Racionalidad y trascendencia

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La transformación postsecular de las relaciones entre religión y racionalidad


El uso reciente del adjetivo “postsecular” para referirse a las sociedades occidentales contemporáneas por parte de teóricos que, como Habermas, hace un par de décadas consideraban que existía un vínculo inexorable entre modernización y secularización, ha tomado por sorpresa a los estudiosos recientes de las relaciones entre religión y modernidad. Este adjetivo no solo pretende hacer justicia al hecho social de que las religiones persisten en las sociedades modernas como fuerzas fundamentales para la formación de opiniones, valoraciones y proyectos políticos, así como para la constitución de identidades personales y grupales. Además de esa constatación de la persistencia de la religión en la sociedad secular, el adjetivo postsecular indica un cambio en la concepción misma de la relación entre religión y modernidad, y en particular de la relación entre religión y racionalidad. En este capítulo quisiera explorar este cambio en la filosofía actual para tratar de descubrir, en las diferentes maneras como se plantea, algunas características centrales de la figura que esta relación está adquiriendo.

En la primera parte trataré de mostrar cómo la imagen ilustrada de la relación entre religión y racionalidad, que las concibe como esferas mutuamente excluyentes, se ha vuelto insostenible. En la segunda, presentaré dos formas en que esta relación se reconstituye en el pensamiento actual. Por un lado, consideraremos el modelo del aprendizaje colaborativo entre ciudadanos creyentes y no creyentes propuesto por Jürgen Habermas. Del otro, consideraremos la teoría de la justificación elaborada por Nicholas Wolterstorff en la cual las creencias religiosas funcionan como criterios normativos. Terminaré con una reflexión breve sobre los elementos comunes de estos dos modelos y con unas indicaciones sobre el modo como pudieran desarrollarse principios normativos para un diálogo entre racionalidades religiosas y seculares que no privilegie a ninguna.

La crisis de la imagen ilustrada de la relación entre razón y religión

De acuerdo con una imagen ampliamente extendida de la relación entre religión y modernidad, una imagen que hace parte de las líneas constitutivas del imaginario moderno y que determina el clima intelectual de nuestro tiempo, el avance de la modernidad debería conducir (en el doble sentido normativo y predictivo) a la superación de la religión. Las diversas teorías de la secularización ofrecen diferentes versiones de lo que esta superación significa. En tanto que proceso social, como ya indicamos en el capítulo anterior, hay más o menos un consenso entre los sociólogos de la religión a la hora de señalar que el centro de la secularización implica una serie de procesos de diferenciación social. Con ciertos matices en cada teoría, la diferenciación involucra los siguientes cinco elementos:1 (1) el quiebre de la hegemonía cosmovisional que antes detentaba una única tradición. Las sociedades modernas se caracterizan por el pluralismo de visiones de mundo religiosas y seculares y de proyectos de vida que no pueden ser simplemente aglutinados ni controlados desde una única doctrina comprehensiva que pretenda ofrecer un punto de vista superior. Esto conduce a que las instituciones religiosas, como vimos antes, no detenten ya el monopolio sobre la definición de la realidad, ni puedan transmitir un tipo de experiencia y práctica religiosa como algo evidente y presupuesto por todos los miembros de una sociedad. Por el contrario, entran en una suerte de competencia con otras ofertas de “sentido último”, en la cual deben atraer y ganar la fidelidad de sus potenciales adeptos.2

