La vida a medias

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

No había para mí nada más preciado. Puede que todavía no lo haya.

Y así, al borde del colapso cardiaco, me duchaba, me vestía, me perfumaba como un príncipe. ¿Un lunes de febrero a las doce de la noche? Qué más daba, para mí como si era la tarde de un sábado primaveral. Dios mío, quién lo hubiera dicho, con lo friolero que he sido siempre.

A esas horas salí de mi piso una de nuestras primeras noches, como una exhalación, dejando un rastro absurdo de colonia francesa por medio Lavapiés, hacia el piso de E en la calle Calatrava. Mi perfumada senda se confundía con el tufo a hachís de los porreros, que son los únicos que andan, de tertulia, por las esquinas del barrio a esas horas un lunes crudo de invierno. En este barrio, si acaso, el único olor que compite con el de sus porros es el del curry que difunden, como ya dije, cual Bombay, decenas de ventanas.

Como buenamente pude, llegué rebosando prisa y emoción, a las tantas de la noche, al piso de E. Y supongo que con la ropa oliendo a una disparatada mezcla de colonia cara, porros y curry. Y encima sudando caudalosamente, pues me había pegado una olímpica carrera para no enfriar nuestro amoroso encuentro, no demorar la pasión máxime siendo laborable el día siguiente: el amor cegará todo lo que tú quieras, pero madrugar nunca deja de ser una puñeta.

Fue despojarme de abrigo y jersey y advertir la camisa empapadísima de sudor, ni siquiera las pestilencias a curry, a porro o a perfume francés disimularían mi cabrío olor corporal, fruto testosterónico de mi frenesí atolondrado. Tanta ducha, tanta higiene y tanto perfume para terminar oliendo a centrocampista.

Pero allí estaba ella, mi azucarado bombón, apetitosamente, recibiéndome desplegada sobre su cama en los calientes inicios de nuestro romance, ligeramente fatigada tras un intenso día de brainstormings, pitchs, otros palabros en inglés y putos nervios en español.

A la primera entendí su demanda en forma de sonrisa: ambicionaba mi caprichoso caramelo que me tumbara junto a ella. Y aun consciente de mi propio olor a choto, ¿cómo rechazar tan gustosa invitación? Tras un ligero parloteo, bla, bla, bla, y un puñado de besos formidables, antes de pasar a mayores no tuve otra que frenarla en seco: “¿Me prestarías una camiseta? He sudado un poco, corriendo, viniendo a prisa para verte, porque mañana es laborable y madrugar nunca deja de ser una puñeta” –algo así puntualicé–. “Sí, sí”, contestó E, “no hay problema, hombre”, disimulando lo que ella sin duda también olía.

Procurando salir de tal deshonrosa situación, añadí con tanta dignidad como pude (no fue mucha), tratando de recomponerme a sus ojos: “he tenido un día horrible de trabajo” (lo dije en español).

Y como –como todo enamorado iniciático que se precie– llevaba días coqueteando con el riesgo del rechazo, me lo jugué todo a una carta: “¿Te importa si me ducho?”. “Claro que no me importa”, contestó estirada la boca de E, buscando sus orejas y contagiando a la mía.

Y ciertamente no le importó, porque me acompañó hasta el baño y allí encumbramos la jornada, haciéndola tan inolvidable como puede llegar a serlo una ordinaria noche entre dos amantes, una noche de las que todos hemos tenido decenas, perdidas para siempre en el olvido a no ser que uno de los dos amantes la deje por escrito en un arranque de melancolía como éste que he tenido yo esta noche.

Oh, ni siquiera íbamos al cine. Vino, fruta: quién quiere más. Apenas comíamos, santo cielo, una mandarina jugosa de temporada o una manzana compartidas nos proveían de energía suficiente para amarnos todo un día o toda una noche, que se mezclaban invernalmente, metiéndose el uno en la otra, la otra en el uno. La tenue luz de piso interior resbalaba lenta ventana abajo a nuestras espaldas, difuminando gradualmente nuestros gestos en la cara hasta que encendíamos una lamparilla de mesa colocada estratégicamente en el suelo o velada por un pañuelo, tal y como hacen los amantes solo al principio de una relación, es todo un misterio porqué luego deja de hacerse.

