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Historia de la decadencia de España

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Entre tanto, nuestra diplomacia andaba ocupada en una cuestión que tuvo cierta importancia. Desde 1617 corrían pláticas entre la Corte de España y la de Inglaterra sobre el matrimonio de la infanta Doña María, hermana de Felipe IV, con el príncipe de Gales, hijo primogénito del rey Jacobo. Siguiólas tibiamente Felipe III, cuyo espíritu devoto no consentía que viese con buenos ojos á hija suya casada con un Príncipe protestante. Pero no bien comenzó á reinar Felipe IV, vino á Madrid el conde de Bristol, encargado de llevar á efecto aquella idea, y comenzaron con calor las negociaciones. Solicitaba el inglés juntamente con la mano de la Infanta, el que la España y el Emperador devolviesen sus Estados al Conde Palatino, su deudo, el cual acababa de perderlos, como fautor de la guerra de Alemania. En vano quiso el Rey de España separar del todo entrambos asuntos; el Embajador inglés, fingiendo que los separaba, los juntaba más cada día.

Por aquí comenzó el disgusto de nuestra Corte, tan predispuesta á mirar mal el matrimonio por la diversa religión del de Gales; reclamó, por su parte, cierta libertad para los católicos de Inglaterra, como condición del matrimonio, y no alcanzó si no buenas palabras. Ni España cedía en lo del Palatino, ni Inglaterra en lo de la libertad religiosa, y así caminaban (1623) perezosamente los tratos, cuando, con sorpresa de todos, el príncipe de Gales se presentó en Madrid de incógnito, acompañado del marqués Bukingham, luego Duque del propio título. Pasáronse en festejos y cumplimientos los primeros días: visitó el de Gales á la Infanta, y parecía más dispuesto con su visita, que lo estuviese antes á llevar á efecto el matrimonio. Mas nuestra Corte, circunspecta y austera, no por eso apresuró las cosas. Consultósele al Papa, y respondió bien; formáronse dos juntas, una de teólogos y otra de ministros, y ambas fueron de favorable dictamen: y así se llegó á fijar ya día para los desposorios. Pero á medida que más adelante llegaban los tratos, más empeño manifestaban los ingleses en que se estipulase la restitución del Palatinado, y más los españoles exigían que se concediesen grandes y verdaderas ventajas á la iglesia católica en Inglaterra. Así forcejearon por largo los negociadores, sin ceder ni conceder unos ni otros. Jamás asunto matrimonial ha sido tratado con más lentitud y estudio. Olivares puso en él una atención que con harta más justicia reclamaban los apuros de la Monarquía. Hubo nimiedad y pequeñez de miras por nuestra parte, y algo de malicia y doblez por parte de los contrarios.

Al fin se rompieron los tratos. El príncipe de Gales se marchó de Madrid con buen semblante, pero agraviado en lo íntimo del alma; y aunque dejó poderes para continuar las negociaciones, no se volvió á hablar más de ellas. No faltó quien alabase al de Olivares por haber evitado con dilaciones y astucia la proyectada alianza, mas sin razón plausible. Si la Infanta hubiera llegado á contraer matrimonio con el príncipe de Gales, que luego fué Carlos I, la desdichada suerte de los esposos, lejos de traernos ventajas, nos hubiera traído acaso más enemistades y males. Pero como esto no se podía prever, contando con circunstancias comunes y naturales, era desacierto notable el no aprovechar la alianza de una nación que empezaba á llamarse dueña de los mares, exponiendo á sus iras nuestro comercio y nuestras flotas, ya no seguras de los holandeses.

