Familia y crianza en la diversidad

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Crianza y paternidad: inquietudes en el contexto colombiano

Carlos Iván García Suárez*

INTRODUCCIÓN

Este texto se propone enriquecer las definiciones corrientes alrededor de la crianza, en cuanto la concibe como un conjunto dinámico de relaciones éticas y de género. La perspectiva de género permite analizar, entonces, la interacción existente entre la construcción de masculinidades, los ejercicios paternos y la crianza propiamente dicha.

Una primera parte aborda de manera crítica las nociones que se hallan en la literatura en torno a la crianza y propone una definición alternativa; la segunda resume perspectivas académicas e investigativas alrededor de los vínculos entre la masculinidad, los varones y su ejercicio paterno; la tercera sintetiza un contexto crítico de país y de las características y relaciones de hombres y de mujeres, con énfasis en las dinámicas familiares; y, con base en lo anterior, la cuarta parte plantea una serie de interrogantes y propuestas de reflexión alrededor de lo que la crianza y la paternidad implican en el contexto actual en Colombia y lo que implicarán para su futuro.

Una mirada superficial a este planteamiento podría afirmar que estaría por demás relacionar la crianza con la paternidad, pero no es así, si se reconoce de manera crítica la pervivencia de un cierto automatismo cultural que identifica la crianza como una responsabilidad básicamente femenina y cuando ha resaltado el papel paterno muchas veces lo ha hecho por defecto: desde su ausencia1. El tema es relevante, pues, por un lado, la crianza se ubica críticamente en el contexto específico de la construcción de identidades masculinas en relación con la paternidad y, por el otro, se apunta a la superación de aquellas definiciones que la han remitido casi exclusivamente al campo de las prácticas. El horizonte es visibilizarla con el dinámico trasfondo de género, político y axiológico de la historia.

NOCIONES EN TORNO A LA CRIANZA

Partiendo de un entendimiento muy general y tradicional del concepto de crianza, como el conjunto de modos y estrategias de transmisión intergeneracional de los valores, la cultura y los mecanismos de sobrevivencia fundamentales con los que una sociedad se dota a sí misma, es preciso destacar la contingencia y el dinamismo como los rasgos fundamentales de sus contenidos específicos. Para comprenderlo resulta esencial, entonces, examinar desde la perspectiva del cambio histórico la evolución de las formas de representación, cuidado y educación de niños y niñas.

En ese sentido, y contemplando algunos distanciamientos críticos con la obra de Ariès (1987), el historiador estadounidense Lloyd deMause desarrolla un modelo en el que postula como fuerza central del cambio histórico, no a la economía o la tecnología, “sino los cambios psicogénicos de la personalidad resultante de interacciones de padres e hijos en sucesivas generaciones” (Alzate, 2003, p. 123). El modelo se compone de seis tipos de aproximación parento-filiales: infanticidio, abandono, ambivalencia, intrusión, socialización y ayuda.

De acuerdo con DeMause (1991), las prácticas concretas de cada tipo de aproximación tienen como correlatos distintos modelos de crianza y de representación de la niñez, que van desde el tipo de infanticidio, propio de la Antigüedad y hasta el siglo IV, en el que no se termina de asumir al niño2 o la niña como ser dotado de alma, hasta llegar al tipo de ayuda, referido al establecimiento de una relación empática entre adultos y niños, basada en concepciones y representaciones más contemporáneas de la infancia3.

En el curso histórico, los seis tipos planteados por DeMause han venido significando un proceso de acercamiento a los hijos a través de la satisfacción progresiva de sus necesidades y de una transformación en las concepciones del papel y lugar que ocupan los niños en el mundo familiar y social.

