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Historia de la decadencia de España

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No lo odiaban menos en la Corte, donde hubo ya una conjuración para matarle en los primeros años de su privanza, que no tuvo efecto. Cada día su altanería y sus injusticias le atraían nuevos enemigos, y pronto se formó de ellos una especie de partido ó bandería muy poderosa que sin descanso trabajaba en su daño. Á la cabeza de este partido estaba la misma reina Doña Isabel de Borbón. Era diestra aquella mujer, como criada en la Corte de María de Médicis, orgullosa además y dominante de suyo, no podía llevar con paciencia el poco respeto del Conde-Duque, y desde los principios habíase propuesto derribarle de la privanza, siendo el no haberlo conseguido sino al cabo de tanto tiempo grandísima muestra de las profundas raíces con que la tenía afirmada en el corazón del Rey. Como tenía puesta cerca de la Reina, para vigilarla, á su mujer, Doña Inés de Zúñiga, dama de no vulgar talento y completamente imbuída en los intentos de su esposo, ésta, ejerciendo en Palacio y en el cuarto real una opresión verdaderamente insoportable, tratando de igual á igual á las Princesas, como la de Mantua y la de Cariñán, y aún poniéndose en las ocasiones delante de ellas, y echando ó intimidando á todas las demás señoras de la Corte, le ayudó mucho á parar y deshacer los golpes y manejos de sus enemigos. Pero la Reina, más irritada á medida que se sentía más oprimida y con menos influencia sobre su marido, estuvo acechando cuidadosamente la ocasión de castigarle. Ofreciéronsela cumplida los recientes desastres, y más que otro alguno el de la pérdida de Portugal, que tan profunda impresión hizo en el ánimo del Rey. Indignada la Reina lo propio que los Grandes y todo el pueblo con aquella nueva y triste muestra de la ineptitud del favorito, y alentada con la desconfianza con que comenzaba á oir su esposo los consejos que aquél le daba, apresuró y redobló las hostilidades. Ella fué principalmente quien inclinó al Rey á que hiciese la jornada de Cataluña, á fin de que viese por sus mismos ojos el estado de las cosas.

De vuelta en Madrid se atrevió ya á representarle con vivos colores los desaciertos y maldades del Conde-Duque, y aun mostrándole un día al príncipe don Baltasar, su primogénito, dijo con lágrimas que por causa de tal ministro había de llegar un día en que se viese reducido á la condición de caballero particular. Á este tiempo ya los Grandes no asistían á Palacio ni al servicio del Rey: el clero, el pueblo, todo el mundo, conjurado contra el favorito, ayudaba invisiblemente á la Reina. Dos mujeres vinieron aún á secundarla más activamente, concertando con ella sus planes. La una fué Doña Ana de Guevara, ama del Rey, á la cual amaba él sobremanera, y que muy ofendida de la mujer del Conde-Duque por haberla alejado de Palacio, acechó la ocasión de hablarle á solas, y le dijo contra ella y su marido cuanto la pudo dictar la sed de venganza, ayudada de la razón y de la verdad. La otra fué Doña Margarita de Saboya, duquesa de Mantua, que echada de Portugal se vino á Ocaña, y desde allí, viendo que el Conde-Duque la dejaba abandonada sin enviarle siquiera para su sustento, se presentó de improviso en la corte; y aunque el favorito hizo mucho porque no viese al Rey, ella, por medio de la Reina, supo lograrlo, y demostrarle con copiosas noticias que sólo á aquél y á sus allegados y amigos debía atribuir la pérdida de la Corona portuguesa. Honrada y prudente mujer era esta Doña Margarita, y digna de mejores tratamientos que los que empleó con ella el Conde-Duque. También contribuyeron á desengañar al Rey su maestro fray D. Galcerán Albanell, Arzobispo de Granada, y el conde del Castrillo, Presidente del Consejo de Hacienda, al cual respetaba mucho el Monarca: el primero por medio de una carta muy libre, donde le decía claramente todo lo vergonzoso de su conducta, y el otro por servir á la Reina con oportunas y bien encaminadas indicaciones y discursos. Por último, se unía á éstos el marqués de Grana Carreto, enviado del Emperador, que, por lo que importaba á su Soberano, miraba con dolor la ruina de España. Tanto fué menester para derrocar aquella privanza; y aun derrocándola era de deplorar el que fuera el consejo y respeto de personas particulares, pocas bien intencionadas, muchas sin más deseo que el de la personal venganza, antes que no las grandes faltas del favorito y desdichas de la Monarquía lo que moviese su caída. Males que se remedian de tal modo, no pueden decirse remediados, sino más bien aplazados; porque en el género de gobierno ó en el estado de cosas en que tal suceda, ellos han de repetirse de seguro muchas más veces.