Claros indicios de serlo se ofrecieron de allí á poco. Porque habiendo muerto por entonces el rey Jacobo de Inglaterra, no bien se halló en el trono Carlos I, su primera diligencia fué acudir al agravio que de parte de España tenía. Entró en tratos con Francia, Holanda, Saboya y venecianos para humillar nuestro poder, y envió una armada de ochenta bajeles con el conde de Lest por general, á que se apoderase de Cádiz y Lisboa y las saquease, destruyendo los bajeles allí surtos y robando la flota que debía venir de América aquel año y se estaba esperando. Á la verdad no salieron como pensaba estos intentos. Llegó la armada al frente de Lisboa, y hallándola bien prevenida, siguió navegando la vuelta de Cádiz. Echó el inglés diez mil hombres en tierra: ganó la torre del Puntal defendida de quince soldados solamente, y dándose ya por dueño de todo, se encaminó á la ciudad con escuadrón formado. Salió á escaramucear con él D. Fernando Girón, fuera de la muralla, con seiscientos españoles, tan valerosos, que al primer acontecimiento desbarataron la vanguardia británica, matándola más de ochocientos hombres. Retiróse luego; pero como supiesen los contrarios que ya acudía al socorro el duque de Medinasidonia, Capitán general de Andalucía, con la nobleza y gente de las ciudades circunvecinas y algunos soldados, no atreviéndose á mantener el campo, se embarcaron precipitadamente (1625) apartando de las costas sus naves. Con esto, el rey Carlos I se dió por vengado, y no volvió á hostilizarnos: poco después se labraron conciertos que nos libertasen de aquel nuevo enemigo, aunque, á decir verdad, más bien nos le quitó de encima la revolución que ya comenzaba á rugir en Inglaterra. Hubo también la fortuna de que á los pocos días de rota la armada inglesa llegase la armada de la Plata con diez y seis millones en moneda, sin tropezar con las naves contrarias. Nueva ocasión de soberbia y desvanecimiento para nuestra Corte. Creíase poderosa porque tenía capitanes y soldados heroicos, y tomaba por fuerza y vigor del Estado lo que no era más que virtud y aliento de algunos individuos. No estaba lejano el tiempo en que á estos los fuese consumiendo la guerra, y en que se viesen en toda su desnudez las flaquezas.

Continuaron aún en Italia los prósperos sucesos. Dejamos al duque de Feria ocupando el territorio de la Valtelina, levantando fuertes para mantenerla á nuestra devoción, y á los grisones, sus antiguos dueños, pugnando por recobrar lo perdido con ayuda de los holandeses y del Rey de Francia. De la importancia de aquel territorio para asegurar la dominación española en Italia no había que dudar, y aun por eso ponían más empeño en quitarlo de nuestras manos los contrarios. Firmóse un tratado en Madrid en 1621, en el cual se estipuló la restitución de la Valtelina á los grisones: mas nuestra Corte no quiso cumplirle. Hízose otro convenio en Roma, donde se estipuló que los fuertes levantados allí por los españoles se pondrían en poder del Papa, el cual los mandaría arrasar en seguida, y entonces fué Francia, gobernada ya por Richelieu, la que se negó á cumplir lo pactado. Así fué que los españoles entregaron realmente los fuertes al marqués de Bagni, Comandante de las tropas del Papa; pero un ejército francés, al mando del marqués de Croeuvres, pasó la frontera no bien se habían retirado los nuestros, y tomó posesión de ellos, bien por flaqueza, bien por connivencia con las guarniciones pontificias, como se sospechó fundadamente. Al propio tiempo el duque de Saboya y los venecianos, tan antiguos enemigos de España, recelosos también ahora de nuestros intentos por la ocupación de la Valtelina, se aunaron con los franceses.

