Pensar

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En las universidades se ha establecido ya la elaboración de los syllabus y de los programas. La libertad de enseñanza, la libertad de cátedra, como se decía, quiere ser cercenada y manipulada. Incluso hay numerosos lugares donde se discuten colectivamente los programas, todo con la finalidad de ajustarlos finalmente a los syllabus. Técnicamente, en esto consiste la “curricularización” de la educación; se presume la libertad de cátedra, pero se amarra a los profesores al programa o al currículo.

Con respecto a la investigación, el control ha de introducirse justamente con el llamado a la publicación de artículos en revistas de la disciplina. La libertad de pensamiento (es decir de la investigación) queda así limitada, si acaso no eliminada. La educación, así concebida, según parece, no forma personas inteligentes y libres; seguiría siendo simplemente un mecanismo de movilidad social, conjuntamente con el clero y la formación militar.

En un evento internacional hace poco conocí a un profesor que había estudiado un pregrado determinado, había hecho su doctorado en otra área en un país europeo, y como resultado investiga en otros temas diferentes, pero, como pude comprobarlo, en investigación de punta (spearhead science). Pues bien, este profesor anda por medio país, y ahora por medio continente buscando trabajo pues las convocatorias en muchas ocasiones exigen disciplinariedad (por ejemplo, haber estudiado economía y tener un doctorado en economía). De manera “generosa” (ironía), se escribe con frecuencia: “o en áreas afines”. Economía es aquí tan solo un ejemplo.

El subdesarrollo —eso ha quedado en claro hace ya tiempo—no es un asunto de ingresos, dinero o crecimiento económico. Es ante todo una estructura mental. Pues bien, con fenómenos como los que estamos señalando, las universidades están reproduciendo las condiciones del atraso, la violencia, el subdesarrollo y la inequidad. Por más edificios que compren o reestructuren y por más aparatos y dispositivos que introduzcan en las clases y en los campus.

Como se aprecia, parece haber toda una estrategia política. Y sí, la política se ha convertido en un asunto de control y manipulación, no de libertad y emancipación.

Disciplinar la investigación es en muchas ocasiones un asunto de improvisación; en otros términos, una cuestión de mala fe (en el sentido sartreano de la palabra), y en muchas ocasiones también un asunto de ignorancia.

Muchos profesores, simplemente por cuestiones básicas de supervivencia, terminan ajustándose a elaborar programas en concordancia con los syllabus, y a investigar y publicar de acuerdo con las nuevas tendencias y políticas. Por miedo, por pasividad. Pero siempre hay otros que conservan su sentido de independencia y autonomía.

Como sea, en el futuro inmediato, parece que el problema no se resolverá a corto plazo. Debemos poder elevar alertas tempranas contra la disciplinarización de la investigación. Y hacer de eso un asunto de discusión, estudio y cuestionamiento. Son numerosos los académicos e investigadores que viven en estas condiciones.

Terminemos la observación puntual anterior. Supuestamente el topos del pensamiento tiene lugar en las universidades: en las maestrías, los doctorados, postdoctorados y los centros e institutos de investigación. La verdad es que, por regla general, si el pensar genera conocimientos nuevos, la gran mayoría de la innovación no sucede en la universidad, sino fuera de esta; tiene lugar a pesar de la universidad. Pensar no conoce un espacio exclusivo para su existencia y desarrollo, aunque sí sea posible identificar condiciones de posibilidad excelsas para el pensar, en un lugar y en un momento determinado.

Además de la bibliografía sobre el tema, referimos sobre el desarrollo reciente de la neurobiología de las plantas y los estudios animales: Mancuso, S., Viola, A. (2015). Brilliant Green. The Surprising History and Science of Plant Intelligence. Washington: Island Press; Kohn, E. (2013). How Forests Think. Toward and Anthropology beyond the Human. Berkeley: University of California Press; Baluska, F., Mancuso, S., Volkman, D. (eds.) (2007). Communication in Plants. Neuronal Aspects of Plant Life. Springer Verlag; Gross, A., and Vallely, A. (eds.) (2012). Animals and the Imagination. A Companion to Animal Studies. New York: Columbia University Press.

