Turbulencias y otras complejidades, tomo II

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¿Docente? ¡Pobre profesor(a)!

Alrededor del mundo, muy notablemente en los países hispanohablantes, viene hacienda carrera una nueva palabra; casi un nuevo concepto: docente. Desde los colegios hasta las universidades.

Cuando Horacio introdujo el término por primera vez, no pensó en el auge que casi dos mil años después cobraría la palabra. Con un largo período en el que otra palabra ocupó el primer lugar: profesor(a).

Docere, de donde procede, en efecto, el término significa enseñar, sin esto es, instruir, señalar. Y así, docente es el que enseña, el que instruye, el que señala. Un arcaísmo, literalmente, en una época en la que ya no se instruye, pues la instrucción se asimila a la disciplinarización, al amaestramiento y no en última instancia, al adoctrinamiento. En cualquier caso, una relación que sucede en una sola vía: el que enseña y el que instruye hacia el o los demás.

Pues bueno, parece que ya los profesores no son tales, sino “docentes”. Un concepto, hoy en día, de origen eminentemente administrativo. (¿Alguien ha notado que el “ascenso” del concepto de “docente” coincide con su disminución y la superposición de los administrativos? Así, administrativo mata a docente).

Se trata, manifiestamente, de un ejemplo más de esa transvaloración de todos los valores y que coincide y funda a la vez al nihilismo, según Nietzsche. Los valores de ayer se trastocan –se invierten: Umwertung–, adquiriendo hoy una connotación opuesta a la de ayer; y al revés.

Varias observaciones se imponen.

En primer lugar, una de las funciones de un profesor es la docencia –conjuntamente con la investigación y, en ocasiones, la administración–. Pero la vida y las actividades de un profesor no se reducen a la docencia. Por lo menos no en el mejor de los sentidos (pues hay muchos que solo prefieren enseñar; porque eso creen: que enseñan).

Reducir al profesor a la docencia comporta, asimismo, creer que el docente enseña, y el estudiante aprende. Dos relaciones, dos escalas, dos mundos perfectamente asimétricos, así las cosas. Esto es, el docente sabe y entonces enseña, y el estudiante aprende y obedece y sigue al docente. Por eso este califica y aquel se debate por las notas y los grados.

Pero la verdad, en ciencia como en la vida es muy otra. Contradictoriamente, las cosas verdaderamente importantes no se enseñan, ni se pueden enseñar. Solo se enseñan técnicas, reglas, doctrinas, todo lo cual, al final del día, si llega a ser necesario, son cosas con las que se puede dejar de vivir. Las cosas verdaderas no se enseñan. Se aprenden de quien las sabe. Pero quien las sabe no las enseña: las vive. Al fin y al cabo, la verdadera educación es ejemplarizante. Un tema que olvidan todas esas tecnologías que hoy se expresan en conceptos como “competencias”, “aprendizaje significativo”, y demás.

Desde luego que para aprender se requiere de alguien que sepa. Pero quien verdaderamente sabe no enseña: lo cuyo es una forma de vida, bastante más que un oficio o una profesión.

Digámoslo de manera franca: los profesores han sido degradados a “docentes”. Con ello la disciplina y el control han pasado al primer plano. Controles abiertos y sutiles, pero siempre cotidianos. Todo un escándalo para aquellos profesores –por tanto, maestros–como Sócrates, Hipatía de Alejandría, o Abelardo (el mismo de la historia con Eloísa), por ejemplo.

En el caso de las universidades, el uso de “docente” sucede, manifiestamente en dos circunstancias: o bien allá en donde existe un bajo nivel académico o científico, o bien allá en donde los administrativos son prácticamente dioses intocables. Y no es necesario que ambas circunstancias sucedan en espacios diferentes.

Por el contrario, en universidades de prestigio impera el concepto –y más que el concepto–, la relación de/con: profesor(a). Sin la menor duda, lo que se encuentra exactamente en juego es el respeto por el conocimiento, antes que el acatamiento a las normas, los indicadores y la gestión.