Coaligóse el duque de Feria para desbaratar aquella liga con las repúblicas de Génova y de Luca, y los duques de Parma, Módena y Toscana; y de una y otra parte comenzaron al punto las hostilidades. El duque de Feria envió á D. Gonzalo Fernández de Córdova, que después de la victoria de Fleurus había pasado á ocupar de nuevo los fuertes que no hubiesen tomado aún los franceses, visto cuán mal guardados estaban de las tropas pontificias. Entraron los españoles en Chiavena. Hubo á sus puertas varios combates, en los cuales señalaron los nuestros su valentía, fortificándose y peleando de manera que durante año y medio mantuvieron el puesto, sin que de allí pudiera desalojarlos el marqués de Croeuvres, á pesar de la superioridad de sus fuerzas, hasta que ellos mismos se salieron, ajustada la paz. Entre tanto, otro ejército francés de diez mil hombres, al mando de los mariscales de Lesdiguières y de Crequi (1625), entró en Italia: unióseles con el suyo el duque de Saboya, y con veintisiete mil hombres que entre unos y otros contaban, invadieron el Genovesado, tanto para llamar por allí la atención de España, como para castigar á aquella república por la fiel amistad que nos tenía. Confiaban tanto los enemigos en sus fuerzas, que llegaron á hablar de repartirse el Milanés y el Genovesado. El éxito no correspondió á tan soberbias esperanzas. El príncipe del Piamonte tomó á Siena y sitió á Savona: su padre, el duque de Saboya, derrotó en batalla campal al ejército combinado de Génova, Parma y Módena con pérdida de mil muertos y setecientos prisioneros; y el condestable de Lesdiguières, después de seis semanas de sitio, rindió la importante plaza de Gavi. Estremecióse la república de Génova viendo ya al enemigo casi á sus puertas, y por un momento se juzgó perdida. Pero el duque de Feria, hábil capitán no menos que buen político, no era hombre que descuidara por su parte las cosas. Con los pocos recursos que se le enviaron de España juntó un ejército de veintiocho mil hombres, y entró en el Monferrato para cortar las comunicaciones y aun la retirada del enemigo. Cayó al punto el desaliento, compañero inseparable de las privaciones en la gente francesa, y ya no se pensó más en su campo sino en dejar la campaña con menor daño y afrenta.

Á dicha entró entonces el marqués de Santa Cruz con su armada dentro del puerto de Génova, limpiando de enemigos toda la Liguria marítima, y alentados los republicanos con este socorro, salieron de sus muros y recobraron todas las plazas que habían perdido, obligando también al príncipe del Piamonte á levantar el sitio que tenía puesto á Savona. Y desordenados del todo los franceses con tales sucesos, repasaron los Alpes con no poca lesión de su orgullo. Pero no tardaron en volver al socorro de Verrua. Tenía sitiada aquella plaza D. Gonzalo Fernández de Córdova, y debajo de ella abrigaba el duque de Saboya el resto de su ejército, metidos en fortísimos retrincheramientos. El forzar la plaza y los retrincheramientos era muy difícil empresa; pero con todo eso no se hubiera malogrado á no sobrevenir inopinados accidentes. Inundó el Pó los campos vecinos de la plaza, y obligó á los españoles á abandonar sus trincheras. Y en esto llegaron los franceses mandados por Lesdiguières, Crequi y el mariscal de Vignoles, y aprovechándose de tales circunstancias tomaron por asalto varios reductos donde apoyaban sus líneas los españoles. Recobráronlos éstos con mucho valor, pero no fué ya posible continuar el sitio, socorrida la plaza. Negociábase en tanto entre nuestra Corte y la de Francia sin llegar muchos meses á concierto, y era extraño de ver cómo entrambas naciones se hacían guerras y trataban de paces, sin considerarse por eso como enemigas. Aun llegó á acontecer que habiendo apresado los franceses tres naves españolas que iban con socorros á Génova, navegando bajo el seguro de la paz á lo largo de sus costas, ordenó el Rey de España que los bienes de los comerciantes de aquella nación fueran confiscados en todos sus dominios; medida á la cual respondió el de Francia confiscando en sus Estados las haciendas y mercaderías de todos los españoles, portugueses, lombardos, napolitanos y genoveses.

 

Y, sin embargo, ni España ni Francia se consideraban en estado de guerra. Las últimas ventajas ganadas por los españoles trajeron al fin moderadas pretensiones á los contrarios, y así se ajustó el tratado que se llamó de Monzón (1626), en el cual quedó reconocida la libertad de la Valtelina, que pudo en adelante elegir magistrados y disponer de todas sus cosas sin más obligación que pagar un razonable tributo y reconocer como soberanos á los grisones. No le salieron bien á la liga franco-italiana sus intentos, porque dado que la Valtelina no quedara en poder de nuestra Nación, todavía era de gran utilidad para nosotros el verla poseída por católicos y tan agradecidos al favor de España.