Era de suponer un ritmo muy distinto en la calle, el correr diario de las cosas, lejos de nuestra piel rosada por el roce, por la tirantez del deseo, en otro planeta. Para nosotros, aunque la vida siguiera su curso, todo quedaba aplazado eternamente, los conductores seguirían afuera peleando tensionados contra sus odiosos cláxones (aprovecho la ocasión para proponer que la bocina les dé un ligero calambrazo cada vez que la accionen, así la usarán solo cuando verdaderamente sea necesario), embebidos en sus volantazos, en sus vidas desperdiciadas de madrileños ciegos.

Si acaso, cuando nuestros estómagos nos terminaban por aullar, cedíamos y les preparábamos el almuerzo, la merienda y la cena, todo junto en una sola olla que colmábamos de crema de verduras de sobre, apenas alegrada con pimienta, un pedazo de pan, unas onzas de chocolate de postre. Vivíamos en la cama d`amour et d`eau fraîche. Hasta las personas más broncas y bruscas se refinan los primeros días de un romance. Hasta los neonazis, me permito suponer.

hora, escribiendo estas líneas, desesperado en este piso destartalado, me da rabia que todo se fuera al traste, maldita sea. Qué poco, poquísimo, yo diría que nada hay comparable al amor cuando empieza y es correspondido. Una explosión desbarata tu vida, distorsiona la conciencia del tiempo y, prodigiosamente, te aligera las preocupaciones, los fastidios. Las fatigas que de costumbre avinagran la existencia se vuelven infinitamente más llevaderas. Las sensaciones son tan agradables que procuramos por todos los medios sentirnos así siempre: tal vez por eso la gente tan a menudo se autoengaña y se cree, se imagina, se inventa, que se ha enamorado.

¿Eso explica mi vergonzante e interminable historial de relaciones amorosas desde la adolescencia? A veces pienso que vivir en Madrid ha sido el único motivo, que de vivir en otro lugar ahora contaría los años por los de mis hijos. Madrid desquicia más todavía que el amor.

penas desaparece E de mi móvil por unos días y de seguido surgen o resurgen problemas por todas partes. Problemas para cobrar trabajos que hice hace seis meses. Problemas para oxigenar mi cuenta corriente. Problemas para iluminar mi futuro, acaso el más inmediato. E desaparece e instantáneamente aparece una gotera en el baño; quizás estuviera allí desde antes, pero yo la descubro ahora. Este piso de Lavapiés se cae a pedazos. Lavapiés entero se cae a pedazos. Para colmo, al frío de la calle se le suma la lluvia, que golpea las aceras empinadas del barrio con la misma rabia con la que, por momentos, lo haría yo.

¿Agravará esta lluvia mi problema de goteras? Supongo que no, porque tengo tres plantas de pisos por encima, pero quién sabe: yo de fontanería entiendo poco. Tan poco que ni siquiera sé si es la fontanería la disciplina que se encarga de las goteras. Tan poco que ni siquiera sé si llamar “disciplina” a la fontanería queda bien o suena raro.

Además, en qué mal lugar ha salido, hay que tener mala suerte: por las mañanas, sentado a oscuras indignamente en la taza del váter, una gota impertinente tras otra me rebota sin remedio en pleno cráneo. Nadie sabe hasta qué punto puede desesperar eso, nadie que no se haya posado en un váter y haya sido bombardeado por esos desesperantes globitos acuáticos: con qué ruindad ponen a prueba la delicada y cortés paciencia de una persona. Sí: debajo de esa gotera me siento a solucionar prontitudes cada mañana, haciendo la tarea deprisa y corriendo.