En una ocasión, un grupo de profesores de universidades muy destacadas en el mundo asistieron a la acreditación de una Facultad o un programa académico. Y para ser concisos, no aprobaron para nada la mayoría de puntos que estaban evaluando. Y una de las más fuertes conclusiones fue: “En nuestras universidades los administrativos no les dicen a los académicos lo que tienen que hacer”. Hablo del fracaso de un programa o de una Facultad de una muy prestigiosa universidad nacional.

Y en el caso de los colegios, el panorama no parece ser muy distinto. Con una salvedad. El uso de la palabrita “docente” es, en la inmensa mayoría de los casos, un asunto de atavismo, de uso, de costumbre. La gran mayoría de la gente lo usa acrítica e inconscientemente; esto es, de forma irreflexiva.

Es cierto que en materia de lenguaje el pueblo es rey. Pero es igualmente verdad que los procesos de desarrollo mental, cultural y social pasan por una crítica del lenguaje, como de estructuras y relaciones. Hacemos cosas con palabras. El drama no es ese: la tragedia es que en numerosas ocasiones las palabras terminan superponiéndose a las cosas y se sitúan, ellas, en primer lugar sobre las cosas mismas.

Con ilusión o utopía cabe pensar en un espacio y momento en el que quienes se dedican a la educación y hacen de ella una forma de vida puedan (volver a) ser profesores. Pero eso es un tema álgido: pues es un tema de desarrollo mental y cultural. El más difícil de los peldaños en el desarrollo de una organización, de una institución, o de un país.

Una vida en la mentira

La ética es un campo ingenuo e inocuo. Necesario ciertamente, pero incauto y tímido. La ética es la ciencia ficción del mundo cotidiano.

Ante las acusaciones públicas y mundiales de pederastia y la solicitud por parte de Naciones Unidas de informar y entregar a los curas pederastas, el Vaticano –ese mismo de Francisco, el jesuista–hace silencio. Y ese silencio es una forma de mentir.

Ante los medios de comunicación y la comunidad internacional, el presidente disminuye todos los efectos del espionaje y las chuzadas y, sabedor de los tiempos fatuos que vuelven ligera a la memoria, deja pasar la cosa a un segundo plano. Y se sienta con su familia a hablar de sus cosas y del mundo. Como si nada.

O aquel político que en época electoral declara unas cosas abiertamente en la primera vuelta pero luego dice absolutamente todo lo contrario en la segunda vuelta para querer ser favorecido con los votos.

Un militar asesino, en toda la palabra, ha logrado un ascenso gracias a falsos positivos. Y duerme en su cama, en una guarnición militar, conocedor de la unidad de cuerpo y de la fortaleza de la formación doctrinal. El resto le importa un bledo.

Un banquero sabe que las ganancias del sector financiero son muy superiores a las del sector productivo en cualquiera de sus formas gracias a la usura legalizada por el Estado. Usura que obliga a los usuarios de los bancos a pagar muchas veces más un crédito o una compra, y ellos acumular un capital que no podrán gastar en una vida: ni la suya ni la de sus familias. Y por otra parte, se llena la boca hablando de paz, justicia, responsabilidad social empresarial y democracia. Una patología institucionalizada.

Un exministro de agricultura ha favorecido la corruptela y el paramilitarismo distribuyendo ingresos, haciendo préstamos ilegales, permitiendo componendas favoreciéndose a sí mismo y a los otros: mientras abraza a su pequeño hijo en el juzgado donde se decide su suerte. Una mentira abrazando a una pequeña creatura, hasta ahora inocente.

Un profesor universitario es acusado de plagio por sus estudiantes en un doctorado en ciencias sociales y humanas de una prestigiosa universidad pública. El profesor acusa incomprensión y falta menor, y los directivos de la Universidad no se dan por enterados. Y claro, los estudiantes viven con miedo y zozobra. Acaso porque el profesor, entre otras cosas, le entrega puntajes a su Facultad y a su unidad académica.