Por otro lado, una profusa reconstrucción histórica de las múltiples formas de abandono infantil que se dieron desde la Antigüedad clásica hasta la Edad Media se encuentra en la obra La misericordia ajena (Boswell, 1999). Su autor indica que es posible hallar diversos tipos de abandono, padres negligentes y reacciones sociales diversas en cualquier lugar y época del mundo. Sin embargo, y pese a las dificultades en torno a las fuentes históricas de periodos específicos, particularmente la Edad Media, tales abandonos se caracterizan de acuerdo con épocas bien definidas. Menciona los modelos arcaicos, la Alta y Baja Edad Media, y los años finales de esta época como referentes principales de diversos tipos de abandono. Entre ellos, se destaca la oblación, práctica que consistía en “la donación de un niño como dádiva permanente a un monasterio” (p. 305). Esta y otras prácticas intentaban poner en salvaguarda, de forma tristemente paradójica, la sobrevivencia de la familia y de la población en general.

De acuerdo con Alzate (2003, p. 126), la percepción moderna de la niñez remite a imperativos de carácter religioso y político, además de estar relacionada con factores demográficos y sociales. La diversidad de representaciones y contextos culturales actuales dificulta un análisis generalizado sobre el desarrollo de la interacción y socialización de los niños a partir de los modos de crianza de la infancia.

Volviendo al modelo psicogénico de DeMause, no hay certeza en considerar el tipo de ayuda como un patrón contemporáneo generalizado ni en Colombia ni en otras latitudes. La prevalencia del maltrato infantil y casos estremecedores de infanticidio y juvenicidio así lo demuestran. Quizás haya que parafrasear los esquemas interpretativos que importantes teóricos como Martín-Barbero o García-Canclini han aplicado a las prácticas de comunicación en Latinoamérica, lo cual nos permitiría hablar de una hibridación de modelos o de una multitemporalidad simultánea.

Considerando, entonces, la historicidad y variabilidad de los modelos de crianza infantil, que involucran la situación socioeconómica, la ubicación demográfica y las relaciones sociales con las normas, entre otros aspectos, los cuales determinan las reacciones y representaciones de los adultos sobre los niños, de todos modos, es necesario contar con una conceptualización capaz de describir y analizar el mundo de la crianza.

Desde esa perspectiva y partiendo de un análisis empírico significativo de procesos y programas de desarrollo infantil en varias partes del mundo, Myers (1993, p. 431) define las prácticas en la crianza infantil como “actividades generalmente aceptadas que responden a las necesidades de supervivencia y desarrollo de los niños en sus primeros meses y años de vida, de manera tal que surgen la supervivencia y el mantenimiento (y a veces el desarrollo) del grupo o cultura, así como del niño”.

El autor tensa luego dicha definición relacionando las prácticas en la crianza con las condiciones físicas y sociales en que nace y se desarrolla el niño, y las creencias y actitudes de las personas encargadas de su atención (Super y Hakness, 1986). La perspectiva ecológica que se mueve detrás de la noción de nicho de desarrollo, con la que Myers (1993, p. 61) vincula todos estos elementos, coincide con otras miradas como la de Sonia Mejía, quien resalta las influencias del contexto social en las relaciones específicas de padres e hijos dentro de los sistemas familiares; según Mejía, “debe reconocerse la influencia que el contexto social ejerce sobre la vida familiar, puesto que la familia no existe como una unidad independiente de otras organizaciones de la sociedad” (1999, p. 27).

Esta perspectiva lleva, asimismo, a considerar las diversas formas de reacción del adulto frente al niño, surgidas a partir de las relaciones mutuas, las cuales devienen, a su vez, en fuente de representaciones, definiciones y límites. “Las ideas que los padres tienen acerca de los hijos e hijas, especialmente cuando son pequeños, son determinantes para interpretar y prever sus pautas educativas y los sistemas de premios y castigos que utilicen para su socialización. En cualquier caso, estas ideas están condicionadas social y culturalmente” (Casas, 1998, p. 78).

Estos enfoques sistémicos se proyectan, en principio, como potentes para alcanzar niveles teóricos más densos en torno a la crianza, pero las investigaciones no llegan a ese punto. Más bien, se describen, y a veces se problematizan, pautas que suelen coincidir en los espacios de intervención de instituciones básicas como la familia, la escuela y la comunidad, en el desarrollo de las capacidades y la personalidad del individuo, desde su infancia en adelante. Por ello, puede ser útil atender a un par de definiciones previas al respecto.