Mis suegros, de costumbre, suelen esperar de mí que sepa montar una estantería, arreglar un grifo, desatascar el baño, contratar Internet. Lo bueno es que no les decepciono con el paso de los años, sino en seguida. Si apenas soy capaz de cambiar una bombilla cómo voy a arreglar una gotera. Yo magia no hago.

En su momento descarté, por ridículo, el uso de un paraguas. En una mano el paraguas y en la otra el periódico, no te digo; hacer de vientre en este piso sería como estar en Londres. La solución más práctica ha resultado ser, por el momento, cubrirme cabeza y la parte superior de la espalda con una toalla cada vez que se apodera de mí la necesidad inaplazable, lo que de ordinario (nunca mejor dicho) suele ocurrir una vez al día, generalmente a primera hora de la mañana; servidor es un reloj según para qué cosas.

Me pregunto si no será mejor buscar acomodo a mis alivios en el bar de abajo, porque en mi piso de setecientos cincuenta euros al mes no puedo. Juro que me iría a vivir más barato a otra ciudad de alquiler más reducido, pero en Madrid es más fácil conocer gente y quien dice conocer gente, quiere decir ligar. Oh, lo ideal sería conocer a alguien aquí y luego irme con ese alguien a un sitio de alquiler barato, sin vecinos chillones, mudarnos a una vida razonable lejos de Madrid, de este ruido enloquecedor, de esta vida alegre pero perturbada, de estos años a la velocidad de la luz. Muy lejos de aquí.

Cuanto más lejos andemos de aquí, más cerca andaremos de la sensatez.

¿Qué andará haciendo E en este preciso instante? Mi dulce pajarillo convertido súbitamente en un cuervo negro y degenerado en la constante de hacerme daño, de desmoronarme el corazón con feroces picotazos, sin piedad hasta convertirlo en casquería; seguro que está de bares por el barrio, riendo las gracias de otros que no soy yo, embellecida por la maldad, así la imagino, por la gracia de las pecas que le salpican la cara, que se me grabaron un día bajo los párpados como al mirar directamente al sol y ya nunca podré dejar de verlas.

O reposará la cabeza sobre otros muslos, los de un nuevo novio que verá caer como una cascada su delicado pelo normando igual que lo veía yo, igual que la noche nos caía encima en su piso o en el mío.

Quizás en este instante, mientras yo escribo esto, ese nuevo novio (u otro más nuevo, u otro más todavía: E es muy rápida) esté siendo besado carnosamente por ella en su piso de la calle Calatrava exactamente igual que E me besaba a mí (y que a otros tantos que hayan ido pasando estas semanas por ese piso hechizante).

 

Rebusco nervioso en mi desesperación, cierro los ojos y la veo, esas pecas incandescentes en mi retina, ese pelo normando, su mirada y ella tan presentes o más que si las tuviera aquí ahora mismo. Indigno, mentalmente todavía la divierto ágil con mis ocurrencias, me hago la ilusión de que pronto la veré y podré compartirlas con ella de verdad, de que responderá con risotadas. Luego me avergüenzo íntimamente, me doy cuenta de que así no puedo seguir, por favor, que ya tengo unos años, que por edad soy un señor, y de súbito abro los ojos en la mitad de la noche.

Y cuanto más me esfuerzo, más se me vuelve ella omnipresente. Sus pecas incandescentes, sus piernas de metro y medio, su voz y su cara se me repiten en las noticias, en las letras de las canciones, en los libros y los artículos que leo, en esto que estoy escribiendo ahora, en todas las mujeres con que me cruzo por la calle, en las que tienen una estatura similar a la suya, su aire aniñado al andar, su balancear de brazos por la inercia del paso: esas chicas que caminan tan despreocupadas como ella, sin acordarse en absoluto de mí, tienen en común con ella el desprecio por estar conmigo.