En la cultura popular, y notablemente en muchas películas de Hollywood que tratan de viajes espaciales, siempre hay un ingeniero, un médico, un físico o un químico, un técnico y así sucesivamente. Pero raramente hay un pensador. Los pensadores no importarían para la supervivencia de la especie humana y la exploración del espacio extraterrestre, aparentemente.

2 | Problemas, necesidad y pobreza

Contra todas las apariencias, la inmensa mayoría de la gente no tiene problemas. Ciertamente no en el sentido prestante que adquiere el término en la investigación. Con todo y que, en el plano existencial, en numerosas ocasiones, los problemas cumplen para la mayoría de la gente la función de factores de selección. La vida se les va quedando en el afrontamiento de las dificultades, y los problemas terminan cobrando la vida de las personas; problemas como celos, deudas, odios, rencores, y muchos otros ardides que no son en realidad problemas sino trampas mortales.

Un problema, en el contexto de la investigación, tiene cualquier otra acepción distinta a dificultad, embrollo o trampa. En este sentido, el lenguaje que se emplea en ciencia y en filosofía en nada se corresponde con el lenguaje común y corriente que se usa en la calle todos los días, y cada vez menos. Los investigadores, como ha sostenido un autor, son una clase particular de seres humanos, pues aman los desafíos, los retos y las dificultades (puzzles). Definen su vida en torno al amor por los problemas, puesto que saben que, cuando resuelven un problema, hay diez más que aparecen inmediatamente.

Los problemas constituyen, metodológicamente hablando, el ADN de la investigación, o del pensar. Sin problemas nadie piensa, pero pensar consiste en más que resolver problemas. En sentido propio, pensar crea nuevas dimensiones, nuevos mundos, nuevas alternativas inexistentes anteriormente y, así, el pensar responde a los problemas creando posibilidades, imaginando divergencias y no convergencias. El pensar jamás reacciona ante los retos y las dificultades, y ciertamente no en el sentido newtoniano de la palabra. La mente no es otra cosa que una creadora de nuevos mundos y nuevas realidades. Pensar es pensar en posibilidades, en toda la extensión, gama y profundidad de la palabra.

Los verdaderos problemas en ciencia como en la vida constituyen no simplemente cuestionamientos a un estado de cosas anterior o prevaleciente, sino, más radicalmente, la necesidad de cambiar un fenómeno, un comportamiento, un sistema determinados. Pensar consiste en querer cambiar las cosas, no simplemente en comprenderlas e interpretarlas.

En este punto vale recordar a Einstein. En el contexto del debate de Copenhague, decía el físico alemán que si verdaderamente se quiere resolver un problema, esto exige cambiar el marco en el que surge el problema. Así, bien entendido entonces, esto significa modificar el marco lógico, el marco epistemológico, el marco semántico, el marco sintáctico en el que surge un problema. Pero estos no son los únicos marcos. Asimismo, se hace indispensable cambiar el marco científico, el marco filosófico y el marco cultural en el que surge el problema. Pero, más radicalmente, ello conlleva también, de manera inevitable, a modificar de raíz el marco social, el marco político, el marco económico y el marco de valores en el que emerge el problema en cuestión. De lo contrario, no se habrá hecho nada y definitivamente el problema no habrá quedado resuelto, en modo alguno. Ulteriormente, se trata de cambiar la historia, punto. En ciencia y en metodología un problema que se aborda y se explica sin que se cambie verdaderamente nada se denomina una investigación epidemiológica.

Einstein mismo, como muchas veces sucede en la historia del conocimiento, jamás fue enteramente consciente del alcance y el significado de lo que estaba planteando.