Por fin, el favorito conoció que era inútil la resistencia, y rendido de tan larga lucha y queriendo hacer menos dolorosa su caída, pidió al Rey licencia para retirarse de los negocios. Fuéle negada por dos veces; mas cuando comenzaba quizás con eso á dar entrada en su pecho á la esperanza, recibió un billete escrito de propia mano de Felipe, mediado Enero de 1643, mandándole que no se entrometiese más en el Gobierno, y que se retirase á Loeches hasta que otra cosa dispusiese: de allí fué luego á residir en la ciudad de Toro. Mostró el Conde-Duque gran entereza en este golpe de la fortuna, que bien pudo contarlo por blando según era lo que merecían sus faltas. Á la verdad, el Rey anduvo con él muy benévolo en las últimas disposiciones: mandó que se le dejase registrar y romper todos los papeles que quisiera y pudieran perjudicarle; escribió á los Consejos honrándole mucho, y diciendo que le apartaba de los negocios por las repetidas instancias que le había hecho pidiendo licencia, y que no era sino para tomar sobre sí el Gobierno sin fiarlo de otro alguno; y habiendo indicado el Presidente de Hacienda, Castrillo, que ciertas urgencias del Estado no podían cubrirse sin echar mano de una gran cantidad de plata venida de América para el Conde-Duque, se negó á aceptar el remedio, antes mandó que se le pagasen puntualmente sus sueldos. No fué tal benevolencia aprobada. El pueblo acechó en numerosas turbas la hora de salir de Palacio el favorito, y acaso le matara á no tomar él el buen partido de ejecutarlo oculto y disfrazado; pero algunos de sus coches, donde por un momento se creyó que iba, fueron apedreados. Frustrado su intento, corrieron las turbas por las calles victoreando á todas las personas que habían tenido parte en la caída del privado. Estas solicitaban á la par su castigo, alternando en todos, con el regocijo, el deseo de venganza que les aquejaba.