Las visitas de E constituían el mejor de los alicientes para hacer limpieza, tareas de continuo postergadas si uno dedica su tiempo a quehaceres creativos, como en mi caso a escribir; o si simplemente se es un cerdo, probablemente como también es mi caso.

Por suerte estos pisos madrileños nuestros son tan minúsculos que se limpian en un periquete: casi tarda uno más en ducharse que en limpiar la casa entera.

A veces E, mi ratita impaciente, con un tono que rozaba la impertinencia, tocaba al portero para que bajase a darle brillo a sus encantos; y yo, también rozando la impertinencia, le respondía por el altavoz que de eso nada. ¿Para eso había limpiado el piso con tanto esmero? Que subiera un momento, le solicitaba con cualquier excusa, no me había dado tiempo a acicalarme o estaba terminando de enviar un correo a un cliente, y que así quedara obnubilada por el olor a fregasuelos de eucalipto, frutos del bosque, licor del polo y, consecuentemente, le estallara la libido y al mirarme no solo quisiera hacerme el amor sin pasar previamente por las tascas de tapas y vinos, sino que además vislumbrara en su relación conmigo un irrenunciable y solvente proyecto vital.

Pero, oh, apenas unas semanas sin verla y de qué manera ha vuelto la cochambre y la soledad a este piso pordiosero de Lavapiés, cuyo devastador precio de alquiler me está arrastrando mes a mes a la ruina, a pesar de que, paradójicamente, me paso el día trabajando, sin horario ni vacaciones ni cosas de esas antiguas sin anglicismos.

Me acabo de preparar un sándwich de salchichón. Esto parece un cumpleaños.

Me alimento de cualquier cosa, en la cocina me dejo llevar: ojalá me dejará llevar en la vida con la misma facilidad que en la cocina.

Mi dieta es minimalista, me alimento de recuerdos, se me va a quedar un tipito estupendo. ¿Cuánto hará ya de la última noche entre E y yo?

–Tenemos que hablar.

– ¿De qué?

–De la liga escocesa de waterpolo, no te digo.

El punto final en una relación se puede rumiar durante meses, años o décadas, hasta que uno de los dos se decide a ponerlo:

–Eres demasiado para mí.

–Yo tampoco te merezco.

–Prométeme que vas a estar bien.

–Tú también.

–Qué pena que esto no haya salido bien.

–Siempre nos quedará el recuerdo.

–Tú tienes muy mala memoria.

–Si no ha funcionado será por algo, ¿verdad?

–Hemos cambiado mucho desde que nos conocimos.

–Sobre todo tú.

–La rutina lo mata todo.

–La vida da muchas vueltas, nunca se sabe.

–Siempre podremos ser amigos.

–Cuídate mucho.

–No, cuídate tú.

–Necesitamos estar solos durante algún tiempo.

–Habla por ti.

–Nunca encontraré a nadie como tú.

–Habla por ti también.

–Gracias por el táper de lentejas, me vendrá bien.

–No me arrepiento de nada.

–No pienses mal de mí.

–Te he querido muchísimo.

–No hablemos en pasado, que me voy a poner a llorar otra vez.

–Es normal llorar.

–Sí, pero yo parezco un concursante de Gran Hermano.

–Son cosas que pasan.

–No me puedo creer lo que está pasando.

El vaso, gota a gota, rebosado. Ninguna relación termina un día concreto: uno de los dos, o los dos, lo ha tenido en mente desde no se sabe cuándo, probablemente desde siempre, y se ha ido aplazando el momento de la ruptura, un poco más, otro poco, la semana que viene se lo digo, en navidades hablamos, en Semana Santa, o mejor en verano, o más valdrá después del verano para no arruinar las vacaciones. Poner el punto final da una pena tremenda: nadie quiere sentirse tan mal.

