La vida a medias

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convencidos de que nos dejarían acomodados en un legado que era un propósito cabal y concebible: una España al fin diferente, la que ellos no tuvieron para sí, la que nadie nunca tuvo para sí.

¿De verdad es mucho pedir que se cumpla la ley? Nos educaron para una España en la que ningún empresario despreciaría el estatuto de los trabajadores sin que la Administración (pero tampoco nosotros mismos, el resto de ciudadanos, y es ahí donde radica el drama) le dijera, pero, oiga, qué está usted haciendo, sinvergüenza.

Qué mal tengo que estar, qué solo, para que este piso me parezca grande. Es un andar cansado el que siempre llevo aquí. Y cómo se ensancha el tiempo, las tardes antipáticas de este invierno inaceptable. El cielo se ennegrece, las cuatro de la tarde y parece que anochece, por lo menos en algo sí nos parecemos a Europa.

Como un tarado, a veces hablo solo por la casa, pongo empeño en empecinados o espirituales, según se me dé, soliloquios sobre política, cultura, sociedad; cuento también chistes y me río yo solo, ficticiamente frente al espejo amarillento, levantando una ceja interesante, oh, como si mantuviera una conversación con E, como cuando me preparaba las citas con ella como si fueran unas oposiciones, aun sabiendo que ya no habrá más citas, que incluso en el caso de aparecerse la oportunidad habría de rechazarla por mi salud mental.

El rastro del amor va desapareciendo, pero el del sexo no: el sexo imaginario se parece mucho al original, persiste tan fresco como si lo hubiésemos hecho esta misma mañana.

El enamoramiento agudo no te permite pensar, te vuelve irreflexivo, categórico, sentencioso. El amante es egocéntrico, sobre todo en el dolor. Tú no eres más que un espectador de cuanto le acontece a tu ego herido.

Todavía me escuece el error clamoroso, sin estrategia ni meditación, de un día cualquiera haberle soltado a E que estaba “enamorado de ella”. Ay, a quién se le ocurre. Esa noche comenzó el principio del fin. La luz brillaba en su pelo, hablamos de cómo habíamos congeniado, la exquisita cena acompañaba, me alborotarían los sesos las pecas que bañan su nariz, o no sé, quizás fueron los dos vinos que me tomé antes de decírselo: “E, estoy enamorado de ti”.

Esa frase paraliza a cualquiera. Esa frase mata el amor.

El amor ha de ser un tira y afloja, un esconder cartas, un vaivén de inseguridades y angustias mezcladas con alegrías y desahogos, por lo menos en los primeros tiempos y para que funcione. Qué horror, pobrecita, le estropeé la cena diciéndole que estaba enamorado de ella, semejante barbaridad.

Para colmo, lo primero que hizo fue darme las gracias. Perfecto. Angela Merkel hubiera sido más ardiente. Más cariñosa. Luego respetamos (hasta ese punto somos educados y formales en nuestra generación, como ya he descrito antes) un silencio apenas de un minuto aunque pareciera media hora, hasta los camareros parecieron incómodos. Y entonces –midió sus palabras, ella sí– y dijo, literalmente: “Yo todavía necesito algo más de tiempo para saberlo”.

Talló su sentencia en mi pobre y astillado corazón. Qué humillación, qué mal rato. Me hubiera marchado del local con cualquier excusa, incluida la de marcharme del local a buscar cualquier excusa. A punto estuve de pagarla con el servicio, de pedir el libro de reclamaciones. Ya venía yo incómodo, ese runrún, la mosca detrás de la oreja durante las últimas semanas (que en realidad eran todas las semanas, apenas contábamos nueve, diez saliendo juntos), mirándome en los espejos y diciéndome: “Pero ¿cómo es posible que le guste yo a semejante mujer, que esté ella tan prendada como yo? Para que se enamorase de mí debería ir yo a menudo al gimnasio y tener más pelo. Lo del pelo parece tener difícil arreglo, y al gimnasio no puedo ir después de tantos años riéndome de la gente que va”.

