteriores dueños, de cuyas manos la había quitado el duque de Feria, y también ayudaban á ello los holandeses con dos regimientos pagados á su costa. Faltaban cinco meses para cumplir las treguas ajustadas con éstos, todavía tenidos por rebeldes, treguas tan mal vistas de la soberbia española, que no hubo en catorce años, que duraron, quien quisiera prohijar su negociación, excusándose todos unos con otros ministros y embajadores y hasta el mismo príncipe Alberto. Continuaban conspirando contra nuestro poder los venecianos, libres del meditado castigo del otro reinado. Nápoles andaba á pleito con el Gobierno, y tenía en la corte diputados representando agravios de los virreyes, sobre todo del duque de Osuna, y en Sicilia estaban situadas por diferentes créditos las rentas del Rey, sin haber de dónde costear la defensa del reino. La Marina, que tanta gloria había alcanzado en el reinado de Felipe III, siendo la principal defensa de la Monarquía, quedaba arruinada; la armada del Océano constaba de solo siete navíos, y las galeras de España que eran aún en menor número, apenas salían del puerto por desproveídas. Las fuerzas de los protestantes alemanes, suscitadas de consuno contra el Imperio y contra España que era su aliada; las de Inglaterra, más quietas que seguras, mediante la plática de casamiento entre su príncipe y la infanta Doña María, comenzadas en el reinado de Felipe III y que ahora venían á formalizarse. Y entre tanto la Hacienda, tan afligida como atrás dejamos explicado, consignada á deudas antecedentes por todo el año de 1623, habiendo aún rentas sobre las que pesaban más largos empeños, sin que las medidas del conde de Olivares fuesen eficaces para traer los recursos que faltaban.

Á pesar de tan mala situación, el nuevo Gobierno no se arredró un punto; y á la verdad la fortuna sonrió en los principios sus empresas. No desalentados los protestantes alemanes con la pérdida de la batalla de Praga, continuaron la guerra contra el Emperador y el Rey de España, y éste por su parte no desistió de la alianza y de los empeños que con aquél contrajo su padre. El conde de Tilly, general de los imperiales, y D. Gonzalo Fernández de Córdova, hijo del duque de Sesa y biznieto del Gran Capitán, que comenzaba entonces la carrera de las armas, atacaron en Hoecht sobre el Meín á Cristiano de Brunswick y al conde de Mansfeldt que mandaban á los protestantes (1622), y los pusieron en derrota; arrojáronse los protestantes en confusión á pasar el río por un puente que allí tenía, y hundiéndose éste al peso enorme, fueron muchos los que se ahogaron y otros se salvaron á gran pena, de suerte que su pérdida llegó á seis mil hombres entre muertos y prisioneros.

Cumpliéronse en esto las treguas con Holanda, y el archiduque Alberto envió al punto mensajes á las provincias unidas en república, ordenándolas que volviesen á su obediencia. Mandato ridículo, puesto que era su inutilidad tan evidente. Habíase calculado, no se sabe cómo, que aquella guerra costaba poco menos que la paz; erradísima cuenta, aunque no se mirase más que la destrucción lenta, pero segura, de los pocos ejércitos que quedaban á la Monarquía, sin que permitiese ya la despoblación reponerlos y reparar sus pérdidas. No se pensó en esto; y la guerra encendida del lado allá del Rhin se comunicó á esta otra orilla pudiéndose considerar como una sola por los accidentes comunes y porque los ejércitos ya acudían á una, ya acudían á la otra parte indistintamente. Comenzaron las hostilidades por decomisarse en nuestros puertos más de doscientos sesenta buques holandeses que comerciaban con bandera alemana; pero ellos vengaron bien esta pérdida. Armaron escuadras y corsarios que saquearon á Lima y el Callao; echaron allí á fondo veintidós bajeles que llevaban nuestra bandera; rindieron y dieron también á saco la ciudad de San Salvador en la bahía de Todos Santos, cogiéndola desprevenida á semejante ataque, y causaron en las costas del Brasil infinitos daños. Pero la fortuna no dejó de recompensarnos con una gloriosa victoria habida al punto mismo en que se rompió la tregua. D. Fadrique de Toledo, hijo del gran marqués de Villafranca y Capitán general de la Armada del Océano, salió de Cádiz con siete navíos y dos pataches, y hallando en el estrecho de Gibraltar una escuadra de hasta treinta y un bajeles holandeses, peleó con ellos diez horas, tomó cinco, echó tres á pique y obligó á las demás á huir con vergüenza. Fué grande el valor con que pelearon los españoles en este trance, y señaladamente el don Fadrique, el general Carlos Ibarra, Roque Centeno y otros Maestres de campo y capitanes. En tanto el marqués de Spínola, justísimamente honrado ahora con el título de marqués de Belvis ó los Balbases, dejadas las cosas del lado allá del Rhin volvió á Flandes.

