La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual

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Ptolomeo, por su parte, defendió que la evaluación del tamaño exigía el concurso de tres variables: 1) amplitud angular del cono visual (la apariencia euclidiana); 2) distancia entre el observador y el objeto, y 3) orientación del objeto en relación con el eje del cono visual (Óptica, II, §§ 52-63).53

El filósofo árabe cree que la evaluación del tamaño del objeto demanda tener en cuenta, además de las variables mencionadas por Ptolomeo, la familiaridad psicológica del observador con el objeto. Este elemento enriquece el estudio de la percepción del tamaño; tal estimación no puede reducirse a una lectura de problemáticos códigos geométricos. En clara contradicción con Euclides, Alhacén enfatiza que cuando estamos ya familiarizados con el tamaño de un objeto a una distancia moderada (la estatura de una persona, por ejemplo), seguimos percibiendo el mismo tamaño, aun cuando el objeto se aleje de la posición inicial y con ello se disminuya notablemente la magnitud del ángulo del cono visual (siempre que el alejamiento no implique grandes distancias) (Aspectibus, II, 3.137).54

Alhacén ofrece a su favor un par de sencillos y brillantes experimentos psicológicos (véase figura 2.18). Si observamos un cuadrado dibujado en una superficie de frente a nosotros (es decir, el eje visual encara perpendicularmente la superficie) y después llevamos la superficie a una posición tal que el eje visual ya no es perpendicular, seguimos percibiendo un cuadrado, aun cuando el segmento posterior aparece más pequeño, toda vez que el ángulo del cono visual disminuye. Así mismo, si la superficie contiene una circunferencia dibujada, continuamos percibiendo una circunferencia, aunque ahora los diámetros caigan sobre conos visuales de diferente amplitud angular.


Figura 2.18. Cuadrado y circunferencia en escorzo

Fuente: Elaboración del autor.

El análisis de la percepción del tamaño de un objeto suele conducirnos a un círculo vicioso: por un lado, el tamaño del área que, en el cristalino posterior, recoge la forma completa del objeto depende de la distancia y de la forma como el objeto encare al eje visual; por otro, la estimación de la distancia a la que se encuentre el objeto depende de una valoración del tamaño del mismo, o del tamaño de objetos de igual longitud que en forma continua se extienden uno a continuación del otro entre la ubicación del observador y la del objeto. La percepción medianamente confiable del tamaño de un objeto depende de la habituación facilitada por las experiencias previas.

Así es posible ponerse a salvo del círculo vicioso mencionado. Veamos el asunto con cuidado. Imaginemos una experiencia, llamémosla “Experiencia1”; se trata de la contemplación de un objeto familiar ubicado al frente del campo visual, a una distancia que no va más allá de la extensión completa de un brazo (objeto con el cual estamos familiarizados). Imaginemos que a esa distancia apreciamos, al lado del objeto, una longitud equivalente a la extensión entre el extremo del dedo meñique y el extremo del dedo pulgar con la mano extendida (un palmo). Imaginemos también que el sensorio toma nota de la apariencia del objeto y advierte que se trata de un tamaño comparable con la apariencia de un palmo cuando este se encuentra a una distancia comparable con la extensión de mi brazo.55

Ahora bien, si el objeto se desplaza a otro lugar, cuya distancia todavía se puede evaluar en términos del número de brazos consecutivos que puedo imaginar que se extienden entre mi posición y la ubicación del objeto, el sensorio central tomará nota de la disminución correspondiente en la magnitud del área que en el cristalino recoge la figura del mismo objeto.56 Este ejercicio exige la intervención de la memoria para comparar la magnitud del área efectiva con una evocación del área anterior. Llamemos a esta última la “Experiencia2”. Esta recoge realmente un arreglo de muchas experiencias, en las que varía la magnitud de la distancia de la nueva ubicación del objeto. Dado que este tipo de comparación ocurre una y otra vez, bien sea porque el objeto se aleje o se acerque, o bien porque el observador, guiado por una intención, se acerque o se aleje del objeto, es posible hablar de una habituación que da pie para que el sensorio infiera o calcule, en nuevas circunstancias de observación, el tamaño o la distancia de los objetos en su campo visual.