Honestamente, no sé de dónde provinieron aquellas fuerzas mías, heroicas, titánicas, para afrontar lo que restaba de velada, así como para, a posteriori, dar lo mejor de mí cuando nos acostamos en su casa como si tal cosa. Yo soy un caballero pase lo que pase: sangre, sudor y semen. La excelencia habitual en la cama, aderezada si cabe con más ahínco,

suponiendo mientras perdíamos el aliento copulando que nuestro amor probablemente acabaría al día siguiente, incluso esa misma noche. Y tratando a un tiempo, a través de mis artes amatorias, de convencerla de que pasase conmigo el resto de su vida.

Ella simplemente necesitaba un poco más de tiempo, eso dijo y también qué había de malo en ello, aunque a mí sus palabras me sonaron malvadas y así siguen, me retuercen todavía el oído cada noche mía, cuando de madrugada por fin se callan mis vecinos.

Aun así, algún encanto tendría yo para ella. Yo, que para entonces había madurado tanto, que ya no cerraba los bares de Madrid, que como Borges buscaba las mañanas, el centro, la serenidad. Era mi momento, iba a cumplir treinta y ocho años (o por ahí); iba, por fin, a asentarme en la vida razonablemente recogido en su amor.

Pero quién necesita amor para estabilizar una vida, cuando lo más que hace el amor es justo lo contrario.

La palabra inestabilidad no se me ajusta, qué corta se me queda. Tras once o doce años en Madrid, o los que sean ya, estos son los lugares en los que he vivido, que yo recuerde ahora:

Calle Ferrol (Barrio del Pilar).

Otro piso en la misma calle (Barrio del Pilar).

Avenida de Ramón y Cajal (Metro Avenida de la Paz).

Calle Ros de Olano (Prosperidad).

Calle Canillas (Prosperidad).

Calle Rafaela Ybarra (Usera).

Calle Aniceto Marinas (Príncipe Pío).

Calle Segovia (Madrid Río).

Calle Ave María (Lavapiés), residencia actual.

Se me está quedando pequeño el mapa de Madrid. En ninguno de estos pisos me sentí en casa, y así hasta cuándo. Una vida entera pensando que mi vida es circunstancial, provisional. Toda una vida como puro preámbulo de otra supuesta vida de plenitud que llegará tarde, pero que llegará.

Una vida a medias. La vida a medias.

Susurros dialogados interrumpidos por carcajadas a la luz vaporosa de un flexo barato, estratégicamente enfocado al gotelé de la pared azafranada. Si nos casamos, le propuse una noche medio en broma medio en serio, atolondrado en otro día memorable de los míos, me gustaría que lo hiciésemos descalzos, en una playa al atardecer. Pues a ver cómo meto yo allí a mi abuela con el tacataca, respondió mi dulce pajarillo.

–Me gustaría que fuésemos a la filmoteca a ver un documental sobre Kioto, es de 1964.

–Eso está caducado ya, mujer. Mejor vemos otra cosa.

¿

Tendré alguna vez hijos? ¿Y fuerza para levantarlos, sostenerlos en el aire? Mi espalda, ya hecha polvo, les servirá más bien de sonajero.

Vuelvo de la calle hecho un trapo, he caminado horas hacia ninguna parte, sorteando gente, charcos de enfermedad. Me cambio la ropa empapada por otra supuestamente limpia, pero que huele a humedad quizás más todavía. No entiendo que la ropa de los cajones huela a humedad en esta ciudad deshidratada, chupada, ajada. Mi cuerpo se queja, como yo, como el suelo de tarima que cruje. Me pesan las horas del día y los párpados oscuros al mirarme en el espejo amarillento de mugre. Los vecinos siguen chillándose de sol a sol, será acaso su forma de demostrarse afecto.