Una de ellas se relaciona con la definición de pautas de crianza que aporta Mejía, como

… aquellos usos o costumbres que se transmiten de generación en generación como parte del acervo cultural, que tienen que ver con cómo los padres crían, cuidan y educan a sus hijos, dependen de lo aprendido, de lo vivido y esto, de la influencia cultural que se ejerce en cada uno de los contextos y en cada una de las generaciones. (2001, p. 3)

Estas pautas se articulan sobre dos aspectos fundamentales: control y aceptación. El primero, entendido como la necesidad de establecer pautas, normas y expectativas conformes con lo que socialmente se considere que debe ser el desarrollo de un niño. La segunda, como la actitud que lleva a establecer una comunicación horizontal entre padres e hijos que permite el entendimiento de sus derechos y diferencias individuales.

Así que la transmisión intergeneracional de los patrones de crianza guarda relación tanto con el contexto social e institucional que rodea la vida familiar como con el desarrollo de una disposición personal para la interacción paterno-filial. Ello se muestra en una investigación llevada a cabo por Mejía (1999). A partir de varios grupos focales con padres vinculados a una escuela en la sabana de Bogotá, esta autora presenta cómo las expectativas sociales de comportamiento y las experiencias de estos padres en su infancia tienen un impacto en el proceso de desarrollo de la autoestima —a través del conjunto de sentimientos y expectativas acerca de sí mismos y de las relaciones cercanas— y, en forma consecuente, en la calidad de la interacción con sus hijos e hijas.

 

En este trabajo se analiza cómo en la infancia de los padres participantes en el estudio, sus emociones y sentimientos eran controlados, limitados y coartados por un modelo hegemónico de una masculinidad dura e insensible y por el temor a parecer personas débiles u homosexuales; entre tanto, los relatos de los abuelos evidencian el acogimiento del maltrato como una forma correctiva adecuada que, según los testimonios, los enseñó a ser honrados y buenos.

Por otro lado, los contenidos de la interacción con los hijos entran a cumplir un papel importante en la formación de la autoimagen y autorrepresentación de los padres, así como en la experimentación y descripción de su propia experiencia paterna, y no solamente en el desarrollo de los hijos. Es decir, como resultado de tal interacción, el proceso de crianza puede ser experimentado con mayor o menor satisfacción y, en consecuencia, con mayor o menor calidad por los padres, lo que determina proyectivamente unos contenidos específicos en las relaciones de cuidado y educación de los hijos.

Precisamente, los resultados de una investigación realizada en tres ciudades de Colombia en torno a la paternidad y la identidad masculinas (Viveros, 2000, p. 346) muestra que la paternidad confiere a los hombres jóvenes bogotanos, en particular los de clases media y alta, un significado altamente positivo de sí mismos, en cuanto su ejercicio representa una satisfacción afectiva y personal importante en la interacción con los hijos, a diferencia de grupos de padres de otras edades o pertenencias regionales y socioeconómicas diversas. Por sus descripciones, los efectos de esta satisfactoria percepción de la paternidad sobre el desarrollo de los hijos se mueven en el marco de las relaciones cordiales, cariñosas, ejemplarizantes, respetuosas y proactivas entre ellos y sus hijos.

Aquí resulta útil agregar un elemento más a la conceptualización de la crianza, referido a la distancia que existe entre los planteamientos teóricos actuales sobre la forma como deben ser gestionadas las pautas de crianza y las prácticas reales que se viven en las familias. Pese a que en Colombia se mantienen prácticas de maltrato —en un número cada vez más creciente ya por su frecuencia o por el aumento en el nivel de su denuncia—, bien sea heredadas de padres que fueron maltratados en su infancia o que no lo fueron pero que han adoptado estas conductas, el discurso actual sobre los patrones de crianza se caracteriza por propender al establecimiento de una visible inclinación al diálogo e interacción positiva con los niños, como parte de un creciente direccionamiento ético, político e institucional de las emociones, los afectos, los sentimientos y las definiciones de la niñez y, principalmente, de la aplicación de los derechos humanos con perspectiva poblacional. Ya sea en las poblaciones de adultos o en la de la niñez, el ejercicio y disfrute de los derechos tiene cada vez una mayor importancia.