Para el verdadero investigador, sus problemas no son un simple asunto de horarios de oficina. Los problemas del investigador no se encuentran en el tiempo objetivo (es decir el tiempo polinomial), sino, más propiamente, anidan en su corazón, o en su vientre, o en su hipófisis, o en algún otro lugar recóndito de su cuerpo. Un problema no simplemente se piensa; se siente. Constituye una verdadera experiencia metafísica en el sentido de que modifica de raíz la existencia monótona, regular, parsimoniosa y cíclica de la vida común y corriente. Tenemos ante nosotros un auténtico oxímoron: los problemas que dan qué pensar y que definen la investigación producen verdadera fruición en el investigador. En el fondo resuena la segunda —¡no la primera! — frase de la Metafísica de Aristóteles (la primera): todos los hombres desean por naturaleza saber; (la segunda:) “semeion d’e toon aistheseos ágapesis”. Así lo indica el placer (o disfrute) (ágape) de los sentidos [esto es, saber o conocer produce placer].

Para quien piensa, una vida llevada en preguntas, cuestionamientos, reflexiones, críticas, cambios de puntos de vista, juegos de imaginación y experimentos mentales, es una forma de vida propia, y cuando la ha conocido verdaderamente nada se iguala a ella. El mundo de la vida —en el sentido trivial o habermasiano de la palabra— parece soso, fofo, banal. La trivialidad y la mediocridad parecen rondar por todas partes, más allá de los entrenamientos de la vida cotidiana, más allá de los criterios mismos de estandarización y demás que prefiguran la existencia de la mayoría de los seres humanos. Exactamente en este sentido aparece una contradicción, pero que no es trivial: pensar no es un fenómeno normal y no se ciñe a los parámetros normales de distribuciones normales, ley de grandes números, curvas de Bell o campanas de Gauss, en ningún sentido.

 

Pensar ciertamente exige un esfuerzo y, más que disciplina, digamos constancia. He aquí otro oxímoron, a saber: en numerosas ocasiones pensar demanda un estilo de vida de mucha insistencia, trabajo y dedicación, pero el pensar carece de parámetros en cualquier acepción de la palabra. Visto de forma externa, el pensador parece alguien desprovisto de los ritmos habituales de la vida cotidiana, pero internamente son ciclones y tormentas, abismos y cordilleras, acompañados de vientos suaves y valles los que configuran, definen y determinan el pensar mismo. Por fuera todo parece relativamente calmo, pero por dentro son verdaderos terremotos o son tsunamis, arrebatamientos los que jalonan el pensamiento mismo. El balance entre ambos, cuando existe, se plasma en una obra significativa, de valor trascendente. Entrar a la historia no es entrar al pasado; es lograr que generaciones futuras hablen de alguien.

3| Pensar es pensar sobre problemas. Los problemas complejos

El pensar se aparece ante los esclavos como una actividad ociosa, y sí: la verdad es que pensar es una sola y misma cosa con el ocio. Los griegos antiguos lo llamaban scholé, los franceses lo denominan loisir, y los angloparlantes se refieren a él como leisure. Los alemanes se acercan bastante a la idea de ocio cuando lo comprenden como Freizeit: tiempo libre. O lo que es equivalente en esa experiencia cultural ya muerta que es el kairós: el tiempo oportuno, el tiempo de lo oportuno, el tiempo que no está en el tiempo (objetivo), en fin, el tiempo del alma, como decían los medievales, místicos y no místicos. La gente normal no sabe del ocio; en el mejor de los casos tan solo tienen vacaciones (y habitualmente son programadas).

Pensar exige ocio y a la vez produce ocio —en contextos y tiempos de eficiencia, eficacia, productividad y control social a través de diversas ingenierías sociales—. Ocio significa todo lo opuesto a trabajo, a labor o a tarea, algo que en los contextos de gestión en general, y de gestión del conocimiento en particular, generalmente se omite o se ignora. Todo parece estar sujeto a indicadores, tablas, cuadros, medidas, tareas, planes, planeación, prospectiva, estudio de riesgo, estrategia, liderazgo y demás, para decirlo en el más políticamente correcto de los lenguajes; al cabo, indicadores y escalafones (rankings). Herbert von Braun decía que él hacía investigación cuando no sabía lo que hacía y no sabía muy bien a dónde iba con lo que hacía.