Madrid te da toda la alegría del mundo o de sopetón te vacía de ella. Te da mucha vida, pero un día te detienes a pensar y te das cuenta de que se ha llevado la tuya por delante. Dónde está mi tiempo, qué hice yo mientras supuestamente vivía tanto. Me derrumbo en el sofá destartalado donde tantas veces hice el amor con E y caigo en la cuenta de que estoy tiritando. Tengo una tos tan rara que, en lugar de un médico, debería verme un veterinario. O dos, por escuchar una segunda opinión. Este es el invierno que no termina nunca. Un gran diluvio y un frío espantoso ahí afuera y también aquí dentro, en esta cueva infame donde no me siento mejor que en cualquier otra parte. Que Madrid es una ciudad hospitalaria es un hecho contrastado por mi corazón, pero estos huesos han dado en pisos de alquiler que dicen todo lo contrario.

Más, más gritos de los vecinos, toda la tarde poseídos por espíritus desquiciados. Nos vamos a volver todos locos. Igual que subir el volumen de un televisor fomenta que el vecino de al lado lo eleve aún más, la escalada de voces guía a mis vecinos a gritarse hasta la negra madrugada. Les regalaría una trompeta a cada uno, para que aprendieran a tocarla y así hicieran menos ruido.

Me va a estallar la cabeza. Prevenir los resfriados, dicen los anuncios, pero bastante tengo yo con sobrevivir.

Cuando estoy enfermo, no puedo pensar en otra cosa que no sea que estoy enfermo. Mis capacidades físicas (que alguna digo yo que tendré) se atenúan hasta lo ridículo, se arrastran conmigo mermadas, solo un poco más allá, apurando al máximo su competencia, hasta quedar totalmente anuladas. La fiebre me cierra los ojos, me eclipsa la vida, me drena la boca hasta dejarla hecha un ajo, como si mi boca fuera Madrid. Cómo sufro. Qué espanto de horas pastosas arropándome y destapándome, sudando y secándome el sudor con una toalla que ojalá estuviera limpia. Un gripazo, una infección de la garganta, una fiebre cuando cae la tarde, son para mí un golpe irreversible, jaque mate, me rindo. Laringitis, faringitis, bronquitis aguda. Hay un punto de inflexión, un momento de lucidez en el que mi cuerpo me lo dice: “Dios mío, me he puesto malo”. Tras eso no hay vuelta atrás, sólo me queda inflarme a ibuprofeno, a paracetamol, nandrolona, enjuague bucal, lo que quiera que haya en el armarito del baño, automedicándome, a mi aire, sin conocimiento alguno, irresponsablemente, como todo el mundo. Me atiborro a pastillas y paso dos o tres días varado en la cama peor que atrapado en el infierno, y cuando veo que ni por esas mejoro procuro que me vea un médico y me recete antiinflamatorios, antibióticos, sedantes, la nandrolona que ya me he tomado yo por mi cuenta, lo que sea, doctor, se lo ruego por su madre. “Tienes la garganta un poco roja e inflamada”, me suele decir. ¿Un poco? “Pero si la tengo como un balón de baloncesto”, suelo contestar yo, sudando aturdido, solicitando empatía, una caricia, un reconocimiento, lo estoy pasando fatal, una medalla al mérito de la Comunidad de Madrid. En la cumbre del colmo uno me dijo en cierta ocasión: “Tienes un poco irritada la campanilla”. ¡La campanilla!, mientras yo poco menos que agonizaba. Y, aunque lo que me recetan siempre me mata de sueño (y llena de magia bruja mis pesadillas), también me tranquiliza, me enfría el sudor y la sangre, me instala adorablemente en una calma suave, de domingo infantil por la mañana, volviéndome optimista, concluyendo al fin sensatamente que, tarde o temprano, mi salud se repondrá, que todo irá bien, que quizás haya exagerado un poco.

 

Soy muy mal paciente: el peor. Qué ruin, si ahora tuviera alrededor a familiares, o amigos, o novias, a quien fuera, en presencia física o en fotografía, lo pagaría injustamente con ellos.

