Ley y justicia en el Oncenio de Leguía

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La Patria Nueva: el entorno

–¡Viva la Patria Nueva!

–¡Que viva...!

–¡Que viva...! [...]

–Este se los gana a todos. Es un demagogo formidable.

–¿Y por qué no va a ser sincero? Eso de la Patria Nueva está muy bien. Estamos hartos de los señorones, de los cogotudos, de los civilistas.

Luis Alberto Sánchez, Los señores. Relato esperpento (Lima, 1983)

Oigo decir que mi Gobierno ha hecho labor de provecho. Quiero creerlo porque trabajé con amor y sinceridad; pero lo hecho es nada ante lo que debemos hacer. Y como es ley de la historia que los pueblos subsistan mientras que los hombres perecen, ya no seré yo, quizá el obrero perseverante de esos trabajos.

Augusto B. Leguía, «Discurso pronunciado en la Universidad de San Marcos» (30 de mayo de 1928)

Tal como sucedió tres décadas antes con otro expresidente en el exilio —el jurista arequipeño Francisco García Calderón—, en los primeros días de febrero de 1919 Lima se aprestaba a recibir en triunfo al candidato del reformismo, que llegaba procedente de Liverpool a bordo de un pequeño paquebote inglés tras una estancia de seis años en Europa. En Panamá un grupo de peruanos le había dado el alcance, mientras que en los puertos norteños de Paita, Eten y Salaverry lo esperaban gruesas comitivas6. Entre tanto, en el Callao, la alborotada ciudadanía dudaba sobre si trasladar al caudillo en un bote impulsado por doce remeros o —más a tono con los tiempos nuevos— conducirlo al muelle en una moderna y democrática lancha a motor. La distancia del Callao a Lima sería cubierta, eso sí, en ferrocarril, la locomotora ornada con banderas peruanas. Se modificó la vía del tren para que el viaje culminase simbólicamente, no en la Estación de Desamparados, sino frente al monumento a la victoria de 2 de mayo, donde el recién llegado tomaría un automóvil descapotable hasta su residencia de la calle de Pando. Así, el 9 de febrero de 1919, la multitud contempló otra vez a don Augusto Bernardino Leguía, un hombrecillo de mirada inquieta, vestido de oscuro y peinado con raya y dos pabellones sobre la frente7.

En un breve mensaje, improvisado ante la columna de 2 de mayo, el ahora candidato de la oposición, Leguía, anunciaría el fin de la plutocracia civilista, la moralización del país, la recuperación de Tacna, Arica y Tarapacá, la reducción del costo de vida y el abaratamiento de la vivienda popular8. El ánimo reformista era evidente. En la tarde de 9 de febrero, en otro discurso, desde el balcón del Club de La Unión, Leguía manifiesta a sus seguidores:

Se os ha pretendido exhibir como un pueblo desprovisto de patriotismo y en decadencia, pero aquí estoy yo para trabajar incansablemente hasta demostrar no solo a la América, sino al mundo entero que el Perú es un pueblo de patriotas, y trataré de dar solución a los grandes problemas nacionales, tanto internos como externos, sin menoscabo de la dignidad del país, y haré que se reconozca el derecho y la justicia que nos asiste para reclamar lo que en días de decadencia nacional se nos arrebató9.

Y añadiría con energía, como si recordara el Día del Carácter, como se llamaba a la fecha que salvó del secuestro (el 29 de mayo de 1909) que le impusieron los temperamentales hijos de Piérola:

Estoy resuelto a hacer la felicidad del pueblo y con este objeto echaré las bases que permitan el desenvolvimiento de la vida nacional. Posiblemente tropiece con grandes obstáculos, pero mi resolución es inquebrantable cualesquiera sean los sacrificios que requieran su realización. No es fácil poner en práctica los grandes ideales, pero la situación actual requiere toda energía y todo civismo10.