Pero ni Venecia ni Saboya podían nada solas, y á Francia la obligó á ceder la necesidad, porque á la sazón ardía toda en guerras civiles entre el Rey y sus vasallos protestantes. Era la Rochela el refugio y guarida del protestantismo francés, y para desarraigarlo y exterminarlo parecía preciso rendir aquella plaza, empresa difícil por ser ella fuerte de suyo, y porque los ingleses no dejaban de socorrerla con sus armadas. Había también serios disgustos por entonces entre Luis XIII y Carlos I de Inglaterra á causa del infeliz matrimonio de éste con la princesa Enriqueta, hermana del Rey de Francia; cosa que más animaba al inglés á dar ayuda á los rebeldes franceses. España, no bien satisfecha de Inglaterra desde la empresa de Cádiz, se ofreció á hacer alianza con el Monarca francés para vengar las mutuas injurias en formal guerra. No aceptó Luis XIII, porque quería excusar en lo posible los empeños con Inglaterra á fin de que, lejos de aumentar sus esfuerzos contra él, se apartase del mantenimiento y defensa de la Rochela; mas como viese á los bajeles ingleses á la boca de aquel puerto impidiendo á los suyos que lo bloqueasen, solicitó al fin, con muchas instancias de nuestra Corte, que enviase en su ayuda una armada. Oyó bien la propuesta Olivares, y previniendo costosamente la del Océano, que mandaba el hábil general D. Fadrique de Toledo, la envió á aquellos mares, bien que no fuese ya de efecto, porque por lo avanzado del invierno las escuadras inglesas estaban recogidas en sus puertos, y el Rey de Francia traía puestos á los de la Rochela en el extremo de rendirse; con que al poco tiempo tornaron los bajeles á anclar en nuestras costas. Hubo aduladores del favorito que celebrasen la jornada; mas cierto que nada se ha hecho más infeliz.

Estábase esperando la flota de América, que era el único recurso con que contaba la Monarquía para atender á sus inmensos apuros de dinero; sabíase que los holandeses la acechaban cuidadosamente para apoderarse de ella, y en lugar de enviar la armada á buscarla y traerla segura á nuestros puertos, se concertó aquella expedición inútil que, dejando sin defensa nuestros mares, dió ocasión fácil á que lograsen los enemigos su intento, apoderándose de la flota (1627) y de los cuantiosos caudales que traía, no lejos de las Islas Terceras. Además, sucedió, como sucede en todas las resoluciones mal imaginadas y ejecutadas, que ni los franceses quedaron con agradecimiento, ni nosotros con ventaja. Murmuraron que la armada se había enviado lentamente con todo intento para que llegase tarde el socorro; y á la par los españoles comenzaron á decir, por su parte, que el ministro francés, Richelieu, no solicitó la armada si no para que, sobreviniendo el invierno, se destrozase en aquellos mares del Norte tan procelosos, haciéndonos este daño, ya que otros no le consentían las circunstancias. Quizás fuera más acertado en los nuestros el decir que con esta traza burló la escasa previsión del Conde-Duque, y atendió á privarnos de los caudales que venían de América. De todas suertes, aquella expedición parece injustificable á los ojos del recto juicio, porque á España no la convenía, por cierto, que la Francia se desembarazase de las guerras civiles, sino más bien que se entretuviese con ellas, y era imbécil contradicción el ayudar allí á Luis XIII contra sus súbditos, cuando, por otra parte, no se escasearon los manejos y el dinero á fin de lograr de éstos que aquí y allá promoviesen sediciones. Cabalmente, por el propio tiempo se abrieron tratos para ello con el duque de Rohan, caudillo de los descontentos franceses, si no bien conocidos, no tan obscuros que no haya razonables sospechas de que los hubo. Ni tardó España en recibir la recompensa del auxilio que había dado á tanta costa á Luis XIII contra los de la Rochela. Por aquellos mismos días ajustó aquel Monarca un tratado con Holanda, donde se comprometió á pagarles gruesos subsidios con tal que mantuviesen viva la guerra contra España. Y no tardó en presentársele ocasión de mostrar más y más la mala voluntad que nos tenía.