Este proceso de pluralización social es acompañado y reforzado por (2) el surgimiento de esferas sociales autónomas, como la política, la ciencia, la educación y el mundo del arte, que funcionan cada una con su propia lógica independiente de la tutela religiosa. Aquí la superación de la religión equivale a su pérdida de centralidad. La religión pierde su lugar como “donador universal de sentido”3 y debe compartir el espacio social con diversas interpretaciones de la vida y la acción humana que compiten entre sí. Este proceso es a veces denominado autonomización, y trae como consecuencia (3) la privatización de la creencia y la práctica religiosas que ahora se convierten en un asunto personal y voluntario. Esto tiene dos consecuencias importantes que exploramos antes y que aquí solo necesitamos recordar. Primero, que cada individuo se siente en la posición de crear su propio universo de sentido religioso, tomando de aquí y allí los elementos subjetivamente llamativos para su propio bricolaje cosmovisional. Segundo, los argumentos y las interpretaciones de la vida y la acción humana orientados por las fuentes de las religiones tradicionales son expulsados del espacio público y pierden relevancia en la construcción general del mundo social. En buena parte de las sociedades modernas, esto conduce a (4) el desplazamiento y, por decirlo de algún modo, el camuflamiento de lo religioso en lo secular en las formas de, por ejemplo, la “religión civil”, el “espíritu del capitalismo” o de valores e instituciones laicas que tienen su origen en concepciones religiosas (generalización). Finalmente, como resultado de todo lo anterior, la secularización suele comprenderse como (5) la pérdida de plausibilidad de la creencia y la disminución de la práctica religiosa.

Es particularmente con respecto a este último elemento que la idea de la superación de la religión por la razón ha solido presentarse. Según la versión más corriente de esta idea, la pérdida de plausibilidad de la creencia religiosa sería un producto del avance de la racionalidad y en particular de la ciencia a partir del siglo XVII. Esto presupone que religión y racionalidad no solo son incompatibles, sino que el desarrollo de la segunda inevitablemente genera el exterminio de la primera. Así, en la década de 1960 el antropólogo Anthony Dallas pronosticaba, utilizando una frase que bien resume cierta interpretación de la secularización que conserva aún hoy buena parte de su popularidad, que “la creencia en poderes sobrenaturales está condenada a desaparecer, en todos los lugares del planeta, como resultado del creciente desarrollo y difusión del conocimiento científico”.4

Semejante ecuación que liga el desarrollo científico con la secularización (en este sentido restringido de la pérdida de la creencia religiosa) supone una definición problemática, y de hecho se basa en una inadecuada comprensión tanto de la racionalidad como de la religión. Por un lado, identifica y reduce la racionalidad a una sola de sus formas, la de la ciencia moderna, y la religión a una sola de sus dimensiones, la de un conjunto de doctrinas (de suyo carentes de una adecuada justificación racional) que pretenden describir el mundo. Pero ni la racionalidad se agota en el modelo particular de la racionalidad tecnocientífica ni la religión puede pensarse solo como un cuerpo de doctrina, desligado de una serie de prácticas, experiencias y formas de vida que le dan sentido. Por otro lado, esta ecuación presupone una problemática visión teleológica de la historia, cercana a aquella propuesta por Comte y según la cual la sociedad evoluciona desde un estadio teológico, en el cual los fenómenos naturales, por falta de una mejor explicación, son atribuidos a la acción de dioses y espíritus, pasando por un estadio metafísico, en el cual se logra un nivel mayor de abstracción y la naturaleza se comprende mediante un proceso deductivo que parte de conceptos abstractos, hasta alcanzar la fase final de desarrollo: el estadio científico o positivo, en el cual la comprensión de la naturaleza se basa en métodos empíricos que conducen a la formulación de leyes. De este modo, la religión sería, para parafrasear la definición de Edward Tylor, la ciencia del hombre primitivo, es decir, un modo fundamentalmente equivocado de describir el mundo que desaparece tan pronto como avanzan los métodos legítimos de conocimiento.