Detrás de los excesos retóricos, un augurio asomaba al final de la alocución: «nada ni nadie —advertía el futuro gobernante— podrá detenerme en el camino que voy a seguir para hacer la felicidad del país». Unos días más tarde, el 19 de febrero, en el crucial «discurso programa» que pronunció en el restorán del Parque Zoológico durante la celebración de su onomástico, Leguía se referiría a la «responsabilidad enorme que pesa sobre mis hombros en esta hora decisiva para el Perú». Desfilaban entre los puntos del programa la solución justa, digna y definitiva del «magno problema internacional» de Tacna y Arica; la reforma de la Constitución y del Poder Legislativo; el fortalecimiento de la autonomía municipal y regional; el impulso a la agricultura y mejores condiciones de habitación, alimentación y vestido para obreros y empleados11. Incluso insinuaba la posibilidad de dotar al Estado de «atribuciones bastantes para llegar hasta la socialización de ciertos servicios, si ello fuera indispensable para abaratar la vida». «No me deis país rico con gente pobre», exclamó Leguía, antes de concluir con la invocación a formar un gran partido nacional, «que destruya los antiguos vínculos y compromisos personales». El programa debió captar inmediatamente el apoyo ciudadano, en tanto crecía el descontento frente al gobierno civilista. A mediados de marzo de 1919, el editorialista de Variedades reconocía irónico:

La fuerza política del señor Leguía ha tomado mucho cuerpo: sus promesas de hacer un maravilloso gobierno, sus planes de saneamiento moral, de renovación de métodos, de enérgica orientación patriótica en el orden internacional, y tantas ofertas más, han prendido en la voluntad de los pueblos, y como a estas alturas ya sería muy difícil que nos saliera otro señor abnegado que levantara como bandera otro programa estupendo y seductor, no vemos cómo podría complicársele el éxito al señor Leguía12.

Los hechos se sucedieron con rapidez. Mientras en la Corte Suprema se ventilaban más de treinta demandas parciales de nulidad relativas a las elecciones de mayo, un paro general era convocado hacia fines del mismo mes por anarquistas y estudiantes. Finalmente, en la madrugada de 4 de julio de 1919, el presidente José Pardo era derrocado bajo el cargo de pretender influir en la decisión de la Corte Suprema y Leguía quedaba instalado como presidente provisional. A nadie extrañó que la conformación de un nuevo Parlamento y una reforma constitucional fuesen las primeras medidas adoptadas por el nuevo régimen. El 12 de octubre de 1919, con una nueva Constitución, Leguía presta juramento ante la Asamblea Nacional como presidente constitucional del Perú por un periodo de cinco años que concluiría el 12 de octubre de 1924, merced a lo señalado por la Ley 400113. En su mensaje a la Cámara, Leguía reiteraba las promesas de un gobierno «perseverante, laborioso y honrado» que, con paz y orden, «harán segura y prontamente de nuestra Patria una de las más prósperas del Continente»14. La democratización del país y la acrimonia contra los «métodos caducos» de la política serían divulgadas a partir de entonces por la propaganda oficial como algunas de sus principales banderas15. Se inauguraba así formalmente la Patria Nueva y, con ella, el largo Oncenio leguiista.

La experiencia política de Leguía, que se remonta a su actuación civilista como ministro de Hacienda en la época del primer gobierno de José Pardo y que se consolida durante su agitado primer mandato presidencial (1908-1913), lo había alertado sobre la necesidad de llevar a cabo cambios sustanciales en lo que sería su segunda y más larga conducción de las riendas del país. El modelo oligárquico y excluyente postulado por el civilismo de la República aristocrática a los ojos de un hombre de ideas modernas resultaba agotado. La extracción social de Leguía y la misma naturaleza de las actividades económicas que le daban sustento cumplieron, a su vez, un papel fundamental en la elaboración de su programa alternativo. En efecto, no obstante que Leguía tenía una vieja militancia en el Partido Civil, organización a la que debió su emergencia en la escena política, estaba lejos de pertenecer a la flor y nata de la oligarquía nacional.