Ahora bien, este direccionamiento, que a su vez establece referencias y límites a la transmisión intergeneracional de valores, termina por tensionar la cotidianidad de las relaciones intrafamiliares y los significados de la crianza. Máxime si se reconoce que los contenidos en el desarrollo de las pautas de crianza y en el desenvolvimiento de los niños van de la mano con circunstancias específicas tales como la diversidad en la conformación y estructuración de los grupos y las dinámicas relacionales de las familias, las situaciones sociopolíticas que rodean tales dinámicas y las biografías de quienes asumen los procesos de crianza.

Alrededor del contexto conflictivo en el que se suelen llevar adelante tales prácticas, resulta interesante el análisis realizado por Tenorio (2000) en su trabajo de investigación realizado en más de 20 departamentos del territorio nacional en torno a las pautas y prácticas de crianza en las familias colombianas. Ella explica cómo las familias nucleares y monoparentales predominan en casi todos los sectores estudiados, a modo de respuesta al fenómeno de independización de las juventudes y la continua migración de colombianos a las urbes.

La autora describe cómo esta situación dificulta las prácticas y los patrones de crianza de los adultos, generalmente caracterizados por la salida de madres al campo laboral, en un medio en el que pocos hombres asumen este tipo de tareas. Esto hace que, “a pesar de la exigencia de la legislación sobre la paternidad responsable, por lo general, quienes no han querido asumir voluntariamente a sus hijos e hijas no se hacen cargo” (Tenorio, 2000, p. 202), y, en consecuencia, la responsabilidad de las labores dentro y fuera del hogar sigue recayendo sobre la madre.

El estudio plantea cómo esta y otras situaciones han propiciado la disminución del número de hijos en los hogares, con excepción de los grupos indígenas, que en su mayoría mantienen lazos de convivencia extendida. Ello posibilita una interacción continua y más amplia del niño con los adultos y una participación en la crianza por parte de abuelos, tías, hermanos, entre otras figuras familiares.

Al abordar en el análisis a los actores de la crianza, Aracena et al. (2002, pp. 44-45) perciben este proceso como inserto en una relación afectiva entre el adulto y el niño, y agregan un elemento importante: afirman que el proceso de crianza es siempre gradual, pero que no en todos los casos la familia es el agente de socialización más importante. En ocasiones, la televisión, por ejemplo, puede pasar a ocupar el lugar central que se supone le corresponde a la familia; este protagonismo, no solo simbólico, va de la mano con las transformaciones y los mensajes que el entorno del niño ofrece a partir de transiciones sufridas en la atención recibida por parte de la familia, que con la influencia de instituciones sociales como la escuela en los objetivos de socialización y cuidado comienzan a cumplir un papel principal.

En medio de un contexto laboral, socioeconómico y emocional más complejo y conflictivo, niñeras, guarderías, jardines infantiles, entre otras alternativas, se conciben como una salida a las dificultades de los padres para prestar la atención suficiente al hijo o la hija, lo cual cambia la formación tradicional en materia de responsabilidades sociales y de la capacitación para la paternidad/maternidad, de acuerdo con la apreciación hecha por Myers (1993) en su investigación.

De este modo, como lo cita Casas (1998, p. 84), desde hace menos de 40 años la televisión se ha implantado en todos los países industrializados, y en buena parte del conjunto de nuestro planeta, como el principal medio de comunicación social, y su capacidad de influir en niños y niñas, aunque sea objeto de incontables controversias, está fuera de toda duda.