Citemos la conclusión de Alhacén:

Sobre la base, en consecuencia, de tal experiencia repetida [Experiencia2], llega a grabarse en el alma que, en lo que concierne a la facultad de discriminación, entre más se aleje del ojo el objeto visible, más pequeña llega a ser la ubicación de su forma sobre el ojo, y [entre más pequeña llegue a ser dicha ubicación, más pequeño llega a ser] el ángulo en el centro de visión que abraza al objeto visible. Cuando esto ocurre, se establece, en la facultad de discriminación, que [el tamaño] del área sobre la cual es proyectada la forma del objeto visible, así como el ángulo que a partir del centro de vista abraza al objeto visible, dependen enteramente de la distancia del objeto visible al ojo. Y cuando este hecho es grabado en el alma, entonces, si la facultad de discriminación determina el tamaño del objeto visible, esta no evaluará solo el ángulo, sino que evaluará el ángulo y la distancia en forma conjunta, […]. Entonces, el tamaño de los objetos visibles será percibido únicamente a través de la diferenciación y la correlación (Alhacén, Aspectibus, II, 3.143).

Así las cosas, la percepción del tamaño de los objetos visibles depende de: 1) información de base: magnitud del área en la que se captura la proyección del objeto sobre el cristalino y estimación de la magnitud de la distancia a la que se encuentra el objeto; y 2) ejercicio previo de familiarización de la correlación entre tamaño, distancia y dimensiones del área de proyección, en el cristalino, de objetos cercanos y cotidianos.

Ahora bien, la evaluación de la magnitud de la distancia exige también familiaridad con la extensión de los objetos que sirven de base para la comparación. En la mayoría de los casos, nos valemos de porciones de objetos tendidos en el piso. Este ofrece un trasfondo de gran utilidad. Cuando queremos evaluar la magnitud de la distancia a la que se halla un objeto, tenemos en cuenta la extensión del terreno que yace entre el observador y el objeto. Este ejercicio exige habituación con algún objeto de nuestra familiaridad. Podemos, para tal efecto, imaginar la extensión de un paso o la longitud de un pie, por ejemplo. Esta habituación hace parte de los cientos de ejercicios de exploración que en forma no consciente adelanta un niño cuando está en el juego de reconocer la presencia de sus brazos, piernas y pies en su propio campo visual. Estos múltiples ejercicios constituyen la historia perceptual del observador.

Este hecho de habituación y familiarización ya era reconocido por Alhacén como protagónico. En ese orden de ideas, percibir el tamaño de un objeto corriente a una distancia moderada no solo exige tomar en cuenta claves geométricas del momento; exige, también, traer de la memoria la historia perceptual del sujeto.57 Alhacén resume así el resultado:

Y esta percepción está entre aquellas que la facultad sensitiva adquiere desde el comienzo del desarrollo de [una persona]. Y así [las nociones de] las magnitudes de las distancias de objetos familiares llegarán a estar impresas en la imaginación y grabadas en el alma de tal manera que una persona no nota cómo es que ellas llegaron a grabarse allí (Aspectibus, II, 3.150).

La percepción del tamaño y de la magnitud de la distancia de objetos muy remotos es más compleja. Dicha percepción exige nuevos elementos de juicio, correlaciones y habituaciones más intrincadas. A medida que el objeto visible se hace más distante, la claridad con la que se perciben sus detalles y los matices de sus colores disminuye. En ese orden de ideas, la habilidad del sensorio final para sentirse a gusto, o no, con la claridad que presenta la forma del objeto introduce un elemento adicional para estimar distancias grandes. El ejercicio de evaluar la claridad con la que se captan los detalles del objeto visible exige la posibilidad de adelantar una inspección. El sensorio tiene la posibilidad de desplazar el eje del cono visual a lo largo de distintas partes del objeto; si después de dicho desplazamiento no logra advertir diferencias importantes, puede concluir que está ante un objeto muy alejado. Cuando el objeto está tan lejos que no resulta posible una evaluación confiable de la distancia, el sensorio final suele aventurar conjeturas en relación con la distancia.