Habíase entrometido el conde de Olivares en otra cuestión en Italia, que tuvo menos favorables resultas que aquella de la Valtelina, con motivo de la sucesión del Ducado de Mantua. Pretendíanla el conde de Nevers para su hijo primogénito, y César Gonzaga, duque de Guastalla, protegido del Emperador. Cuál de los dos compitiese con más derecho es cosa que no importa á nuestro propósito; porque, aunque aparentase Olivares la parte del Emperador, no hay duda que su verdadero intento era tomar para España lo mejor del territorio disputado. Dícese que ajustó para ello un tratado con el duque de Saboya estipulando la reaparición del Monferrato entre aquel Príncipe y España. El caso es que el Saboyano se puso de nuestra parte en aquella ocasión, ó bien por el cebo de la ganancia, ó porque con las anteriores derrotas creyese débiles para defender su partido á los franceses. Y ello fué que á los principios, no rendida aún la Rochela, hallaron el conde de Olivares y el duque de Saboya poco estorbo á sus intentos.

Habíase quitado poco antes el gobierno de Milán al duque de Feria por trazas de D. Gonzalo de Córdova, que quería sucederle, y lo logró en efecto. Este General entró con el Ejército de España en el Monferrato y se puso delante del Casal, la más importante de sus plazas, mientras los saboyanos tomaban (1628) á Pontestura, Niza de la Palla y Alba. Al punto el de Nevers pidió ayuda á Francia, que no pudo darle otra si no el permiso de reclutar soldados en sus tierras; mas el Ejército así levantado y compuesto de cerca de diez y seis mil hombres, al mando del marqués de Uxelles, se dispersó al paso de los Alpes, sin llegar á poner el pie en Italia. Con esto amenazaron ruina por un momento las cosas de aquel Príncipe. Pero no bien libre del embarazo de la Rochela encaminó Richelieu á Italia el ejército que había llevado á cabo la conquista, persuadiendo al rey Luis XIII que él en persona fuera á mandarle, como si se tratase de la salvación de su reino. Súpolo Olivares, y no fiando ya tan grande empeño de D. Gonzalo de Córdova, aunque tan probado en valor y militar experiencia, determinó reemplazarle por el más hábil, sin duda, de nuestros capitanes, que era Ambrosio de Spínola, marqués de Spínola y de los Balbases, el cual con tanto acierto y fortuna, como antes hemos visto, estaba gobernando los ejércitos de Flandes. Envióle órdenes para que dejara aparte aquella guerra y encomendándola á manos menos expertas, acudiese él á Italia. No quiso Spínola ir allá sin pasar antes por Madrid, donde pidió dineros para hacer la guerra con mejor fortuna que en Flandes, y título de Vicario ó Gobernador absoluto de aquellas provincias y ejércitos, para que en España con consultas, informes y dilaciones no se estorbasen sus propósitos. Todo se le ofreció; pero luego en nada de ello se vió cumplimiento, y aquel ilustre capitán halló en Italia la misma imposibilidad que en Flandes para humillar á nuestros enemigos.

Había comenzado las hostilidades el francés por exigir al duque de Saboya que diese paso á su ejército para el Monferrato, donde Casal se miraba reducida al último apuro; y como éste no le contestase sino ambiguas palabras, determinó fiar el propósito á las manos. Las gargantas de Suza, que era por donde mejor podían entrar en Italia los franceses, estaban defendidas por tres recintos de fortificación y algunos reductos, que guarnecían dos mil setecientos saboyanos mandados por el mismo Duque y príncipe del Piamonte, su hijo. Llegaron delante de ellas los franceses: acometieron el primer recinto los mariscales de Crequi y de Basompière, y lo ganaron fácilmente, por no defenderlo como debieran los saboyanos. Los otros dos recintos fueron luego abandonados sin resistencia alguna. La rota de los saboyanos pareció completa, y los franceses fueron con tal ímpetu tras ellos, que hicieron prisioneros al mayor número, y tuvieron ya casi entre sus manos al Duque y á su hijo. Entonces fué famoso el hecho de un capitán español, que á dicha se hallaba entre los saboyanos, el cual, recogiendo algunos soldados, dió cara á los franceses y detuvo á todo el ejército, lo bastante para que el Duque y su hijo se pusiesen en salvo.