Todo me sienta mal. Estoy de malas pulgas, no se me puede ni hablar (ni mirar, incluso en el caso de las fotografías me sienta mal el contacto visual). A cada momento comento que me ha subido la fiebre, que empeoro y empeoro, que nunca veré la luz al final del túnel, que temo que un pico de fiebre me deje sordomudo. No puedo leer, imagínate escribir. Ni escuchar la radio siquiera. El ocaso me funde consigo en sombras. El dolor conquista mi cuerpo como un ejército invasor, cruel, sin piedad, llega hasta detrás de los ojos, los toma por dentro, y también los músculos de la espalda (que alguno tendré también), las cervicales, me retuerzo por cada parte de mi cuerpo de la que me pueda quejar. Qué malito estoy. “Hijo mío, que es sólo un catarro”, me dicen mis familiares, o amigos, o novias, o el portero del edificio, viéndome subir de la farmacia con pavor y cara de espanto. Pierdo la paciencia, no paro quieto, deshago mantas y sábanas a cada poco, parezco un niño pequeño, léeme un cuento, tráeme un tebeo. Hasta que, de puro agotamiento, exhausto, caigo dormido y la persona que está cuidando de mí puede, al fin, descansar.

Santo cielo. Me sueno los mocos y parece que esté dando a luz. Lo último que me apetece en estas circunstancias es sexo, la enfermedad es el único estado en que el instinto reproductor aplaza sus fervores. Si estuviera aquí Beyoncé le pediría que me preparara un caldito o un Cola Cao.

Tomo un libro y releo cinco veces el mismo párrafo, pongo la radio, tomo notas para este libro, miro por la ventana. Intento distraerme, todo para nada, porque mi mente se empeña en volver a lo único importante en este momento: lo tremendo de mi enfermedad. Tengo las amígdalas como dos sandías. Frente al espejo, abro la boca monstruosamente con el fin de inspeccionarme la garganta, pero por mucho que me esfuerzo sólo consigo distinguir empastes, alguna carie.

De vuelta a la cama aúllo como una bestia. Desolado como quien sufre una enfermedad inoportuna y terrible que en adelante le imposibilitara una vida razonablemente llevadera. Así se me irrite la garganta, o risiblemente la campanilla, o apenas me moquee la nariz: para mí es un drama cualquier estado que no sea el más óptimo que mi cuerpo pueda proporcionarme.

No quiero hablar con nadie, la enfermedad es tan poderosa como posesiva, mucho menos ver a nadie, cualquier ligero revoloteo a mi alrededor me sienta como un tiro, cualquier comentario como una afrenta, un insulto, incapaz de hacer nada útil, postrado en esta cama, convaleciente hasta que me recupere por completo, mil perros me ladran en el alma, no se me puede ni rozar.

En mi foro interno, y también ahora escribiendo este libro, no ceso de quejarme. Lo siento mucho, es superior a mí. Lo único que puedo hacer es lamentar incesantemente haber cogido frío. ¿Por qué no me protegí de la lluvia con un paraguas, por qué no me sequé bien al llegar, por qué no me pondría yo una bufanda, un fular al cuello, al menos una camiseta interior de algodón? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué este castigo de los cielos? Y desear que el tiempo de la enfermedad pase cuanto antes, porque me duele todo, afligido hasta la pesadumbre más absoluta, me duele la cabeza, el menor sonido se vuelve insoportable, imagínate el de mis vecinos. Me duele el cuello de horas posado sobre esta almohada deshinchada, amarilleada su funda por sabe Dios qué causas. Se me hinca en el alma cada uno de mis huesos, cada articulación me tiembla con solo apoyar un pie en el suelo helado de la madre que lo parió. Me duelen los ojos por dentro, y también por fuera, espero que la enfermedad no se me complique con una conjuntivitis, unas cataratas, una hipermetropía. Me duele, lo que más, levantarme para ir al baño y, de camino, dejarme llevar como un imbécil y asomarme a la ventana, aunque sea a este patio de luces y del diablo, aunque esté lloviendo a mares ahí afuera constatar que la vida sigue rodando en el exterior sin mi participación, echar de menos todavía a E a mi pesar. Y ahí, mirando al patio interior como un bobo, un escalofrío repentino me remueve de nuevo el cuerpo entero: un pinchazo mortal de fiebre me recorre la columna vertebral y, como una desgracia, me devuelve rápido a la cama, de donde nunca debí salir, despavorido, desanimado, tan triste como si nunca me fuera a recuperar de esta maldita enfermedad. De este catarro tan tonto.

