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Historia de la decadencia de España

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Por este tiempo, en Flandes se habían pretendido remediar los males traídos por los pasados desaciertos, enviando en lugar del marqués de Tordelaguna, don Francisco de Mello, varios caudillos de nombre que se repartiesen el mando. Así se vió pasar allá á D. Octavio Piccolomini y Aragón, natural de Siena, Conde primero de su nombre y luego hecho por el Rey de España duque de Amalfi, en recompensa de la victoria de Thionville. Era ya éste muy conocido en los ejércitos de España y más en los del Imperio, del cual fué uno de los principales sostenedores en la sangrienta lucha con los suecos. Con él servían el conde de Fuensaldaña, D. Alonso Pérez de Vivero, que comenzaba entonces á ser conocido en los ejércitos, el general flamenco Beck, y el marqués de Caracena, D. Luis de Benavides, General entonces de la caballería, puesto en lugar de Alburquerque, y Lamboy, aquel buen capitán liejés, que de antiguo peleaba debajo de nuestras banderas. Con éstos hay que juntar al duque de Lorena, nuestro aliado, que como Príncipe y señor de un ejército que tenía á nuestra devoción, era el que más autoridad alcanzaba. Tantos y tan calificados capitanes sin ejércitos bastantes que mandar, sin sujeción unos á otros, lejos de traer ventajas, ocasionaban con sus disturbios confusión y pérdidas.

El duque de Orleans, con un poderoso ejército francés, comenzó la campaña de 1645, y aprovechándose de tales disturbios y de la ordinaria falta de recursos, obtuvo considerables ventajas. Púsose sobre Mardik mientras el almirante Tromp, holandés, con treinta bajeles impedía por mar los socorros, y ganó la plaza á los veinte días de sitio. En seguida fué sobre Bourboug y la ganó del mismo modo en breve tiempo. Con mayor rapidez todavía ocupó á Bethune, Saint Venant y Armentières, plazas casi abiertas, por sí ó sus tenientes Gassion y Rantzau. Entre tanto, Hultz vino á poder del príncipe de Orange. No acertaron nuestros capitanes, aunque juntos reunían bajo sus órdenes cerca de veinticinco mil combatientes, á socorrer ninguna de estas plazas; y así, aun cuando todas ellas se defendieron con esfuerzo, no pudieron salvarse. Pero Lamboy recobró á Mardik por sorpresa, sin perder más que diez hombres, cuando tantos y tantos días había costado tomarla á los franceses, y Montcasel y otros lugares importantes vinieron á nuestras manos. El duque de Orleans y sus tenientes entraron entonces en la idea de llegar hasta Amberes ó Gante, y para facilitar su intento emprendieron el sitio de Courtray. El duque de Lorena y Caracena vinieron á apostarse en las cercanías de la plaza, y desde allí con frecuentes ataques y hostilidades dificultaron los trabajos; pero con todo la plaza ofrecía poca defensa, y Delliponti, su Gobernador, tuvo que rendirla á los trece días de abiertas las trincheras.

De Courtray fué el de Orleans á recobrar á Mardik, y lo consiguió á pesar del glorioso denuedo con que D. Fernando de Solís, el mismo que había defendido á Gravelinas, mantuvo el puesto, y á pesar de Caracena y de Lamboy, que acudieron prestamente al socorro. Y entre tanto Longwy, única plaza que quedaba al duque de Lorena, nuestro aliado en sus Estados, cayó en poder de los franceses. Sucedió en esto al de Orleans en el mando, el príncipe de Condé. Comenzó este general por rendir á Furnes, donde sólo había de guarnición entonces ciento cincuenta españoles; y en seguida fué á caer sobre Dunquerque. Era esta plaza una de las más importantes de Flandes, famoso puerto sobre el mar de Inglaterra, donde se formaban y reparaban nuestras armadas, donde se abrigaban nuestros corsarios, y por donde nos comunicábamos con aquellos Estados. Mas con toda su importancia estaba Dunquerque menos que medianamente fortificada y provista. La guarnición sí era buena y estaba mandada por el marqués de Leyden, valeroso soldado; mas, falta de otras cosas la plaza, no era posible dilatar mucho la defensa. Por lo mismo se puso el mayor empeño en el socorro, y el conde de Piccolomini fué á él con todas las fuerzas que pudo. Pero las de los franceses eran muy superiores para que pudiera forzar sus líneas, y como el almirante Tromp con la armada holandesa era dueño del mar, no hubo medios de prolongar más que diez y ocho días la defensa, rindiéndose el marqués de Leyden, su Gobernador, bajo honrosos partidos.