"De vez en cuando la vida”, nos recuerda Serrat con alma limpia, “nos besa en la boca”. Ay, la alegría de toparte con el amor de tu vida. Aquí y allá, a lo largo de los años, he visto a personas saltar con euforia, enloquecidas al recibir buenas noticias de lo más diverso: mudarse a una casa más grande, un aumento de sueldo oportuno (siempre es oportuno, extraordinario en España), la victoria de su equipo en la Eurochichi (esto sí es más habitual en España). Multitud de gente, en definitiva, exultantemente llevada por un saltarín ardor de euforia, celebrando buenas nuevas de todo tipo. Yo mismo también en momentos puntuales, los más dulces de mi existencia. Pues bien: nada existe en la vida comparable a la dicha del amor radiante de los primeros días.

Quizás a ese estado sólo se le asimile el que proporciona tener un hijo que, por lo que cuentan, excita el cuerpo con similar apoteosis. Lo que ocurre es que hoy en día, por lo general, la decisión de tener un hijo es deliberada: la alegría no nos sobreviene con la misma dosis de sorpresa que el enamoramiento, sin que tomemos de manera consciente cartas en el asunto; por no hablar de los largos meses de preparativos que separan la noticia de su realización. Sea como fuere, ni siquiera ese furioso brillo en la cara del futuro padre o madre es comparable al del resplandor anímico que vive el cuerpo humano los primeros días del enamoramiento, los diez años que se nos quitan de encima cuando el sentimiento amoroso es recíproco.

Tampoco, en mi caso personal, terminar la carrera universitaria, que parecía inacabable, me aportó semejante alegría. Fue más bien quitarme un peso de encima, como lo es ya conseguir un puesto de trabajo decente en este contexto comandado por empleadores, empresas y gobernantes golfos e incapaces. Ni siquiera, me atrevería a decir, que me tocara la lotería. Ni siquiera que la selección española de fútbol ganara otra vez una Eurochichi. No hay en la vida, ni de lejos, explosión de alegría como la de enamorarse y ser correspondido. Bien mirado, es lógico, en tanto hace falta una buena capa de magia para mezclarse tan íntimamente con personas extrañas, ajenas a la familia.

No estoy pasando por mi mejor momento, pero quién lo está en este país. Cuando voy a anunciar mi edad me lo pienso y no por coquetería: nunca lo recuerdo con espontaneidad. Y mira que la cifra es fácilmente deducible, porque nací en año redondo, 1980.

Soy hijo de la Transición Española. No he hecho la comunión, mis padres prefirieron que yo mismo decidiera de adulto (y todavía no me he decidido). Me he formado e instruido en centros de educación públicos, desde preescolar hasta la universidad. Soy licenciado en publicidad y relaciones públicas, nadie es perfecto. Me dedico profesionalmente a la creatividad para agencias de publicidad y productoras, una forma de ganarse la vida como otra cualquiera. En inglés podría escribir mi profesión de cinco o seis formas diferentes. Algunas veces me ha ido muy bien y otras me han despedido. El dinero que tengo ahorrado, y que todavía me sirve de colchón o de salvavidas para pagar este piso algunos meses, es de cuando me ha ido bien. Hasta la fecha, nunca he pedido prestado un céntimo a ningún banco. Apenas consumo. Vivo con lo justo y necesario, y muy a gusto, al día, sin esfuerzo. Me tengo por persona sencilla: libros, museos, algún concierto. Tecnología, siempre por detrás de la vanguardia: cuando por fin me compro un móvil de última generación, resulta que ya no es de última generación. No tengo caprichos ni tampoco mínimo apego a lo material. Para mí todo es absolutamente provisional desde que terminé la carrera y empecé a pagarme la vida de mi bolsillo. En esto subyace un fuerte componente generacional. Casi pierdo la cuenta de la cantidad de pisos en los que he vivido en Madrid, ciudad que es la mía desde hace ya once, doce años, ¿quizá trece? Nadie que no sea uno mismo puede apropiarse de Madrid. He tenido dos relaciones amorosas duraderas en este tiempo, o dos y media. Y muchas otras no duraderas. No debería entender las relaciones rotas como un fracaso, no está de moda.