He reflexionado estos días de cama. He repasado, he hecho inventario, tal y como me propuse al arrancar este libro. He madurado algún pensamiento; he llegado, eso creo, a alguna conclusión lúcida.

Sé que me equivoqué. Me avergüenza, pero solo siendo sincero conmigo lo seré en este libro, y así lo escribo aquí. No soy ningún santo: mientras mantenía la relación con E, una noche besé a una desconocida en la puerta helada de una discoteca en Conde Duque. Fui infiel. Fui desleal.

Fue la época en la que sufría porque ella me trataba tan mal. No fue una noche más triste ni más rabiosa que otra: fue una cualquiera. Una noche y también una chica cualquiera. Llamar “chica” o “chico” a alguien de cuarenta años dice mucho de Madrid.

En el momento solo me dejé llevar –adolescente, como siempre– pero no fue mi culpa: fue culpa de E. Estoy seguro de que si E me hubiera querido como Dios manda, yo no me hubiera morreado con ninguna desconocida en ninguna discoteca. Y menos en Conde Duque, con lo lejos que me pilla de casa.

Oh, qué fácil resulta en Madrid. La culpa también es de esta ciudad que te seca todos los órganos menos los genitales. Apenas unas miradas, qué poco, un ligero tonteo bastan. Recogimos nuestros abrigos en el guardarropa y en cuanto pisamos la noche en la acera, enfrentamos nuestros cuerpos y entremezclamos nuestras lenguas.

Dos desconocidos, un “chico” y una “chica”, sin apenas haberse dirigido la palabra, ambos seguramente con pareja, retozándose con aliento animal en el frío de la noche mezquina, delante de la luz blanca y sórdida de la entrada. Adolescentes. Siempre como adolescentes en esta ciudad.

Qué desconcierto. ¿Acaso no estaba yo enamorado hasta la médula de E? ¿Qué hacía entonces besándome con cualquiera, a las primeras de cambio, en un callejón inundado de orines? Deslealtad, traición: no merecía a E, no merecía siquiera su desprecio. Con eso me martirizaba de vuelta a casa, envuelto de noche negra, tras rechazar la suculenta oferta de la chica anónima para culminar el encuentro con ella, en su piso, en San Bernardo, a la vuelta de la esquina, un polvo a tiro de piedra que rechacé educado. Gracias, muy amable, pero mejor me iba a casa, me esperaban tareas pendientes al día siguiente, algo así dije, cual extraterrestre, que tenía que madrugar mañana (absurda excusa, pues ya era mañana).

A la chica anónima no le importó demasiado. Yo creo que le extrañó más que le molestó. Es lo bueno de las relaciones esporádicas en este Madrid loco nuestro: no hay fastidio que dure más de un rato, ni sombra de reproche que no cure una espera de metro. Pero cuánta desazón, volviendo a este piso asqueroso donde me esperaba la soledad, lloroso por no decir llorica, con la vista perdida en un pie y luego en otro, en un pie y luego en otro. Cuántas preocupaciones añadidas a lo que cuesta ya pagar un alquiler. Un pie y luego otro, un pie y luego otro, una caminata desde Conde Duque hasta Lavapiés rememorando lo oscuro de aquella discoteca, cómo besé a esa chica anónima en aquel deplorable y tremendo callejón. Me hacía preguntas fastidiosas. Un pie y luego otro, me respondía a mí mismo con corrosivos reproches, un pie y luego otro, insultos, censuras, condenas. Y sobre todo, sí, sí, sí, maldita sea, maldecía con ansia a E. Todo era culpa de E.

