La vida a medias

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Pero aquel tiempo nuestro de enamoramiento salvaje quedó ahogado en el pasado, solo accesible desde el recuerdo, solo para mí, imposible ya de compartir con ella, si acaso con algún amigo borracho o aburrido dispuesto a escucharme.

De hecho, hoy, la cruda perspectiva de que la noche del viernes me pase por encima en soledad me ha hecho llamar a mi amigo F. Hay gente que necesita una excusa para luego tomarse unas cervezas, qué sé yo: jugar al fútbol o ir al gimnasio, una reunión, una exposición, un velatorio, lo que sea. Yo con mis amigos comparto la placentera sencillez de quedar directamente para beber.

Cuando se solapa la adolescencia con la calvicie, las canas, y estas barbas nazarenas que llevamos, algo falla. O todo. Ellos, J, S, R, F, I, V, A, el otro A, D, T, M, mis amigos, diez o doce personas (personas o lo que sean) con treinta y ocho, treinta y nueve años bien cumplidos. Residentes en Madrid. Algunos con pareja, otros no lo saben ni ellos, otros ni hablar. Quien más quien menos con trabajos más de quita y pon que otra cosa. Muchos falsos autónomos. Salvo alguna excepción, todos por debajo de los mil ochocientos euros mensuales. Salvo alguna excepción, todos alquilados en pisos por más de setecientos. Sin excepción, ninguno ha sido padre. Sin excepción, unos borrachos. De los amigos, decía, casi ni me acordaba.

Decidido, doy un paso milico al frente y me meto en la ducha. Siento hondamente el placer de dejarme morir desnudo en la nube de vapor hirviente, la cabeza y los hombros bajo el chorro abundante, cuanto más generoso mejor, que se lleve los problemas por el desagüe, que lo vuelva todo un sueño confuso: tan confuso que termino enjabonándome el cuerpo con champú acondicionador y la cabeza con un potingue de esos cualquiera que hay en todas las duchas del mundo y que nadie sabe quién trajo hasta allí, quién lo usará ni para qué; a saber si se trata de una mascarilla o de un gel con sabor a coco o a vainilla, a finas hierbas. Hoy en día, más que en la ducha, parece que uno esté en una heladería.

Pocos lugares para reflexionar como la ducha, los pensamientos, la piel y hasta las uñas, se reblandecen. Con el agua hirviendo contra la espalda roja, iluminado en segundo plano por la bombilla del pasillo, porque la del baño está fundida, me congratulo: parece mentira que algo funcione en este piso ruinoso de setecientos cincuenta euros al mes, gastos aparte. La ducha sí: el agua está hirviendo. Poseído por el ambientazo que tengo aquí montado, aprieto los párpados violetas en un esfuerzo por dejar la mente en blanco. Entre el gel con sabor a vainilla y el de frutas del bosque o con bífidus, y el alivio del chorro de agua muy caliente, creo que lo consigo. Sólo espero que el champú no esté caducado.

Salgo con las ideas maceradas, la piel roja e irritada y oliendo fuertemente a vainilla. Lo ves, me he entretenido, ya llego tarde, me recrimino a mí mismo en voz alta como si sirviera para algo: mi amigo F va a pensar que soy un informal.

Carezco de esa habilidad envidiable de algunos para vestirse y prepararse en apenas dos minutos, salir de casa como una exhalación incluso perfumados, con el selfie subido a las redes y todo. Yo soy incapaz de hacer tantas cosas a la vez sin tropezar, dejarme el dedo meñique en una pata de la cama, volcar medio tarro de perfume sobre el teléfono móvil que no sabía dónde había puesto y por fin aparece.

Ojalá existiese un metro para llegar al metro. Calculo mi itinerario y pienso aliviado que sólo llegaré diez, quince minutos tarde, veinte a lo sumo. Llegar veinte minutos tarde en Madrid no es llegar tarde, quizás sea justo el tope, no se tiene en cuenta.