Si Castrillo, con sus malévolas insinuaciones intentó en vano despojarle de sus haberes, otros de sus enemigos no tardaron en lograr que á su mujer se la separase también del servicio de la Reina, mortificándola antes con continuos desaires, y que á su hijo D. Enrique de Guzmán, se le quitase la asistencia del Rey, desterrándole como á él de la corte. Creció con el tiempo y la seguridad de que era ya imposible su vuelta, el rencor y la saña contra el Conde-Duque. No ya solo sus enemigos, sino sus antiguos amigos y aduladores, como suele acontecer á los ministros caídos, censuraban agriamente su conducta, abriéndose entonces á la verdad los ojos que el interés y la cobardía tuvieron tantos años cerrados. Comenzaron también á escribirse papeles en contra del privado, y hubo uno en pro que debía ser de persona bien agraviada en la mudanza, con lo cual el Rey prohibió severamente semejante polémica, y castigó con graves penas á los que intervinieron en ella. Dios sabe adonde hubieran ido á parar las cosas, porque el Rey, continuamente acosado por todas partes de voces que pedían venganza, y persuadido ya de todas sus faltas, comenzaba á mirarle con odio, cuando la muerte vino á libertar al favorito de persecuciones. Sobrevínole en la ciudad de Toro, donde residía ejerciendo el cargo de regidor, por efecto de su despecho y amargura, antes que de enfermedad alguna, porque tenía más de altivez que no de conformidad la entereza que mostraba. Díjose que expiró perdido el juicio, por haber recibido del Rey una carta en que le decía estas palabras: «si he de reinar yo, y mi hijo se ha de coronar, será preciso que entregue vuestra cabeza á mis vasallos que á una voz la piden todos y es preciso no disgustarles más.» Y sea ó no esta particularidad cierta, el hecho es que el Rey no andaba ya muy lejos de tales pensamientos, y que si la muerte fué justa en D. Rodrigo Calderón, debía parecer en él pequeño castigo. Acusábanle con razón de haber sido la causa principal de que se perdiesen en Oriente, Ormuz, Goa, Fernambuco y todas las colonias portuguesas, el Brasil, las Islas Terceras, el Reino de Portugal, el Rosellón, todo el Ducado de Borgoña á excepción de cuatro plazas, la gran fortaleza de Arras, muchas en el Luxemburgo, Brunswick, en la Alsacia, y los derechos é influjo del Ducado de Mantua, que eran las mermas de dominios que ya á la sazón tenía España. Asímismo se le acusaba de haber perdido más de doscientos ochenta navíos en los mares, de haber sacado de las entrañas de la tierra y del corazón de los vasallos medias anatas, papel sellado, alcabalas y otras cosas innumerables por él imaginadas hasta ciento diez y seis millones de doblones de oro: parte gastado inútilmente en ejércitos y armadas perdidas; parte distribuído entre Virreyes, Gobernadores, Capitanes generales y otros ministros, todos criaturas suyas, ya por sangre ó por servil dependencia; parte acopiado en su propio bolsillo y casa. Lo de los gastos inútiles en ejércitos y armadas pruébanlo bien todas las campañas. Lo distribuído entre parientes y servidores no tiene tampoco duda, viéndose siempre al Conde-Duque no fiar de otros que de ellos los lucros: de modo que al mirarlo asociado con alguno en el Poder, hay que recordar que fué su tío D. Baltasar de Zúñiga, ó bien su primo D. Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés, en quien, cuando estaba á su lado, descargaba una parte de los negocios públicos. Al inquirir quién gobernaba en Nápoles, hállase al conde de Monterrey, su cuñado, ó al duque de Medina de las Torres, su yerno; al nombrar al Virrey de Milán, tropiézase con el mismo marqués de Leganés, su primo, y lo propio al tratar de Cataluña; en el Generalísimo de la frontera de Portugal se encuentra otra vez á Monterrey, y fué mucho que desde la asistencia de Palacio, adonde ya veía á su hijo, el bastardo D. Enrique, mozo disoluto y sin autoridad ni talentos, no pasase á ocupar la presidencia del Consejo de Indias, que ya estaba para él dispuesta.

 

Siendo el conde-duque Guzmán y su mujer Zúñiga, Zúñigas y Guzmanes, se vieron casi solos en los altos empleos, exceptuando algún Velasco, por ser su abuelo materno de aquella casa y tener casado á su hijo con mujer de ella. El resto de los destinos que no pudo llenar con sus parientes, fué para sus viles aduladores, Jerónimo de Villanueva el protonotario de Aragón, Diego Suárez, Miguel de Vasconcellos, secretarios de Portugal, y algunos otros. Hasta su asesor en la privanza, D. Luis de Haro, no hubiera llegado á serlo sin ser sobrino suyo, porque sólo á eso debió la entrada en la Corte y la amistad del Rey; si bien cuando llegó á notar sus adelantos le aborreció sobremanera y comenzó también á preparar su ruina. Y en cuanto á los medros de su persona y casa particular, fueron inmensos. Su orgullo, que nunca le faltó, no consentía en él como en el duque de Lerma, que admitiese regalos ó donativos de particulares como en compra y paga de favores; pero supo obtener empleos y sueldos y comodidades que le produjesen con menos vergüenza tantos ó más beneficios. Primeramente obtuvo un privilegio para gozar encomiendas en todas las Ordenes militares, teniendo solamente la cruz de Alcántara, por lo cual gozaba cuarenta y dos mil ducados; luego se hizo declarar Camarero mayor del Rey, oficio no conocido desde el tiempo de Carlos V, del cual sacaba diez y ocho mil ducados; también tomó para sí el cargo de Caballerizo mayor, que daba veintiocho mil ducados; el de Sumiller de Corps, doce mil, y el puesto de Canciller de las Indias, que montaba cuarenta y ocho mil, todos en producto anual. Mas no era esto lo mayor, sino que cuando partían los galeones de Sevilla y Lisboa, hacía cargar cantidades exorbitantes de vino, aguardiente y trigo recogido en sus haciendas; y como tenía para sí los puertos francos, vendía tales géneros á precio muy subido; con lo cual y la carga de retorno, ganaba cada año en el trato hasta doscientos mil ducados. Además hizo que el Rey le cediese la villa de San Lucar la Mayor, con título de Duque, que en alcabalas y derechos valía cincuenta mil ducados. Y no contento con esto, sacó para su mujer la merced de Camarera mayor de la Reina y el cargo de aya del Príncipe, con salario de cuarenta y ocho mil ducados por ambos conceptos20. De este modo ascendían las ganancias que anualmente obtenía por su privanza á cerca de cuatrocientos cincuenta mil ducados, cantidad bastante para mantener un ejército, y que él derrochaba inútilmente en festines y locuras.