 

Halló moribundo al archiduque Alberto, que de allí á pocos días rindió la vida, y así recayó sobre él todo el peso de los negocios, porque la Infanta, que quedó de señora, no sabía más que llorar su pérdida. Sin embargo, no tardó en poner á punto las cosas y entrar en campaña. Tomó á Genep y Meurs y fué á acamparse delante de Burich. Era su intento atraer á sí al príncipe Mauricio que mandaba á los holandeses, para que éste dejase descubierta á Juliers, y no le salió mal la traza. Desguarneció el holandés aquella fortaleza, y al punto Spínola envió allá al conde de Berg que, plantando sus cuarteles y abriendo luego sus trincheras, impidió el socorro y la rindió á los cinco meses de sitio. Spínola se puso en tanto sobre Ber-op-Zoom, plaza importante de los contrarios; pero acudiendo Mauricio al socorro, no pudo evitarse que metiera dentro más número de soldados que tuviesen los sitiadores; con que hubo que levantar el cerco cuarenta y seis días después de plantado el campo. Mas este revés lo compensó con harta ventaja una dichosa victoria.

Mansfeldt, y el malvado Obispo de Halberstad, Cristian de Brunswick, dos de los principales corifeos de los protestantes en Alemania, echados de allí por los recientes triunfos del Emperador, acudieron á reforzar á los holandeses. Salió á estorbarlo D. Gonzalo Fernández de Córdova, que venía de vencerlos en Alemania. Los enemigos, pasado el Sambra, quemaron con licenciosa crueldad las aldeas del contorno y cometieron infinitos desórdenes; el número de su Caballería llegaba á seis mil soldados; el de la Infantería no se supo bien; pero hubo quien lo estimase en ocho mil. Aguardólos D. Gonzalo cinco leguas de Bruselas en los campos de Fleurus, que caen en los confines de Bravante, y Namur con ocho mil infantes y mil quinientos caballos; y allí empeñó la batalla. La noche había sido tempestuosa, y los españoles, inferiores en número á sus contrarios, estaban también más fatigados que ellos; con todo, nuestra Infantería sostuvo con tal esfuerzo la carga de los numerosos caballos enemigos, que los puso en derrota obligándolos á abandonar á los infantes. Antes hubo algún desorden en el costado derecho de los nuestros, porque el Maestre de campo D. Francisco Ibarra, que allí mandaba con imprudente heroísmo, lejos de esperar á pie firme á los caballos enemigos, salió precipitadamente á su encuentro. Remedióse por virtud de nuestra Artillería, que hábilmente dirigió el capitán Oteiza; huyeron los caballos y quedaron los infantes. Entonces cayó sobre estos toda la furia de nuestra gente: murieron los más de los capitanes españoles, pero no por eso cejaron los soldados, y animados del ejemplo del General, rompieron también la Infantería enemiga y casi entera la pasaron á cuchillo. Los pocos de los enemigos que se salvaron de esta matanza, huyeron, dejando en el campo banderas, bagajes y artillería. Murieron de ellos mil quinientos; de los nuestros el Maestre de campo Ibarra y mucha gente de cuenta; los prisioneros no fueron muchos por la furia de los vencedores; pero los hubo de valía. Tal fué la batalla de Fleurus (1622), una de las gloriosas, que ganaron los españoles por el esfuerzo con que pelearon y que fué de mucha reputación al joven caudillo D. Gonzalo Fernández de Córdova. Duró cinco horas y media, y fué el pelear con tal furia, que en el escuadrón de la Infantería española no quedaron en pie más oficiales que el Maestre de campo Boquin y el capitán Castel. Siguió D. Felipe de Silva, que mandaba nuestra Caballería, el alcance de los enemigos, haciendo nuevos destrozos, y cerca de Ham, en la frontera de Lieja, degolló el resto de los fugitivos.