La inmensa mayoría de mis amigos son madrileños de nacimiento, cosa rara para alguien que, como yo, viene de fuera. Yo soy gaditano. Nací en un pueblo al borde del Estrecho de Gibraltar: si fuera más del sur me caería al agua. Vivo perfectamente integrado en Madrid, como digo siento la ciudad como mía, quién me puede negar ese derecho. Eso no es mérito mío, sino de esta ciudad, que te acoge como a un hijo desde el primer día, al menos cuando yo llegué a ella. Me tenía por alguien mucho mayor con veintinueve o treinta años que ahora, diez años más tarde: íntimamente me creo un chavalín con la vida por delante. Madrid es la ciudad perfecta para estirar la juventud, incluso si uno no quiere: aquí la juventud se estira ella solita. Presiento mi plenitud vital por llegar, aún lejana. A veces pienso que debería asentarme en la vida de otra manera, más estable, más madura, sosegadamente. Nunca he visto claro el momento de tener un hijo ni, sobre todo, persona con quién. Me gustaría mucho que esto ocurriera en el futuro. Uno de mis mayores temores es que mi futuro me sorprenda ya mayor, con una salud de mierda, todavía en los bares de Madrid por la noche, todos los días de todos los fines de semana hasta las siete o las ocho de la mañana, llegando borracho a la cama o acompañado de cualquiera.

Escribo este libro porque me siento mal. La literatura, leer y escribir, es una vocación que descubrí tardíamente, más cerca de los treinta que de los veinte años. Las grandes pasiones no están reñidas con el disfrute intelectual, sino todo lo contrario. No he tenido ni tengo carnet de ningún partido político. No voto siempre al mismo. A veces voto en blanco, en blanco nuclear, pero siempre voto. Me preocupa el bienestar y la dignidad de las personas, la justicia y la igualdad de oportunidades, la instrucción cívica mediante la educación pública. El capitalismo salvaje que mueve el mundo es un absoluto sinsentido, las pruebas se constatan en la práctica y a diario. A un tiempo las democracias y las instituciones públicas han propiciado que éste sea el mejor momento de la historia: aunque parezca lo contrario, en ningún otro fue tan seguro pertenecer a una minoría religiosa, racial, sexual, caminar por la calle sin que te ataquen, te intimiden, se vulneren tus derechos seas quien seas, pienses lo que pienses. Necesitamos tanto de leyes justas como de la firme denuncia de quien se las salte. El juzgado es el mejor amigo del hombre. También empieza a serlo de la mujer. Actuar en consecuencia es más incómodo que autodefinirse como defensor de cualquier causa justa. En diciembre de 2012 llevé a juicio a un empresario por haberme tenido contratado dos años como falso autónomo y despedirme sin haber cotizado (él) a la seguridad social ni indemnizarme. En los últimos diez años, el uno por ciento de la población ha aumentado un veinte por ciento sus ingresos, mientras el cuarenta por ciento de la población los ha reducido también un veinte por ciento. En 2017 el beneficio neto de las empresas tocó techo histórico: nunca antes habían ganado tanto en España, mientras nosotros apenas sumamos ni para el alquiler. El pacto entre las élites económicas y la población se ha roto, porque las primeras parecen haber entendido que les resulta rentable romperlo, no como cuando nos querían tranquilos y seguros para vendernos coches y lavadoras, paquetes vacacionales y videoconsolas; ahora parecen advertir que, aunque no tengamos trabajo ni casa, les compramos igual sus teléfonos móviles, su ropa deportiva, sus coches y lavadoras, sus paquetes vacacionales, sus videoconsolas, su mierda.