Así, por todos estos conceptos, fué el Conde-Duque de Olivares, el ministro más funesto y de odiosa memoria que haya tenido jamás España, donde tantos se han hecho dignos de censura. Y eso que como hombre, ni por su inteligencia ni por su carácter puede decirse que fuera un hombre vil como otros, no tan funestos como él, lo han sido.

LIBRO SÉPTIMO

SUMARIO

De 1643 á 1648. – Sucesos que siguen á la caída del Conde-Duque. – Cataluña: nuevo ejército y sale el Rey á él; campaña de D. Felipe de Silva y toma de Monzón; vuelve á Cataluña el Rey; batalla gloriosa de Lérida, y rendición de esta plaza y de Balaguer; retíranse del servicio Silva y Garay; D. Andrea de Cantelmo; defensa esforzada de Tarragona. – Portugal: batalla de Montijo y toma de algunos lugares; sucesos de la frontera de Ciudad-Rodrigo. – Socorro de Orán y combate naval de Cartagena. – Italia: pérdida de San Ya. – Flandes: gloriosa batalla de Tutelinghen; pérdida de Grawelingas y del Saxo de Gante. – Muerte de la reina Doña Isabel de Borbón; privanza de D. Luis de Haro; estado de la Corte por estos años; prohibición de las comedias; D. Juan de Austria. – Italia: Expedición de los franceses á Toscana; combate naval; nueva expedición; insurrección de Sicilia; principios de la rebelión de Nápoles; el duque de Arcos; Masaniello; refúgiase el Virrey á Castelnovo; combates y conciertos; muerte de Masaniello; nuevas rebeliones; Toralto; llegada de D. Juan de Austria; nuevos combates; propósitos del Arzobispo; muerte de Toralto; Jenaro Annese; llegada del duque de Guisa y de la armada de Francia; combate naval y retírase aquélla; torpezas del de Guisa; separación del duque de Arcos; D. Juan de Austria y el conde de Oñate en el Virreinato; combate general y término de la rebelión; prisión de Guisa; muerte de Jenaro Annese; Portolongone y Piombino recobradas; guerra con el Modenés; batalla de Bozzolo; combate de Cremona; conquistas en el Modenés y sumisión del Duque. – Cataluña: pérdida de Rosas; batalla funesta de Balaguer; encuentros parciales y pérdida de la plaza; sitio de Lérida; vuelve el Rey á Cataluña; fuerza el marqués de Leganés las líneas de Lérida; nuevo sitio de esta plaza y afrenta de Enghien; operaciones de Enghien y Aytona; pérdida de Tortosa; recóbranse algunas plazas; victoria de D. Juan de Garay no lejos de Santa Coloma; toma de Castellbó y victoria delante de sus muros; situación de Cataluña; tratos de los naturales con nuestros capitanes; campaña de Mortara; Flix y Tortosa rendidas; llegada de Mortara á Barcelona, sitio y toma de la plaza; pacificación casi completa en Cataluña. – Portugal: empresa de Olivenza frustrada. – Flandes: piérdense Mardik, Ulhiz, Courtray y otras plazas; combate de Rethel; pérdida de Dunquerque y de Venló; el archiduque Leopoldo; toma y batalla de Lens; disturbios con Francia; paz con Holanda; estado de nuestra Corte; permítense de nuevo las comedias; nuevo matrimonio del Rey; proyectos de unión con Portugal y de regicidio.