No compensó ciertamente esta pérdida el descalabro del príncipe de Orange, que tuvo que levantar sin fruto el sitio que había puesto á Venló, y así á principios de 1647 estaba á punto de hundirse del todo nuestro dominio en Flandes, al peso de las armas aliadas de holandeses y franceses. Comprendió la Corte de España que ahora, como después de la muerte de la infanta Isabel Clara, el número y la división de los Generales tenía mucha parte en las derrotas, y resolvió enviar allí persona de autoridad y carácter que fuese bastante á desempeñar el mando supremo. Pusiéronse los ojos en el archiduque Leopoldo, creyendo que de esta manera se lograría alguna ayuda del Emperador, su hermano, además que el Archiduque había dado á conocer ya ciertas prendas militares. Diósele el Gobierno de Flandes en los mismos términos en que lo había tenido el Cardenal Infante D. Fernando, y al punto vino á tomar posesión de su cargo. Su primera empresa, pasada muestra de las tropas y reunidos á sus órdenes los capitanes, fué el sitio de Armentières, que ganó en catorce días de sitio, y luego rindió á Landresi. En cambio, los franceses tomaron á Dixmunda, la Bassé, Lens, donde el mariscal Gassion, uno de sus mejores capitanes, fué herido de muerte, y luego á Iprés, plaza no poco importante. Recobró á Dixmunda el Archiduque, sorprendió luego á Courtray, y obligó á rendirse, dos días después á la ciudadela, mientras el francés Rantzau hacía en vano un amago sobre Ostende; y se apoderó de nuevo de la plaza de Lens: por manera que logró equilibrar las ventajas de los enemigos. Mas al día siguiente de tomada la plaza se presentó el ejército francés mandado por el príncipe de Condé, y los mariscales de Granmont y de Chatillon, que venían á socorrerla. Dió esto ocasión á una batalla desgraciadísima para España. Al ver á los franceses el Archiduque tomó ventajosas posiciones sobre ciertas eminencias de no fácil acceso, aguardando á que ellos comenzasen el combate. No lo comenzaron, y los dos ejércitos se estuvieron observando todo un día.

Al siguiente el príncipe de Condé, no osando embestir á los nuestros en sus posiciones, emprendió la retirada. Entonces el Archiduque, lleno de ardor y deseoso de venir á las manos, ordenó al general Beck, que mandaba la caballería, que fuese á embestir la de los contrarios que iba de retaguardia, mientras él bajaba de sus posiciones con todo el ejército á la llanura que al pie de ellas se dilataba. Hízolo aquel capitán con tanto esfuerzo, que la destrozó en un instante. El pavor fué grande en los franceses y tanto, que el príncipe de Condé, determinado ya á dar la batalla, cuando vió bajar al llano á los nuestros, dudó si podría continuarla después de tal descalabro. Pero desvanecido el Archiduque con el triunfo y pensando arrollarlo todo de la propia manera, encaminó á toda prisa, sin orden ni concierto, su ejército á atacar al de los franceses. Estos ya no pudiendo excusar la batalla, y viendo que el desorden de los nuestros los favorecía sobre manera, se repartieron los puestos en un momento é hicieron alto. Traían los soldados españoles el ala derecha de nuestro ejército, los alemanes é italianos el ala izquierda y centro de batalla, y como con la prisa del caminar tras de los franceses unos tercios y escuadrones se hubiesen adelantado á otros, haciendo los franceses alto inopinadamente, tuvieron que comenzar la batalla conforme iban llegando sin detenerse á reponer su ordenanza. Aprovechándose de esto los enemigos, acometieron furiosamente; rompieron el ala izquierda en breve tiempo y luego el centro: la derecha, por donde venían los españoles, no se sostuvo mucho tampoco, porque la caballería estaba armada de largos mosquetes, y aunque su primera descarga fué mortífera, luego no pudo resistir á la de los enemigos, que la embistió espada en mano. Ordenó entonces el Archiduque la retirada, que se hizo con el mayor desorden, dejando en el campo la artillería y bagajes, muchas banderas, tres mil muertos y cinco mil prisioneros: la pérdida de los contrarios, entre heridos y muertos, no bajó de dos mil hombres.