Lo sabe todo quien pasó una pequeña temporada fuera: es mentira que en España (o en los países mediterráneos en general) vivamos más tranquilos que en Europa. Más bien justo al contrario: en el norte se respira calma, gusto en las formas, la organización anula toda prisa; en España estamos siempre con el corazón en la boca, atolondrados improvisando a última hora, escupiendo fuego al que se cruza en nuestro camino, fundiendo de pura furia el claxon, acariciando apremiantes al acelerador hasta asomar imprudentemente el morro en el paso de cebra o incumpliendo sistemáticamente nuestro horario laboral, muchos sin que nadie les obligue, trabajando gratis y criticando a los compañeros cumplidores que se marchan a casa a su hora. En suma: habrá cosas que nos gusten más y otras que menos, pero, oh sorpresa, en España no se vive mejor que en ninguna otra parte. Simplemente, como es lógico, se vive distinto que en otras partes.

Que a nadie le explote la cabeza.

Escribo aplastado bajo arrepentimientos insanos, insólitas ensoñaciones y un millón de cristales arañando mis conexiones entre neurona y neurona, rebajando las autopistas que las unen a carreteras comarcales. Resaca y remordimiento.

Oh, anoche: incómodo, fuera de foco, desasosegado, mirando a uno y otro lado, a una esquina, al techo, a la puerta del bar, a uno que me habla, a la otra que le interrumpe, la espina dorsal punzándome, siguiendo las conversaciones con mezcla de desgana y nerviosismo, torpón, sin terminar de estar plenamente allí, escandalizándome bisoño por los precios de las copas, en lugar de emborrachándome colérica o tierna o irracionalmente, que es lo que tendría que haber hecho.

Una cosa es tener treinta y siete o treinta y ocho años (o los que sean ya) y no ser razonablemente maduro ni actuar en consecuencia (como medio censo de la almendra central), y otra comportarme como un cascarrabias incomprensible.

Con lo que ha sido uno. Las noches de Madrid, para mí, lo suponían todo. Prometían el nirvana a cada instante, tormentas de carcajadas, la posibilidad del amor eterno. Eso: prometían la posibilidad, paradójicamente, de no volver a pisar nunca más la noche de Madrid, porque uno se había enamorado y se había ido a tener hijos a Fuengirola o a Sanxenxo, a añorar con nostalgia dulzona aquellos tiempos en los que salía cada noche a las noches de Madrid. Las noches de Madrid brindaban una oportunidad de oro en cada esquina. Romperse el alma en una borrachera o en un amorío loco y efímero: aunque parezca mentira, eso eran oportunidades de oro. Bajo esta lógica, no salir un viernes o un sábado conllevaba dormir incómodo con la duda, quizás perdiéndote algo, tus mejores años y mírate, tú sin exprimir al máximo tu juventud. Y no hablo de un tiempo remoto: hablo de apenas hace un año, meses, justo antes de conocer a E.

Anoche, por el contrario, tuve la nítida certeza de estar malgastando mi tiempo, la media vida que me queda, ahogado en alcohol en lugar de flotando sobre él, perdido entre grupos de amigos y conocidos, seguramente demasiado conocidos y no sé si suficientemente amigos, confundiéndome en conversaciones vacías que ahora ya, mientras escribo esto al día siguiente, nadie recordará.

Ni por un segundo me saqué de la cabeza a E; impaciente, como un inexperto en relaciones amorosas, compulsivo consultando la pantalla del móvil, esperando una llamada, un mensaje, un emoticono, un milagro, una caricia digital que no llegaba, irascible con los demás, juzgándolo todo rencorosamente, poniendo pegas a cuanto se movía a mi alrededor, ladrando ronco.

Cuánto remordimiento en esta inquietud inaceptable de resaca monumental, apenas habré dormido tres horas, cuatro, convulso por los ecos de anoche: huraño, desagradable, sarcástico, corrosivo, cualquiera diría que había salido a divertirme. Dónde estaría E, no salía de mis pensamientos y mis temores, dormiría o seguiría de copas, qué habría cenado, seguro que japonés, coreano, africano, cualquiera pide hoy tortilla de patatas o empanada, es una cutrez y una ordinariez salir a cenar como si fuéramos españoles, sin anglicismos ni brillo alguno.