Siguió á la caída del Conde-Duque un período de esperanza para la desalentada nación española. El vulgo, como suele, y como ya lo había demostrado á la caída del duque de Lerma, pensaba que con sólo la perdición de aquella persona aborrecible se remediarían todos sus males. Los más sensatos fundaban su esperanza en el arrepentimiento del Rey, pensando que en adelante se aplicaría de todo punto á los negocios, dejado del ocio y liviandades que hasta entonces le habían impedido cuidar de sus pueblos. Los oprimidos antes, ahora mostraban buen rostro, mirando satisfecha su venganza. Los que antes disfrutaban favor, también ponían ahora buen semblante á las cosas á fin de que no se les tachara de fieles amigos del Ministro caído. Vino la ordinaria ganancia de unos y pérdida de otros, que seguía á la ruina de cada favorito; volvió D. Francisco de Quevedo á la corte de vuelta de su largo cautiverio de León; restituyóse su generalato de la mar al marqués de Villafranca; salió de sus prisiones aquel buen capitán portugués D. Felipe de Silva, que andaba en ellas por sospecha de su lealtad, y tan favorecido del Rey, que le dió el mando del ejército de Cataluña, vacante por la separación del marqués de Leganés y á éste, en cambio, se le continuó el proceso detenido por respetos al Conde-Duque. También el duque de Medina de las Torres, D. Ramiro Núñez de Guzmán, fué separado del gobierno de Nápoles. Había enviado aquel reino á Madrid á uno de sus Grandes con quejas del de Medina y pidiendo nuevo Virrey; pero á causa del parentesco de éste con el Conde-Duque, no pudo conseguir el Embajador en largos días, ni ver al Rey, ni que siquiera le dejasen entrar en Palacio. Ahora, con la caída del favorito, el napolitano explicó el objeto de su embajada, y se ordenó la destitución de D. Ramiro, enviando en su lugar al buen almirante de Castilla, D. Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, nombramiento acertadísimo y que reparaba una de las injusticias más grandes de aquellos tiempos; porque el Almirante, olvidado y sin empleo, era, como en otras partes dejamos dicho, hombre de gran mérito, sin duda de los que más lo tenían á la sazón en España.

Como éstas se tomaron otras medidas, ni todas justas, ni injustas todas, pero unas que otras aplaudidas del mismo modo. Aumentaba el regocijo y la esperanza el ver muy mudadas las cosas de Francia. Había muerto pocos días antes de la caída del Conde-Duque el cardenal de Richelieu, y pocos días después Luis XIII, quedando por gobernadora de aquel reino, con un Príncipe de cinco años, la reina Doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV. La ocasión parecía acomodada para hacer próspera guerra ó ventajosas paces; porque de una parte Francia no podía tardar en mostrarse más flaca que antes, por las discordias que habían de nacer forzosamente, y de otra, la Reina Gobernadora, tan unida á España por los lazos de la sangre y de la patria, no parecía natural que nos hiciese tan calculada y terrible hostilidad como Luis XIII ó más bien su ministro Richelieu. Indudablemente esto último era digno de tenerse en cuenta. La paz había llegado á hacerse tan necesaria, que sin ella se disolvía inevitablemente la Monarquía. Muchas victorias contra la Francia no nos habrían sido en aquellos tiempos tan provechosas como una paz honrosa que á cambio de la de Flandes, si era preciso, nos hubiese dejado el Rosellón y Cataluña, y libres las fuerzas para embestir á Portugal. Acaso Ana de Austria hubiera obtenido de su hermano el rey Felipe un tratado de paz de esta especie; y lo que es más, que fielmente lo cumpliera y no diese ayuda alguna al duque de Braganza para mantenerse en el Trono. Pero ciegos siempre los cortesanos que rodeaban al Rey, deslumbrado éste todavía con el esplendor de su Trono, recordando aún la Grandeza antigua, más para desearla y afectarla, que no para imitarla y alcanzarla, determinaron aprovecharse de la ocasión, no para hacer buena paz, sino para hacer con más ventaja que antes la guerra, abriendo un nuevo período en aquella lucha terrible. Así, nada se hizo por nuestra parte en las conferencias abiertas en Munster entre las potencias beligerantes para obtener la paz general que más tarde se llamó de Westfalia.