Pero, además de los problemas conceptuales envueltos en esta concepción, la ecuación secularista ha probado ser simplemente falsa. ¿Cómo comprender, por ejemplo, el resurgimiento religioso en los países del antiguo bloque soviético o en China después de la reforma constitucional de 1978 que permitió la libertad religiosa, luego de que en ellos la religión parecía haber sido erradicada mediante políticas estatales enfocadas a la eliminación de la “superstición” mediante la educación de los ciudadanos? ¿O qué decir del hecho de que en Estados Unidos, tras 150 años en los que la teoría de la evolución natural de Darwin ha sido utilizada para promover militantemente el naturalismo, el creacionismo siga encontrando nuevas y ultrasofisticadas formas argumentativas para seguir dando la batalla? Adicionalmente, el fundamentalismo religioso en diversas tradiciones parece estar viendo su momento de mayor expansión aun en las sociedades consideradas más modernas. Todos estos desarrollos históricos han llevado a replantear la relación entre religión y modernidad.

Peter Berger, uno de los proponentes clásicos de la teoría de la secularización, ha titulado uno de sus trabajos recientes “La desecularización del mundo”.5 Mediante un cuidadoso análisis sociológico conducido en diferentes regiones del planeta, muestra que con excepción de Europa occidental y la subcultura internacional académica, el mundo de hoy es tan religioso como siempre ha sido. Como señalamos en el capítulo anterior, la modernidad, o mejor, los diversos procesos de modernización geopolíticamente diferenciados tienen efectos secularizadores tanto como contrasecularizadores (revoluciones religiosas, surgimiento de subculturas religiosas, explosión del fundamentalismo en todas las religiones), de modo que la creencia y la práctica religiosas, si bien son transformadas, de ningún modo parecen estar en camino hacia su extinción.

 

¿Puede afirmarse que existe un vínculo directo entre el avance de la ciencia y la pérdida de plausibilidad de la creencia religiosa? Esta pregunta cuestiona uno de los presupuestos centrales de la imagen ilustrada de la relación entre racionalidad y religión, según la cual ambas son inherentemente incompatibles. Varios estudios recientes ofrecen una respuesta negativa. A partir de un escrutinio detallado de la historia de la relación entre ciencia y religión, John Brooke concluye que en lugar de una correlación directa entre el avance de la ciencia y el decrecimiento de la religión, lo que se constata es que las teorías científicas han sido susceptibles de interpretaciones ateas tanto como teístas, dependiendo de los valores y preconcepciones de aquellos que han pretendido actuar como intérpretes.6

En efecto, incluso el establecimiento del naturalismo metodológico como elemento fundamental de la cultura científica, “no implica la conclusión ontológica según la cual sólo la naturaleza existe, ni ha prevenido que científicos distinguidos en el siglo veinte se mantengan firmes en su fe”.7 De este modo, la antipatía por la religión organizada y la pérdida de la creencia parecen provenir de otra fuente. Brooke cita un estudio a gran escala que rastrea las razones de cerca de 350 no creyentes ingleses entre 1850 y 1960.8 Los avances científicos aparecen raramente aquí como una causa para la increencia. Más bien, la pérdida de plausibilidad de la creencia tienen que ver con factores como: (a) un cambio de orientación política del conservadurismo a visiones más radicales que rechazan la religión como legitimadora de las estructuras sociales dominantes; (b) una nueva manera de leer los textos sagrados, desde una nueva sensibilidad moral que descubre en ellos inconsistencias y sobre todo se escandaliza ante la figura del Antiguo Testamento de una deidad antropomórfica y vengativa; (c) los métodos de exegesis bíblica de orientación sociohistórica; (d) la percepción de fallas morales entre los clérigos y religiosos; y (e) el surgimiento de la conciencia de que los ateos pueden comportarse de un modo tan moralmente correcto como los creyentes.