Alhacén usó las herramientas que había concebido para la evaluación de la distancia con el ánimo de ofrecer una explicación renovada de la aporía del tamaño de la Luna. El filósofo defendió que una comprensión completa del caso exige tener en cuenta aspectos psicológicos asociados con la historia perceptual de los observadores. El tamaño de la Luna parece mayor a un observador cuando la contempla en el horizonte, comparado con el tamaño que percibe cuando la Luna se encuentra en el cenit.

Ptolomeo encaró este problema en tres ocasiones y en cada caso ofreció una explicación diferente. En la primera ocasión, en Almagesto, el astrónomo atribuye la disminución aparente a las exhalaciones de humedad que rodean la atmósfera terrestre (trad. en 1998, H13). En este marco explicativo, el aumento de tamaño aparente de la Luna es análogo al aumento de tamaño de objetos sumergidos en el agua. No obstante, la explicación no puede ser tan simple, toda vez que la analogía con el ensanchamiento de objetos sumergidos en el agua exige que el observador se encuentre sumergido en el medio ópticamente menos denso. En el caso de la ilusión de la Luna, el observador se halla sumergido en el medio más denso, pues se presupone que la luz abandona el aire y se sumerge en capas de humedad atmosférica.

 

Veamos la dificultad a partir de las expectativas de refracción establecidas por Ptolomeo en la Óptica (V, § 76). Sean D el observador en un medio con menor densidad óptica (aire, por ejemplo); ZH, un objeto sumergido en un medio con mayor densidad óptica (agua, por ejemplo), y AG, la superficie de separación entre los dos medios (véase figura 2.19).


Figura 2.19. Expectativas de refracción

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Los rayos visuales DA y DG se refractan, acercándose a las normales AN y GI, pues el segundo medio es más denso. Así las cosas, el objeto se ve bajo la apariencia del ángulo ADG, mayor que el ángulo de la apariencia para la visión directa ZDH. De esta manera, para valerse de la refracción para explicar la aporía, tendríamos que admitir que el aire humedecido representa un medio de menor densidad óptica que el aire limpio.

En la segunda ocasión, en el tratado recogido bajo el título de Hipótesis planetarias, Ptolomeo advierte que la solución sugerida en Almagesto no puede ser del todo satisfactoria, porque la evaluación del tamaño percibido no puede depender tan solo de la amplitud angular del cono visual (Smith, 1996, p. 151, n. 49). Tal estimación debe tener en cuenta también una valoración de la distancia.

En la tercera ocasión, en su tratado de óptica, Ptolomeo quiso corregir el error de la primera y la incompletitud de la segunda explicación. La aporía de la Luna no puede explicarse acudiendo simplemente a la geometría asociada con la refracción y a la evaluación de la distancia. Así lo expone el astrónomo:

Hablando en forma general, en efecto, cuando un rayo visual cae sobre objetos visibles en una forma diferente a la que es inherente por naturaleza y costumbre, se percibe con menos claridad todas las características pertenecientes a ellos. Así también, la percepción de la distancia aprehendida se verá disminuida. Esta parece ser la razón de por qué, entre los objetos que subtienden ángulos visuales iguales, aquellos que residen cerca al cenit aparecen más pequeños, mientras que aquellos que yacen cerca al horizonte son vistos de otra manera a lo acostumbrado. Las cosas que están en lo alto parecen más pequeñas que lo usual y son vistas con dificultad (Óptica, III, § 59).

¿A qué se refiere Ptolomeo cuando alude a lo que es diferente por naturaleza y costumbre? ¿Será al hecho de que cuando vemos un objeto en el cenit tenemos la obligación de torcer nuestro cuello en condiciones no del todo estables y placenteras? De ser esto último, la ilusión de la Luna no se presentaría si la contemplamos en el cenit cuando estamos tendidos en el piso (los experimentos muestran que no hay variaciones importantes en este caso).