De que la guerra nos ofreciese ventajas, mal presagio era la batalla funesta de Rocroy, ganada por los franceses cinco días después de la muerte de Luis XIII. Y no debían esperarse muy grandes errores que aprovechar del gobierno de Ana de Austria, mujer de alma española, como era su cuna, magnánima y fuerte, y que tenía por favorito al cardenal Mazzarino, sobrado conocido de los españoles, á cuyo servicio había estado en los principios de su carrera después de sus estudios hechos en la Universidad de Salamanca, y el cual había dado muestras de su gran habilidad al servicio ya de Francia en los negocios de Italia, causándonos muchos perjuicios el, por todos conceptos, digno sucesor de Richelieu. Debiéronse al principio algunas ventajas, tanto á la intervención del Rey en los negocios, y al aliento y estímulo que con ella inspiraba, cuanto á los disturbios que, en efecto, estallaron en Francia entre Mazzarino y sus rivales; y mayores se lograran si fueran más y más continuados los aciertos. Pero el Rey no estaba acostumbrado al trabajo; agobiábale la pereza; picábanle siempre las antiguas pasiones: así es que antes de un año comenzó á dejar alguna parte del peso de los negocios en D. Luis de Haro, hijo del marqués del Carpio, sobrino del conde-duque de Olivares, hombre mucho más honrado y de harto mejor deseo é intenciones que su tío, pero de muy escasa instrucción y talento. Había contribuído también en algo á la caída de éste, á quien debía su favor, pero del cual estaba temiendo ya algún efecto de celos con que le quitase más de un golpe que le hubiese dado; y era por esta circunstancia y sus buenos modos estimado generalmente.

Lo primero que acordó el Rey fué salir de Madrid para Cataluña. Pero era preciso reunir para ello soldados con que acudir allí honrosamente sin desatender por eso el resto, principalmente Portugal, que estaba clamando socorro, pues los portugueses adelantaban ya su audacia á hacer conquistas en Castilla. Aún llegó á dudarse si convendría más que el Rey saliese para Portugal que para Cataluña; pero al fin se resolvió lo segundo. Y en verdad que atentamente miradas las cosas, no se sabe decir qué hubiera sido más ventajoso al presente; porque ya en los últimos desastres los franceses y catalanes estaban tan envalentonados que amenazaban por Aragón, donde no había plazas fuertes, meterse en el corazón de la Monarquía. Sin duda fuera lo mejor que el Rey, activo y esforzado, hubiera sabido acudir, ya á una parte, ya á otra, no parando en ninguna más que lo necesario para dar aliento á los unos y temor á los otros. Tiempos eran de penalidad y de fatiga, y ningún recurso ordinario podía bastar á todo. Mas ya que el Rey no acudiese á Portugal en persona, atendió á aumentar el ejército que allí había al propio tiempo que el de Cataluña, aunque inclinando á esta parte las mayores fuerzas. Fué Torrecusso á Nápoles, su patria, y obtuvo allá hasta cuatro mil napolitanos; el marqués de Villasor trajo un buen tercio de Cerdeña, y así todas las provincias ofrecieron á porfía número de soldados: Aragón cuatro mil; dos mil Valencia; otros dos mil Andalucía, que con mil quinientos walones, mil borgoñeses y los dos mil quinientos valientes españoles que habían de venir por Francia, según lo pactado en Rocroy, debían formar en solo Cataluña un ejército de más de veinticuatro mil hombres. Pero como suele suceder en tales cálculos, no llegó á juntarse tanto número.