Descendiente de inmigrantes vascos, Augusto Bernardino Leguía Salcedo había nacido en Lambayeque el 19 de febrero de 1863. Su origen provinciano, sus tamizadas raíces mestizas, la carencia de una red de relaciones sociales usualmente tramada desde la infancia y juventud (recordemos que se formó en Lambayeque y en Valparaíso, no en Lima) y su condición subordinada de empleado de seguros lo distanciaban —a pesar de su éxito social como clubman y de su afortunado matrimonio con doña Julia Swayne y Mariátegui— del exclusivo núcleo del civilismo y lo asociaban, en cambio, con el típico self made man. Incluso un biógrafo acomedido, René Hooper, admite que en los círculos oligárquicos el gobernante «era considerado un hombre nuevo, que carecía de abolengo, y no era de los suyos»16. En efecto, aun cuando bajo el Oncenio los cronistas áulicos se esforzaran por rastrear el origen señorial del presidente, Leguía representaba más bien a un sector medio que a merced de trabajo (y especulación) logra hacerse de una posición social ventajosa.

A diferencia de la mentalidad aristocrática rentista, la psicología de Leguía era la de un hombre de negocios. El civilista genuino era el señorón, mientras que Leguía era el eficiente mayordomo. De empleado de agencias de seguros y segundo del civilismo alcanza un estatus respetable merced al talento y la audacia. Sus propios éxitos y fracasos lo diferencian de la tranquila bonanza de los mayores exponentes del civilismo. Leguía transita de la modestia decorosa a la prosperidad, pero recorre también el camino inverso. Iniciado como secretario comercial de Prevost y Cía., el joven Leguía pasa a trabajar poco después como cajero y contador de la empresa Caucato. Luego, con Carlos Leguía, se dedica a exportar azúcar, arroz y cuero. Posteriormente, desarrolla una rápida carrera como agente de seguros de la New York Life Insurance Company. Con la ayuda de otros socios constituye la Sudamericana de Seguros (1895) y, en sociedad con Manuel Candamo y José Pardo, funda la Compañía de Seguros Rímac (1896). Incursiona también en negocios específicos como la importación de mano de obra japonesa (1899), la administración de los fundos agrícolas de sus parientes políticos, los Swayne, y la explotación de una concesión en la selva. Asume, asimismo, cargos directivos en la British Sugar Company, la hacienda San José de Chincha, el Banco Internacional del Perú y en la Sociedad Nacional de Agricultura. La inestabilidad y los golpes de suerte e infortunio marcan su existencia. La movilidad social que tira hacia arriba y lo atrae hacia abajo constituye un ir y venir del que no puede escamotearse y que inevitablemente lo acompañará tanto en su actividad comercial y de negocios, a veces tan infructífera y osada, como en su carrera política.

 

Leguía, por otra parte, tenía razones para aborrecer, en el plano político, al civilismo. Su primer gobierno estuvo sitiado por una terrible oposición que, paradójicamente, procedía de su propio partido y de la encarnizada facción «bloquista» constituida en el Parlamento por Antonio Miró Quesada (presidente de la Cámara de Diputados y propietario de El Comercio), José Matías Manzanilla, Elías Mujica y Carassa y Francisco Tudela y Varela17. Si el 29 de mayo de 1909 —fecha recordada más tarde, en la ideología del Oncenio, como «El Día del Carácter»— fue sacado de Palacio y conducido a empellones por un grupo pierolista por las calles de Lima, si el civilismo desde el Congreso y la Junta Electoral Nacional se batió para prorrogar el mandato parlamentario y librarse del ministro Melitón Porras, y si en 1913 el propio Leguía sufrió el incendio de su casa y padeció después un largo exilio de seis años, no cabe duda de que militaron también una serie de motivos personales para que se propusiera desplazar políticamente a los civilistas y fundar la Patria Nueva. Empero, Leguía, a pesar de todo, no termina de desprenderse de sus vinculaciones civilistas. No cercenó sus privilegios sociales o económicos a las familias prominentes, e incluso algunas se beneficiaron con el progreso material que su gobierno fomentó a expensas de los recursos fiscales. Por otra parte, era hacendado y exportador de algodón como varios de sus adversarios y llegó a tener parentesco y amistad con muchos de ellos. No acabó, pues, con la base económica del poder oligárquico: la gran propiedad agrícola de la costa y los bancos. En el plano económico, posiblemente el enfrentamiento más duro con la gran propiedad derivó del esfuerzo gubernativo para reformar la distribución de aguas, a la que los grandes hacendados se oponían tenazmente, como se desprende de la lectura de La Vida Agrícola y, sobre todo, del Boletín de la Sociedad Nacional Agraria, en la creencia de que los derechos de propiedad comprendían inalienables derechos sobre las aguas18. Irónicamente, la base legal con la que se inicia la nueva distribución de aguas, la Ley 2674, se promulgó en el régimen de Pardo19. El régimen leguiista, sin embargo, daría una rigurosa aplicación a esa norma, especialmente cuando se trataba de golpear a sus enemigos políticos20.