Alhacén estructuró y presentó su solución en el último capítulo del libro VII del Aspectibus. Estudiemos la solución, identificando y numerando cinco fases en la argumentación.

Fase 1: la diferencia del tamaño aparente no puede atribuirse a una diferencia de la amplitud angular del cono visual. Dado que el radio de la esfera celeste se tiene entre las magnitudes más extensas que podemos imaginar, podemos pensar que el radio de la Tierra es insignificante con respecto al radio de la esfera celeste. En consecuencia, no es mayor el error en el que incurrimos si creemos que el observador se halla en el centro de la esfera celeste.

Por otra parte, el sensorio no tiene elementos para advertir la presencia de capas con diferentes densidades ópticas entre él y los objetos celestes. Así las cosas, cuando el sensorio quiere establecer la dirección en la que se encuentran los objetos celestes que percibe, aplica el mismo principio con el que establece la dirección para objetos cercanos: extiende una línea recta que pasa por el centro del globo ocular y el lugar del cristalino en donde se halla el simulacro del objeto celeste. En ese orden de ideas, todos los objetos en el cielo se perciben como si los rayos que alcanzan el centro del globo ocular hubiesen atravesado en forma ortogonal las diferentes capas que se interponen y que, en virtud del primer argumento, se pueden considerar concéntricas con el observador ubicado en el centro de tales esferas (Alhacén, Aspectibus, VII, 7.64-7.69).

Fase 2: protagonismo en la evaluación de la distancia. Dado que la valoración del tamaño de un objeto depende de la correlación entre la amplitud angular del cono visual y la evaluación de la magnitud de la distancia entre el objeto y el observador, y dado que no hay razones para esperar una amplitud angular diferente cuando observamos un objeto celeste en el cenit comparado con la amplitud cuando se observa en el horizonte (Alhacén, Aspectibus, VII, 7.69), debemos concluir que la diferencia aparente de tamaño se debe a una evaluación diferente de la percepción de la distancia. En otras palabras, si la Luna nos parece más grande en el horizonte, ello no se debe a que la amplitud angular del cono visual parece incrementarse, sino al hecho de que percibimos que la Luna en el horizonte parece estar más lejos. En ese orden de ideas, la explicación debe dirigirse a hallar una razón que nos lleve a creer que la Luna parece más distante.

Fase 3: la distancia se establece por conjetura. Si el sensorio no puede aprehender con seguridad la magnitud de la distancia a la que se encuentra el objeto, fallará también en percibir con claridad el tamaño del mismo. Cuando el sensorio no puede evaluar con seguridad la distancia, procede a adelantar una estimación tratando de establecer una semejanza con la contemplación de objetos familiares.

Ahora bien, cuando se trata de la contemplación de las estrellas, no hay objetos que puedan servirnos de trasfondo para estimar la magnitud de la distancia. En estos casos, la evaluación se convierte en una estimación por conjetura (Alhacén, Aspectibus, VII, 7.64).

Fase 4: el sensorio tampoco puede percibir corporeidad alguna en la esfera celeste. Dado que la percepción de la forma cóncava o convexa de un objeto depende de la comparación de las diferencias entre las magnitudes de las distancias de las partes más extremas con las partes medias, y debido a que cuando se trata de la bóveda celeste no es posible estimar tales diferencias (en caso de existir), el sensorio procede a conjeturar que se halla ante una superficie plana, como ocurre cuando contemplamos al Sol o la Luna. La superficie de la esfera celeste se percibe, entonces, como si fuese una superficie plana, dada la magnitud absolutamente remota de su distancia.

Fase 5: conclusión. Citemos la conclusión de Alhacén en extenso:

La facultad visual percibe la superficie de los cielos como si fuera plana y [en consecuencia] no siente su forma cóncava […]. Pero se ha establecido en el alma que sobre una superficie plana que se extiende en todas las direcciones, las distancias difieren [en relación con] el centro de la visión y lo que reside más próximo es lo que está más cerca de la cabeza. En consecuencia, se percibe lo que reside en el horizonte como si estuviera más lejos que lo que está en el medio del cielo, y [también se percibe] que los ángulos que la misma estrella subtiende en el centro de la visión para cualquier posición en el cielo no difieren significativamente (Aspectibus, VII, 7.68, 7.70).