 

Al mismo tiempo se ordenó á todas las milicias de Andalucía y Extremadura que acudiesen á la frontera de Portugal, y á los Grandes que tenían por allí Estados, que llevasen á todos sus vasallos con armas, aunque por tal concepto no pasaría el refuerzo del ejército de tres mil hombres. Vino bien para mover esta gente y comenzar las nuevas campañas la llegada feliz de las flotas de Méjico, ricamente cargadas, y luego la de los galeones con no menor riqueza. Las Cortes de Castilla concedieron la prolongación de los arbitrios antiguos, mas no pudieron imponerlos nuevos. Valencia se prestó á pagar, armar y vestir por seis años los dos mil soldados que daba; y en Nápoles se impuso un tributo sobre el consumo de harinas, que produjo mucho disgusto, y tuvo no escasa parte en los sucesos que sobrevinieron. Con lo cual se vió ya algún dinero en la Corte, porque al fin del año 1643 era tal la penuria, que Pellicer en sus Avisos escribió cierto día desde Madrid estas palabras de elocuente significación: «Aquí nadie cobra ni paga.» Tal era la Corte, fuerza es decirlo una vez más, que tan descomunal guerra estaba sosteniendo por todo el mundo. El Rey salió de Madrid muy á la ligera, y por Alcalá llegó á Tarazona, acompañándole algunos señores principales: no tantos como la vez anterior; porque entonces se pudo ver que con sus etiquetas y vanidades eran más de estorbo que de otra cosa. Dejó encargado el mando á la Reina y ordenóla muchas devociones, como para aplacar la cólera de Dios que contra él debía estar ofendido.

Halló á su llegada que La Motte se había apoderado de la villa y castillo de Estadilla, cerca de Barbastro, donde había muy buenas fortificaciones, por cuyo medio tenía el paso abierto para echarse sobre aquella ciudad y aun sobre la misma Zaragoza. Nuestro ejército, reunido en la frontera, aunque ya á punto de salir á campaña, no lo hizo en algún tiempo por falta de víveres y por mal concierto de los capitanes. Sin embargo, no dejó de haber choques parciales. La Motte Hodancourt, tomada Estadilla, partió su gente en dos trozos: con el uno quiso tomar á Barbastro, mas se lo estorbó saliéndole al opósito D. Felipe de Silva; con el otro atacó el castillo de Benabarre, y también fué rechazado. Poco después el marqués de Mortara, nombrado Capitán general de la caballería del ejército, pasó el Cinca, que venía muy crecido, con sus tenientes D. Fernando de Tejada y D. Alvaro de Quiñones, y dando en un cuartel de infantería que los enemigos tenían establecido al amparo de los muros de Lérida, derrotó de cinco á seis mil hombres que allí había, matando mil quinientos y trayéndose hasta mil prisioneros con botín considerable. Por la parte de Tarragona no se intentó en tanto cosa alguna; porque el conde de Aguilar, marqués de la Hinojosa, había muerto, y el célebre Maestre de campo D. Juan de Arce, que fué á reemplazarle, lo mismo; con que la plaza quedó sin General mucho tiempo, y contemporáneamente sin víveres apenas ni soldados. Pero en la campiña de Rosas el Gobernador de aquella plaza, D. Diego Caballero de Illescas, deshizo hasta trescientos jinetes enemigos, trayéndose el mayor número de caballos y jinetes prisioneros.

Eran estos buenos preludios de la campaña que iba á comenzarse. Para ella se hizo á Barbastro plaza de armas de nuestro ejército. Tenía el mando supremo Don Felipe de Silva, como Capitán general de las armas; D. Juan de Garay vino de Portugal nuevamente á ser Maestre de campo general; el marqués de Mortara siguió en el gobierno de la caballería, y el napolitano, D. Jerónimo de Tuttavilla, tuvo el de la artillería. En Tarragona entró á gobernar el marqués de Toralto y príncipe de Massa, D. Francisco Toralto y Aragón, vuelto de las prisiones de Francia, donde estuvo desde la derrota del ejército del marqués de Pobar. Dispuestas las cosas, se comenzaron las operaciones con la empresa de Flix, plaza importante de la Castellanía de Amposta, intentada por D. Juan Garay sin fruto alguno; porque hallándola muy prevenida, se volvió sin empeñar combate. También se frustró la sorpresa de Miravet. Luego D. Felipe de Silva, desde las cercanías de Barbastro, se adelantó con ocho mil infantes, tres mil seiscientos caballos y veinte cañones, que eran las fuerzas que hasta entonces tenía, con ánimo de embestir á Balaguer; mas no pudiendo esguazar el río Noguera, determinó caer sobre Monzón. Al pasar por delante de Lérida halló á la caballería enemiga gobernada del propio La Motte; acometióla con la suya y la obligó á meterse al amparo de los muros; y sin más dificultad se puso sobre Monzón y comenzó á combatirla. Vino al socorro el francés, pero no pudo lograrlo, y la plaza se rindió á los cuarenta días de sitio.