También el sociólogo británico David Martin, otro de los teóricos clásicos de la secularización durante los años setenta, ha concluido en sus trabajos más recientes que no hay una relación directa entre el avance de la ciencia y la pérdida de influencia personal o social de la religión. Otro tipo de factores resultan más determinantes. Entre ellos, Martin menciona los efectos de ruptura que la movilidad geográfica y social tienen sobre el sentido de comunidad, tradicionalmente permeado por la religión; el aumento de la cultura del hedonismo que inhibe la formación de compromisos duraderos con proyectos o instituciones religiosas o de otro tipo; el impacto de ideologías secularistas sobre la educación y los medios de comunicación; y el desplazamiento de la solidaridad religiosa por la solidaridad nacional, de clase o de partido.9

Si el avance de la ciencia no tiene de por sí un impacto negativo sobre la creencia y la práctica religiosas, sino que más bien las teorías científicas pueden ser interpretadas y utilizadas tanto para apoyar como para atacar las creencias religiosas de acuerdo con los presupuestos de los intérpretes, es en el horizonte de precomprensión moderno en donde se origina el supuesto conflicto entre religión y racionalidad. Este horizonte de precomprensión, como ha mostrado magistralmente Charles Taylor en su obra sobre la era secular, se ha constituido más a partir de un cambio en nuestra comprensión moral que sobre la base de nuevos descubrimientos científicos.10 Como anotamos en el capítulo anterior, para Taylor la secularización, más que el proceso sociológico de diferenciación o el simple decrecimiento de la creencia religiosa, tiene que ver con un cambio en las condiciones y el contexto de precomprensión (el marco constituido por todo aquello que tomamos por dado) en el cual tienen lugar la búsqueda moral y espiritual tanto de personas religiosas como no religiosas. Para decirlo una vez más, no se trata tanto de un cambio en aquello que uno cree, en los contenidos de la creencia, sino en el modo como ahora es posible creer.11

La principal característica de esta transformación en el modo de creer tiene que ver con el surgimiento de alternativas que hacen de la creencia algo opcional; pero no, como ha solido pensarse, de alternativas puramente teóricas. En efecto, esta transformación no es generada en primer lugar por un interés por la naturaleza en sí misma, motivado por el surgimiento de la ciencia moderna que hubiera ofrecido una visión de mundo alternativa a aquella en que Dios ocupaba el centro, pues semejante interés fue generalmente de la mano con una referencia al Creador, al punto de que la autonomización de la naturaleza hizo posibles incluso nuevas formas de devoción.12

En efecto, el interés moderno por la naturaleza en sí misma no es homogéneo: responde a diferentes valores y preconcepciones previas que hacen que se desarrolle en diferentes sentidos. Más bien, las alternativas que ofrece la secularización surgen de una transformación gradual en la comprensión de aquello que significa la plenitud y el fin último de la vida humana. En particular, para Taylor la secularización es motivada por el desarrollo del humanismo exclusivista o autosuficiente a partir de la tradición cristiana misma. Se trata de la concepción según la cual el fin último de la vida es el florecimiento humano, desligado de cualquier referencia a lo trascendente.13 Lo que importa es la vida misma, la realización y plenitud de la vida misma y no algo que está situado más allá de ella o que pueda implicar para su realización, como en la concepción religiosa, la negación o el sacrificio de la vida. En tanto que se convirtió en una opción ampliamente extendida, disponible por primera vez para la gran mayoría de personas, esta alternativa a la referencia a Dios “dio fin al reconocimiento ingenuo de lo trascendente, o de los fines que van más allá del florecimiento humano”.14 Pero al hacer esto, generó un universo cada vez más plural de alternativas en las que el modo ingenuo de creer no es ya una opción ni para los creyentes ni para los no creyentes. De ahora en adelante, toda creencia implica el reconocimiento de que se trata de una opción entre muchas, determinada por su contexto de precomprensión.

La postsecularización como transformación de la relación entre religión y racionalidad

La percibida oposición entre religión y racionalidad, propia de la imagen ilustrada, no proviene, pues, de un conflicto inherente entre ciencia y religión, sino de la nueva sensibilidad moral secular. Para esta sensibilidad, uno de los principales generadores de conflicto es la amenaza que la religión puede representar contra la libertad y la convivencia pacífica en una sociedad plural. La separación entre el Estado y cualquier confesión religiosa particular, así como la neutralidad cosmovisional de las instituciones políticas modernas, han solido pensarse como un antídoto contra esta amenaza. La cuestión que surge ahora es: ¿cómo regular la interacción entre ciudadanos de diferentes orientaciones religiosas y cosmovisionales en un contexto plural en el cual las religiones persisten como fuentes de sentido y motivación ética y política?