La figura 2.20 ayuda a entender la explicación de Alhacén. El observador O está en la superficie de la Tierra; dado el carácter absolutamente remoto de la superficie celeste, él la asimila a una superficie plana que se extiende indefinidamente en todas las direcciones.


Figura 2.20. Aporía de la Luna en el horizonte

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Un objeto en el cenit es visto en la dirección OC, en tanto que un objeto cerca al horizonte se observa en una dirección semejante a OH, alejada del cenit. En tanto la superficie plana se considera extendida en amplias dimensiones, la mente ha grabado la expectativa que impone que para superficies planas, la magnitud de la distancia OH es bastante mayor que la magnitud de la distancia OC. Si en C y en H imaginamos objetos que poseen el mismo tamaño absoluto, ellos serán contemplados bajo conos visuales de la misma amplitud angular (Fase 1).58 En consecuencia, como H aparece más distante, la facultad visual aventurará la hipótesis de que H debe ser un objeto de mayor amplitud en su tamaño.59

Hay un aspecto extraño en la explicación de Alhacén: parece darse una alianza paradójica entre las variables centrales. Veamos por qué. El filósofo señala que no logramos percibir la concavidad de la cúpula celeste, porque no logramos advertir el gradiente de la magnitud de las distancias desde el ojo hasta diferentes partes del cielo;60 por ello, nos arriesgamos a contemplar la cúpula a la manera de una superficie plana. Pero a continuación sugiere que dado que la superficie que creemos divisar es plana, las distancias de los objetos evaluados encima debían ser menores que las distancias de los objetos evaluados muy lejos del cenit. La falta de la claridad en la evaluación de las distancias impone una estimación por conjetura (el cielo debe ser plano). A continuación, esta conjetura impone una estimación perceptual: los objetos más alejados del eje visual deben aparecer más distantes. En otras palabras: dado que no percibimos con claridad las distancias, conjeturamos que se trata de una superficie plana; y dado que la superficie es plana, ella nos lleva a percibir distancias diferenciadas. Como no percibimos gradientes en las distancias, favorecemos por conjetura la percepción de gradientes en las distancias.

7. Continuidad, discontinuidad o separación, número. En el escenario fenomenológico que sugiere Alhacén advertimos: 1) la existencia de objetos allende nuestro campo visual (ello se infiere de que las imágenes de los objetos desaparecen cuando cerramos los ojos, por ejemplo); 2) siempre que se trate de cuerpos cercanos y ya familiares, podemos establecer la magnitud de la distancia a la que se encuentran los objetos que reconocemos exteriores; 3) dado que el objeto puede llegar a ofrecernos varias de sus caras, podremos también llegar a percibir la corporeidad del objeto divisado; y 4) gracias a una correlación entre distancia y amplitud angular del cono visual, logramos incorporar, en nuestros protocolos, el reconocimiento de la percepción del tamaño de los objetos, siempre que ellos no se hallen lo suficientemente alejados.

El ejercicio del reconocimiento de la magnitud de la distancia —variable de la cual depende la mayoría de estimaciones— exige que podamos distinguir diferentes objetos; de hecho, demanda que logremos individualizar y separar los que se insinúan en el campo visual. Es decir, es necesario advertir algún tipo de separación entre objetos; de lo contrario, nuestro campo visual daría la impresión de un mosaico de manchas coloreadas extendido por completo en una superficie plana.