Entretanto, el valeroso Gobernador de Rosas, Don Diego Caballero, después de causar infinitos daños en el territorio ocupado por los enemigos, con mucha pérdida de éstos, intentó entrar por inteligencia en Cadaqués, pero no pudo conseguirlo. Cuatro bajeles que le llevaban socorros fueron rendidos por la armada francesa de Brezé. Poco después vino á las aguas de Barcelona la de España, mandada aún por el duque de Ciudad-Real, con las galeras á cargo otra vez de Fernandina, y hubo una nueva batalla tan ineficaz como otras anteriores, donde fué poquísima la pérdida de ambas partes. Con esto se terminó la campaña y volvió á Madrid el Rey. Mas á la siguiente, que fué la de 1644, volvió á encaminarse el Rey á Aragón, y cerca de Barbastro pasó revista al ejército, fuerte de nueve mil infantes y cuatro mil caballos, con diez y seis cañones, presentándose por la única vez de su vida con el hábito de soldado, al modo de su abuelo D. Felipe II, que nunca se presentó más que una vez en San Quintín; nunca su padre. Luego marchó D. Felipe de Silva con las tropas, entró en el lugar de Farfaña, y desde allí plantó los reales delante de Lérida, á una y otra orilla del Segre, que lame sus muros. Era la plaza tan importante, que los caudillos franceses y catalanes no tardaron en venir al socorro, trayendo el mariscal de La Motte Hodancourt el mando supremo, con siete mil infantes y dos mil caballos. Salió á ellos D. Felipe de Silva con cuatro mil infantes viejos y tres mil caballos, dejando la demás gente guarneciendo los cuarteles, y á campo raso les ofreció la batalla. Aceptáronla los enemigos, que no venían á otra cosa, y se empeñó por ambas partes con mucha furia. No pudieron los nuestros romper el ala derecha, y se llegó á desesperar de la victoria porque el ala izquierda parecía más fuerte; con todo, ésta fué envuelta y deshecha en poco tiempo por los escuadrones de nuestra caballería, que arrollaron á la carrera á la caballería francesa, y cayendo en seguida sobre el centro hízose total la derrota. Fué dicha de ellos el que á tal punto hiciesen valerosa salida de la plaza hasta seiscientos hombres, los cuales, destrozando la gente nuestra que guarnecía el puente del Segre por donde se comunicaban nuestros cuarteles, dieron ocasión y espacio á que algunos de los vencidos se recogiesen en los muros y otros se salvasen. No obstante la victoria fué para nuestras armas muy gloriosa y completa: dejaron los contrarios en el campo dos mil muertos y tres mil prisioneros, con catorce cañones y todo el bagaje, y la dispersión fué tal que apenas mil de ellos llegaron á Cervera. Interceptó en seguida un convoy que querían meter los enemigos en la plaza, y ésta tuvo que rendirse después de un horrible bombardeo. El Rey, que estaba en Fraga, vino entonces á Lérida y entró en triunfo. Acompañábale el conde de Monterrey, único de los favorecidos del Conde-Duque que se conservase en la gracia del Príncipe, y tan envidioso como inepto, no había cesado de sembrar desconfianzas de D. Felipe de Silva durante el sitio, pretendiendo dar lecciones en cosas en que se había mostrado tan torpe; con lo que éste, logrado el triunfo, se negó á continuar en el mando por más instancias que se le hicieron. Portóse noblemente D. Felipe, y aunque no es de aplaudir que dejase el servicio de la patria por particulares sentimientos, dió con ello merecida lección al Rey que no acababa de salir del yugo de los cortesanos, gente vil, y enemiga entonces como siempre de todo mérito. Poco antes había pedido su licencia y retirádose del servicio D. Juan de Garay: la ocasión fué el haber pedido un título y no concedérselo: reprensible motivo es el que prefiriese su sentimiento á sus deberes; pero no disculpable severidad en el gobierno que tantos títulos repartía entonces sin merecimiento alguno.

20Semanario Erudito.