De vuelta a casa, las manos rotas de hielo en los bolsillos y la nariz paralela al suelo, me recuerdo en la noche negra caminando a toda velocidad, siguiendo los churretes de mierda de Madrid que me marcaban el camino, con mucha prisa por cerrar los ojos. Justo al contrario que antes, cuando salía a las noches de Madrid y una vuelta completa al reloj eran pocas horas.

Ay, parece mentira, cuánto amor derrochamos en este mismo piso. Las horas se confundían unas con otras de la mañana a la tarde, de la tarde a la noche, a veces de la noche a la tarde sin pasar por la mañana, entre dos sombras que se alargaban para besarse, oh, para tocarse, a intervalos revoloteando separadas para mantener conversaciones alucinantes: tú y yo en tal estado de conmoción por habernos conocido y estar juntos, que cualquiera diría que teníamos ya una edad.

Cómo sobreponerme, qué nervioso sigo, tendré que ir al psicólogo y no tengo dinero para eso. O vivir en Madrid o ir al psicólogo, las dos cosas juntas no pueden ser.

Por cada cana que me sale, un pelo que se me cae; pero, ay, nunca es el mismo. Procuro remediarlo con pastillas, vitaminas que me recomendaron en la farmacia, un remedio de laboratorio. Setenta y dos euros cuesta la cajita. El prospecto informa de que, para comenzar a notar los efectos, sería preciso seguir el tratamiento durante tres meses pero la cajita trae pastillas solo para dos.

Asomarse a mi patio interior de dos metros cuadrados es asomarse al mundo. Tengo un aleph por setecientos cincuenta euros. Visto así me parece hasta barato. Esta tarde, en lugar de curry huele a humo de cigarrillos, en plural. La persona más intolerante con el tabaco es aquella que un día fumó. No sé si hoy o mañana cumplo ocho años sin tabaco. Tan asqueado acabé que no retuve la fecha exacta.

La relación más larga que he tenido en mi vida ha sido con el tabaco. Empecé con quince años y ya no paré en los siguientes quince. En el instituto, seis o siete cigarros diarios. Ni siquiera estaba mal visto. Éramos unos críos, pero comprábamos tabaco en el kiosco de enfrente, en los recreativos, en los ultramarinos, con toda naturalidad. En una de esas mi padre me pilló fumando en un bar y me cayó el broncazo de mi vida. Seguí fumando. En los bares, en la facultad, en los pisos de estudiantes: al cumplir los dieciocho iba ya por una cajetilla, y muy pronto alrededor de cajetilla y media, treinta cigarros diarios. No hay foto de mi veintena en la que no aparezca fumando. Los fines de semana más de dos paquetes al día.

 

Fumaba justo antes de irme a dormir, muchas veces incluso después de haberme lavado los dientes. Si me desvelaba de madrugada, daba igual la hora, me encendía un cigarro. Por las mañanas me levantaba y lo primero que hacía era fumar. Un cigarrillo, puede que dos antes de salir de casa. De camino al metro, otro. Según llegaba al trabajo soltaba mis cosas y salía a fumar. Así, todavía no había comenzado la jornada y ya me había fumado cuatro o cinco cigarros con el estómago vacío.

Lo dejé. Sin ayuda de ningún tipo. Ni acupunturas, ni cigarrillos electrónicos, ni las vaporetas esas que están de moda y que saben y huelen a fresa, a Bahamas, a alcaparras. Al principio engordé. Luego descubrí que la ansiedad se atenuaba bebiendo mucha agua, litros. Me aficioné a las Juanola, al regaliz. Las pipas eran un asco porque lo ponían todo perdido. Dos o tres meses y ya lo había superado. El cuerpo se acostumbra a lo que sea, él solito lo recoloca todo en su sitio. No es para tanto.