 

S

i no fuera tan friolero me iría a vivir a uno de esos lugares de Europa donde está mi ideal de comunidad, donde el sentido cívico, la responsabilidad pública al cabo, marca el transcurrir de lo cotidiano, sobre todo en lo laboral, uno de los dolores que en España sufren tantas personas, pero por el que casi nadie parece espantarse ni aun menos movilizarse. Oh, mi estación predilecta es el verano, y no concibo pasarlo lejos del mar. Adoro el Mediterráneo y también las playas de Cádiz, donde he pasado todos y cada uno de los veranos de mi existencia. Me veo capaz de aprovechar los placeres sencillos de la vida, de los que disfruto con intensidad (los amigos, el amor, las aceitunas, el pescado en espeto, una brisa) y me tengo por una persona razonablemente feliz. Lo que soy, esa razonable felicidad, se lo debo a mis padres, que nos procuraron la más dichosas de las infancias primero, y de las existencias después, a mi hermano y a mí. El amor consiste en facilitarle la vida al ser amado.

Tengo el amor propio muy acentuado, cosa que algunas veces me repercute positivamente y otras no tanto. Entiendo la amistad como un compromiso, oh, en el más severo sentido de la palabra. Una persona, si es desleal, lo pierde todo para mí, por muchas otras generosidades o buenos sentimientos me dedique; y al contrario: alguien que demuestra lealtad y no necesariamente hacia mí, sino hacia los suyos, tendrá mi respeto aunque sea un capullo. Voy en vaqueros. Exceptuando bodas y eventos similares, visto siempre igual: del mismo modo para trabajar que para salir a cenar que para achicar agua en una inundación. Llevo años sin fumar. Empecé a los quince años y lo dejé con treinta, coincidiendo con la virtuosa entrada de la ley antitabaco, que tanto me facilitó abandonar el vicio. Fumaba más de una cajetilla diaria. A veces dos. Todavía, de cuando en cuando, fumo en sueños. Sin embargo, me da asco. Si me cruzo en la calle con alguien que fuma, contengo la respiración hasta que pasa de largo, lo mismo cuando hay un fanfarrón con el coche parado y el motor encendido. Soy celoso de mi intimidad, pero extrovertido. Me gusta mucho la soledad, pero a la vez mi carácter es sociable. Vivo solo en este piso de Lavapiés. Es carísimo, oscurísimo, viejísimo y tristísimo. Los muebles son del casero. Son de otro siglo, tanto el casero como los muebles. Cosas mías aquí no hay muchas, por la sencilla razón de que yo, como ya he sugerido, no tengo cosas. Unas cuantas pilas de libros. El ordenador portátil donde ahora escribo. Unos cajones de ropa. La vajilla que arrastro conmigo de piso en piso desde no sé cuándo. A la precariedad y la inestabilidad de mi horizonte se le suma un momento triste: el año pasado me enamoré como un becerro y creía que era una ocasión, quizás la última, de tener una vida más parecida a la de mis aspiraciones, una relación estable sobre la que pivotar mi devenir, quizás tener hijos si me tocase la primitiva y los pudiese mantener. Casi un año de radical y fatigoso noviazgo adolescente me han destrozado, me han hecho trizas. Para sanarme de todo eso estoy escribiendo un libro. Este libro.

E trabajaba a destajo en una oficina en el Paseo de la Castellana, vete tú a saber haciendo qué. Cosas en inglés, de acuerdo, competitive differentiation, manage marketing, communications plans, pero tú exactamente qué haces. Tú llegas a la oficina, te sientas en tu sitio y entonces qué, ¿traduces tus tareas?

Varias veces me lo explicó, pero acaso lo que pretendía era en realidad que no me enterara, poniendo perdido el ambiente de grandilocuencia vanidosa. Yo trabajo en publicidad, no soy ajeno ni a los anglicismos ni a la estupidez humana, pero por el amor de Dios, ¿outsourcing, multitasking? Procura no escupir al hablar, cariño. Lo último es que alguien, en su tarjeta de visita, tenga el cargo de Chief Happiness Officer. Tanta tontería lo está volviendo todo insoportable para el que tenga la suerte de trabajar.