Al asumir el poder el 4 de julio de 1919 no concibió Leguía que el suyo fuese simplemente un gobierno que sucedía al de José Pardo, ni un cambio de turno o un relevo de posta más o menos usual en la historia del Perú republicano. Lo que buscaban Leguía y su séquito de colaboradores era una reforma sustancial del país, capaz de transformar la economía, la sociedad y el Estado21. Como lo sintetizara un exponente fiel del leguiismo, Mariano H. Cornejo, hacia las postrimerías del régimen: «Patria vieja y Patria Nueva no son dos frases de la retórica política, sino dos realidades que se oponen»22. Un documento propagandístico de la primera hora precisaba, sin ambigüedades, que el movimiento de 4 de julio «respondió a ideales perfectamente definidos de reacción democrática y al anhelo popular de establecer un régimen de progreso y de justicia en el país»23. Y añadía luego que «la revolución de 4 de julio fue un movimiento nacional esencialmente democrático, inspirado en la necesidad de implantar en la República diversas formas de orden constitucional»24. Así, la convocatoria a una Asamblea Nacional y el sometimiento de las reformas proyectadas a una consulta plebiscitaria, medidas con las que Leguía inauguraba la Patria Nueva, serían adoptadas «en la noble aspiración de realizar reformas constitucionales que implanten en el Perú la democracia efectiva»25.

En cuanto al programa esgrimido por Leguía, este apuntaba inequívocamente a consolidar el aparato burocrático del Estado; fijar a cualquier precio las fronteras nacionales para asegurar la paz que reclamaba el desarrollo interno26; ampliar la base social que participaba del poder, concibiendo de este modo a la política como una práctica moderna; y extender las áreas de cultivo merced a las irrigaciones, de manera que la agricultura fuese también una actividad productiva de los sectores medios y no emporio exclusivo de la oligarquía. Además, perseguía la incorporación del país a un nuevo circuito comercial presidido por los Estados Unidos ante el desplazamiento de Inglaterra del dominio mundial; un panamericanismo ingenuo que hacía de la potencia norteamericana un aliado potencial en los laudos arbitrales y las inversiones27; la inclusión compulsiva del indio en un esquema de civilización eurocéntrica y el aprovechamiento de su fuerza de trabajo en obras públicas, acompasados por un discurso paternalista y humanitario; la configuración de una sociedad burguesa moderna compenetrada con los valores pragmáticos del siglo veinte; la instalación de una meritocracia que asignase un lugar social no por los orígenes familiares sino por la acumulación monetaria basada en el trabajo; la conversión de la aristocracia en burguesía y el impulso a la movilidad ascendente de las clases medias; y la materialización física del progreso, patentizada en ferrocarriles, carreteras, obras de colonización, urbanización, pavimentación y saneamiento.

Ciertamente las obras públicas emprendidas durante el Oncenio fueron algunas veces tan ficticias y circunstanciales que el comentario público y la maledicencia popular pudieron decir:

La República prospera

en cien años de nación

una plaza de madera

y un palacio de cartón28.

Sin embargo, Leguía no emprendía las variaciones que su programa encerraba ateniéndose a la coyuntura, sino que ellas respondían a toda una plataforma política diseñada con anticipación. Posiblemente desde Manuel Pardo no se dotaba al Perú de un programa consciente de modernización de tal envergadura29. Aun una enconada adversaria del leguiismo, la indigenista Dora Mayer, estaría dispuesta a reconocer que el gobierno civilista de José Pardo pertenecía a la prehistoria política del Perú. Tras una durísima requisitoria, en la que acusa al gobernante de corrupto, de tirano y hasta de traidor a la patria por sus discutidos arreglos fronterizos, aparece un elogio explícito: con Leguía se abre un mundo nuevo30. Para Mayer, «Leguía había concebido un plan definido para forjar la patria que los peruanos deseaban ver florecer; una patria que les diera la ilusión de que el Perú fuese tan poderoso como Inglaterra, tan culto como Francia, tan emporio del arte como Italia»31.