El adjetivo postsecular ha sido sugerido para describir esta nueva situación. Con él no solo se reconoce que en las sociedades modernas, luego del proceso de secularización, las religiones conservan su influencia tanto en la vida pública como en la privada (y que esta influencia es necesaria e importante para la democracia), sino que también es preciso replantear la imagen ilustrada de la relación entre fe y razón, tanto en la esfera del conocimiento teórico como en el uso público de la razón. Consideremos dos modelos de la relación postsecular entre religión y racionalidad, primero uno que se centra en su lugar en la esfera pública, y luego uno que se ocupa de su interacción en el dominio teórico. Si bien estos modelos representan los dos polos opuestos de la comprensión de la relación entre religión y racionalidad, dejan ver ciertas exigencias comunes a las que esta relación debe responder.

Religión y racionalidad en la esfera pública postsecular

Aquí la cuestión central se plantea con la pregunta: ¿qué lugar deberían ocupar los argumentos religiosos en las discusiones públicas? Esto implica preguntar hasta qué punto pueden permitirse argumentos religiosos en los debates públicos y sobre todo cómo evaluar posiciones justificadas mediante diversos tipos de razones. Como ha mostrado Habermas en sus trabajos recientes sobre la sociedad postsecular, estas preguntas plantean un problema para la teoría política liberal, según la cual solo los argumentos seculares cuentan en los procesos de deliberación política. Porque un Estado liberal no puede, al mismo tiempo, garantizar y proteger el derecho a la libertad religiosa, que implica tanto la libertad de vivir de acuerdo con la propia tradición como de expresar públicamente las convicciones de la propia fe, y a la vez exigir que los ciudadanos de orientación religiosa justifiquen sus posiciones políticas con independencia de sus creencias religiosas, las cuales determinan su visión del mundo y aquello que cuenta políticamente como correcto o incorrecto.15 Consecuentemente, para proteger la libertad de expresión y la libertad religiosa, es necesario permitir a los ciudadanos de orientación religiosa presentar y justificar sus posiciones en un lenguaje religioso. Pero esto genera un nuevo problema. ¿Hasta qué punto consiguen estas posiciones ser tenidas en cuenta en un proceso de deliberación democrática? En particular, ¿cómo pueden los ciudadanos que no comparten la misma orientación religiosa comprender y evaluar las posturas religiosas?

Lo primero que tenemos que notar es que, en la situación postsecular, religión y racionalidad no aparecen ya más como dos instancias claramente diferenciadas y contrapuestas. Antes bien, la cuestión que se plantea es cómo pueden y deben relacionarse diversas formas de racionalidad, unas constituidas de modo religioso —en tanto que basan sus procesos de justificación en premisas y formas argumentativas pertenecientes a tradiciones religiosas particulares— y otras de modo secular —basadas en principios y formas de argumentación que pretenden ser independientes de cualquier referencia a una visión de mundo particular—.16 Para Habermas, el eje de la relación postsecular entre razón secular y razón religiosa es un proceso de aprendizaje recíproco basado en “un cambio de mentalidad” tanto de los ciudadanos de orientación religiosa como de los no religiosos. Este cambio de mentalidad implica un proceso de autorreflexión hermenéutica que para los ciudadanos religiosos implica una suerte de acomodación a las exigencias de la modernidad, y para los de orientación secular, una revisión de los presupuestos secularistas y naturalistas que los llevan a no tomarse en serio las pretensiones de verdad de la religión. Detengámonos en las exigencias que según Habermas deben asumir los dos tipos de ciudadanos para hacer posible la integración de las razones religiosas de manera provechosa.