Los franceses entraron en seguida en Suza, y el Duque se apresuró á ajustar paces con el vencedor, temiendo ya mayores daños: evacuó las plazas que había ocupado en el Monferrato, y abrió los Alpes á los franceses. Con esto D. Gonzalo de Córdova, que gobernaba todavía á los nuestros, porque aún no era llegado Spínola, hubo de levantar el cerco del Casal, culpado de tibio y poco diestro en los ataques, y los franceses, logrado su objeto, repasaron los Alpes, dejando en resguardo de aquella plaza un Cuerpo de tres mil quinientos hombres á las órdenes de Toiras, capitán famoso por la constancia con que defendió la isla de Rhé en la guerra contra los rocheleses. Firmóse en seguida un tratado que se llamó de Suza, entre los caudillos de los ejércitos beligerantes, por el cual se estipularon condiciones ventajosas al de Nevers y á Francia; mas no fué de efecto alguno, porque habiendo llegado Spínola á Italia, contando con su superior talento y fortuna, se determinó el comenzar de nuevo las hostilidades. Envió para ello el Emperador dos ejércitos á las órdenes de los condes de Merode y de Colalto: el uno á invadir la Valtelina, el otro á conquistar el Mantuano, mientras que los españoles se posesionaban de nuevo del Monferrato. Y el duque de Saboya, viendo tan mejorada la parte de España y Austria, tornó á declararse por nosotros, y se puso otra vez en campo.

Así la guerra comenzó nuevamente como si nada se hubiese pactado. Verdad es que el concierto de Suza, mirado como vergonzoso en España y en el Imperio, no fué ratificado, mas siempre es de notar la perfidia diplomática de aquellos tiempos, porque así se hacían tratados, como se rompían, sin otro norte que la conveniencia y el interés del momento. Richelieu, que era el más pérfido de todos los diplomáticos, irritado ahora con las Potencias aliadas contra el Mantuano, se determinó á pasar él mismo á Italia mandando un ejército. Púsose delante de Pignerol, plaza importante de la frontera de Saboya (1630), y la tomó en dos días. Spínola, Colalto y el duque de Saboya reunieron sus fuerzas al saberlo, para defender la línea del Pó, y detuvieron sus pasos, obligándole á volverse á Francia. Pero no tardó en volver con el Rey mismo, y los Generales franceses conquistaron en poco más de un mes toda la Saboya, derrotando en Javennes al príncipe del Piamonte que mandaba las tropas saboyanas é imperiales con horrible destrozo y mucha presa de armas y banderas. Causó el dolor la muerte al duque de Saboya, Carlos Manuel, hombre de larga y azarosa vida, que no hubo perfidia que no hiciese, ni hazaña que le espantase, para echar de Italia á los extranjeros y ponerla toda bajo su mano.

 

No en todas partes era tan desdichada la guerra: Felipe Spínola, hijo de Ambrosio, se apoderó de Acqui, Ponzone, Roque-Vignal y Niza de la Palla, y el padre ganó á Pontestuna y Rosignano, y cercó de nuevo á Casal. Toiras, que la defendía, hizo algunas salidas contra los nuestros con poca fortuna, y en una de ellas fué completamente derrotado, de suerte que no volvió á salir de los muros de la ciudad. Pero en tanto el ejército francés continuaba su marcha en demanda del Casal para levantar el cerco. Llegaron delante del puente de Cariñán, defendido de tropas saboyanas y españolas, donde se hallaba Felipe de Spínola y estaba bastante fortificado; mas el ataque de los franceses fué impetuoso y la defensa flaca, con que pareció vergonzoso al paso que lograron aquéllos. No supo resistir el valeroso Ambrosio de Spínola á la pena de aquel suceso; preguntó si su hijo quedaba muerto, herido ó prisionero, y respondiéndole que no, perdió el juicio, no dijo ya palabra más, y postrado en la cama murió «de los que no osaron morir», según la frase elocuente de un autor contemporáneo. Singular muerte, que coronó dignamente la vida de tan gran capitán, uno de los mejores de aquel siglo, en que los hubo muy grandes.