Ella misma era la responsable de que la hubiera engañado. Por qué no me deseaba con impaciente incertidumbre, igual que yo a ella, con fuego en el pecho, con alivio a cada segundo si estábamos juntos o rojos enojos si separados. Por qué no sentía ella lo mismo que yo. O, más bien, por qué solo a ratos.

Casi es peor: te quieren mucho un día y al siguiente no y así se redobla el dolor. Más de dos rechazos a la semana no compensan que te quieran otras dos veces en semana. Siempre en duda, tanto en la alegría de amarnos como en la pena de dejarnos. Era superar una ruptura a cada rato, era no avanzar, me estaba matando aquel amor que empezó como la mejor de las noticias y se había convertido en una pesadilla alucinada y asfixiante de la que no podía ni, tristón de mí, quería escapar. Por qué me tuvo que proponer pasar juntos esa noche de viernes pero al final preferir quedarse “mejor sola, en casita, descansando; mejor nos vemos mañana o pasado”, pelándome el corazón a tajadas. Por qué me sentó así de mal. Por qué fui a esa maldita discoteca en Conde Duque, con lo lejos que me pilla de casa. Por qué me quieren todas menos E.

Por qué quiero tanto a E.

Debe ser el invierno más lluvioso de los tiempos. Esta ciudad no está preparada para la lluvia. Esta ciudad no está preparada para casi nada. (Curiosamente sí para acoger con naturalidad grandes aglomeraciones puntuales, festivas como el Orgullo Gay o la final de la Champions, cuando las calles se desbordan de alegría y no hay que lamentar el mínimo altercado, en contraposición a celebraciones similares en otras latitudes mucho más civilizadas para lo cotidiano.)

El chapoteo marrón desborda las aceras, complicando el tránsito de personas, y más todavía de personas dueñas de perro, que en Madrid lo son de tres en tres, de cuatro en cuatro. El cielo se nos va a caer encima, el mundo se acabará, ya sea por un trombón de agua apocalíptico, ya por la negligencia y la corrupción de nuestros representantes públicos, pero a los perros habrá que sacarlos a pasear, lógicamente.

De los días siguientes al delito en la discoteca de Conde Duque recuerdo un desgarro húmedo y nervioso, el desconcierto. Pesares, calvario, nubes de canas nuevas, cadenas de lamentos con las que cargaban mis piernas, en aquellos días sin sitio a donde ir. Pero, al cabo, sorprendentemente, por primera vez desde que me enamoré de E, me fui sintiendo fuerte. Fue esos días, en plena caída, cuando me determiné a hablar seriamente con ella. Con doble objetivo: de una parte, que nuestro amor superara aquel constante mareo de bachillerato y, de camino, reflotar mi hundida autoestima que, ya lo sé, debería de estar por encima de lo que una relación amorosa me deje o deje de darme, pero qué quieres.

Así resolví confesarle a E toda la verdad. Vaciarme de pena negra. Lo de Conde Duque. Lo de su indiferencia. Lo del desgarro húmedo y nervioso. Lo de mis pesares, mi calvario, mis nubes de canas. Lo del fuego en el pecho, la impaciente incertidumbre. Lo de la chica desconocida y el polvo rechazado a la vuelta de la esquina en Conde Duque. Todo.

Y todo porque yo era una persona decente, sencilla y sincera que quería simplemente amor y no las atracciones de nuestro circo temerario: dentro de poco cumpliría cuarenta, estaba cansado ya de estupideces, de estos amores de dentro de la M30, por mucho que sus pecas bañaran su cara, por muchas posturas sexuales que se me ocurrieran con solo verla acercarse y también alejarse de mí. Y que cambiara su actitud ya porque, ojo, yo no era solo alguien decente, también alguien a quien la gente desconocida deseaba carnalmente en las discotecas, por muy lejos que me pillara Conde Duque.

Que reaccionase de una santa vez o, si no, sintiéndolo mucho, servidor seguiría por su cuenta. Eso le iba a decir. Que volvería a esas discotecas de Dios.