El proyecto enarbolado por Leguía cautivó a los jóvenes anticivilistas, muchos de ellos provincianos de clase media al igual que el candidato. Una propuesta descentralista, la demagógica reivindicación del indio y la renovada composición social de las filas leguiistas no podrían dejar de seducirlos32. Una radiografía de aquellos segmentos que apoyan su candidatura y sostienen al gobierno en los años iniciales acusa esa fuerte presencia regional y pequeñoburguesa33.

El apoyo recibido por Leguía del grupo de jóvenes aglutinados alrededor de la revista Germinal —entre los que se hallaban José Antonio Encinas, puneño; Hildebrando Castro Pozo, piurano; Escalante, cusqueño— grafica elocuentemente la identificación social de sus seguidores con el fundador de la Patria Nueva. Comparten la adhesión otros intelectuales radicales como Erasmo Roca, Carlos Doig y Lora, Juan B. Ugarte. El entusiasmo por su candidatura incluso es compartido por los más recalcitrantes —como el futuro dirigente del aprismo, Víctor Raúl Haya de la Torre, entonces presidente de la Federación Universitaria—, quienes hacia 1918 no vacilan en declararlo, a pesar de la falta absoluta de antecedentes académicos del nominado, con el pomposo título de «Maestro de la Juventud», dejando atrás a Manuel Vicente Villarán, catedrático de gran prestigio. Antes había sido galardonado con tal título Javier Prado y Ugarteche, rector de San Marcos. Adviértanse las diferencias que separaban a Prado, uno de los padres del positivismo filosófico en el Perú, y a un hombre de carácter pragmático y escasa formación académica como Leguía.

Alrededor de Leguía no solo se aglutinan jóvenes provincianos más o menos radicales, también lo alienta una incipiente burguesía industrial cuyos intereses eran incompatibles con la oligarquía agroexportadora de la costa que integraba el civilismo. Personajes como Lauro Ángel Curletti y el ingeniero Charles W. Sutton figuran en su entorno influyendo sobre el presidente para llevar a cabo proyectos de salubridad y de irrigación de tierras, respectivamente. Los empleados públicos y de comercio, afincados en Lima y en las principales ciudades del país, cuyo número aumenta en las primeras décadas de este siglo, patrocinan igualmente al hombre de la Patria Nueva. La clase media capitalina y provinciana auspicia al leguiismo, crece y se consolida con este movimiento. Tras la figura de Leguía se erige un amplio abanico de clases medias hasta entonces ausentes, como grupo orgánico, de la política peruana34.

Posiblemente, la diferencia más nítida entre la República aristocrática y el Oncenio haya descansado en la asunción al poder de los segmentos medios. No sorprende, así, que luego tuviese Leguía que lidiar tanto con radicales cuanto con conservadores. Según el duro juicio de Dora Mayer, el presidente de la Patria Nueva «creó una plutocracia más vanamente presuntuosa de sus privilegios que la antigua jerarquía civilista, que siquiera poseyó una sólida ilustración y cierto respeto a su dignidad de alcurnia». Sostenía la indigenista que Leguía habría cambiado por completo el tono de la sociedad limeña: los nuevos ricos asomaban como «gente, por lo general, ensoberbecida de un enriquecimiento precoz; huérfana de cultura; ávida de frioleras costosas, ya que de placeres superiores del espíritu no sabía; ignorante de los principios de ética, que a la sazón en ninguna escuela se enseñaba»35. Juicio que comparte con un exponente conservador como Víctor Andrés Belaunde: «sectores ambiciosos de gente mediocre asumieron las posiciones que tenía la clase dirigente antigua y que por dignidad no se plegó al régimen»36.