Vino á sucederle el marqués de Santa Cruz, don Alvaro de Bazán, que pasó con larga experiencia de mar á estrenarse sin alguna en los ejércitos de tierra, y debajo de su mando se continuó el sitio del Casal. Habían rendido los imperiales á Mantua á pesar del socorro de los venecianos, poniendo en fuga al ejército de éstos, no lejos de Villabona, doble en número y fuerzas. Junto ahora el ejército del marqués de Santa Cruz con el del marqués de Colalto, eran superiores al enemigo que ya delante de las líneas del Casal intentaba el socorro: de suerte que con esperanzas de destruirlos, pedían á voces los nuestros que se empeñase la batalla. Iban á cumplirse sus votos, cuando mediando el famoso Julio Mazzarino, Nuncio del Papa, que comenzaba entonces su larga carrera, se ajustó una tregua y suspensión de armas entre nuestros Generales y los contrarios, censuradísima de los mejores capitanes y soldados españoles é imperiales, que juzgaban que con ella se les quitaba de las manos gloriosa victoria y presa segura; tregua á que siguió muy luego la paz que ya todos anhelaban, espantado el Emperador con las victorias de Gustavo Adolfo, la España falta de dinero con que continuar la guerra, y la Francia amagada de nuevas guerras civiles. Firmóse primero en Ratisbona, y como se ofreciesen algunas dificultades, se hicieron aún en Quierasco dos tratados, que pusieron un término á la contienda. Ninguna de las potencias beligerantes quedó satisfecha, aceptándolos todas ellas por fuerza; pero es indudable que los franceses obtuvieron considerables ventajas. Quedó Mantua por el conde de Nevers, su protegido, aunque reconociendo el feudo del Emperador, y el duque de Saboya, aunque sin conocimiento de España ni del Imperio, les dió la importante plaza de Pignerol, que dejaba abiertas á sus armas las puertas de Italia. Prestóse á esto el nuevo duque de Saboya, porque Francia se comprometió por su parte á hacer que se le cediesen la ciudad de Alba y otras pertenencias del Monferrato en los tratados pendientes á título de indemnización por los derechos que pretendía tener á aquel Estado, promesa á la verdad no bien cumplida: solamente España nada ganó en una guerra en la cual había hecho no pequeños gastos y sacrificios.

No había sido por cierto de los menores el sacar de Flandes á Ambrosio de Spínola, porque, aprovechándose de su ausencia los holandeses y de la ineptitud del conde de Berg, flamenco de nación, á cuyo cargo quedó el ejército, lograron sobre España grandes ventajas. Sorprendieron á Wesel, que estaba á la sazón muy bien guarnecida y fortificada, sin que les costase más que diez hombres la empresa; y de resultas de esta desgracia hubo que abandonar á Amesfort, desde donde los nuestros traían puesto en contribución el país hasta las mismas puertas de Amsterdam, dejando también el sitio ya bien adelantado de Haltem, para poner de nuevo el Issel entre nuestras banderas y las enemigas. Á la par con esto el príncipe de Orange sitió á Boduch, tantas veces perdida y recobrada por los españoles, ayudado de un cuerpo de tropas francesas que, al mando del mariscal de Chatillón, servía en Holanda, con permiso de su Rey. Resistió la guarnición cuatro meses y medio, pensando que sería socorrida; pero viendo que el de Berg no venía, tuvo que darse á partido.