 

Movido por ese impulso, apenas tardé en desembuchar. Fue en una cafetería de La Latina, cerca de la Plaza de la Paja, no sabría decir el nombre del local, y tanto da: los transmutan sin miramiento cada dos por tres, como si les hiciera falta excusa para subir cincuenta céntimos el doble de cerveza. Detrás de la ventana llovía con tanta cólera como hoy. Madrid no era así antes, me acuerdo. Hubo un tiempo de azulísimos cielos, crudos, siempre a estrenar. ¿Ha bastado enamorarme para que todo se vuelva impenetrable e incomprensible?

Le narré a E los hechos, tal y como sobreactué previamente frente al espejo amarillo de mi piso, en mis disparatados ensayos. Mientras desgranaba mi discurso me sentí más querido que nunca, estimado, valorado, gracias a una atención silenciosa a la que no estaba yo acostumbrado. Eso sí que era una novedad: sus ojos, por primera vez, libres de impaciencia porque yo terminara de hablar. Supongo que no daba crédito mi dulce pajarillo a mi determinación verbal.

Aprovechando, me hice un poco la víctima, desarrollé el estado de las cosas, compartí con ella mis incertidumbres sobre nuestra relación y fuera de ella, intercalé algún comentario sobre España y la problemática de los salarios, y también mis desasosiegos febriles y mis dolores de estómago, mis inusuales irregularidades en el tránsito intestinal, para por fin llegar al grano: “E, no debo ocultártelo más: la otra noche me besé con una chica anónima en una discoteca”.

Cuando el río de mis explicaciones desembocó en mi infidelidad, el gesto de E mutó del asombro al desconcierto.

–¿La conozco? ¿Cómo se llamaba?

–Yo qué sé. Era una chica anónima, mujer.

–¿La has vuelto a ver?

E no me creyó capaz de algo así. Ni si quiera me creía capaz yo.

Hasta entonces, desde que nos conocíamos, yo se lo había dado todo, caprichos insensatos de sexo un lunes en medio de la madrugada, todo tipo de antojos disparatados de amor, desmanes que me exprimían el corazón y la misma vida. Entiendo que la descolocó que yo diese algo a otra (aunque lo que le diese fueran tres restregones juveniles en una discoteca), pero se recompuso como pudo:

–Bueno –quiso detener la fuerza de mi confesión con indolencia– pues casi así mejor, porque la verdad es que me estaba sintiendo incómoda: mira, yo también he tenido relaciones con algunos otros este tiempo, puesto que lo nuestro no terminaba de cuajar. Pero veo que no era solo cosa mía.

Más o menos esto vino a decir mi dulce pajarillo. No memoricé sus palabras exactas, no atino a transcribir literalmente su desquite, pero valga la aproximación. Sí recuerdo con claridad que mi autoestima volvió a agazaparse allá en las sombras, allá donde a E, envenenado caramelo, siempre le había gustado arrinconármela.

Y ahora qué.

Los ángeles, dicen, no tienen sexo; pero si lo tuvieran sería como el que tuvimos E y yo esa noche, digno de los cielos. Como de costumbre, acabamos en la cama chillona del piso de la calle Calatrava. Y es que durante nuestra relación, cada zarpazo de E a mi autoestima obtenía como respuesta un mar de sudor, de sábanas sucias y de irresponsabilidades anticonceptivas, un festín de sexo ciego, enfermizo y lujurioso como el que no hube tenido en mi vida (ni, mucho me temo, volveré a tener).

Mi decisión de abandonar a E el fin de semana que viene, no, mejor el siguiente, no, después del puente de marzo, o ya a la vuelta de Semana Santa para no estropear las vacaciones, era continua y sistemáticamente aplazada por sesiones de sexo animal. Todas mis determinaciones eran fantasiosas excepto la de acostarme con E, que se cumplía incluso cuando yo no quería. Mi fiero carro de combate siempre se atascaba, en cuanto veía E el sentido se me nublaba con la miel y la sangre de nuestro sexo, con nuestro pan y cebolla, qué más necesitaba uno para vivir. O, más exactamente, para seguir viviendo, un término que se acerca más a lo que uno alcanza a hacer en Madrid.