La televisión representa un buen motivo para reflexionar en torno a los alcances de la influencia mediática sobre la crianza propiamente dicha, pues permite señalar el conjunto de incidencias externas presentes en las dinámicas familiares actuales y las múltiples intervenciones que tienen lugar en el proceso contemporáneo de la crianza.

Tales incidencias e intervenciones pueden pensarse respecto de tres órbitas. La primera, referida al hecho de “considerar a niños y niñas como sujetos activos de su propia formación” y, en tal sentido, susceptibles de elegir, al menos idealmente, el tipo de mensajes que desean recibir. Elias (1998, p. 410) afirma que “descubrir a los niños significa, en última instancia, darse cuenta de su relativa autonomía. En otras palabras, se debe descubrir que los niños no son solamente adultos pequeños”. Recuérdese, además, la fase de ayuda descrita por DeMause (1991) como aquella en la que el niño sabe mejor que el padre lo que le conviene y necesita. Este hecho enfatiza el carácter cada vez más individual de formación de las personas en el ámbito familiar, tal y como lo señala Elias cuando dice que “más que nunca antes, todos los miembros de la familia tienden a tener una vida individual solo para sí mismos, es decir, se inclinan a asumir tareas y a establecer relaciones humanas independientemente de los demás miembros de la familia” (1998, p. 447).

En segundo lugar, “considerar la niñez como una referencia clave para la autopercepción de los adultos” o, en otras palabras, la autorreferenciación del mundo adulto a partir del tipo y la calidad de su interacción con la niñez. Resultados observados en la investigación antes mencionada sobre el ejercicio y la experiencia paterna en el caso colombiano (Viveros, 2000) estarían indicando la manera como la crianza determina para los varones, en un grado más importante de lo que aparentemente se puede percibir, su propia imagen y legitimidad como varones, respecto de su desempeño como padres, como tutores y como hombres mismos. En tal sentido, la crianza no solo estaría definida por su aporte a la construcción social de lo axiológico, sino del sistema social de género, asunto en el cual hay que considerar tanto la eficacia pedagógica de la niñez como la importancia que alcanza en la autosignificación de los adultos.

Adicionalmente, la crianza como proceso interactivo de agentes familiares y externos develaría, al menos parcialmente, el nivel de reflexividad que un grupo humano, familiar o comunitario está en capacidad de alcanzar. Así que la crianza muestra una dirección del actuar social que exterioriza o visibiliza la construcción del futuro (la niñez, futura humanidad adulta), y, además, lleva a la interiorización de metas, percepciones y sentimientos.

En tercer lugar, “la conformación y adecuación permanente de los contenidos con los que se conciben y desarrollan actualmente los procesos de crianza”. Con respecto a esto, se debe tener en cuenta que los medios masivos de comunicación no solo inducen y conducen la opinión y las representaciones sociales de millones de personas, sino que a la vez son objeto y resultado de los cambios en la percepción y las representaciones de las sociedades y las familias. En ningún sentido unidireccional la incidencia de la televisión en las experiencias de crianza revela en buena medida los múltiples senderos por los que transcurre el cuidado de los niños y la transmisión generacional de valores y mensajes que se exige actualmente.

Cabe recordar a Elias cuando dice que

… nos encontramos en un periodo de transición en el cual unas relaciones de padres e hijos más viejas, estrictamente autoritarias, y otras más recientes, más igualitarias, se encuentran simultáneamente, y ambas formas suelen mezclarse incluso en las familias. La transición de una relación padres-hijos más autoritaria a una más igualitaria genera, pues, para ambos grupos, una serie de problemas específicos y, en general, una considerable inseguridad. (1998, p. 412)

En medio de este panorama moldeado por muy complejas influencias han surgido planteamientos que intentan explicar el desarrollo de los niños dentro de un proceso de interacción como forma de estimulación externa, en conjunto con la transformación del sistema de creencias, normas y valores que habían sido ejercidos legendariamente por un determinado grupo social, ya que la influencia preponderante de factores enmarcados en el actual mundo globalizado cambia las maneras de concebir el desarrollo del niño.