Hubiera traído este desastre grandes desdichas á no ser por las discordias que distraían por entonces la atención de la Corte de Francia. La Reina Regente, Doña Ana de Austria, tenía puesta toda su confianza en el cardenal Mazzarino, de tal modo, que él dirigía á su antojo los negocios públicos. Era aquel Cardenal, hombre muy diestro y digno de suceder á Richelieu en el Gobierno; pero como italiano no estaba bien visto del pueblo francés, que, sin agradecerle las ventajas que él proporcionaba, le achacaba todos sus males. Eran los principales que Francia padecía los que originaba la penuria del Tesoro, consumido también por la larga guerra: aumentábanse diariamente las contribuciones, y con ellas como siempre las vejaciones. Juntóse con el clamor del pueblo la mala voluntad que tenían los grandes señores á Mazzarino, los unos sus émulos, los otros resentidos de él porque no satisfacía sus pretensiones. El Parlamento de París y el Obispo coadjutor, Gondí, comenzaron también á hostilizar de diversos modos al Ministro, y por hostilizarle á él, á hostilizar á la misma Reina Regente. Al fin estallaron tumultos, levantáronse barricadas, la Reina y el Ministro salieron de París, y un ejército, al mando del príncipe de Condé, bloqueó por algunos días aquella capital. Compusiéronse las diferencias, pero de nuevo volvieron á estallar y con más fuerza. El príncipe de Condé fué preso, y el vizconde de Turena, su amigo, ilustre ya en los ejércitos de Alemania, se salió de la corte y vino á Flandes á ofrecer sus servicios á los españoles. Ajustóse un tratado entre el archiduque Leopoldo y los honderos (frondeurs) que así se llamaba el partido contrario á Mazzarino, por el cual unos y otros se comprometieron á no hacer paces sin razonables ventajas. Y así fué como la victoria de Lens quedó sin producir algún fruto á los franceses.

 

No pudo prevalerse el Archiduque tanto como pudiera de la disposición de las cosas por falta de hombres y dineros como siempre; pero con todo no dejó de conseguir algunos triunfos. Reuniendo hasta quince mil hombres todavía, se puso en marcha hacia París para socorrer á los insurrectos; mas al llegar á Amiens, tuvo noticia de que éstos andaban ya en negociaciones con Mazzarino, y se volvió á Flandes. Dióle ocasión de acertar aquella desconfianza de los enemigos, porque de ir á París no hubiera conseguido nada probablemente, si no era facilitar el que la Corte transigiese con sus enemigos, y en Flandes podía aprovechar, como aprovechó, las distracciones de los enemigos. Fué sobre Iprés y la recobró en tres semanas; ganó á Saint Venant y la Motte y otros muchos lugares, y acudiendo al socorro de Cambray, logró introducirlo á tiempo; por manera que el conde de Harcourt, con un poderoso ejército, donde se hallaba el mismo cardenal Mazzarino para dar calor á la empresa, tuvo que alzar el cerco. Ocuparon también los nuestros dentro de Francia, las plazas del Chatelet y de la Chapelle, y aunque el vizconde de Turena y el conde de Fuensaldaña tuvieron que levantar el sitio de Guisa, Rethel y Montsón y Bourg, en Guyenne, cayeron también en nuestro poder. Rethel, sitiada por el mariscal de Plessis-Praslin y defendida por el italiano Delliponti, no tardó en volver á manos de los contrarios, rindiéndose el Gobernador, seis días antes de lo que tenía ofrecido á nuestros Generales. Estos, entre los cuales venía Turena, se aproximaron al socorro, y hallaron ya rendida la plaza. Empeñóse entonces un combate poco sangriento, en el cual unos y otros se dieron por vencedores. El ala izquierda de los nuestros, que gobernaba Turena, rompió la derecha enemiga; pero nuestra derecha fué puesta en derrota. Esto hizo que no quedara bien declarado el triunfo. Mas ello fué, que en seguida Furnes y Berg-Saint Vinaox cedieron á las armas españolas, y luego la fortísima plaza de Gravelingas, que el Archiduque rindió en persona, con más de dos meses de sitio. Tras esto abandonaron á Mardik los enemigos, y la gran plaza de Dunquerque fué embestida, la cual tuvo que capitular á los treinta y nueve días de sitio en manos del archiduque Leopoldo, falta de socorros. En esto fué declarado mayor de edad el rey Luis XIV; mas no por eso cesaron las turbulencias, como veremos en el libro siguiente, y, por lo pronto, ya que Turena volviérase á servir á su patria, vino á entregarse á los españoles y á ofrecerles sus servicios el famoso príncipe de Condé, tan funesto para nosotros en Rocroy y en Lens.