Que cada uno haga con su vida lo que le parezca. Algunas de las personas que más quiero en el mundo fuman. Yo sólo animo a quienes se lo proponen. De verdad: si lo he dejado yo, lo puede dejar cualquiera.

A menudo, fantasioso, escribo aquí imaginando que E me lee. A veces procurando que se sienta orgullosa de mí, como con lo anterior sobre el tabaco. Así que sigo:

La falta de profesionalidad es una falta de respeto, pensaba yo cuando E me relataba confidente sus penas de oficina. Qué vulgar, desagradable y chirriante, se vuelve España de las puertas de una oficina para adentro. ¿Por qué de esto no se habla nunca? Oh, no es de extrañar que uno, a cada tanto, se plantee emigrar. O que de resistir aquí, eligiendo quedarse, pero renunciando a tanto, pelee como mucho por mantenerse, nunca por progresar: en España, sí, pero apartado de cualquier aspiración profesional seria.

Si a uno le retiene el anhelo de quedarse en España, tendrá que asumir sin paliativos ni posibilidad de enmienda, como si fueran irreversibles, los defectos de este país. Como si fuera imposible cambiar nunca nada, como si las oportunidades de progresar no pudieran dársele aquí, como si España careciera de remedio. “Si quieres trabajar de lo tuyo, vete al extranjero”; “si quieres cobrar las horas extras, vete al extranjero”; “si quieres ganar más de mil euros, si te gustaría un puesto de trabajo o un negocio propio digno y no pedir ayuda a tus padres, vete al extranjero”; “te encantaría que los coches cedieran espacio a los peatones o apenas que circularan despacio en zona urbana, pues vete al extranjero”. En España tenemos que tragar con todo esto, no hay otra, nos dicen, pero a cambio podemos reír a mandíbula abierta, que esos guiris de por ahí son muy sosos, hombre: aquí por el contrario hace buen tiempo, hay jamón y tortilla, y la gente habla en cristiano.

Cuánto le podríamos dar a este país. Cuánto nuestra formación carísima adquirida en nuestras excelentes universidades pagadas con dinero común, tratada de cualquier manera por la ignorancia supina y los vicios ancestrales de explotadores para los que la ley es un incordio, enquistados en el siglo de la madre que los parió.

Yo me parezco infinitamente más a un alemán o a un holandés de mi edad que mi padre a uno de la suya. Y profesionalmente, les hablamos de tú a tú cuando quieran.

¿De verdad resulta imposible combinar el buen tiempo con la formalidad y la legalidad? ¿No se puede disfrutar del jamón serrano y, a un tiempo, no trajinar con dinero negro? ¿El sol es incompatible con el estatuto de los trabajadores? La condición de español no obliga a aguantar a trepas y chorizos en cada esquina de la administración y de la empresa, de la vida pública y la convivencia civil. Hay mucho que hacer, también a título individual: es nuestra responsabilidad señalar al listo de turno (es fácil detectarlos, en España ellos mismos se jactan de sus fechorías, sin reparo), no reírle la gracia a quien no declara un piso o no paga impuestos, a quien anuncia chistoso su trampa, a quien se cuela impúdico en una lista pública de espera, denunciar en los juzgados a un empleador fraudulento; se trataría de hacer país. Somos muchos los decentes. Tenemos que pararles los pies a esta gentuza. Que España no sean ellos. Que España seamos nosotros. La otra media España.

Yo me siento español, sobre todo, al cruzar los Pirineos. En Inglaterra, en Francia o en Alemania, he discutido cada prejuicio, procurando preservar a mi país del estereotipo envenenado, de cada etiqueta injusta, exculpando a España exponiendo su adelanto en igualdad de género, en reconocimiento de derechos para las personas, recordando que es una democracia con todas las garantías, un país muy avanzado y no el que tantas veces se figura disfrazado de torero, un estado de derecho moderno.

Y al volver a España, la eterna paliza: a soportar la letanía de quienes se creen más españoles que tú y que yo juntos, a que nos restrieguen nuestra propia bandera por la cara para defender ideas la mayor parte de las veces retrógradas e injustas.