A todo lo anterior se podrían agregar algunos rasgos de la crianza ya presentados, como historicidad y dinamismo, otros como influencia contextual, multiactorialidad y complejidad.

Esto advierte la necesidad de desarrollar un campo conceptual que permita abordar la crianza en interacción con la complejidad de su experiencia desde orillas distintas a la simple descripción de prácticas de crianza o a la pretensión de su normalización con la idea de las pautas de formación.

Para tal efecto, se propone considerar la crianza como un proceso interactivo y multidireccional que remite tanto a la transmisión generacional de valores, costumbres, usos y producción cultural, como a la generación de cambios en la definición, el establecimiento y la legitimación de sujetos reflexivos, adultos y niños a la vez, conscientes de la construcción de sus subjetividades. Además, se puede concebir como el proceso que, por excelencia, vincula distintos niveles sociales de producción de normas y de ejercicio de derechos.

 

Más allá de ser aquel conocido proceso de cuidado, reproducción social y aplicación de las normas, la crianza puede ser también considerada como el reflejo válido de la dinámica socialmente conflictiva de construcción de sujetos y del crecimiento individual y colectivo que se abre paso en medio de las relaciones de poder.

Aquí es, justamente, donde se hace necesario atender el segundo gran aspecto de esta reflexión, que tiene que ver con la mirada de género en el análisis de la paternidad y su relación con esta forma de concebir la crianza, pues no sería coherente entender la crianza como un proceso constituido por varias direcciones relacionales sin que se entre a abordar a los padres, y su ejercicio paterno, desde un enfoque que destaque la construcción de su subjetividad desde el punto de vista del género.

PERSPECTIVAS ACADÉMICAS E INVESTIGATIVAS SOBRE LA PATERNIDAD

El prisma académico e investigativo tiende a mostrar la irrupción de nuevas prácticas en torno a la paternidad o al ejercicio paterno. Tales prácticas aparecen asociadas a dinámicas sociales y de poder referidas principalmente a las formas y representaciones del relacionamiento de hombres y mujeres en los espacios públicos y privados. Cabe decir, entonces, que los cambios en la paternidad —y en la maternidad— son complejos tanto en su análisis como en su vivencia misma.

Según Puyana (2003), las transformaciones sociales, que se caracterizan por una dialéctica permanente de reproducción e innovación, propician que el hombre padre se constituya y a la vez se diversifique generacionalmente a través de cambios de rol. El proceso de construcción sociocultural tiende hoy a proponer un modelo de masculinidad más sensitivo y un involucramiento mayor en los procesos de crianza.

Esto ilustra el impacto que los modelos culturales —en este caso, un paradigma emergente de masculinidad— tienen en la paternidad. En últimas, esta idea de evolución positiva se asienta, a su vez, en una credibilidad social diferenciada acerca de la maternidad y la paternidad expuesta por Benveniste: “La madre está en la naturaleza desde un principio, mientras que el padre tiene que ser construido por la cultura” (Lo Russo, 1998, p. 161).

Se genera, así, una cierta incertidumbre (y ello mismo lo explica) que se teje culturalmente en torno a la paternidad, la cual se ha fortalecido incluso con miradas desde el derecho y el psicoanálisis: la idea de que mientras la maternidad no requiere prueba, la paternidad depende de la palabra de la madre. Así, los padres pueden sentir que el vínculo afectivo que tienen con sus hijos ineludiblemente es más débil que el de estos con la madre.

Tal incertidumbre, abordada desde el psicoanálisis, entre otras de las disciplinas que intentan superar el aparente vacío, inicia su resolución en el planteamiento de una definición para la función paterna. Milmaniene (2004, p. 56) afirma que “es la encargada de imponer el corte liberador, es decir, el límite subjetivante que, al impedir el goce incestuoso con la madre, permite ordenar el caos pulsional”. En este contexto es que el niño puede venir a ser un sujeto de la cultura sometido a las restricciones del orden significante que le rodea.