En el modelo de Alhacén, los objetos no nos son dados ab initio. Los objetos deben ser individuados; de hecho, deben separarse o destacarse contra un horizonte muy amplio de información visual presente en el cristalino. El reconocimiento de la presencia de dos formas diferentes en nuestro campo visual, ocasionadas por la presencia de dos objetos separados, se adelanta atendiendo a una de las siguientes posibilidades: 1) la vista percibe luz en la superficie de separación y reconoce que ella proviene de alguna región más alejada que los objetos en cuestión; la situación es parcialmente análoga si la vista percibe oscuridad en la superficie de separación y se advierte que no se trata de un cuerpo adicional; en estos casos, los cuerpos dejan un abismo entre ellos; y 2) la vista advierte un cambio brusco de colores o de intensidades de luz en la zona de separación. En ausencia de separación, la vista advierte continuidad; y si en la percepción de esta se logra reconocer la vecindad de bordes, atendiendo, quizá, a leves gradientes de los matices de colores, la facultad sensitiva percibirá contigüidad. Este tipo de contigüidad es esencial para reconocer la serie de objetos similares y familiares que permite la evaluación de la magnitud de las distancias. El reconocimiento de la separación entre objetos es el origen del reconocimiento de la multiplicidad y, en consecuencia, de lo numerable (Alhacén, Aspectibus, II, 3.177). Una vez separados e individuados los objetos, ellos se pueden contar.

 

8. Movimiento, reposo (Alhacén, Aspectibus, II, 3.178-3.188). El reconocimiento de la separación entre objetos hace posible la comparación de esa separación en diferentes instantes. Esta posibilidad es la base para la percepción del movimiento.

La percepción del movimiento es el reconocimiento del cambio o bien de la magnitud de la separación entre dos o más cuerpos, o bien de la magnitud de la distancia o la dirección en la que se reconoce la presencia del objeto en cuestión con respecto al observador. Si la vista no percibe variación alguna en dos instantes dados, tomará dicha circunstancia como la percepción del reposo relativo.

Una evaluación de la variación de las magnitudes que permiten percibir el movimiento es la base para ofrecer una cuantificación del movimiento. Esto requiere, sin embargo, de una estandarización de la estimación de la separación entre los dos instantes considerados. En otras palabras, no puede haber evaluación de la cantidad de movimiento sin una estandarización de uniformidad temporal. Alhacén no enseña cómo establecer tal valoración. Dado que falta esa estandarización, la comparación entre las cantidades de movimientos de dos cuerpos es solo posible si hacemos la evaluación durante el mismo intervalo (Alhacén, Aspectibus, II, 3.178-3.188).

9. Aspereza, suavidad (Alhacén, Aspectibus, II, 3.189-33.194). La aspereza se percibe visualmente a partir de la forma en que aparece la luz sobre la superficie del objeto. Si la luz brilla sobre la superficie de un cuerpo, las porciones elevadas proyectan sombras.61 Las sombras que se proyectan sobre una superficie ayudan a definir los matices de la corporeidad o la extensión del objeto en tres dimensiones.

Ahora bien, para observar la presencia de sombras en la superficie, hay que contar con que la orientación de la luz sea la adecuada. Cuando la vista, en contraste con lo anterior, percibe uniformidad en la distribución de la luz sobre la superficie, reconoce esto como la presencia de una superficie lisa (suave).

10. Transparencia, opacidad, sombra, oscuridad (Alhacén, Aspectibus, II, 3.195-3.199). La percepción de la transparencia, como una cualidad que podemos atribuir a un objeto particular, ofrece algunas dificultades conceptuales.

El simple hecho de ver un objeto y reconocerlo como diferente y distante del observador nos obliga a reconocer la presencia de un medio transparente que hace posible que la forma visible del objeto y su color sean transportados. La transparencia se percibe gracias a una inferencia que se apoya en el hecho de que el objeto transparente deja ver otros objetos que residen más lejos.

Quizá podemos familiarizarnos con experiencias del siguiente tipo: observo en el fondo de mi campo visual algo parecido a un árbol; advierto que se trata de un árbol alejado unos 20 pasos del lugar donde me encuentro; si tomo en mis manos un bloque de vidrio y lo llevo al frente de mi campo visual, a una distancia que no supera la extensión de mi brazo, puedo notar que estas circunstancias no hacen desaparecer la imagen del árbol. Advertir cierta deformación del árbol me conduce a reconocer que el grado de transparencia del vidrio difiere del grado de transparencia del aire. Ahora bien, si el objeto que tomo en mis manos interrumpe la visión del árbol, concluyo que dicho objeto carece de transparencia; lo llamo, entonces, un “objeto opaco”.