Dicen que el amor dura tres años, pero a mí rara vez me dura unos pocos meses.

Y dicen que nada en la vida provoca tanta melancolía como el enamoramiento. (En España, si acaso, un buen sueldo.)

Me hubiera gustado compartir casa con E, día y noche con ella, embutir el tiempo en un piso de estos nuestros de treinta o cuarenta metros, tampoco es que uno pida imposibles, sentirme acompañado por su aliento, sus revoloteos en pijama o en ropa interior, descubrir y aborrecer sus manías a un tiempo que ella las mías.

No pudo ser.

Alguna vez flotó el asunto entre nosotros, pero tal y como se habla del futuro cuando eres adolescente: hablas de un hipotético “algún día” seguido de un kilo de etcéteras inmateriales. Eran ensoñaciones, nunca planes. Acaso es así como nuestra generación habla del mañana: no estamos dotados para hacerlo de otra manera.

T

engo conocidos que se han casado (o que viven como si lo estuvieran, tanto da) y si un día, por cualquier cosa, tienen que irse a dormir tres cuartos de hora más tarde de lo marcado por su intolerante hábito, ya arrastran el cansancio toda una vida, semanas de lamento por las esquinas de sus casas, de sus centros de trabajo, de sus redes sociales. Guardan tan poca costumbre que, de salir a tomar una copa, al día siguiente más que resaca sufren agujetas.

No hay circunstancia que le condicione más la vida a uno que la de vivir en pareja. Entre otras responsabilidades, pertenecer a una pareja implica, indefectiblemente, comprar radiantes regalos en fechas señaladas. Se me da muy mal. Alguna vez que otra he querido sorprender a alguien y le he terminado dando un susto de muerte. Y demasiado pronto nos llegó San Valentín a E y a mí, recién conocidos. Cada paso en una relación recién inaugurada parece decisivo; dudé: ¿Sería de su gusto recibir un bonito y amoroso presente o pensaría, y con razón, que me había caído de un guindo? Tampoco sabría qué regalarle, era un hecho constatable: por entonces la conocía más en la cama que fuera de ella, así que como mucho podría regalarle unas sábanas, no me costaría sonsacarle las medidas del colchón. (Acaso por eso me gustaba tanto entonces: no descartemos que estuviera tan enamorado de ella porque todavía no la conocía. Quizás lo que echo de menos no sea estar con E, sino no conocer de verdad a E.) Desde luego, lo principal era no quedar como un cursi relamido. Bastante menguaban mi estima los mensajes amorosos que se me escapaban de los dedos y que la mitad de las veces eran ignorados por mi atosigado pajarillo, atareada en su oficina haciendo Dios sabe qué, sepultada bajo anglicismos.

Maldito San Valentín. Maldito mundo estamos construyendo entre todos: unos pocos, emperrados en amasar dinero insana y absurdamente, van a ser los más ricos del cementerio; y otros muchos, arrastrados por la corriente consumista, los más tontos del cementerio. Maldita lógica del mercado, maldita sociedad neoliberal de consumo; en menudo aprieto me pusieron entre todos: ¿debería regalarle bombones, lencería francesa, un abono para el Atleti? ¿O mejor nada?

Yo veía nuestro recién inaugurado amor como algo puro, real, auténtico, muy por encima de todas esas campañas de marketing por San Valentín, de esos centros comerciales, de las plataformas digitales que no pagan un carajo de impuestos en España. Nuestro amor era temperaturas extremas y presiones fatigosas. Días y noches de vino barato que sabía a gloria, de fruta vigorosa engendrada por el buen hacer de la tierra, el agua, el sol: una templada delicadeza rosando nuestras carnes. ¿Qué tenía que ver eso nuestro, tan puro, con la sangría moral del consumismo desquiciado? Al final opté por no regalarle nada a mi dulce pajarillo. Más por miedo y por vergüenza que por otra cosa.