En primer lugar, los ciudadanos religiosos deben tratar de acomodar reflexivamente sus creencias respondiendo a los retos que les plantea el mundo moderno: la diversidad de tradiciones religiosas que contradicen sus pretensiones de verdad, el avance de la ciencia moderna y el surgimiento de una ética y una política seculares.17 Este proceso de acomodación racional requiere el desarrollo de ciertas actitudes epistémicas que permiten a los ciudadanos religiosos procesar las disonancias cognitivas que estos tres retos generan en sus universos simbólicos.

 

1) Con respecto a otras tradiciones religiosas, deben encontrar la forma de relacionarse con ellas de una manera reflexiva, explicando la relación entre sus doctrinas y aquellas que las contradicen o que se presentan como alternativas. Esto implica elaborar algo así como una teoría de la diversidad que a la vez que es coherente con sus propias pretensiones de verdad, les permita relacionarse pacíficamente con los demás.

2) Con respecto al conocimiento científico, los ciudadanos religiosos deben buscar la manera de concebir “desde su punto de vista religioso, la relación de los contenidos dogmáticos de fe con el saber secular acerca del mundo de tal modo que los progresos autónomos en el conocimiento no puedan venir a contradecir los enunciados relevantes para la doctrina de la salvación”.18

3) Con respecto a la política y la moral seculares, los ciudadanos religiosos deben incorporar en sus propias doctrinas comprehensivas el “individualismo igualitario del derecho racional y de la moral universalista”.19 Esto es, deben renunciar a su pretensión de organizar la vida de modo comprehensivo e incorporar los fundamentos normativos del Estado liberal a sus propias doctrinas, buscando la forma de derivar los valores y principios seculares a partir de sus propias fuentes religiosas.

Es interesante notar que hay una suerte de asimetría entre estos tres requisitos. Mientras que el principio (1) ubica las diversas pretensiones religiosas de verdad en un plano de valor equivalente, y solo exige que cada tradición pueda explicar la relación de sus doctrinas con aquellas que se le oponen sin renunciar a la aspiración, típicamente religiosa, de expresar la verdad plena, los principios (2) y (3) implican que debe dársele prioridad a la razón secular renunciando a otras aspiraciones típicamente religiosas, como la de orientar y organizar comprehensivamente la vida.20 ¿Puede justificarse esta prioridad? Habermas considera que la razón secular no se encuentra ligada a ninguna cosmovisión religiosa particular y de este modo ofrece un lenguaje común “neutral” sobre el cual las diferencias pueden ser negociadas, y a partir del cual se pueden generar los consensos normativos necesarios para la vida en común.21 En efecto, para que los contenidos religiosos puedan realmente ser tenidos en cuenta en un proceso de deliberación democrática, para Habermas estos deben ser traducidos al leguaje secular, en tanto que es un “lenguaje accesible a todos”.

Pero el concepto mismo de traducción es problemático. Su centro parece ser “una deconstrucción secularizadora, y a la vez, salvadora de las verdades de fe”.22 En otras palabras, se trata de una suerte de reconstrucción de los conceptos básicos de una tradición religiosa de modo que su potencial normativo pueda ser utilizado por ciudadanos de diferentes orientaciones religiosas y de otro tipo. Como ejemplos, Habermas cita la traducción realizada por Kant del concepto cristiano de libre albedrío con el de autonomía,23 o la transformación del concepto de la semejanza con Dios en el de la igual dignidad humana. ¿Qué es propiamente la secularización de un concepto en este sentido? ¿Qué es lo que lo vuelve “generalmente accesible”? Según Habermas, su justificación posmetafísica, es decir, el hecho de que su poder normativo no dependa de ninguna forma de autoridad religiosa, la cual resultaría inaceptable para miembros de otras tradiciones. Pero desligar un concepto del proceso de justificación en el que fue originalmente producido no parece suficiente para desligarlo de su origen religioso o cultual específico. La crítica intercultural a los derechos humanos, que pretenden ofrecer una base normativa secular y transcultural, viene aquí al caso. Generalmente, esta crítica se orienta a mostrar que, a pesar de su aparente neutralidad cosmovisional, los conceptos en los que se basan los derechos humanos representan más ciertas tradiciones religiosas y culturales que otras y que aceptarlos supone abrazar también estos presupuestos cosmovisionales. En otras palabras, el lenguaje secular, en lugar del medio para la traducción que provee algo así como contenidos depurados de toda referencia cosmovisional, es de suyo, en buena parte, una reelaboración de concepciones de origen religioso y cosmovisional específico. Consecuentemente, debe comprenderse más como un participante en el diálogo que como su base común. Esto si el objetivo del diálogo no es la homogeneización cultural y la neutralización de la diferencia, sino, como el mismo Habermas pretende, el aprendizaje colaborativo.