Una vez recuperado del catarro, aun con exageradas precauciones que me avergüenza relatar aquí, he vuelto a salir a la calle.

Oh, ha entrado la primavera, pero nos engaña sucio el calendario, el mayor mentiroso de Madrid: el cielo sigue tan cerrado que este año se recordará como una sola noche, una noche enorme e inclemente, una lluvia de barro negro y saliva que enfangó sin respiro la ciudad.

(Es imposible que haya nadie contento este año. Al menos en esta ciudad de motores que escupen humo tóxico bajo la lluvia, de declaraciones impertinentes de políticos corruptos que siguen ganando elecciones, la grosería insoportable del incivismo, de gritos descorazonadores para decir hasta la cosa más amable, de bares de copas hasta la bandera, de alivios sórdidos de discoteca.)

Según pongo un pie en la calle, retomo una de mis batallas personales: cumplir las normas de circulación y, en la medida en que ponen en peligro la vecindad, tratar también de que se cumplan. Dado el quijotismo del desafío en esta ciudad de nervios rabiosos,

prefiero tomármelo con humor: cuando un motorista circula, montado sobre sus genitales a lo largo de cincuenta metros de acera, le llamo la atención, apelándole: “¡genio!”, “¡intelectual!”, “¡erudito!”, “¡librepensador!”, y similares lindezas, aunque no creo que el ruido del motor le permita captar la ironía. También hago frenar, casi con mi cuerpo, jugándome el tipo, a esos coches inconcebibles, enormes, cuyos conductores, llevados por su inexplicable prisa madrileña (en esta ciudad y en este país, como ya apunté, todo el mundo tiene mucha prisa y, sin embargo, todo el mundo llega tarde), apuran el semáforo hasta el punto de casi llevarse por delante a una persona, oh, puede que un carrito de bebé. Yo, no me corto y les llamo serio la atención: “¡culto!”, “¡sabio!”, “¡docto!”, “¡ilustrado!”.

No pararé hasta que convenza, uno a uno, a todos los infractores de Madrid de que modifiquen su comportamiento. Esta fijación es, claramente, consecuente de la educación que recibí de mis padres (de la que también he hablado ya aquí). La prueba es la ofuscación preocupada con la que mi padre, desde que se jubiló, se encarga altruista de dirigir el tráfico de mi pueblo.

Quien te ríe una gracia te da la razón. E reía mucho las gracias a todo quisqui; a todos menos a mí, claro.

Ahora entiendo que si no apreciaba mis chistes era porque no me apreciaba a mí. Apenas, los días mejores, me concedía alguna mueca afectada, más correcta que otra cosa.

Pero en pareja la risa es mucho. Reír una gracia en pareja es cantar una canción al unísono, carajo. Tocar las palmas de alegría, dar y recibir al mismo tiempo. Reír juntos es bailar. No digo yo que estemos obligados el total de las veces a festejar las gracietas domésticas, pero sí que forme parte de la cordialidad para con el otro: constituye la prueba de que el ámbito íntimo, mal que bien, funciona al menos en sus treguas, que los lazos de cuando en cuando se estrechan, que todavía resta amor o que, al menos, todavía responde un corazón, toctoc, al otro lado.

La risa tiene el poder de engrasar la relación, se la necesita en lo cotidiano para diluir insatisfacciones, adormecer convenientemente rencores, arrastrarnos hasta la cama venciendo las pocas ganas a desahogar las sobrecargas sexuales en pareja y no individualmente, y también para disfrutar todavía de estar juntos, en paz, queriéndonos, cenando algo, dándonos consejos o consuelo, razonablemente satisfechos de habernos conocido, de tener un amor aliviador. Reír las gracias al otro es acompañarle.

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