La mejor guía, siempre, la prudencia: la misma noche del catorce de febrero, en una taberna cercana a la Plaza de los Carros, degustábamos unas papas aliñás cuando, sutil, saqué el tema. E respondió textualmente: “Odio San Valentín: es puro marketing”. Solo le faltó eructar. Pues nada, duda aclarada.

“¿A nuestra edad?”, le contesto. Me llama R para jugar un partido de baloncesto. “Basket” dice, el muy cretino, con su inglés nativo de Majadahonda. Mi amigo R, el mismo que una mañana se levantó afligido con dolor en una rodilla y de camino a urgencias me llamó torturado: “Pero ¿cómo me puede doler la rodilla a mí, si yo no hago deporte?”

–Vida sana, –me intenta convencer ahora como si fuera otra persona con otras rodillas–. Si no te mueves un poco vas a llegar muy cascado a mayor.

–Yo ya he llegado a mayor –le contesto.

Yo no tengo ni chándal. Yo veo un gimnasio y salgo corriendo, así que a mí también me funciona.

Continúo con la toma puntual y diaria de pastillas contra la calvicie. La farmacéutica tenía buen pelo, pero eso no quiere decir nada. “Refuerza el crecimiento de pelo y uñas”, dice la caja. A mí, de momento, sólo me crecen las uñas.

Si me demoro tanto en salir del túnel, si no me animo a hacer otras cosas (tampoco tiene que ser deporte, no hay que exagerar), si sigo recordando a E, si mi corazón se obstina en traerla a colación, en metérmela hasta en la sopa, también en este libro, si no intento sacar su clavo con otro ardiendo, ¿tengo solución o me quedaré así de atascado para siempre? Oh, cómo me gustaría relajarme, disfrutar con recreo de la vida, distraído dejarme llevar por su libre fluir como veo hacer a tantos a mi alrededor. Lo intento, de verdad que lo intento, pero siempre acabo de nuevo en E: cuánto la echo de menos aun sabiendo toda la crueldad, todas las malas digestiones que me hizo pasar, las siestas que me jodió, los polvos que reservé para ella y que se perdió. ¿Cómo es posible echar de menos tanto dolor? A poco que uno esté cuerdo, se negaría en rotundo a mantener una relación. Con quien fuese. No hay relación totalmente sana, porque no hay persona totalmente sana.

Fue durante aquellas primeras semanas de nubes y ceguera de azúcar cuando me presentó a su hermana. Como si nuestra relación fuera a subir un escalón, como si todas fueran de cal y ninguna de arena, accedí cándidamente: la cuñadísima estaba de paso en Madrid y quería conocerme. Pues yo encantado, dije.

Que me cojan cariño, pensé frío y calculador a mi precaria manera, que me tuvieran en estima, que el día irremediable que nos separásemos todo el mundo machacara a E: “Qué pena, menudo partidazo era el chaval, simpático y se veía bien para su edad aunque no hiciera un carajo de deporte”. Y, qué caray, yo estaba enamorado hasta el tuétano: me moría de ganas de formar parte visible y constatable de la vida de E, de su familia, dar pasos juntos más allá de tomar vinos en Lavapiés y de nuestras gloriosas noches de sexo mareante.

Nunca fui familiar (no lo soy con mi familia, imagínate con las demás), y qué rápidas las relaciones después de los treinta y cinco: apenas nos conocíamos de un par de meses y ya me presentaba a su hermana, santo cielo. Tiempo atrás, esto para mí hubiera sido casi como casarme.

Viene y se va, me dijo, pero hace parada en Madrid para conocerte. En vivo y en directo desde Valencia, que es donde residía la cuñadísima, vete tú a saber a santo de qué.

 

Bien, bien. Besos. Risas tontas. Lugares comunes. Y una vez superados los inevitables nervios e incertidumbres iniciales, la jornada transcurrió plácida.