Así terminó por la parte de Flandes la campaña de 1652, que fué aquélla en que se rindió Barcelona, y Cataluña sacudió el yugo de los franceses, uniéndose de nuevo con la madre patria y más estrechamente que nunca. Ya por ahora, las cosas de la guerra presentaban por aquí y por allá distinto aspecto del que presentaban antes. Á mediados de 1647 los holandeses, viendo en tanto poder á los franceses por sus fronteras, hicieron proposiciones de paz, que fueron aceptadas, reconociéndose de nuevo y explícitamente la soberanía de aquella república, y ajustando pactos de navegación y comercio. Desde entonces comenzó un nuevo género de relaciones entre España y Holanda. Después de haber peleado tan largos años una y otra generación, después de haber satisfecho con tanta sangre el odio encendido por las pasiones religiosas, el interés político pudo tanto ahora, que las dos naciones se reconciliaron y llegaron, no sólo á pelear juntas en las batallas, sino á llorar juntamente sus pérdidas respectivas y á celebrar mutuamente sus triunfos. Por lo pronto, no hubo más que paz, y paz sincera; pero los acontecimientos no tardaron en traer lo demás.

Ratificóse la paz en Munster el año siguiente de 1648, en cuya ciudad y en Osnabruch se trató al mismo tiempo la paz famosa conocida con el título de paz de Westfalia, por pertenecer aquellas dos ciudades á la provincia de este nombre, la cual puso término á la guerra de los treinta años, haciendo soltar las armas á Francia y á Suecia, y al Emperador y los Príncipes protestantes, que con tanto encarnizamiento se disputaban el dominio de Alemania. Y cierto que si D. Luis de Haro mereció alabanzas por las paces hechas con Holanda, que nos eran tan necesarias como inútil nos era la guerra, no pudo decirse lo mismo tocante á su conducta en estas paces generales, de donde á solicitud de Francia y de la misma Suecia quedó España excluída. No obró lealmente el Emperador con España, que puesto que tanto la debía, á punto que sin ella hubiera sucumbido á manos de sus enemigos, no debió abandonarnos, como nosotros no lo habíamos abandonado á él en los días de peligro, y jamás debió hacer paces sin contar con que nuestros intereses quedasen antes á salvo. ¿Qué habría sido del Imperio si España cuando vió llegar á Alemania las terribles armas de Gustavo Adolfo y deshechos todos los ejércitos austriacos, hubiese prescindido de los tratados y ajustado por su parte la paz? Sólo una lealtad desconocida en la diplomacia la mantuvo firme en tan costosa alianza, aun teniéndola ya por inútil para sí, y esto, sin duda, merecía otro pago. Buena era la lección para no perdida en adelante. Pero por lo mismo que nuestros enemigos ponían tanto cuidado en dejarnos solos en la contienda, debió ser mayor el empeño de nuestros políticos en que no se cumpliesen sus deseos. La soberbia era allí extemporánea é inútil; no había la menor probabilidad de que pudiésemos luchar solos contra Portugal y Francia. Verdad es que como el intento de Mazzarino era desmembrar nuestros dominios, se negó siempre á abrir conciertos que no tuviesen por base condiciones para nosotros desventajosas. Pero por mucho que lo fueran no lo serían más que las de la paz de los Pirineos que se ajustó más tarde; porque de una parte, el tratar de nuestros intereses al mismo tiempo que los del Imperio y de los de tantas potencias, naturalmente había de ofrecer facilidades para llegar á razonables conciertos, y de otra, Francia, contando aún con el Emperador por enemigo, á la par que España, no podía aparecer tan superior y tan soberbia como peleando con España sola, y, por tanto, no podía tener tan descomedidas exigencias. Acaso D. Luis de Haro confiaba en las turbulencias que estallaron en Francia por aquel propio tiempo, de las cuales dejamos dada noticia, para no prestarse á dolorosos sacrificios. No reparaba el Ministro en que tales turbulencias nunca podían dar el fruto copiosísimo de las nuestras, porque allí no peleaban más que cabezas con cabezas, caudillos con caudillos, seguidos de plebe, sin odio ni saña, que miraba la revuelta como un entretenimiento, y más bien seguía en ella por deseo de novedades y pueril juguetonería, que no por algún grave interés ú opinión política. Aun por eso se dió el nombre á aquella guerra civil de guerra de la honda, el mismo con que se conocían las lides y encuentros que en los arrabales de París solían sostener á pedradas los muchachos de la plebe. Así que para empresas de importancia, tales aliados, como los honderos, no podían traernos utilidad alguna. Dábannos caudillos; pero el dinero y los soldados teníamos que ponerlos nosotros, y eso equivalía poco más ó menos á pelear solos.