Recibiéronse con el júbilo natural en Bruselas las nuevas de estos sucesos, y dieron aliento para continuar la guerra con los holandeses, al paso que éstos sintieron profundamente aquel descalabro que venía tan en su daño. Sin embargo, por falta de recursos no pudo Spínola darle á la guerra poderoso impulso, y como los holandeses se mantenían á la defensiva casi siempre, se continuó con tibieza en los dos años sucesivos, limitándose todo á la empresa de Amberes que intentaron los holandeses sin éxito alguno.

Al fin, comenzó el famoso sitio de Breda. Henchido de arrogancia Felipe IV, como quien no había experimentado reveses todavía, ni escuchaba más que lisonjas, escribió aquel mandato célebre: «Marqués de Spínola, tomad á Breda», y no hubo más si no comenzar el sitio (1626), el cual pudo compararse con el de Ostende, por lo largo y costoso. La guarnición era tan numerosa, que llegó en ocasiones á cuarenta mil hombres; la artillería mucha; terribles las fortificaciones; pero todo cedió á la constancia y al valor de los españoles. En vano Mauricio de Nassau con numeroso ejército pretendió obligarlos á levantar el cerco: frustrados una vez y otra sus intentos, murió sin verlos logrados, y Breda se rindió al fin á los dos meses de sitio. Sucedió á Mauricio en el mando de los ejércitos enemigos su hijo Enrique de Nassau.

Con este suceso vinieron á juntarse, para desvanecer del todo á nuestra Corte, los triunfos de D. Fadrique de Toledo en la América Meridional. Corrió allá este General en demanda de los holandeses, que habían hecho ya extensas y ricas conquistas en las Islas y Tierra Firme; recobró la bahía de Todos Santos, Guayaquil y Puerto Rico, y con pérdida de todo, los echó de aquellos países y de aquellas aguas. Fué también glorioso, aunque no de mucho contento, el triunfo alcanzado por la armada de Nápoles contra los piratas berberiscos. Salió contra ellos el conde de Benavente, Virrey del reino, con quince galeras y los acometió con mucho brío; pero atravesado por una bala en lo más recio, lidiando como quien era, no le dió tiempo la muerte si no para que por señas ordenase imperiosamente á sus oficiales que continuasen el combate. Continuólo, en efecto, D. Francisco Manrique, en quien recayó el mando, y apresó al fin toda la escuadra enemiga, menos la capitana, que el almirante turco Azan hizo volar, por no rendirla. Con no menos fortuna peleó D. García de Toledo con cuatro naves africanas, rindiéndolas cerca de Arcilla; y los gobernadores de la plaza de África hicieron también por su parte mucho daño en los piratas berberiscos, ahuyentándolos de delante de sus muros, señaladamente D. Alonso de Contreras, que mandaba en la Mamora. Aguó en parte la alegría el mal suceso de la Esclusa; envió Spínola al conde de Horn á sorprender aquella plaza y no pudo lograrlo: antes se retiró herido y con pérdida de cuatrocientos hombres. Mas de todas suertes las cosas de la guerra estaban de buen aspecto hasta entonces.