En el caso de las sombras, estas se reconocen cuando se advierte una fuente de luz, un objeto que se interpone y la reducción en la intensidad de la luz percibida en el área que se dice sombreada. La oscuridad, a su turno, se percibe como la ausencia de luz.

11. Belleza, fealdad (Alhacén, Aspectibus, II, 3.200-3.232). La belleza se puede percibir, según Alhacén, atendiendo a tres posibles fuentes: 1) una característica particular de la forma percibida; 2) una conjunción de características, o 3) el resultado que produce cierta combinación de características.62

En el primer caso, el alma se inclina a reconocer un objeto como bello sólo en gracia de que este posee cierta característica particular. Así, por ejemplo, nos inclinamos a reconocer la belleza del Sol o de la Luna, gracias a que se trata de objetos que radian luz.

En el segundo caso, cuando la vista percibe, por ejemplo, un arreglo de colores uniforme, tiende a reconocerlo como un objeto más bello que aquel que exhibe un arreglo caótico de colores. Cuando se trata del efecto que produce la coordinación de varias características, la atribución de belleza suele concentrarse en el reconocimiento de proporcionalidad o armonía.

La percepción de la belleza está atada al reconocimiento de las características que posee el objeto bello. Cuando se advierte que el objeto carece de todas las características que el alma reconoce como bellas, el objeto pasa a ser contemplado como un objeto feo.

12. Semejanza, diferencia (Alhacén, Aspectibus, II, 3.233-3.235). La percepción de la semejanza implica la posibilidad de comparar una forma percibida con otra (incluso con otra que pueda residir en la memoria).

Dos objetos se perciben como semejantes cuando el alma encuentra que ellos poseen dos formas o características idénticas; como diferentes, cuando ello no ocurre. El reconocimiento de semejanza es el fundamento para hacer depender la percepción actual de un objeto de la historia perceptual del observador.

(*)

La pirámide visual se propuso como un instrumento conceptual en el marco de un lenguaje comprometido con el extramisionismo. El uso de tal instrumento permitió delimitar, con más claridad, las preguntas de investigación en relación con la percepción visual y ofreció un horizonte para fortalecer consensos en la búsqueda de soluciones a los problemas.

Las fuertes críticas que Alhacén acopió contra el extramisionismo no le llevaron a abandonar la pirámide visual. Estas críticas le condujeron a abrazar una forma de puntillismo intramisionista, que suponía no solo renunciar al extramisionismo, sino también abandonar el holismo de las formas sensibles de Aristóteles. Al acoger el puntillismo, cada punto de la cara visible del objeto puede imaginarse como el vértice de una pirámide de emisión cuya base, para efectos del estudio de la percepción, puede reducirse a las dimensiones de la pupila del observador.

Ya que todas las pirámides de emisión de la cara visible del objeto coinciden en la base, no se advierte cómo podría el sensorio lograr una recepción organizada de la portentosa información que se recibe desde el exterior. Alhacén conjeturó que el sensorio debía restringir su atención solo al rayo que, originándose en cada punto de la cara visible del objeto, ingresa al complejo óptico en una dirección que es perpendicular a la córnea en el punto de incidencia. Dada la simetría que se deriva de la esfericidad de las capas principales del ojo, se trata de los rayos que, proviniendo de diferentes puntos de la cara visible, se dirigen hacia el centro del globo ocular. Este recurso permite concebir un arreglo de puntos que copia isomórficamente el arreglo de los puntos que constituyen la cara visible del objeto. Arreglos similares pueden rastrearse en la cara anterior y en la posterior de la córnea, así como también en la cara anterior y en la posterior del cristalino. El recurso igualmente permite seleccionar solo aquellos rayos que, viniendo de diversos puntos de la cara visible, convergen en el centro del globo ocular.