Sin mérito por las partes, hay que decir. Era el primer día: habría que ser un pedazo de animal para no caerle bien a la hermana de tu novia. En estas ceremoniosas conjeturas la gente se suele mostrar por la labor. Todo el mundo rema a favor, todo sale siempre bien. Todo el mundo se lo come todo aunque no le guste la comida. Todo el mundo se ríe de todo aunque nada tenga gracia. Todo el mundo se cae bien, precisamente porque todavía no se conocen.

Y nosotros, también. Y a cada defecto que le encontraba a su hermana (un grano horrible, errores gramaticales de bulto, comentarios inapropiados o carcajadas a destiempo), más me relajaba yo, aligerándoseme paulatinamente el peso de la formalidad, la necesidad de quedar bien, la absurda, estricta y autoimpuesta obligación de ser perfecto.

Cañas alrededor del rastro, una aquí, otra más allá, con sus respectivas tapas de colesterol: el plan ideal para recibir a alguien en Madrid. Hasta ahora solo la conocía en fotos. Era dos años menor, pero hubiera dicho que las hermanas contaran la misma edad. Habían superado los treinta sin inmutarse, al contrario que yo. Y la cuñadísima era guapa, también al contrario que yo; de rasgos frescos, alegres y graciosos, igual que E. No se parecían exactamente, ni de lejos como dos gotas de agua, pero mantenían ese aire que une imperceptiblemente a los hermanos hasta que alguien apunta “son hermanos” y entonces todo cuadra.

Las cañas, decía, ayudan. ¿Cuatro, cinco? En Madrid es fácil perder la cuenta (y perderlo todo), uno se siente siempre recién llegado al bar, y también a la ciudad, eso no cambia nunca.

La cuñadísima, glup, se emborrachó. Quizás, glup, no atinó a ir compensando bebida con comida. Quizás, glup, cansada del viaje: a quién no le ha pasado no tener el día y que el alcohol le caiga mal. Quizás, glup, fueran los gintonics posteriores en la calle Argumosa.

Desde luego, no se lo tuve en cuenta: en otras tantas me he visto yo. Y si bien eran evidentes sus defectos (fundamentalmente acné y errores gramaticales), la chica era simpática, ocurrente, nada tímida. Y cuanto más alcohol bebía, más simpática, más ocurrente y menos nada tímida.

En un momento, oh, le dio por flirtear con un camarero. Esas cosas se notan y más a ella, con ese volumen de alcohol en sangre. Lógico, teniendo en cuenta el duelo negro que, según convino a aclararme E, sufría por la reciente ruptura con su novio de toda la vida. Pues que tome carrerilla, nos dijimos, que se abra al mundo, que se vaya soltando la chica, que disfrute del flirteo espontáneo, que aproveche su soltería y la exprima, qué carajo.

Y así fue: poco a poco, mi recién estrenada cuñada fue alimentando la confianza en sí. Pronto otro de los camareros llamó su delicada atención, “guapo, guapo”, sin rastro de rubor, gintonic en mano, apeló toscamente al mozo, chifló, y fue corriendo a agarrarse para arrancarse a bailar con él a pesar de que música no había ninguna. La sintonía del telediario en el televisor del bar a ella le habría bastado. O canturreaba ella para bailar. Vals. Salsa. Sevillanas. Lo que fuera. Chotis le faltó, no tuvo ese detalle con la ciudad, pero es que aquí se baila de todo menos el baile de aquí. Llegó, desmelenada, boca con boca, aliento contra camarero, a preguntarle por el final de su turno. Pero mi potencial concuñado le hizo entender, serenándola, que si bien bailar simpática y puntualmente con clientes borrachos está en el sueldo, lo otro ya no.

Eso no detuvo a María Jiménez que enseguida dio un paso oscilante atrás para ampliar su campo de visión. Aunque, por desgracia para ella, el otro camarero, más experimentado, vio el percal y se metió corriendo en la cocina con cualquier excusa. Sutil, delegó hábil e higiénicamente su tarea en unos clientes, nuestros vecinos de barra, que bien parecían exfutbolistas por el cuerpo de alcornoque que se les pone. Ellos, más por la labor que el servicio de barra, añadieron al guiso (tan cocida andaba ella ya) sonrojantes y vulgares piropos salpicados con sonoras carcajadas.