Un equipo español oculta el precio de un habilidoso jugador, en blanco y negro, como una forma de lavar dinero, en medio de una crisis económica profunda de la cual el país no puede salir. Y su reyezuelo, mientras se divierte en safaris en África con la amante de turno, les habla tembloroso a sus ciudadanos de unidad y fortaleza, ignorando las corruptelas de su hija favorita. La mentira campeando en palacio, en los medios y en las calles.

Un presidente ha auspiciado el paramilitarismo en todas sus formas y su hermano ha sido directamente implicado por internos conocedores, y ambos mienten con descaro y no se les tuerce la cara.

Los casos se multiplican día a día, en todas las escalas: mundial, nacional, departamental, local u hogareña. La mentira es la forma de vida de la mayoría de los hombres públicos. La inmensa mayoría.

Pues bien, existe en inglés una distinción básica muy útil: aquellos que son giver y los que son taker. Esto es, lo que quitan, piden y roban, y los que ofrecen, ayudan, sirven. De manera muy amplia, la casi totalidad de empresarios, militares, políticos, sacerdotes de todo color, administradores y líderes son del segundo tipo. Gente que vive en la mentira –en toda la acepción de lo que le preocupa a la ética–. O, desde el punto de vista científico, a su complemento, la psiquiatría.

Estos son los que enferman al mundo y vuelven a la gente descreída y egoísta; por acción, o por reacción. Los adalides de los valores todos, los mecenas del nihilismo. En una palabra: los hombres de Davos. O del Vaticano. O del poder. En fin, hombres y mujeres que son y representan la quintaesencia del capitalismo, en toda la acepción de la palabra: político y económico, cultural y axiológico.

 

Ya lo señalaba con descaro Goebbels: una mentira repetida mil veces termina por convertirse en una verdad. Patología social, pandemia mental. O como lo sostenía ese colombiano representante de la extrema derecha, invitando a los suyos contra sus opositores y detractores, Gilberto Alzate Avendaño: “¡Calumnia! ¡Calumnia que algo quedará!”.

Lo verdaderamente incomprensible, desde el más sano de todos los sentidos comunes es, ¿cómo es posible vivir en la mentira? ¡Es tal el grado crónico y crítico de la enfermedad que no les da remordimiento de ninguna clase, que pueden mirar de frente a las cámaras de fotografía y televisión, mientras dicen lo que dicen que es lo que hacen!

¿Cómo hay gente a la que no se le dilatan las pupilas ni tartamudean, ni les tiemblan las manos ante la mentira, el engaño, la corrupción y la muerte? Que eso sucede ya no es tema, en absoluto de la ética, sino de la más refinada psiquiatría.

Esos agentes del poder –los takers, esto es, los tomadores de decisiones como eufemísticamente les gusta denominarse a sí mismos–, enferman a la sociedad a través de sus medios: los de comunicación, los pulpitos, las empresas y los gobiernos. Y hacen de los ciudadanos psicópatas: que oscilan entre dos mundos antagónicos e irreconciliables. Y que en los colegios imprimen cochinadas como educación cívica, educación ciudadana, cultura ciudadana, religión, y demás asignaturas semejantes.

La teología moral se hace una sola con los valores democráticos, y estos una sola cosa con las políticas públicas y privadas en gran escala. Vivir una vida en la mentira: la total patología.

Pues bien, como con acierto sostenía Nietzsche –entre otros–, derrumbar esas escalas de valores no es solamente un acto de valentía, sino, más radicalmente, es un acto de salud (¡y sanidad!) y una afirmación de la vida. Y la afirmación de la vida pasa por señalar que el núcleo mitocondrial de la ética es la psiquiatría. En los tiempos que corren, en la realidad de todos los días.

Afirmar la vida y hacerla posible: esto es una sola y misma cosa con denunciar esa anomalía cultural congénita que es la vida en la mentira. Vivir una vida buena es algo que se dice fácilmente, pero es extremadamente complicado. Significa despertar ese instinto natural de rechazo al olor nauseabundo de la mentira y el engaño.