Si se nos hubiera ofrecido ocasión de levantar en Francia tal guerra como la de Cataluña, tal rebelión como la de Portugal, tales alborotos como los de Nápoles y Messina, donde el enemigo había encontrado soldados y dineros nuestros para combatirnos, sin poner hartas veces de su parte sino los caudillos, y tal vez nada, pudiéramos y debiéramos continuar la guerra seguros de resarcir las pasadas pérdidas. De estas diversiones y sublevaciones poderosas y verdaderas fueron las de los calvinistas en Francia, y la de los católicos en Inglaterra, que bien dirigidas hubieran podido servir de mucho en otro tiempo. Dejó el tratado de Munster ofendido á la par que á España al duque de Lorena, el cual continuó peleando con nosotros contra los franceses. Así siguió por algunos años más el estado de guerra que debió abandonarse en tiempo de Felipe III, y que, sin embargo, había ido conservándose día tras día para devorarnos enteramente. Hemos dicho en otras ocasiones que era ocasión de ceder algo ó mucho para no perderlo todo: ceder, como cedió Francia vencida por Carlos V, provincias enteras, ceder, como acababa de hacerlo el Emperador, después de treinta años de lucha encarnizada. Con tal de conservar el Rosellón, que eso sí debía conservarse á toda costa, con tal de reunir fuerzas bastantes para recuperar á Portugal, Flandes y el Franco-Condado, ya inevitablemente perdidos, bien podían darse en todo ó en parte por precio de la paz.

En el ínterin volvía el Rey á sus antiguas costumbres, aunque ya sin ardor, porque la edad tenía algo entibiados sus gustos y pasiones. Notábase en él la propia indolencia, la indiferencia misma que antes: no oía, no quería oir hablar de los negocios públicos. No tardaron en volver las comedias: resucitólas el pertenecer los teatros á los Hospitales que contaban con sus productos para atender á sus necesidades piadosas, y aunque con ciertas restricciones, comenzaron á aparecer en todas partes, y señaladamente en Madrid, seis años después de haber sido suspendidas. Ni eran las comedias los únicos entretenimientos del Rey y de la Corte; volvieron con aquel género de espectáculos todos los que antes andaban en uso, suspendidos por el luto de la reina Isabel y del Príncipe. Para que nada faltase al cambio, dispuso el Rey contraer nuevas nupcias, que estuvieron, por cierto, para serle fatales.

Bien puede servir el suceso que vamos á narrar para comprender cuánto hubiese decaído en España en pocos años el respeto de los Monarcas. De seguro no hubo nadie en los tiempos de Felipe II y Felipe III que soñase matar al Rey, aun de los más agraviados: el libro de Rege, de Mariana, donde se admite con ciertas condiciones la justicia del regicidio, mas confirma que no combate esta opinión. Tales doctrinas no habrían podido tolerarse ni aun en el tiempo y forma con que se toleraron, si hubiese habido en la nación algo que pudiese corresponder á ellas con hechos y obras. Por lo mismo que era el regicidio un género de utopía, una cosa inconcebible á los ojos de los españoles, pudo el P. Mariana asentarlo como doctrina. Pero ahora ya no sólo lo veremos posible, sino que traído á punto de ejecución, evitándolo la casualidad y la fuerza, que no la voluntad de los que se lo proponían. Verdad es que si tal crimen hubiera podido ser en alguna ocasión disculpable, tal vez en ésta lo hubiera sido, porque si jamás un homicidio ha podido disculparse por las necesidades ó las conveniencias políticas, disculpa podía haber en ésta en que movía á los fautores una alta idea de patriotismo. Fué el caso de esta manera:

No habiendo quedado de la reina Doña Isabel de Borbón otro fruto que la infanta Doña María Teresa, muerto el príncipe D. Baltasar, era ella la heredera de la Corona. Muchos portugueses conocedores del verdadero interés de la nación, y no pocos españoles, imaginaron que para unir de nuevo los dos reinos y reconstituir la unidad de la Monarquía se diese la mano de la princesa á D. Teodosio, hijo y heredero del duque de Braganza, de hecho ya Rey de Portugal. Era el pensamiento magnífico, y el más oportuno que en tales circunstancias pudiera ofrecerse para el remedio del mayor mal de la Monarquía. Comprendiólo el de Braganza, y por su parte no puso obstáculo alguno, antes trabajó con afán por hacer partido á D. Teodosio en España, si hemos de dar crédito á algunos de sus biógrafos; y aun entró en negociaciones muy serias con algunos de nuestros Grandes y personas principales. Pero Felipe IV, ó no acertó á comprender lo noble y grande de la idea, ó no halló en su ánimo bastante abnegación para dejar por señor de todos sus Estados á un hijo de su rival y enemigo el de Braganza. Sólo una de las dos cosas podía ser, porque ciertamente la nación no tenía que temer nada de la nueva dinastía, y aun puede decirse que ella era ventajosa para todos, y muy á propósito para que la unión fuera en adelante más firme y más sincera que nunca. No podían temer los portugueses que un Príncipe de su raza los menospreciase, como decían de los monarcas austriacos; ni las demás provincias de la Monarquía, que formaban un cuerpo de nación tantas veces mayor y más poblado que el Portugal, podían temer de modo alguno que éste adquiriese una superioridad ó señorío dañoso. Si alguna vez Portugal y Castilla con Aragón se juntaran de nuevo y para siempre, realizando las miras de la Providencia que hizo tales pueblos hermanos, sería de esa manera; viniendo una dinastía portuguesa á sentarse en el Trono español.

 

Felipe IV no sólo no dió entrada á tal pensamiento en su ánimo, sino que accediendo á la súplica de las Cortes de Castilla que le pidieron que contrajese matrimonio, lo ajustó en 1647 con su sobrina Doña Mariana de Austria. Habían solicitado las Cortes el matrimonio, no mirando más que el interés de dejar varón que empuñase el Cetro más adelante, sin reparar en la posibilidad y la conveniencia de pacificar á Portugal por tal modo. Sintieron profundamente esta determinación, que podía echar por tierra todos sus planes, los castellanos y portugueses interesados en que la unión se llevase adelante, y algunos de ellos con exagerado patriotismo, sin reparar en lo odioso del medio, tramaron una conspiración para asesinar al rey Felipe, robar á la Princesa y casarla en seguida con el príncipe D. Teodosio de Braganza. Los principales eran Don Carlos Padilla, Maestre de campo que había sido en Cataluña, D. Rodrigo de Silva, duque de Híjar, Don Pedro de Silva y Domingo Cabral. Una carta de Don Carlos Padilla á un hermano suyo que servía en las armas de Milán, venida por azar á poder del Gobierno, fué el hilo por donde se descubrió la trama. Todos ellos fueron presos, dióseles tormento, y convencidos del hecho, D. Pedro de Silva, marqués de la Vega de Sagra y D. Carlos Padilla fueron degollados en la Plaza Mayor de Madrid. Domingo Cabral murió en la cárcel. Los demás cómplices padecieron menores castigos, y el duque de Híjar, que era de los más culpados, no fué condenado sino á cárcel perpetua y á pagar diez mil ducados de multa (1648). Justos aunque sensibles castigos por el noble móvil que guiaba á los delincuentes.