Los nuevos actores sociales como la burocracia gubernativa, los médicos, los militares de carrera, los oficiales de policía, los inmigrantes europeos, los pequeños agricultores favorecidos con la expansión agrícola y una distribución más racional de las aguas y los tecnócratas constituirían el sustento social del gobierno. Las estadísticas demográficas mostraban que las ocupaciones propias de la mesocracia habían crecido a un ritmo incluso mayor que el de la población en general, se hallaban distribuidas entre empleados, oficiales públicos, abogados, médicos, escritores, financistas y estudiantes de profesiones liberales. Es curioso constatar, en efecto, que mientras en los diarios del siglo diecinueve y comienzos del veinte predominan los avisos publicitarios de abogados y educadores, desde la época de Leguía serán los médicos quienes anuncien a través del periódico. Lo interesante no acaba allí, sino que empieza a advertirse la especialidad de cada profesional y el ingreso en el mercado de otras profesiones médicas como la odontología, la enfermería y la obstetricia. Con Leguía las clases medias hacen su ingreso en política y se advierte la completa identificación del gobernante con la psicología de la clase media ascendente que participa del poder. El Oncenio será, sin duda, el primer terraplén de sus ilusiones y desengaños.

Durante el Oncenio, los sectores medios se entrenarán intensivamente en la práctica política y con ella en el arribismo y la audacia, menos comunes durante la República aristocrática, en la que el estatus y el poder estaban definidos de antemano37. Previsiblemente, ello derivaría pronto en el fortalecimiento de un régimen personal basado en el partido único, el Partido Democrático Reformista. Hacia 1925, luego de la primera reelección de Leguía, estaba ya consolidado un estrecho círculo de leguiistas que gobernaban el país sin mayor oposición. Se trataba, sostiene Belaunde, no ya de clase media genuina y representativa, sino de «grupos insignificantes de amigos o de adictos incondicionales». A contracorriente del pragmatismo que el régimen enarbola como pieza básica de la acción pública, donde «los hechos y no las palabras» deben prevalecer, la demagogia se afirma como vehículo esencial de la actividad política38. En el vocabulario predilecto de Leguía es frecuente encontrar recriminaciones contra «la inutilidad de la retórica», las «reformas de papel» o las «reformas verbalistas de nuestros antiguos políticos», a las que opone el realismo y la acción. Así, en el discurso pronunciado en San Marcos el 20 de mayo de 1928, poco después de aprobarse el nuevo Estatuto Universitario, declararía: «Es una verdad incuestionable que en el Perú abundan literatos pero hacen falta técnicos». El nuevo político, cuyo modelo Leguía pretende encarnar, debe ser uno «a quien acrediten sus obras y no sus promesas»39. Más allá del estilo individual que cada gobernante imprime en la exposición discursiva y en el desenvolvimiento concreto, Leguía proyecta, con el auspicio de sus seguidores, la imagen local del político moderno. No es casual que quienes tomen la pluma para atacar o ensalzar a los gobernantes que lo sucedieron hayan hecho de él y de su gobierno, para bien o para mal, la pauta y el termómetro de cualquier análisis.

 

Por otra parte, como otro signo de los nuevos tiempos, bajo Leguía se conformará tanto la base social de los movimientos radicales de masas como el APRA y el Partido Comunista (en realidad, fue fundado como Partido Socialista, aun cuando su línea fue marxista) y el núcleo de su liderazgo político40. Surgieron igualmente diversas organizaciones gremiales: la Federación Obrera Regional Peruana, Flecha de Oro del Indio Unido, el Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo y la Confederación General de Trabajadores del Perú. Paralelamente se producirá también, aunque cierto retraso por las condiciones mismas del país, la recepción de corrientes ideológicas radicales como el marxismo. El surgimiento de estos elementos sociales y programáticos no se debió solo a la iniciativa del gobierno41. El régimen autoritario no dudó en mostrar rechazo y temor, deportando o encarcelando a sus mentores y entorpeciendo su labor editorial42.