Porque desde el punto de vista legal conocen todos los trucos para dilatar los procesos jurídicos y la identificación de responsabilidades. Porque, como se dice popularmente, el que hace la ley hace la trampa. Vivir una vida en la mentira es para todos ellos el reino de la impunidad, el paraíso. El más artificioso de los paraísos. Mientras les dura su tiempo...

¿Dormir ayuda a proteger el medioambiente?

Las preocupaciones por el medioambiente son crecientes. Nevadas fortísimas en E.E. U.U., nieve incluso en Arabia Saudí, inundaciones inclementes en Inglaterra y el norte de Europa, tornados en Asia. Al mismo tiempo diversos volcanes se reactivan en Centroamérica, a lo largo de la cordillera de los Andes, o en el sur de Europa. Los efectos del calentamiento global son evidentes, y los argumentos negacionistas se ven cada vez con más dificultades para sostener cosas como la regularidad de los ciclos críticos en la naturaleza, la inocuidad de la acción humana, la inevitabilidad de los procesos naturales...

Pues bien, ante el estado crítico de la crisis medioambiental, numerosos argumentos, estrategias y tácticas se vienen proponiendo y discutiendo.

Una reciente, no poco original, sostiene que dormir contribuye a disminuir los problemas medioambientales. De un lado, porque se consume menos energía (gas, electricidad, petróleo), se consumen menos productos y se genera menos contaminación y también menos polución. Y de otra parte, porque se producen menos desechos – tóxicos, basuras, vegetales, y otros semejantes–. Así las cosas: más vale dormir para que la naturaleza pueda recuperarse mejor, y nosotros, los seres humanos, generar un menor impacto en el medioambiente.

La propuesta de dormir para ayudar a la naturaleza es moderada: basta con que las personas duerman una hora más. Esto, acumulado por los más de seis mil millones de personas y distribuidos en las diferentes zonas horarias del planeta contribuiría enormemente a la salud del planeta. Ya se sabe: pequeñas acciones coordinadas con enormes efectos e impactos a gran escala.

El argumento, bien intencionado, acaso, es ingenuo y, al cabo, falaz. Al fin y al cabo, la entropía generada por el acto de dormir es demasiado baja. En contraste, lo que se necesita no son acciones pasivas (sin ignorar que dormir es una acción humana), sino, por el contrario, acciones de gran impacto coordinadas en diferentes escalas.

La crisis del medioambiente es el resultado del hiperconsumismo, la producción de productos de ciclos cortos de vida, y un estilo de vida desenfrenado y enfermizo, cuya base es el sistema de libre mercado. Producimos y consumimos cosas que no necesitamos ni que queremos.

Ahora bien, vale siempre distinguir –¡y separar!– la crisis del medioambiente de una crisis ecológica. En numerosas ocasiones los medios hablan de crisis ecológica. La expresión está mal empleada. La ecología y la naturaleza no están en crisis. Lo que propiamente se encuentra en crisis es el medioambiente. Y la ecología es una de las muchas herramientas mediante las cuales estudiamos e intentamos resolver esta crisis, al lado de la economía, las políticas públicas, etc.

Los partidarios del preservacionismo son más conservadores y defienden acciones indirectas ante los riesgos, crisis y problemas ocasionados sobre el medioambiente. En contraste, quienes defienden el conservacionismo no descartan las acciones indirectas, pero claman por acciones directas y responsables sobre el medioambiente. Aquellos, por ejemplo, refutan la importancia de la tecnología y la condenan; estos, en contraste, llaman por el desarrollo de más y mejores tecnologías, verdes o limpias.

Pues bien, dormir para ayudar al medioambiente es clásico de una postura preservacionista. El problema es la justificación científica real del propósito. ¡Al fin y al cabo, numerosos monstruos nacen en la pasividad del sueño, y se transforman en pesadillas!

La crisis del medioambiente forma parte –esto es, es un componente– de la serie de crisis sistémicas y sistemáticas a las que asistimos hoy en día. Crisis económica y financiera; crisis social y de confianza; crisis de los partidos y los sistemas políticos; crisis cultural y de valores, para mencionar tan solo algunas de las más populares.