Más exactamente, no existen indicadores del ocio o para el ocio, por la sencilla razón de que el ocio no pertenece al tiempo objetivo o cronológico. El ocio pertenece a esa dimensión enorme de lo ampliamente inútil, en esa lectura llena de sarcasmo de Ordine (2015). Pues bien, es en el ocio cuando en el pensar aparecen los problemas, aquellos que definen por su radicalidad y forma de vida la investigación, en el mejor de los sentidos.

El tiempo del pensar puede ser dicho entonces de una dúplice manera: como el kairós o, lo que es equivalente, como el ocio, y es entonces cuando los problemas que definen y constituyen al pensar emergen en propiedad.

Quisiera decirlo de manera directa: no hay que buscar los problemas. Por el contrario, hay que dejar que ellos nos asalten, por definición, súbita e inopinadamente. Como el amor, como el hambre, por ejemplo. En esto exactamente consiste el estar abiertos: abrirnos a los problemas, abrirnos al mundo, abrirnos a los misterios y enigmas. Cuando tenemos problemas, en realidad es como cuando estamos enamorados: nos volvemos psicóticos, pues el amor es una experiencia psicótica. Estar enamorados significa volvernos psicóticos, y cuando no lo estamos, impera el principio de realidad, las normas y las costumbres, y germina así el aburrimiento y la desidia.

Abrirnos al mundo, estar abiertos al tiempo y al espacio, abiertos incluso a nosotros: he aquí una idea simple que es, sin embargo, sumamente difícil de llevar a cabo, pues usualmente la gente tiene pre-conceptos, pre-juicios, pre-comprensiones. Pues bien, sobre esta base se hace imperativa una aclaración adicional: los más importantes de todos los problemas —lógica, metodológica, filosófica, científica y existencialmente— son aquellos que son propiamente complejos. En otras palabras, no es suficiente con identificar o formular problemas. De manera ideal debe ser posible identificar problemas complejos. En esto consiste la teoría de la complejidad computacional que, quiero decirlo, constituye la columna vertebral de todo el trabajo en complejidad.

Los fenómenos, los sistemas y los comportamientos complejos son sistemas abiertos. Pues bien, es imposible ver sistemas abiertos si no se tiene una estructura de mente abierta; de mente y de corazón, en realidad. Solo quien tiene una estructura de mente abierta ve complejidad; y entonces, claro, ve emergencias, autoorganización, no linealidad, turbulencias y fluctuaciones, en fin, novedad y vida.

El estudio de los problemas complejos, y distinguir cuáles son efectivamente complejos y por qué y cuáles no lo son, constituye la médula de la teoría de la complejidad computacional, un campo que constituye y atraviesa transversalmente a las matemáticas, la lógica y la computación. Hay una doble manera de estudiar la teoría de la complejidad computacional: o bien a partir de la distinción entre problemas decidibles e indecidibles, o bien en términos de las relaciones entre los problemas P y los problemas NP. Ambos caminan, se implican recíproca y necesariamente.

Por trivial que resulte, es preciso señalar expresamente que no todos los problemas son complejos. Es más, la inmensa mayoría de problemas, en la vida como en ciencia, no son complejos. Un problema se dice que es complejo cuando las herramientas, los enfoques, las técnicas, las heurísticas y aproximaciones normales o tradicionales resultan insuficientes: a) para comprender el problema en cuestión; b) para resolverlo.

Desde otro punto de vista, cabe decir que un problema es complejo cuando el dominio que se tiene sobre el estado del arte en el conocimiento resulta insuficiente para resolverlo. Asimismo, más brevemente, un problema se dice que es complejo cuando una sola ciencia o disciplina es incapaz de encontrar soluciones a este.