Ya como factor ordenador de la cultura, como límite de la pulsión, es decir, como palabra o ley, al padre —y sus funciones— se le suele ver con cierta claridad en el orden de lo simbólico, pero no tanto en la órbita de su participación en la estructuración ética de las familias y de la construcción de la convivencia cotidiana y doméstica. Su presencia, no necesariamente física siempre, resulta ser, en principio, una extraña combinación de la encarnación de la autoridad y el vacío o la debilidad en lo emocional y lo afectivo. Contradictorio o incompleto, el papel del varón como padre cuidador y proveedor de afectos, bienes materiales y seguridad, no corresponde necesariamente con el modelo de masculinidad hegemónica al que ya se hizo referencia: el reino de los hombres arrolladores, fuertes y eficaces.

Al respecto, es preciso reconocer la tendencia a considerar la paternidad como una extensión confirmatoria de la masculinidad, lo cual se asocia sin duda a la densidad de las demarcaciones sociales en torno a esta última. Tal como lo expresa Gómez, “la identificación de lo que es ser mujer y ser hombre se ve anclada y transmitida como una forma primaria de conocimiento social, aspecto trascendental en el desarrollo afectivo y relacional de las personas, grupos y sociedades, de sus visiones e instituciones” (2000a, p. 22).

Un trabajo de investigación con varones y padres de Medellín (De Suremain y Acevedo, 1999; 2000) ilustra tanto el conocimiento como las constricciones sociales en la construcción de la paternidad. En parte, estos se configuran como transmisión intergeneracional, con la predominancia de actores como la Iglesia católica y la familia, pero también se revelan como transformaciones en la manera de percibir la paternidad, asociadas actualmente más con el consumo de productos industriales y culturales, es decir, una paternidad perfilada en buena medida por el nivel de participación en el acceso al mercado de muy diversos bienes y de valoraciones sociales circulantes. En otras palabras, una paternidad signada por una alta movilidad socioeconómica y cultural.

Tras la fractura del orden tradicional de género se puede, como lo expresa Palacio (2002), visibilizar la construcción histórica y cultural de la identidad del hombre. Bejar (1993) diferencia tres momentos en esa construcción. El primero, “el tiempo del silencio”, se caracteriza por la legitimación del poder del patriarcado como circunstancia natural.

En el segundo, “el tiempo del tumulto”, se destaca la búsqueda de la semejanza de los sexos a través de la lucha de las mujeres por un posicionamiento político y social igualitario frente a la sociedad y el Estado. El proceso de empoderamiento de las mujeres pone en entredicho la tradicional dinámica relacional entre hombres y mujeres y “la incursión de la mujer en el ámbito público […] [produce] una especie de desempoderamiento de la figura masculina en todos los ámbitos de la vida social” (Palacio, 2002, p. 30).

El más reciente, “el tiempo del murmullo”, se distancia de dinámicas de antagonismo y asimetría; en él se vivencia una cierta androgenización de roles sociales, laborales, familiares y domésticos.

Estas y otras importantes referencias al cambio que se está operando en las relaciones de género deben tener en cuenta la advertencia que hace Knibiehler (1997, p. 117) acerca de la necesidad de evitar la oposición entre un “antiguamente” invariable y un “hoy” cambiante, pues en cada viraje de la civilización siempre ha habido “nuevos” padres, dado que la paternidad es, precisamente, una institución sociocultural; por ende, dinámica y cambiante.

Así, autores como Faur (2004), Milmaniene (2004) y Palacio (2002) coinciden en señalar la aparición de cambios tendentes a forjar un modelo de masculinidad más sensitivo, más apropiado a la corresponsabilidad cotidiana, que replantea los fundamentos dominantes y, muchas veces, violentos de la identidad masculina y las jerarquías excluyentes de las relaciones entre los géneros y las generaciones.

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