Y a una crisis sistémica solo se la puede atender de manera correspondientemente sistémica; no por tratamientos analíticos, es decir, parciales.

De manera genérica, la crisis del medioambiente es obra del ser humano. Pero, de manera particular, se trata de la crisis ocasionada por el sistema de libre mercado; es decir, el capitalismo. El capitalismo salvaje o el de cara humana (“la tercera vía” y la social–demócrata), en fin, el modelo económico vigente. En una palabra, la crisis generada por el “hombre de Davos”.

Al fin de cuentas, no es la naturaleza la que se encuentra en crisis: es el sistema del capitalismo globalizado el que genera estas crisis, solo que las hace ver en “lo otro”, y no como propias. Las crisis sistémicas y sistemáticas ponen de manifiesto que asistimos a un momento intelectual apasionante en la historia de la humanidad: una auténtica crisis de civilización. Y a una crisis de civilización no se le solucionan las cosas con dormir algo más.

Al fin y al cabo a una inmensa franja de la sociedad que vive en la pobreza, incluso en la miseria; a una franja grande de la población que vive subalimentada y con muy serias dificultades para conseguir trabajo o conservarlo; a grandes grupos humanos perseguidos por grupos armados –legítimos o ilegítimos– para quitarles la tierra y desplazarlos; a ingentes cantidades de seres humanos que viven sin la esperanza y en el día a día, por ejemplo, no se les puede pedir con responsabilidad que duerman una hora más.

Después de todo, como con acierto ha sostenido Leonardo Boff, el principal problema medioambiental en países como los de América Latina se llama pobreza. Y la pobreza es, claramente y de lejos, el principal problema medioambiental del mundo contemporáneo. La pobreza y la inequidad. Y sus vástagos: la violencia y el sufrimiento.

Una noche de sueño plácido no puede ser el punto de partida. Por el contrario, es el resultado de profundas transformaciones del sistema de civilización en el que hemos vivido.

Crisis y ciencia (o filosofía). El caso de Francia

Desde luego que el mundo no está hecho de consensos y mucho menos de unanimidades. Manifiestamente que el mundo no es llano ni plano y que, por el contrario, lo definen montañas, peñascos, abismos y playas. Naturalmente que los seres humanos no son ángeles ni demonios, sino ambas cosas a la vez, en una mezcla que es el resultado de las variaciones del tiempo y de los avatares.

Vivimos tiempos turbulentos, y la predicción a mediano y largo plazo se hace cada vez más difícil. Tan solo, en el mejor de los casos, funciona la predicción a corto plazo; y cuanto a más corto plazo, mejor.

Los titulares de prensa presentan noticias aciagas, y la salud mental es un mal endémico que galopa entre noticieros, páginas web, comentarios llenos siempre de doxa con pretensión de sapiencia, en fin, un aire de desazón, desasosiego y pesimismo contamina los aires que respiran los humanos.

Algo de apocalipsis se ventila en más de una mente, y cada quien trata de ajustarse lo mejor que puede a lo que acontece, mientras sucede lo del instante siguiente. Las crisis se entretejen de múltiples maneras y las organizaciones e instituciones diagnostican y sobre-diagnostican el presente de formas cada vez más variadas.

Un caso notable es Francia, con los ataques recientes por parte de uno de los engendros de la propia civilización occidental, el Estado Islámico. (“Así paga el diablo a quien bien le sirve”, solían decir las tías y las comadronas no hace mucho tiempo). Todo el mundo occidental se solidariza con el país de la Ilustración, la Enciclopedia y la Revolución política de la burguesía. No podía ser de otro modo.

Pues bien, vale la pena fijar la mirada en una de aquellas ventanas pequeñas para la inmensa mayoría de la sociedad. De acuerdo con una prestigiosa revista científica –Science, uno de esos íconos del saber, la ciencia y el descubrimiento–, el principal centro de investigación científica, aquel que reúne acaso a los mejores cerebros del país galo, ha decidido responder de manera creativa a los ataques y la crisis, a los peligros de securitización de la democracia y militarización de la política, dos peligros por los que se deslizan espíritus rancios y peligrosos.