En esa oficina, como si de un mundo aparte se tratase, se pasaba la vida el amor de mi vida, todos los días hasta las tantas. Pronto se volvió habitual que apenas me hiciera caso, a lo sumo unos mensajes fríos a media tarde. Yo casi hablaba más con los comerciales de Jazztel que con mi novia. El móvil es un invento nefasto para el corazón: que andaba atareada, que tenía pendientes muchos pitchs, muchos clippings y otros anglicismos de los que ya he dado cuenta y poco nuevo aportarían. Que saldría tarde y ni siquiera sabía si podría quedar a cenar. Que qué más quisiera ella, pero se trataba de un asunto serio, se acercaban peligrosamente al deadline, eso me dijo, dándome un susto tremendo.

Cuánta rimbombancia: qué importancia otorgamos, de boquilla, a nuestro trabajo cuando empezamos una relación (el afortunado que tenga trabajo, insisto). Qué importantes nos creemos, parecemos el director general, el jefe de operaciones de la compañía en países emergentes, y en realidad qué prescindibles somos, oh, tanto como cualquiera. Como yo también, que por estar a la altura, por resultarle interesante a E, o contagiado de su estupidez, le contestaba que, uf, también yo tenía mucho lío esa tarde usando tantas palabras en inglés como podía.

Poca cosa, decía, y muy fríos los dos. Cuando dos personas se están conociendo, jugar con la temperatura de la relación es el pan de cada día. Y qué pena, la verdad, porque yo no quería mensajes fríos. Yo no quería anglicismos con acento de Majadahonda ni de Aravaca. Yo lo que quería era besarla todo el tiempo, con sed desesperada, como el adicto inconsolable que era a ella y a sus besos.

Besarnos en el modo en que solíamos besarnos era un manifiesto inequívoco de que por fin (¡por fin!) habíamos dado el uno con el otro. Ay, “¿y tú de dónde has salido?”, me susurraba soñadora, prendada en la penumbra de los inicios de nuestra relación, como en un sueño agradable, como si frente a nosotros hubiera una chimenea en lugar de una pared revestida de humedades. Y la sangre me emanaba del corazón como de un manantial copioso, jubilosa y fresca, con fuerza hasta los tímpanos, me nublaba la vista, generaba un zumbido que debía ser de pura felicidad y que ahora, evocado, me seca por dentro, me desquicia y me está volviendo loco.

Y también estaban los amaneceres y los atardeceres de Madrid. Naranjas, rojos de puro fuego, un acontecimiento histórico al día, una pantonera de locos, la gente haciendo fotos para subir a Instagram como si el mérito de la belleza fuera suyo. Esos atardeceres espectaculares de Madrid, que casi no te los crees, que parece que va a aparecerse la virgen.

Sin embargo, hay que saber, aun arruinando la magia, que esos colores fantasiosos son consecuencia del roce de la luz del sol con la contaminación, la luz quejándose al chocar con la boina de Madrid, el nubarrón tóxico y tremendo que nos va a matar a todos si antes no lo hacen las desilusiones o un trompazo en una acera rota, resbalar en un charco de esos de colillas y de mierda que se forman en esta ciudad en cada arriate cuando caen tres gotas del cielo, que son las que caen.

Por entonces, casi no me acordaba de los amigos. Qué inevitable. Hay quien se enamora y se siente mal por dar a las amistades de lado, hay quien pide perdón hasta a las piedras. Pues diré algo: será que no está tan enamorado. Si uno es señalado por Cupido, sus amigos le empezarán a importar un carajo. Es así, no pasa nada por decirlo. Ni por hacer uno su vida. Y, desde luego, si los amigos son de verdad, el intelecto y la sensibilidad les alcanzarán para comprender que, al menos durante una temporada, dedicaremos nuestro tiempo casi en exclusiva al ser amado; que si pasamos día y noche copulando, irremediablemente el resto de personas quedarán excluidas (mejor así, más sano mentalmente, también más higiénico). Ley de vida. Y más a estas edades nuestras, cielo santo.