Tal andaban por allí nuestras cosas, entre tanto que en Italia dejábamos que nuestra antigua superioridad se olvidase con el tratado de Quierasco que acabamos de mencionar, y que la mar, no más favorable que la tierra por aquellos días, pusiese en mano de los holandeses, envalentonados con la prosperidad de sus armas, la flota de Méjico, que quemaron después de trasladar á sus naves ocho millones que traía. Apoderáronse también los holandeses de Pernambuco, en el Brasil, no obstante la esforzada defensa de D. Martín de Albuquerque, que allí mandaba con poca gente y armas.

Mas fuerza será que ahora principalmente nos fijemos en las orillas del Rhin, donde más que en ninguna parte hallaba ocupación y cuidado la Corte de España. El emperador Fernando II, vencedor del elector Palatino y luego Rey de Dinamarca, que vino en su ayuda con alguno de los príncipes protestantes del Imperio, había hecho sentir su triunfo más de lo que fuera justo. Exasperados con esto los protestantes formaron una liga llamada de Leipzig para resistir y oponerse á sus violencias, y como al propio tiempo moviesen guerra al Emperador los suecos con su gran rey Gustavo Adolfo, se formaron entre unos y otros terribles conciertos, que desde luego dejaron esperar efectos desastrosos para el Imperio. Entonces Fernando II imploró más vivamente que nunca el auxilio de España: decíase que Fernando obraba en todo á impulsos de nuestra política; que en su enemiga á los protestantes no pensaba más que en verlos aniquilados por todas partes; y verdaderamente España daba hartos motivos para que semejante opinión se acreditase.

Ya hemos dicho que en nuestro concepto no era solamente celo católico lo que movía á nuestra Corte, sino que con él se juntaban graves conciertos políticos á que la lealtad española no quería faltar, aunque viese ya de seguro que no habrían de proporcionarle ventajas, obrando de consuno para precipitarla en los mayores extremos. Aconteció que en los mayores apuros pasados el Emperador se hallase también en grande aprieto, porque tenía sobre sí al Rey de Dinamarca y los Príncipes protestantes con él coaligados. Escribió el Emperador á nuestra Corte pidiendo recursos, y entonces fué cuando del dinero que acababa de dar el reino con tanto trabajo y sacrificio para el objeto de levantar y mantener ejército que defendiese nuestras fronteras, se le enviaron trescientos mil ducados y cien mil más á su fiel amigo el duque de Baviera. Y esto á la par que de nuestros soldados que tanta falta hacían en Flandes, se distraía no pequeño número para guarnecer las plazas del Imperio y pelear contra sus enemigos. Ahora, con la invasión de Gustavo Adolfo y la Liga protestante de Leipzig fueron naturalmente mayores las exigencias y mayores los sacrificios. Era aquel Monarca famoso ya por sus victorias en las orillas del mar Báltico; irritado contra el Emperador, que había dado auxilios á la Polonia contra él faltando á la fe de los tratados, y luego había despedido desdeñosamente á sus embajadores, lleno de ambición y de amor á la gloria, fiado en su espada y en su fortuna, se determinó á invadir el Imperio. Contribuyó no poco á persuadirle á ello el ministro francés Richelieu, que veía en él un enemigo temible para la casa de Austria: no hubo intrigas, ni consejos, ni ofrecimientos de que no se valiese, y al fin hizo con él verdadera y completa alianza en 1631, dándole crecidos subsidios para mantener la guerra. Halló también Gustavo amigos y aliados en los Príncipes protestantes. Y con esto y su ejército, que aunque no pasaba de quince mil hombres, era hermosísimo y temible por la disciplina y valor tantas veces experimentados, consiguió destruir en Leipzig los ejércitos del Imperio y enseñorearse luego de mucha Alemania. Espantadas y previendo que los suecos llegarían á sus puertas, las ciudades católicas del Rhin que no las tenían, pidieron y obtuvieron guarniciones españolas, y algunos escuadrones más de los nuestros pasaron á Flandes á recorrer aquellas orillas.