La emergencia de APRA de Haya de La Torre y del Partido Socialista de José Carlos Mariátegui se explicaría más bien por circunstancias históricas que escapaban a la voluntad del jefe de Estado. No obstante ello, quizá al fomentar el repliegue de la aristocracia y de sus apellidos ilustres y propiciar la incorporación protagónica de las clases medias en la vida política inconscientemente favoreció, tal como ocurrió en Chile con Arturo Alessandri y en Argentina con Hipólito Irigoyen, el desarrollo de partidos políticos de izquierda cuyos conductores precisamente provenían de la pequeña burguesía. Los cambios en la estructura productiva y de servicios cumplieron también un papel importante en la generación del soporte social de los futuros partidos de masas, especialmente del APRA. Así, la penetración del capital norteamericano, el propio avance de la industria nacional y la rotunda amenaza externa a su crecimiento, la activación del comercio, la flamante red de caminos y ferrocarriles que atraía la migración andina hacia la costa y el empuje urbano no podían dejar de crear —por lo menos en las ciudades de la costa, pues, a pesar de las nuevas rutas, el interior del país no fue tocado en su estructura socioeconómica básica— el escenario social que estos movimientos requerían para su desarrollo.

Durante la endécada leguiista se produce, asimismo, un cambio profundo en la esfera de las representaciones colectivas. Los grupos ilustrados de las ciudades asumen una cosmovisión burguesa y frívola del mundo. Las convicciones morales cedían ante las evaluaciones crematísticas. Según Luis Alberto Sánchez, autor que en ensayos y novelas ha descrito espléndidamente la mentalidad de este periodo, el Oncenio extendió el anhelo monetario para luego tirar alegremente el dinero sin ánimo de invertir ni de ahorrar43. No fueron solo los nuevos ricos que vivieron inficionados (la expresión es de la época) de esa atmósfera decadente: la propia generación del Centenario, sumamente crítica con la generación del Novecientos que la había precedido, gusta de este ambiente enrarecido44. Cabe recordar que Haya de la Torre, Mariátegui, Sánchez y otros miembros de la generación recibieron el baño bautismal de la política y de la vida bajo el Oncenio.

A la ansiedad por hacerse rico se suma un interés inédito por el adiestramiento deportivo y el culto al físico corporal. El fútbol, el boxeo, el baloncesto, el atletismo e incluso la esgrima —practicado en la Sala Caballero— trasponen el círculo de las clases altas y devienen en deportes populares45. Aparece también la «hinchada» deportiva, hasta entonces desconocida, a la vez que el Estado, quizá advirtiendo su importancia política, decide patrocinar oficialmente las competencias. Así, por ejemplo, el 12 de abril de 1928, Leguía agradece un curioso homenaje de los futbolistas peruanos «por el apoyo que en todo instante he brindado al deporte nacional» y no vacila en enorgullecerse por la organización de un campeonato sudamericano de fútbol46. No debe olvidarse que bajo el gobierno de Leguía se crean muchas instituciones deportivas como, bajo el auspicio del gobierno, la Federación Peruana de Fútbol y la Federación Universitaria de Deportes. Asistimos al mismo tiempo al deslumbramiento del gran público ante las flamantes funciones cinematográficas y la popularización del fonógrafo. Los cines Valentino y Unión anunciaban las películas en El Comercio, La Crónica y La Prensa. Uno de esos filmes, The Gold Rush o La quimera del oro, película de Chaplin, estrenada en Lima en esos años, curiosamente aludía a esa suerte de insania publicitaria que se montó para los dos centenarios nacionales, el de 1921 y el de 1924. La actividad teatral, sin embargo, no decae. Los teatros Variedades, Iris, Marsano y Leguía publicitan con grandes avisos gráficos los dramas pasionales.

Abogados, profesores, médicos y, tímidamente, ingenieros, empiezan a engrosar las hasta entonces delgadas capas de los sectores medios, cuya cuantía y poder de decisión se incrementará fuertemente bajo el Oncenio. Dentistas y farmacéuticos no vacilaban ofrecer a través de la prensa, que estrena ilustraciones, servicios y productos milagrosos cuyos avisos publicitarios prometían curar la dispepsia, aniquilar el insomnio y poner fin a los nervios con las «píldoras doradas del doctor Williams», las mismas que, en el mensaje convincente del anuncio publicitario, «han curado a miles», «vienen curando a miles» y «esperan curar a varios miles más entre los cuales se halla Usted». El progreso tecnológico hacía su parte, pues muchos inventos se incorporan plenamente a la vida doméstica: la máquina de escribir (que nace y muere con el siglo veinte), el reloj personal, las bombillas eléctricas, la lejía para ropa y la cerveza industrial. El automóvil asume una presencia cotidiana dentro del paisaje urbano como imagen motriz de posición social.