Habermas es, hasta cierto punto, consciente de esta dificultad, a pesar de que no parece dispuesto a renunciar a la prioridad del lenguaje secular sobre los múltiples lenguajes religiosos. Por eso afirma que el peso del cambio de mentalidad no puede recaer exclusivamente sobre los ciudadanos religiosos. Por su parte, los ciudadanos que no tienen una orientación religiosa deben también iniciar un proceso de autorreflexión orientado a trazar los límites de la Ilustración y en general a reinterpretar la modernidad para superar los prejuicios secularistas, es decir, las interpretaciones de la religión basadas en un naturalismo endurecido que la hacen ver como algo primitivo, irracional o infantil que carece de todo valor cognitivo. Así, no solo el Estado secular no puede privilegiar una imagen naturalista del mundo, sino que los ciudadanos no religiosos “no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas”.24

¿Qué puede ofrecerle la razón religiosa a la secular según Habermas? En primer lugar, una fuente de motivación ética y de cohesión social que una racionalidad que niegue la trascendencia se ve en apuros para proveer. En segundo lugar, un lugar desde donde autocriticarse para superar las reducciones cientificistas de la razón, que la limitan a una sola de sus formas posibles. Aquí es central el reconocimiento de la constitución genealógica de la razón en la cual la religión, mediante procesos de secularización de sus conceptos y procedimientos argumentativos, ha jugado un papel central.25 Finalmente, la religión puede ofrecer un antídoto contra las tendencias autodestructivas propias de la modernidad26 que, una vez absolutizada la razón, parecen carecer de un juez. Este parece ser uno de los puntos de coincidencia entre Habermas y el entonces cardenal Joseph Ratzinger en su ya célebre debate del 2004 en la Academia Católica de Baviera. Allí Ratzinger, luego de afirmar la necesidad de que la religión sea purificada de sus patologías por medio de la razón, se pregunta quién puede purificar a la razón de las suyas. En sus palabras:

Ahora deber surgir la duda sobre la fiabilidad de la razón. Al fin y al cabo, la bomba atómica es un producto de la razón; al fin y al cabo, también la producción y la selección de hombres han sido creadas por la razón. En ese caso, ¿no habría que poner a la razón bajo observación? Pero ¿por medio de quién o de qué? ¿O no deberían quizá circunscribirse recíprocamente la religión y la razón, mostrarse una a la otra los respectivos límites y ayudarse a encontrar el camino?27

En este sentido, la relación postsecular entre racionalidades religiosas y seculares implica un giro en las pretensiones de la razón ilustrada que debe ser también puesta dentro de los límites de la religión. Habermas ha dado un importante paso al reconocer la necesitad de esta limitación mutua y dialógica. No obstante, es problemática su exigencia de darle prioridad a los valores y principios seculares sobre los religiosos, y en general su presuposición de que el lenguaje secular ofrece una base común neutral, desligada de toda tradición particular. Si en la constitución genealógica de la razón secular han intervenido ciertas tradiciones religiosas particulares, su universalidad no puede garantizarse mediante su justificación posmetafísica, simplemente porque no podemos presuponer a priori que un pensamiento poscristiano genere los mismos principios que uno posmusulmán o posbudista.