Para cuando quisimos atraerla hacia nosotros, mi cuñadísima ya compartía abiertamente con la parroquia aquellas situaciones en las que se enfunda sujetador y otras en las que, como aquel memorable domingo, prefería sentirse liberada. E y yo no compartíamos el estado anímico de su hermana (ni el volumen de alcohol en sangre) y abrumados, contra nuestra voluntad, nos vimos en medio del jaranero huracán del que ella constituía el indiscutible ojo. Los pobres camareros, agotados y atosigados por la tarea que todavía les aguardaba hasta el cierre y, finalmente, también los exfutbolistas, a pesar de ser poco finos y cultivados, todos, terminaron por dar la espalda a mi ahumada cuñada que, sin negociación posible, antes de marcharse apuró su enésimo gintonic, “¡que ya está pagado!”.

Era noche cerrada cuando pagué la cuenta y nos introdujimos en un taxi hacia la calle Calatrava donde, cúbito supino en la cama de E, manzanilla en mano, mi cuñada lamentó dolorosamente no contar con la posibilidad de formar una familia. Yo, en vista del cuadro, me vine pitando a mi piso.

Al día siguiente me levanté optimista, en aquellos días dorados mi relación con E parecía consolidarse: ya habíamos pasado juntos nuestro primer y lindo día familiar.

La estrategia amorosa, dejó escrito Cesare Pavese, se sabe emplear sólo cuando uno no está enamorado.

A pesar de las buenas noticias, esperanzadores augurios, los nervios seguían marcando mi conducta, me machacaban, me desbordaban de inseguridad, me anulaban la confianza: era imposible que E me quisiera, que estuviera tan enamorada de mí como yo de ella. Cuando uno está enganchado a alguien, la sensación de no ser correspondido se le instala en la médula, pinzándole un manojo de nervios, condicionándoselo todo. La posibilidad de ser abandonado aterra sin piedad día y noche, día y noche, día y noche. Incluso hoy, cuando ya he sido abandonado, me sigue aterrando la posibilidad de ser abandonado.

Y hablando de terror: el trabajo bien, gracias. Se lo comento a R, tomando una cerveza en una bocacalle de la plaza de Lavapiés: cuando exigimos “empleo de calidad” parece que estemos pidiendo que nos abaniquen en el trabajo, que haya jacuzzi en las oficinas, cuando lo que se reclama legítimamente es que, qué menos, se cumpla la ley, maltratada sin escrúpulo. Pedimos no mucho: que se abone lo que por nosotros corresponda a la seguridad social, que los contratos reflejen la realidad tal es, que no los haya temporales con ceses intermitentes para evitar convertirlos en indefinidos. Que si alguien tiene que operarse o se queda embarazada no pierda su sueldo, ni su puesto de trabajo, ni las ganas de vivir. “Empleo de calidad” suena a exceso y tampoco es para tanto: nada que no exista ya en ciertos países a los que nos enfrentamos en la Eurochichi y les chillamos frente a la tele y les ganamos tres o cuatro a cero.

Como toda una generación, yo fui un niño estudioso que tendría una vida razonablemente confortable si me esforzaba convenientemente, en un país que salía de sus enésimas tinieblas y que, esta vez sí, había dado un paso firme e irreversible hacia Europa, el progreso, la luz. En el futuro no habría chorizos, no tantos. Las diferencias entre ricos y pobres se recortarían cada vez más, pero es que ni siquiera habría pobres. En nuestro esquema de orden cívico la gente con la que conviviríamos iba a ser decente. Somos los hijos de la Transición, la primera generación de la democracia, nuestros padres se lo creyeron: lo que contaría sería estar formado y ser educado, responsable y respetuoso con la ley, cívico, competente, europeo. Nuestros padres nos educaron, me atrevería a decir, para un país ilustrado, no para esta mierda. El mérito prevalecería, lograr una licenciatura universitaria significaría algo, mucho. Nos educaron con tanta ilusión,