Pues bien, los problemas propiamente llamados complejos constituyen el motivo de trabajo por parte de los complejólogos en general. Los sistemas complejos son sistemas abiertos, y es imposible ver la complejidad si no se tiene una estructura de mente abierta. La cultura tiende a cerrar las estructuras mentales abiertas; la biología, en contraste, nada sabe al respecto. Este es otro argumento que ayuda a entender por qué razón y cómo las ciencias de la complejidad constituyen una revolución científica.

Digámoslo sin ambages: un capítulo constitutivo de las ciencias de la complejidad son las LNC —un capítulo reciente y promisorio en la historia del conocimiento— y las LNC encuentran una puerta directa de enlace con la teoría de la complejidad computacional. Diferentes entre sí, existen sin embargo varios vasos comunicantes entre ambas.

Pero vayamos más lento. Se hace necesaria una elucidación acerca de las clases de problemas. Se trata de comprender de forma precisa qué es un problema complejo. La tesis que quiero sostener aquí es que es un problema complejo el que da qué pensar. Esta idea permite, de forma genérica, pensar que existe en la historia y en la cultura una complejidad avant la lettre, y una complejidad en sentido estricto. Algo que sin duda puede confirmase en otros casos.

En la metodología tradicional de la ciencia, la formulación o identificación de problemas se direcciona a través de la llamada pregunta de investigación, y se funda ulteriormente en el esquema de origen positivista que, abierta o tácitamente, se deriva del Círculo de Viena (Stadler, 2011). Vale recordar, notablemente, la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. De manera atávica, en la tradición científica la idea de base es que a cada problema identificado le corresponde una solución. Por el contrario, es característico de las ciencias de la complejidad entender varias cosas, así:

 Un problema no necesariamente debe tener una solución precisa o única.

 Existen grupos o asociaciones de problemas, y es posible trabajarlos de manera conjunta.

 Un problema se dice que es complejo cuando exige nuevos enfoques, nuevas herramientas y no una sola disciplina, ciencia o enfoque.

 Un problema es complejo cuando claramente adopta rasgos distintivos de la complejidad, tales como no linealidad, equilibrios dinámicos, o distribución de leyes de potencia, notablemente (Maldonado, 2018a).

Los problemas complejos pueden ser vistos existencialmente como aquellos que nos asaltan de repente y nos capturan por el cuello, por los intestinos o de otra forma, de tal modo que, literalmente, podemos afirmar que no los tenemos, sino que son ellos los que nos tienen. Es entonces cuando un problema exige, absolutamente, desde el punto de vista del estilo de vida que llevamos, que sea resuelto, o por lo menos que se intente resolverlo. Los problemas auténticamente complejos no se los ve con los ojos; se los siente en alguna parte del cuerpo; para algunos, en el vientre, otros, en los riñones, otros más en la garganta, y así según el tipo de fisiología que cada quien tiene.

En buena ciencia y en buena investigación, los problemas son la forma misma en que alguien existe y su producción teórica e intelectual cabe ser adecuadamente vista como el esfuerzo de solución del problema (o problemas) en cuestión. En otras palabras, no es un asunto de simple cuestión laboral (horarios, por ejemplo). Pensar se dice hoy investigar, y la investigación, cuando es auténtica, no sabe de tiempos cronológicos, circadianos, por ejemplo.

En fin, contra todas las apariencias, cuando efectivamente sucede, la investigación es una forma de vida. Y en consecuencia es radicalmente diferente de las profesiones, incluso de los niveles de especialización de las profesiones (especializaciones y maestrías). El investigador, como el verdadero creador, lo es veinticuatro horas, siete días a la semana. La historia de la gran literatura, de la gran ciencia, de la gran filosofía, de las grandes artes, por ejemplo, así lo ilustran con una profusión de casos.