El CNRS (Centro Nacional de Investigación Científica) ha tomado una decisión –colectiva–. Se trata de pedir a científicos y académicos, a investigadores y pensadores, a filósofos y escritores luces. Luces que permitan comprender lo que está sucediendo, pero particularmente luces para entender qué puede suceder a continuación.

La noticia se encuentra en el sitio www.sciencemag.org, y afirma que es necesario un esfuerzo interdisciplinario para comprender el momento presente. En otras palabras, la comunidad pensante entiende que el asunto no puede ni debe quedar en manos de los tomadores de decisión (decision−makers, horribile dictum), manifiestamente no únicamente en manos de comités de crisis y, por tanto, tampoco principalmente en manos de fuerzas de seguridad y agentes del Estado.

Científicos, académicos y pensadores de toda clase deben poder contribuir a la más apasionante y difícil de las tareas de la existencia: comprender el mundo, entender las cosas y lo que acaece. Como es sabido en buena ciencia, una predicción es tan solo el valor agregado que resulta de una buena comprensión, de tal suerte que solo quien comprende bien puede alcanzar, por derivación, una cierta capacidad predictiva.

La buena ciencia ya no predice, en contraste con la ciencia clásica, el modelo de la ciencia normal. Por el contrario, la buena ciencia de punta –como por lo demás la buena filosofía, dicho en passant–, se plantea hoy por hoy desafíos de mayor envergadura: comprender los procesos, los fenómenos, las dinámicas en curso. En tiempos en los que los ritmos se precipitan unos sobre otros, y en los que la información y los datos galopan desbocados.

 

Desde luego que existen críticas hacia Francia, en muchos órdenes y con numerosas razones. No se trata aquí de tomar partido en términos de culpables y/o inocentes. El mundo se ha tornado magníficamente más complejo. Después de todo, Francia –análogamente a cualquier otro país o nación– es tan solo un gran nombre, una gran palabra.

El comportamiento del CNRS, en cabeza de su presidente Alain Fuchs, es anodino en cualquier país del orbe. No son conocidos otros casos, ni en Estados Unidos ni en Rusia, ni en Brasil ni en la China, por mencionar tan solo, caprichosamente, algunos ejemplos conspicuos, de que el máximo órgano de ciencia e investigación convoque públicamente a los más educados y formados de los ciudadanos a participar con sus herramientas específicas: pensamiento y reflexión, crítica y análisis, síntesis e imaginación, en fin, experimentación y juego a pensar su país, y con él, lo que acontece en el mundo.

Un verdadero ejemplo que señala, dicho sin pasiones, que la Ilustración no ha fenecido del todo, ese movimiento social e intelectual que tenía como uno de sus epítomes el llamado a que cada quien sepa y piense por sí mismo: ¡Sapere aude! (Atrévete a saber). Una idea que en tiempos de mera opinión, de adoctrinamiento e ideologías variopinto suena de lo que fue también en su momento: un grito de rebeldía y revolución, un gesto de autonomía e independencia de criterio propio.

¿Alain Fuchs? Un gran desconocido para el gran público. Químico experto en simulaciones moleculares. Al fin y al cabo, hay que decirlo, la química es en el mundo actual la más social de todas las ciencias sociales; si no, basta con mirar, literalmente alrededor nuestro: desde la mesa en que comemos o escribimos hasta las paredes que nos rodean y mucho más allá. Y la simulación: esa forma particular de hacer ciencia en el siglo XXI, y que supera con mucho a la ciencia normal. La simulación (¡que ni siquiera el modelamiento!), esa expresión tecnológica de aquella condición sin la cual absolutamente nadie puede llamarse a sí mismo investigador ni científico en el mundo actual, a saber: la capacidad para llevar a cabo experimentos mentales y jugar con la imaginación.

Sin eufemismos: la imaginación, la más exigua de todas las herramientas sociales y culturales en tiempos de zozobra. Pero, al mismo tiempo, la más vital de las formas de pensamiento de un sistema vivo.